lunes, 1 de junio de 2015

Capítulo 9

Una prueba
Después del baño, la torta y el descanso, Paloma se sentía mucho mejor. Eran casi las seis, así que fue por su bicicleta, ante la amenaza de que le rompieran el candado y fuera un lío rescatarla de la policía. Y ahí quién sabe… como le dijo la taquillera. Luego fue al parque, se había quedado con el antojo de la nieve, así que fue a buscar al nevero. Pero ya no estaba. Vio enfrente una “Michoacana”, y aunque la que quería probar era la otra, no quiso quedarse con el antojo. “Michoacanas hay en todo lados, pero ni modo, no veo otra nevería” –dijo decepcionada Paloma– y se dirigió hacia allá. Sin embargo, pidió mejor un agua de jamaica. Quería reservarse a probar las nieves del lugar y ya lo haría al día siguiente. Entonces pensó que tenía que darse prisa para buscar dónde pasar la noche. Después del baño caliente y todas las emociones que había tenido en Polotitlán quería dormir a pierna suelta.“Hasta que te hinches”, como decía su mamá.
            Se sentó en el parque a tomarse su agua y recorrió con la vista los alrededores a ver si encontraba algún letrero de “Posada familiar”. No vio nada. Luego se acordó que ya estaba en otro estado, en Querétaro, y no sabía si allí también habría estas posadas. Eso la alarmó un poco, pues si sólo habría hoteles, serían más caros. Terminó el agua, buscó un bote para tirar el vaso y se dio prisa para localizar un hotelito o a ver qué encontraba. Trató de alejarse un poco del centro y del balneario, porque sin duda allí el hospedaje sería más caro. Así recorrió algunas calles y se acercó rápidamente a las orillas, pues el pueblo no era muy grande. Ya allí sólo había casas vacías. En una había un letrero de “Se solicita sirvienta se quede. Informes aquí”, y pensó que podía pedir el trabajo y al día siguiente irse. Total, volvían a poner su letrero y ni la conocían, o si no era mucho trabajo, hasta se podía quedar unos días más, ir al balneario otra vez y ganar algún dinero.
            Tocó el timbre. Salió, después de un rato, un hombre de unos sesenta años, pero todavía fuerte:
            –Diga –habló con voz áspera y seca, sin ninguna emoción en ella.
            –Vengo por el trabajo.
            –¿Tú? –Preguntó mirándola con recelo–. Tú no eres de aquí. ¿De dónde eres?
            –De Polo –mintió Paloma.
            –¿Y qué haces hasta acá?
            –Pues eso, buscando trabajo, como aquí hay turismo, pensé que habría más. Allá hay poco.
            –Hm, ¿a estas horas? –Desconfió el hombre pero siguió–. Pues no pagan mucho. Nomás treinta diarios, más la comida y el cuarto.
            Paloma, que nunca había trabajado, pensó que era bastante y aceptó, pero el hombre seguía receloso.
            –¿Y quién te recomienda o qué? ¿Trais alguna carta?
            –No, pues no. Yo sola me recomiendo.
            –Mm, y eso a mí qué. Ni te conozco ni eres de aquí, a quién puedo preguntarle por ti.
            –Bueno, pues si desconfía, mejor no.
            –Pues no –y cerró la puerta.
            Paloma se quedó sin saber qué hacer. Estaba segura de que sería muy fácil lograr lo que había pensado. Entonces siguió caminando un poco preocupada, pues el tiempo seguía pasando y ya casi había caído la noche. Dio vuelta a la izquierda en la siguiente esquina, y unas casas más adelante vio un letrero que decía: “Se rentan cuartos.” Tocó el timbre y salió una mujer que masticaba un chicle, quien le preguntó con brusquedad:
            –Qué se te ofrece.
            –Buenas tardes, digo, noches. ¿Cuánto cuestan los cuartos?
            –¿Para dos personas? –Preguntó con malicia la mujer, que tendría unos treinta y cinco años, era flaca y aunque no fea, su gesto amargo anulaba cualquier gracia que pudiera tener.
            –No, para una –respondió Paloma molesta.
            –Ah, cien pesos –informó la mujer ya sin sorna y sin dejar de masticar el chicle.
            –¿Y sí hay?
            –Pues si no paqué está el letrero.
            –Sí, ¿verdad? Perdón –dijo Paloma para conciliar un poco y aligerar la tensión que se había creado–, quiero uno.
