martes, 31 de marzo de 2020

El retorno (una vez más)

Otra vez aquí

Sé que la constancia no es lo mío. Mejor dicho, tengo constancia por épocas y con diferentes actividades. Creo que eso es bueno también, porque le voy variando, pero hace también que no tenga un desarrollo -uy- claro, en cada una de esas tareas que voy probando: ora escribo, ora tejo, ora dibujo, ora pinto, ora hago pan, ora postres, ora guiso, ora veo películas, ora escucho música y todo eso por épocas. Más o menos. A veces sí llevo a cabo varias de ellas el mismo día. Leer, eso sí, lo mantengo, porque si no leo antes de dormir, no me duermo a gusto. Y me refiero, por supuesto, a esta "vida retirada que huye del mundanal ruido" que dura ya varios años y que en estas últimas semanas se ha intensificado, es decir, es más retirada (¿más?) todavía.
   El caso es que estoy aquí otra vez, porque por unas imágenes que le compartí a mis hermanos, Jorge hizo algún comentario y luego yo otro y esto nos llevó a recordar un viaje que hicimos cuando éramos bastante jóvenes. Y fue cuando me dieron ganas de escribir otra vez.
   Y luego César, mi amigo, me escribió y me preguntó cómo estaba. Y yo, muy patética, me quejé y cuando me contestó me dio vergüenza. Luego hizo un comentario que me llevó a buscar un texto que escribí para Erik, en un momento de crisis (muy pronto, la verdad sea dicha, pero nada que uno no se imaginara que sucedería). Se trataba de "un barco a la deriva" y no diré más del asunto. Pero eso nada tiene que ver, sino que luego de estos dos "acontecimientos" me surgió el deseo de escribir nuevamente y de compartir, porque como ya lo he dicho en algún comentario: para qué se escribe si lo escrito no se lee. 
   Y vuelta a rebuscar en los archivos con algunos hallazgos que decidí compartir por el Facebook, pero ahí sólo caben textos pequeños. Así que me acordé de este blog, largamente desatendido una vez más. Y aquí estoy. Y aquí está el texto que salió de la "charla" con Jorge.

El viaje

Vamos por la carretera, en el horizonte se ve una línea recta interminable, pero a los lados del camino el campo está amarillo: las cosechas a punto, las florecitas silvestres de distintos tonos brotando aquí y allá. Hay un aire alegre entre nosotros. Un viaje único, porque no hicimos ningún otro como aquél. Solos los tres. Alegres los tres. Ella, renovada y contenta, como pocas veces la vi. Tú, con entusiasmo por el propósito del viaje y confianza en lograrlo. Yo, sorprendida por el olor del campo, el cielo azul, el viento, nosotros. Salimos muy temprano y teníamos que recorrer una gran distancia. Pero no importaba, íbamos gozosos.
    Ya allá, una casa magnífica, como la he soñado siempre, modesta y llena de vida, con su patio al centro y muchas macetas y pájaros. Unas tías desconocidas, afables, simpáticas que infunden gusto por despertar cada día y empezarlo con un té con aguardiente; según dijeron, nada mejor para tener energía para el resto de la jornada. Sólo fueron dos días, creo, pero muy memorables y ahí están escondidos, tibios, recogidos en los otros recuerdos. Nos dieron una pieza para ella y para mí. Tú te quedaste en otra. No me acuerdo ni qué comimos ni si merendamos o cenamos. Ella estaba muy contenta con el reencuentro después de tantos años y las tías, no menos. Era el lugar donde nació y ellas eran sus familiares más cercanos de aquellos tiempos ya lejanos.
   En la mañana, temprano, después de nuestro té de limón con aguardiente y de seguro un desayuno sabroso que no recuerdo, salimos a caminar. Nos enseñaba orgullosa el pueblo, aunque también entristecida: ya era un sitio fantasma, casi sin gente, con la mayoría de las casas semiderruidas, el jardín de la plaza lleno de hierba silvestre, y por la época, también ya amarilla. Ninguna planta de ornato, sólo lo que buenamente crecía. Ella nos contó que ahí plantaban amapolas y que el jardín era bonito. Seguramente tenía muchos más recuerdos que habrían despertado desde que planearon el viaje y con el paseo se reanimaban. Tampoco las bancas de la plaza se habían salvado; no había ninguna completa. Ni la iglesia había escapado de la devastación. Sí, ésta es la palabra. Había mucho silencio, roto solamente por algún llanto lejano de algún niño pequeño, algunas voces también, pero sin poder identificar su procedencia.  
   Con todo, el día era luminoso, con un aire frío que reanimaba como complemento de un sol radiante. Las calles vacías eran ruinosas, pero espléndidas. El color del adobe de las paredes descascaradas le daba una alegría a la calles a pesar de todo. Tal vez era por verla a ella tan contenta y por conocer por fin ese lugar que antes de venir se antojaba inexistente. Pero ahí estábamos.
   El propósito era localizar un vetusto escritorio de cortina que había sido de un abuelo al que nunca conocimos y que creo ella tampoco recordaba del todo, puesto que había muerto cuando ella era muy pequeña, cuando los recuerdos apenas empiezan a asentarse.  Y ahí estábamos, ¿te acuerdas?, recorriendo las calles. Las tías nos habían dicho que estaba en casa de no sé quién. Ella sabía bien dónde vivía esa persona y fue cuando de paso nos mostró el pueblo; un poco de él. Hubiera querido, hubiéramos querido quedarnos más, pero sólo teníamos ese día. Recuerdo que llegamos a la casa que buscábamos y por un ventanuco vimos el escritorio, ¡ahí estaba! Tú lo añorabas. No sé cómo supiste de su existencia, supongo que ella te lo dijo y tal vez pensaste que estaba perdido. Quizá ella hizo averiguaciones antes de ir y por eso el largo viaje ya con un propósito. Eso lo pienso ahora. Entonces no me hice ninguna pregunta, aunque quizá sí: ¿por qué para ti y no para mí? Pero yo nada sabía de ese mueble y ese pelín de envidia no duró mucho. Disfrutaba el paseo.
   Me acuerdo de que una vez localizado, ustedes dos entraron a hablar con quien lo tenía en resguardo. Creo que yo no entré, no sé. O tal vez sí. O es posible que vengan algunas imágenes ahora que me has dicho que había mucha ropa de bebé encima del mueble. Quizá era una pieza con una cama grande y en un rincón el escritorio y poco espacio para moverse, las paredes pintadas de un azul fuerte o verde. La luz era la misma, eso sí, brillante, tanto como afuera. La visita no duró mucho, teníamos el tiempo medido y creo que era la primera vez que manejabas tanta distancia, tantas horas. Regresamos a la casa de las tías, creo que nos dieron queso de tuna. Y eso fue todo. Era el otoño.

   En mí, aflora cada año la nostalgia, cuando vuelvo a toparme con esos colores amarillos del campo, los cielos azules y los vientos que empiezan a enfriarse. 

Y para continuar con aquello de compartir imágenes, aquí va la de hoy (que no fue tomada hoy, sino en verano):
Una familia