jueves, 21 de mayo de 2015

Capítulo 8

La noticia se da a conocer
–¿Bueno?
            –Buenas tardes, señora, habla Carla, ¿no está Paloma?
            –¿Paloma? ¿Qué no está contigo?
            –Este… estaba, pero se me olvidó decirle algo.
            –Pues no ha llegado. ¿Hace mucho que salió?
            –Este… no, no mucho, como anda a pie.
            –¿A pie? ¿No fue en la bicicleta? No está, pensé que de loca se había ido en bicicleta a la escuela.
            –Ah, sí, pero… es que la dejó primero en casa de Rosa, otra amiga, porque se cansó mucho, entonces nos vinimos en camión, pero luego iba a ir por la bicicleta.
            –Ah, pues sí. Yo le he dicho que una cosa es ir a tu casa y otra ir a todos lados con ella. Bueno, yo le digo que te llame cuando llegue.
            –Sí, señora, gracias.
            “Pinche Paloma –se dijo Carla después de colgar–, ni me dijo nada de que ya se iba a ir de de veras. O más bien ni le creí y sí se fue. ¿Y ora? Casi la echo de cabeza. Y su mamá ni se las huele. De seguro, más tarde me va a hablar. ¿Y qué le voy a decir? La va a empezar a buscar por todos lados. ¿Y si va a la policía? Híjole, a ver qué pasa.”
            El día de la partida de Paloma había transcurrido con normalidad en su casa. Nadie tenía la menor idea de que estaba muy lejos y de viaje. Creían que había sido un día como cualquier otro, salvo que Paloma se había ido en bicicleta en lugar de en el metro como siempre, de modo que nadie tuvo ninguna sospecha. En las mañanas nadie despertaba a la hora en la que Paloma se levantaba, desayunaba y se iba a la escuela. Su hermana iba en la tarde a la universidad y nunca despertaba temprano. Sus papás empezaban más tarde su día. La única que entraba a las siete era Paloma y la única que madrugaba cada día era ella. Sólo los primeros días de prepa, cuando apenas había empezado, su mamá se levantaba y hasta la acompañó el primer día al metro. Luego ya fue sólo parte de la rutina de Paloma. Por eso, nadie había sospechado nada, hasta que ya en la tarde su mamá, Nieves, pensó que era muy raro que a las cinco todavía no hubiera regresado ni se hubiera tomado la molestia de avisar. “Ay, Palomita, siempre lo mismo.”
            Pero pasó una hora después de la llamada de Carla y Nieves se inquietó. Primero estaba molesta, luego enojada, pero ahora ya empezaba a preocuparse. “¿Y cuando llegue Antonio?”, se preguntaba. Así que llamó a Carla, quien ya esperaba la llamada.
            –¿Bueno? ¿Carla?
            –Sí, señora.
            –¿No sabes nada de Paloma? ¿No regresó?
            –Este… no, señora.
            –No, sí sabes, dime, ya estoy preocupada.
            –Es que no sé.
            –¿No dices que estuvo en tu casa? ¿Y que iba por la bicicleta? ¿Hasta dónde vive esa Rosa que dices?
            –No, pues vive cerca.
            –¿Pues no que se regresaron en camión? Me estás diciendo mentiras. De seguro le pasó algo. Qué barbaridad. Cuál es el teléfono de esta muchacha, Rosa.
            –Este… no, señora. Digo, no me lo sé.
            –Pues cómo se apellida, para buscarlo en el directorio. ¿No lo puedes conseguir?
            Carla empezaba a no saber qué decir ni qué hacer, pero dudaba en contarle los planes de Paloma, porque luego se iba a enojar con ella. Pero ¿y qué tal si sí le había pasado algo?, se preguntó. ¿Qué iba a hacer? Al final, de todos modos decidió seguir con la mentira hasta que no pudiera más.
            –Mire, si quiere, le hablo a otra amiga, le digo que me dé el teléfono, luego le hablo a Rosa y le pregunto por Paloma y le hablo a usted otra vez.
            –Ay, sí, Carla, porque ya me está entrando la preocupación. Esta muchacha tan atrabancada. Qué trabajo hablar, a ver. Bueno, te lo encargo mucho. Espero tu llamada.
            –Sí, señora, yo la llamo en un rato.
            –Pero no te tardes, por favor.
            –No, señora.
            Carla colgó. Pensó en qué iba a decirle a la mamá de Paloma, si le seguía con el cuento o qué. Podía inventarle que el teléfono estaba desconectado, pero seguramente le pediría la dirección para ir a buscarla. “¿Qué hago, qué le digo? Paloma nunca me dijo qué iba yo a tener que hacer cuando esto pasara. Era su obligación pensarlo.” En ese momento volvió a sonar el teléfono. Carla no había decidido nada, pero contestó de inmediato. Si su mamá se enteraba iba a ser peor.
            –¿Bueno?
            –¿Carla? ¿Ya hablaste?
            –Este… sí, pero es que está desconectado su teléfono.
            –Pero vive cerca de la prepa, ¿no? ¿En qué calle? Dame la dirección para ir a buscarla.
            –Ay, señora, no ha de tardar.
            –No, ya se tardó mucho. Se me hace que tú me ocultas algo.
            –No, señora, cómo cree.
            –Claro que sí, ustedes siempre se andan tapando.
            –No, señora, de veras.
            –No te creo.
            –No se enoje conmigo.
            –Bueno, bueno, tienes razón, discúlpame. Es que ya me entró el susto. Algo le pasó. Ya se la robaron.