            –Está bien, pasa. Pero se paga por adelantado.
            –¿Y es con alimentos? –Preguntó ingenua Paloma.
            –No me hagas reír, ¿por ese precio? No, aquí no se da de comer. Para eso, ve a una fonda allí en el centro.
            –¿Y mi bici?
            –Pos métela, ni modo que la dejes afuera. Ponla donde no estorbe. Allí junto a los tanques de gas.
            La mujer no era muy amable, pero hizo su trabajo: llevó a Paloma hasta el cuarto y se lo mostró. Estaba oscuro. Sólo se alumbraba con la luz que entraba de afuera por la ventana y por la puerta. No tenía más que una cama, un buró y una silla. Sobre el buró había una vela. Paloma la miró. La mujer se dio cuenta y le explicó:
            –El cuarto no incluye la luz. Nomás la vela y unos cerillos, que están en el cajón. La luz ta muy cara y no nos sale. Luego los clientes nomás la gastan. Ya lo sabes. ¿Lo quieres o no?
            –¿Y el baño?
            –Allí, al fondo del pasillo.
            –¿Tampoco hay luz?
            –Sí, hay un foco, pero cuidadito con que se te olvide apagarlo, se cobra otra noche si eso pasa.
            –Está bien.
            –Los cien pesos de una vez –y la mujer, sin dejar de mover un momento las mandíbulas por el chicle, alargó la mano para que Paloma se los diera de inmediato.
            Paloma sacó el billete y se lo entregó. La mujer salió enseguida sin despedirse y sin decir ni una palabra. Ya sola, Paloma puso la mochila en la silla y sacó su sudadera. Revisó un poco la cama. Las sábanas no estaban del todo limpias, pero pensó que no era el momento de andar de delicada. No tenía opción y debía aguantarse. Cerró las desgastadas cortinas, casi transparentes y pensó que hasta era mejor que no hubiera luz, porque todo se vería desde afuera. En ese momento sintió que el hambre le calaba, así que dejó la mochila sin darle más vueltas al asunto del cuarto, y salió a buscar dónde cenar. Al pasar frente a la sala, donde estaba la mujer, ésta le dijo con brusquedad:
            –Se cierra a las diez y no abrimos aunque toques.
            –Sí, está bien –respondió Paloma secamente.
            Vaya con doña Amabilidades, pensó. Y ante la amenaza, se dio prisa en buscar dónde cenar. Efectivamente, sólo encontró en el centro. En el parque había algunos puestos y no lo pensó dos veces. Vendían enchiladas, tamales, pan dulce y atole, refresco o chocolate. Pidió un chocolate y unas enchiladas. Oyó las campanadas de un reloj, no supo si de la iglesia o del Palacio Municipal: eran las nueve. Así que cenó con cierta prisa, por la ansiedad que la mujer de la casa le había hecho favor de sembrarle al salir. Las enchiladas estaban buenísimas, pero el chocolate no mucho, estaba muy aguado, habían mediado la leche con agua y así no le gustaba. Pagó y buscó el camino de regreso, pero no había tenido la precaución de fijarse bien en cuál era la calle, así que se tardó un rato en encontrar la casa. Dio algunas vueltas, preocupada por que se le fuera a hacer tarde y la dejaran afuera, hasta que por fin dio con el lugar. Tocó. La mujer le abrió sin decirle nada y Paloma se metió de inmediato; aunque ya conocía ese trato, le sorprendió otra vez, y ante esa descortesía no le quedó más que irse directo a su cuarto.
            Ya allí, buscó los cerillos en el cajón del buró. Encontró una caja que sólo tenía tres, así que encendió con mucho cuidado uno de ellos y prendió la vela. Pensó que eran exageradamente  tacaños. Luego miró su mochila y se dio cuenta de que no estaba como la había dejado y que la habían esculcado. Buscó rápido dentro y se dio cuenta de que no estaba el reloj. “Híjole, qué ratas. ¿Qué hago? ¿Me hago mensa o le reclamo? Pero esa vieja se ve que es de armas tomar, ¿y si me moquetea? Mínimo me saca con todo y mis tiliches –de repente pensó–, ¿y la bici? No creo que se atreva, ya sería mucho. Menos mal que el dinero y las monedas las traigo en el pantalón.” Sin embargo, no estaba tranquila y se asomó a ver si veía la bicicleta. Al abrir la puerta se hizo un chiflón y se le apagó la vela.
