Otra vez aquí
Sé que la constancia no es lo mío. Mejor dicho, tengo constancia por épocas y con diferentes actividades. Creo que eso es bueno también, porque le voy variando, pero hace también que no tenga un desarrollo -uy- claro, en cada una de esas tareas que voy probando: ora escribo, ora tejo, ora dibujo, ora pinto, ora hago pan, ora postres, ora guiso, ora veo películas, ora escucho música y todo eso por épocas. Más o menos. A veces sí llevo a cabo varias de ellas el mismo día. Leer, eso sí, lo mantengo, porque si no leo antes de dormir, no me duermo a gusto. Y me refiero, por supuesto, a esta "vida retirada que huye del mundanal ruido" que dura ya varios años y que en estas últimas semanas se ha intensificado, es decir, es más retirada (¿más?) todavía.
El caso es que estoy aquí otra vez, porque por unas imágenes que le compartí a mis hermanos, Jorge hizo algún comentario y luego yo otro y esto nos llevó a recordar un viaje que hicimos cuando éramos bastante jóvenes. Y fue cuando me dieron ganas de escribir otra vez.
Y luego César, mi amigo, me escribió y me preguntó cómo estaba. Y yo, muy patética, me quejé y cuando me contestó me dio vergüenza. Luego hizo un comentario que me llevó a buscar un texto que escribí para Erik, en un momento de crisis (muy pronto, la verdad sea dicha, pero nada que uno no se imaginara que sucedería). Se trataba de "un barco a la deriva" y no diré más del asunto. Pero eso nada tiene que ver, sino que luego de estos dos "acontecimientos" me surgió el deseo de escribir nuevamente y de compartir, porque como ya lo he dicho en algún comentario: para qué se escribe si lo escrito no se lee.
Y vuelta a rebuscar en los archivos con algunos hallazgos que decidí compartir por el Facebook, pero ahí sólo caben textos pequeños. Así que me acordé de este blog, largamente desatendido una vez más. Y aquí estoy. Y aquí está el texto que salió de la "charla" con Jorge.
El viaje
Vamos por la carretera, en el horizonte se ve una línea
recta interminable, pero a los lados del camino el campo está amarillo: las
cosechas a punto, las florecitas silvestres de distintos tonos brotando aquí y
allá. Hay un aire alegre entre nosotros. Un viaje único, porque no hicimos
ningún otro como aquél. Solos los tres. Alegres los tres. Ella, renovada y
contenta, como pocas veces la vi. Tú, con entusiasmo por el propósito del viaje
y confianza en lograrlo. Yo, sorprendida por el olor del campo, el cielo azul,
el viento, nosotros. Salimos muy temprano y teníamos que recorrer una gran
distancia. Pero no importaba, íbamos gozosos.
Ya allá, una casa
magnífica, como la he soñado siempre, modesta y llena de vida, con su patio al
centro y muchas macetas y pájaros. Unas tías desconocidas, afables, simpáticas
que infunden gusto por despertar cada día y empezarlo con un té con aguardiente;
según dijeron, nada mejor para tener energía para el resto de la jornada. Sólo
fueron dos días, creo, pero muy memorables y ahí están escondidos, tibios,
recogidos en los otros recuerdos. Nos dieron una pieza para ella y para mí. Tú
te quedaste en otra. No me acuerdo ni qué comimos ni si merendamos o cenamos.
Ella estaba muy contenta con el reencuentro después de tantos años y las tías,
no menos. Era el lugar donde nació y ellas eran sus familiares más cercanos de
aquellos tiempos ya lejanos.
En la mañana,
temprano, después de nuestro té de limón con aguardiente y de seguro un
desayuno sabroso que no recuerdo, salimos a caminar. Nos enseñaba orgullosa el
pueblo, aunque también entristecida: ya era un sitio fantasma, casi sin gente,
con la mayoría de las casas semiderruidas, el jardín de la plaza lleno de
hierba silvestre, y por la época, también ya amarilla. Ninguna planta de
ornato, sólo lo que buenamente crecía. Ella nos contó que ahí plantaban
amapolas y que el jardín era bonito. Seguramente tenía muchos más recuerdos que
habrían despertado desde que planearon el viaje y con el paseo se reanimaban. Tampoco
las bancas de la plaza se habían salvado; no había ninguna completa. Ni la
iglesia había escapado de la devastación. Sí, ésta es la palabra. Había mucho
silencio, roto solamente por algún llanto lejano de algún niño pequeño, algunas
voces también, pero sin poder identificar su procedencia.
Con todo, el día
era luminoso, con un aire frío que reanimaba como complemento de un sol
radiante. Las calles vacías eran ruinosas, pero espléndidas. El color del adobe
de las paredes descascaradas le daba una alegría a la calles a pesar de todo.
Tal vez era por verla a ella tan contenta y por conocer por fin ese lugar que
antes de venir se antojaba inexistente. Pero ahí estábamos.
El propósito era
localizar un vetusto escritorio de cortina que había sido de un abuelo al que
nunca conocimos y que creo ella tampoco recordaba del todo, puesto que había
muerto cuando ella era muy pequeña, cuando los recuerdos apenas empiezan a
asentarse. Y ahí estábamos, ¿te
acuerdas?, recorriendo las calles. Las tías nos habían dicho que estaba en casa
de no sé quién. Ella sabía bien dónde vivía esa persona y fue cuando de paso
nos mostró el pueblo; un poco de él. Hubiera querido, hubiéramos querido
quedarnos más, pero sólo teníamos ese día. Recuerdo que llegamos a la casa que
buscábamos y por un ventanuco vimos el escritorio, ¡ahí estaba! Tú lo añorabas.
No sé cómo supiste de su existencia, supongo que ella te lo dijo y tal vez
pensaste que estaba perdido. Quizá ella hizo averiguaciones antes de ir y por
eso el largo viaje ya con un propósito. Eso lo pienso ahora. Entonces no me
hice ninguna pregunta, aunque quizá sí: ¿por qué para ti y no para mí? Pero yo
nada sabía de ese mueble y ese pelín de envidia no duró mucho. Disfrutaba el
paseo.
Me acuerdo de que
una vez localizado, ustedes dos entraron a hablar con quien lo tenía en
resguardo. Creo que yo no entré, no sé. O tal vez sí. O es posible que vengan
algunas imágenes ahora que me has dicho que había mucha ropa de bebé encima del
mueble. Quizá era una pieza con una cama grande y en un rincón el escritorio y
poco espacio para moverse, las paredes pintadas de un azul fuerte o verde. La
luz era la misma, eso sí, brillante, tanto como afuera. La visita no duró
mucho, teníamos el tiempo medido y creo que era la primera vez que manejabas
tanta distancia, tantas horas. Regresamos a la casa de las tías, creo que nos
dieron queso de tuna. Y eso fue todo. Era el otoño.
En mí, aflora cada
año la nostalgia, cuando vuelvo a toparme con esos colores amarillos del campo,
los cielos azules y los vientos que empiezan a enfriarse.
Y para continuar con aquello de compartir imágenes, aquí va la de hoy (que no fue tomada hoy, sino en verano):
Una familia |