            –¡Ay, no! –dijo Paloma en voz alta.
            –Shhh –oyó que la siseaban desde alguna parte de la casa.
            “Dónde fui a caer. Ya dejo ahí la bici en paz. Voy al baño antes de prender la vela otra vez, capaz que se me apaga y ya sólo me quedaría un cerillo. Ah, pero con la luz del baño puedo al menos ver si la bici sigue allí.” Y así lo hizo. La bicicleta seguía donde mismo. Rápidamente orinó pero antes de apagar la luz, fue rápido por la bicicleta, la cargó para que no hiciera ruido al rodar y la metió al cuarto. Regresó y apagó la luz, justo cuando la mujer gritó:
            –¡La luz, carajo!
Un poco a tientas regresó a su cuarto. Entró, cerró y aseguró la puerta con la silla, hasta entonces se había dado cuenta de que no tenía pasador ni seguro por dentro y por supuesto ya no sentía ninguna confianza. Luego prendió con mucho cuidado el segundo cerillo. Se le apagó. Decidió ya no arriesgar el último, por si se le ofrecía algo en la noche, así que se desvistió a oscuras, abrió la cama y la sacudió a ciegas con su sudadera para al menos asegurarse de que no hubiera ningún insecto. Estaba tan cansada que ya no le importó nada más y trató de no pensar en la poca sensibilidad de su casera que la había agüitado un poco. Se acostó, dejándose nada más la playera, se cobijó con cierta desconfianza y se durmió de inmediato. Era más su cansancio que cualquier preocupación.
            A media noche la despertaron unos gritos. Eran dos voces: la de la casera, que reconoció de inmediato, y la de un hombre. Discutían, se insultaban, se oían golpes y gritos de dolor, pero cada vez más coraje y rabia en las voces. Paloma estaba asustada. Siempre le habían dado miedo las discusiones o el solo hecho de que alguien levantara la voz. Y a media noche, más. Se acurrucó en la cama, se hizo chiquita y trató de mitigar el ruido de las voces con la almohada, pero no funcionaba. Oía todo. Discutían por dinero. Al parecer y por lo que alcanzaba a entender, también por el reloj que le habían sacado de la mochila. La mujer gritó más fuerte y con un chillido agudo dijo “¡Noooo!” Luego se oyó un golpe seco, la puerta de la calle que se cerró de un portazo y después el silencio. Paloma se quedó helada. Del miedo no podía moverse. Quizá había pasado algo grave. ¿Qué debía hacer? Dudaba entre vestirse y salir a ver, quedarse allí hasta que amaneciera e irse sin preguntar nada o irse en ese momento. Seguía inmóvil. El temor le impedía tomar una decisión.
            “¿No que muy calzonuda?” Se dijo Paloma acordándose de don Atanasio, pero ni con eso pudo moverse siquiera un poco de la posición en la que se quedó cuando escuchó los gritos. “¿Qué hago? –se preguntó angustiada–, ¿cómo puede darme más miedo esto que lo del espanto en Polotitlán? ¿Qué tal si la mató? ¿Qué tal si vuelve y me hace algo? ¿O qué tal si fue ella la que mató al hombre?” No obstante su estado, Paloma se obligó a analizar la situación: “A ver. Ya, Paloma, piensa en las opciones que tienes: ¿irte ahorita? A dónde, te va a dar más miedo, ni conoces siquiera el pueblo. No, eso está descartado. ¿Esperar hasta mañana? Pero a ver si puedes dormir, aunque es cierto que estás muy cansada y necesitas reponer energías. ¿Vestirte ahorita y salir del cuarto a ver qué pasó o qué está pasando? Piensa bien y a ver si de veras eres capaz de tomar decisiones juiciosas.”
            En ese lapso, mientras Paloma pensaba qué hacer, el silencio se había hecho en la casa. No se escuchaban más que los grillos. La luz de uno de los cuartos seguía prendida y entraba por las luidas cortinas de la ventana. Se oyeron las campanadas del reloj: eran las tres. Pensó entonces que sólo faltaban unas cuatro horas para que amaneciera. Pero ¿y si la mujer necesitaba ayuda? ¿Qué tal que por no ayudarla a tiempo se moría? Así que entonces decidió hacer a un lado el miedo, ya disminuido gracias al silencio. Se levantó y se asomó por la ventana. No vio nada extraño. Luego empezó a vestirse tratando de hacer el menor ruido posible. No sabía, finalmente, qué había pasado, si efectivamente no había nadie más que la mujer o qué. Terminó, quitó con cuidado la silla que servía de tranca y abrió muy despacito. Se asomó primero por una rendija y poco a poco fue abriendo más la puerta. Sintió algo en las piernas. ¡Una mano! –Pensó Paloma aterrada y en un instante imaginó a la mujer que agonizante se había arrastrado desde la sala hasta allí para pedir auxilio, dejando un rastro de sangre en todo el trayecto. Pero no, era un gato que quería una caricia. Estuvo a punto de gritar, pero se contuvo, se agachó e intentó cargarlo, pero el animal se escapó de inmediato: quería una caricia, no que lo cargaran.
            Paloma volteó hacia todos lados, no vio nada, salvo al gato que salió disparado para algún lado de la casa; luego, paso a paso, se fue acercando al lugar donde se había quedado la luz prendida. Estaba cerrado, la luz salía de una ventana. Trató de ver por ella, pero las cortinas, que sí estaban en buenas condiciones, no se lo permitieron. “¿Intentaré abrir?” Se preguntó. En ese momento tocaron la puerta de la calle con leves golpecitos; luego una voz femenina que apenas se escuchaba:
            –Martitaaaa.
            Paloma caminó rápido de regreso a su cuarto procurando no hacer ruido. Se quedó en la puerta a ver qué pasaba. Nada. Sólo volvieron a escucharse los toquidos y la voz. Otra vez nada. Y hubo una tercera. Paloma fue hasta la puerta, decidida a abrir. Lo hizo con cuidado y apenas abrió una rendija. La voz volvió a escucharse apenas en un susurro:
            –¿Qué pasó Martita? ¿Otra vez?
            –No soy Martita –dijo Paloma también en voz baja.
            –Ay, qué susto. ¿Quién eres tú? –preguntó sorprendida la mujer, pero en voz baja.
            –Una inquilina. ¿Y usted? –Inquirió Paloma procurando no levantar tampoco la voz.
            –Yo soy la vecina. Vine a ver si se le ofrecía algo a Martita. Oí los gritos.
            –Pues no sé, no se oye nada. Salí a ver qué había pasado, si la señora necesitaba algo. Pero no sé qué hacer. Usté dígame.
            –A ver, pues déjame entrar primero.
            –Sí, sí, pase. ¿Qué hago? ¿Qué hacemos? –interrogó Paloma siempre hablando en voz baja.
            La mujer entró y de inmediato se dirigió al cuarto de la luz encendida. Paloma cerró la puerta con sigilo y siguió a la vecina. Las dos siguieron hablando en un volumen apenas perceptible:
–¿Cómo ve, entramos?
–Ay, tú, pos no sé.
–¿Qué, esto pasa muy seguido?
–Uuuuy, a cada rato.
–O sea que su marido la golpea.
–Ni siquiera es su marido.
–Ah, pero usted la conoce bien.
–Así como bien, bien, no. No tiene mucho que viven aquí, como un año apenas, pero como ya ha pasado esto en varias ocasiones, ya me he atrevido otras veces a ayudarla. Como yo también alguna vez pasé por eso, sé lo feo que se siente. ¿Ya te asomastes por la ventana?
–Ya, pero no se ve nada.
En ese momento escucharon unos quejidos y la vecina tomó la iniciativa de abrir la puerta y entrar. La casera estaba en el suelo, semidesmayada, con una cortada en el brazo, otra en la frente y muchos rastros de golpes nuevos y viejos en las partes del cuerpo que quedaban a la vista. Paloma se impactó muchísimo. Las únicas escenas de este tipo las había visto en los Alarma! de los puestos de periódicos y nunca se había atrevido a fijarse en los detalles, de modo que se asustó y otra vez se paralizó.
–¡Válgame dios! –Exclamó la vecina– Ora sí la dejaron como Santo Cristo. A ver, muchacha, ayúdame, no te quedes ahí parada. ¿No ves que la tenemos que curar?
Paloma, con trabajos, apenas pudo articular:
–¿Qué… qué hago?
–Traite algodón, jabón y agua tibia. Mientras yo busco una almohada y una cobija, y un trapeador pa limpiar. ¡Mira nomás cuánta sangre! ¡Hijo de la chingada!
–Pero… es que… no sé dónde están.
–Pos los buscas, muchacha buena para nada. Estás viendo y no ves. ¡Hay que moverse!
–Sí, sí, señora.
Cada una, por su lado fue a buscar lo necesario. La vecina, que ya conocía la casa y había tenido que hacer cosas semejantes varias veces, fue directamente a la recámara y de paso le indicó la cocina a Paloma y le dijo:
–El algodón ha de estar en el baño. Ahí lo he encontrado otras veces. La cocina es ésa. Apúrate.
Con esas indicaciones, Paloma se sintió capaz de moverse con diligencia. Entró primero a la cocina, buscó algún recipiente para calentar agua, lo llenó y lo puso a la lumbre. Menos mal que había una caja grande de cerillos, porque hasta el tercer intento pudo encender uno del nerviosismo y del susto que sentía. Dejó el agua calentándose y salió directo al baño por el jabón; el algodón estaba en el botiquín. Regresó a la cocina y apagó el agua.
–Apúrate, ¿ya trais todo?
–Sí, sí, señora, ya. A ver, tiente el agua a ver si está bien o le echo un poco de fría.
–A ver, trai. Sí, está buena. Ay, a ver, traite una toalla. Ya medio limpié. Mira nomás. Pero no entiende. Ahí sigue con ese pendejo. No sé qué le ve o cómo lo aguanta. Güeyes que somos las mujeres, por andar soportando a estos cabrones. Pero ya se lo he dicho sabe cuántas veces y vuelta a lo mismo.
–Aquí está la toalla.
–A ver, ayúdame a ponérsela debajo de la almohada. Por dónde empezamos, mira nada más.
–¿Y si hablamos a la Cruz Roja?
–Aquí no hay Cruz Roja, chamaca. Luego se echa de ver que no eres de por aquí.
–Pues no, yo vine al balneario.
–Y mira lo que te fue a tocar.
–A ver, enjabona bien el algodón y moja otro y lo exprimes. Yo le lavo y tú le vas limpiando. Empezaremos por la cara. Lo bueno es que ya no sangra, pero mira cómo quedó el trapeador. Ay, pero traite de allá afuera algo pa enjuagar, si no, el agua se nos va a ensuciar luego, luego. Y el bote del baño para los algodones.
Paloma regresó con una cubeta llena de agua y con el bote de basura, siguió las instrucciones de la mujer y entre las dos fueron limpiando aquel rostro tumefacto y deforme.
–Mira, si no es fea la Martita, pero ese cabrón se la ha chupado, como las brujas. Se la acabó, se la acabó.
Poco a poco fueron quitando los rastros de sangre y solamente quedó la piel amoratada y la herida abierta.
–No creo que necesite un doctor. Aunque esa cortada está refea
–Pero no reacciona.
–Pos no la ves cómo está. Cómo va a reaccionar. Además, se ve que estuvieron chupando. Ésa es su perdición y por eso vuelve con ese cabrón. Le llega con su botellita y con eso la domina. A ver, ve a preparar un café. Ahí busca las cosas en la cocina –se adelantó la mujer al ver que Paloma iba a preguntar dónde estaba.
–Sólo hay instantáneo dijo Paloma desde donde estaba.
–Pus cuál otro hay.
–Pues de grano, digo, natural.
–Hasta crees. Hazle de ése y ya. Apúrate y trailo.
–Sí, nada más que esté el agua.
La vecina empezó a hablarle a Martita. Y a darle golpecitos en las mejillas:
–Martita, Martita, despierta.
Martita empezó a emitir quejidos y a tratar de articular palabras que no se entendían.
–No hables, nomás despierta, abre los ojos. ¿Me oyes?
Martita intentó abrir los ojos, pero era tanta la hinchazón que no pudo. La vecina, entonces, al ver que sí la oía y entendía le pidió que ya no hiciera nada. Paloma llegó con el café.
–¿Le pusistes azúcar?
–No.
–Pus ponle, ¿no ves que necesita azúcar pa reaccionar?
–¿Sí?
–Pus seguro. Échale dos cucharaditas.
–¿No le hará daño?
–Ay, más mal no puede ponerse. Tú pónsela y ya, caramba. ¡Rápido!
Paloma fue y vino con la taza. La vecina le pidió que le sostuviera la cabeza y ella empezó a darle cucharaditas a Martita en la boca mientras la instaba a que las aceptara y las tragara. Marta obedecía. Y cada vez fue adquiriendo más control sobre sus movimientos.
–Parece que ya va reatcionando.
–Ay, sí, qué susto, pensé que se moría –dijo Paloma.
–Ójala y se lo acabe todo, pa que se reanime más y la podamos llevar a su cama. Ni modo de dejarla en el suelo. Está bien fría, necesita calentarse.
Marta fue bebiendo los sorbos que le daba Matiana, tal era el nombre de su vecina, y poco a poco se incorporaba con un poco más de fuerza. Finalmente se terminó la taza de café, miró a Matiana y le dio las gracias apenas perceptiblemente.
–A ver, Martita, trata de pararte. Te vamos a ayudar esta muchacha y yo, pero tú ayúdanos también. Te vamos a llevar a tu cama. ¿Pero cómo le hacemos? Aquí en el suelo es más difícil. Ah, ya sé. A ver, voltéate boca abajo. Despacito. Eso. Ora, encoge las rodillas, pa que dobles las piernas. Ora, la muchacha y yo te vamos a sostener cada una de un brazo y tú te levantas parriba y nosotras te aguantamos.
Lentamente, Marta obedecía las indicaciones de Matiana y no sin trabajo logró incorporarse mientras la sostenían. Así pudo ponerse de pie, y soportando la mayor parte de su peso, Paloma y Matiana lograron llevarla hasta su cuarto, quitarle el vestido ensangrentado y mojado y acostarla en la cama. Buscaron otra cobija en el ropero y la arroparon bien para que entrara en calor. Finalmente, Marta cayó en un sueño aparentemente tranquilo.
–Vaya, hay que dejarla descansar. Vamos a limpiar allá. Apaga la luz.
Las mujeres salieron del cuarto y en silencio fueron ordenando la sala. Llevaron las cosas a su lugar y dejaron en el lavadero toalla y trapeador, remojándose cada uno en una cubeta.
–Pos ya me voy.
–Pero… ¿y qué hago? –Preguntó con angustia Paloma– ¿Y si regresa el hombre?
–¡Ese no regresa en varios días! De seguro le quitó el dinero que le pagaste. Porque ya le pagaste, ¿no?
–Sí y… este… me robaron un reloj.
–Pos sí, era de esperarse. ¡Menos, entonces! ¿Era bueno?
–Más o menos.
–Entonces no vuelve en un tiempo. Mientras, a ver si convenzo a esta pendeja de que lo deje. Un día la mata. Ya ves hoy, parece que fue con un machete. Y claro, no la mata ya porque le sirve, mientras le siga dando dinero… Pero un día se le pasa la mano, o ella ya no aguanta, digo, su cuerpo, y ahí quedó. Así que duérmete, no hay nada qué hacer. Y en todo caso, orita que salga, atranca bien por dentro, ponle el pasador a la puerta y búscate una tranca o algo pa atorarla. Así dormirás mejor.
Paloma asintió todavía asustada. Matiana salió no sin antes ver de nuevo a Marta, quien estaba ya en un sueño verdadero y respiraba con regularidad.
–Ya nos vemos –dijo Matiana bajando la voz.
–Sí –aceptó Paloma, y de inmediato siguió las indicaciones de la vecina para asegurar la puerta. Luego fue al baño a lavarse. Cuando encendió la luz se miró en el espejo y se asustó, pues tenía manchas de sangre en la cara, miró su ropa y estaba igual. Se lavó rápido, pero no encontró con qué secarse, pues la toalla la había llevado para curar a Marta, así que se quitó la playera, se secó con ella, apagó la luz y se fue a su cuarto, sintiendo un poco el fresco en su semidesnudez.

Se puso la otra playera y decidió lavar la ropa sucia antes de dormirse. Finalmente, la casera no iba a despertar si hacía ruido y de todos modos procuraría hacer lo menos posible. Dudó sobre si se secaría la ropa, pues en ese momento sonaron las cuatro en la plaza, pero peor iba a ser andar con la ropa ensangrentada que húmeda. Ya se secaría en el camino. Porque ya había decidido que no se iba a quedar en ese lugar, de Tequis había sido suficiente.
Así encontraron Paloma y Matiana a Martita.

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