            –No, señora, cómo cree.
            –Es tan alocada siempre.
–No, señora, si Paloma es juiciosa, siempre es muy cuidadosa.
–Qué va a ser, si discurre peor que un calcetín.
–No diga eso. De veras, ella siempre es la que piensa las cosas antes de hacerlas. A mí me ha ayudado mucho ser su amiga, porque yo sí hago las cosas a lo menso.
–¿De veras? Pues por lo mismo, algo le pasó.
–Me refiero a que sabe cuidarse.
–No, no. Algo le pasó.
Carla se sintió presionada y además pensó que no era justo que la mamá de Paloma no supiera la verdad y dijo:
–Ay, bueno, ya.
–Oye, ¿qué modos son ésos? Tengo razón de estar preocupada y tú me sales con esta grosería –la voz de Nieves se quebró y empezó a llorar.
–No, señora, cómo cree, es que… le iba a… a decir…
–Ya dime, Carla –exigió Nieves con voz llorosa–, ¿no ves que estoy muy preocupada? ¿Qué tal si tuvo un accidente? Hay que ir a la policía, a la Cruz Roja, yo qué sé. Hablar a Locatel. Ni sé qué hay que hacer en estos casos.
–No señora. Mire. Este…
–¡Ya habla de una vez, por favor!
–Sí, señora, es que me pone nerviosa, pero no llore, si no, no puedo ni hablar.
–¿Con quién hablas? –Preguntó la mamá de Carla, a quien le extrañó oír esa última frase de su hija.
Carla tapó la bocina del teléfono y respondió:
–Con la mamá de Paloma. Ahorita te cuento.
–¿Le pasó algo?
–Pérame, ahorita te cuento.
–¿Carla? ¿Me vas a decir de una vez qué pasa? Ya, ya me calmé –dijo Nieves, pensando que el silencio de Carla era para esperar a que se tranquilizara.
–Sí, señora. Mire. Lo que pasa es que Paloma se fue de viaje.
–¿De viaje? ¡A dónde! ¡Pero si no son vacaciones! ¡Esta muchacha loca!
–¿Ya ve? Mejor no le cuento.
–No, a ver, dime, ya, me calmo.
–Pues desde hace mucho… Bueno, no tanto, no sé cuánto, pero ya tenía tiempo que decía que nos fuéramos de viaje, pero yo no quise ir.
–Pues hiciste bien. No que esa loca…
–Señora…
–Sí, sí, perdón, sigue, sigue.
–Y quería viajar en tren.
–¿En tren? ¿A dónde? ¿Todavía hay trenes?
–Pues ella ya había investigado y todo. Quería ir a Chihuahua.
–¡A Chihuahua! ¿Y a qué? ¿Con quién? ¿Con qué dinero?
–Ella estuvo ahorrando, hacía pulseritas y collares y los vendía en la escuela. Galletas también.
–¿Paloma hacía galletas? ¡Cómo es posible que no me haya dado cuenta!
–Es que… las hacíamos aquí, en las tardes que venía a mi casa.
–¿Y qué más? ¿A dónde iba a llegar? ¿Se fue hoy, entonces? ¿A qué hora salió? ¿Ya llegó? ¿Sabes algo? ¿Con quién se fue?
–Pues es todo lo que sé. Como yo le dije que no iba, se enojó y ya no me dijo nada más. Yo ni sabía que hoy era el día que se iba a ir. Pero ése era el plan: salir de la casa como si fuéramos a ir a la escuela, pero nos íbamos a ir a la estación. Solas.
–¿Y la bicicleta?
–La iba a vender para tener más dinero.
–¿A quién?
–Eso sí no sé. Ya no la vi desde el día que se enojó.
–Entonces estará en Chihuahua –dijo Nieves con voz de enojo ahora que ya sabía dónde podía estar su hija y cómo había planeado todo sin decirle ni una palabra y agregó rencorosa–. ¿Y por qué no me dijo nada?
–Me dijo que porque no la iba a dejar.
–Pues claro. Está loca, te digo.
–Bueno, señora, ya me voy. Paloma se va a enojar más conmigo, pero ya se lo dije. Ya qué.
–Hiciste bien, Carla.
–No sé, señora. Yo espero que sí. Pero se lo dije nada más porque ya estaba usted muy preocupada. No le vaya a hacer nada, por favor.
–Es que qué paquete me deja con su papá. ¿Qué le voy a decir?
–Pues dígale que se quedó en mi casa.
–¿Y mañana?
–Pues también, que porque estamos haciendo un trabajo de Física y es muy difícil. Déjela, señora.
–¿Y si no regresa?
–Sí regresa. Paloma me lo dijo. Porque precisamente lo que quería era que vieran que sí podía hacerlo y no le pasaba nada.
–Pero es que se expone a muchos peligros. Ni conoce nada ni a nadie. Y ella de mujer… pues más.
–Ya le dije que Paloma sabe cuidarse y es muy juiciosa.
–Sí, cómo no. ¿Y esto? ¿Muy juiciosa? ¡Loca, está loca!
–No se enoje, señora. Ya me voy. No le diga a su papá, siquiera deje que llegue y conozca tantito, ¿no?
–Ay, Carla. Son igualitas. Bueno, gracias. Al menos ya no ando pensando lo peor. Pero ¿y si le pasa algo?
–Pues no piense lo peor, mejor piense lo mejor. También es posible, ¿no? Bueno, señora, ya me voy, tengo tarea y mi mamá ya me habló para cenar –mintió Carla para terminar la conversación.
–Está bien, Carla, discúlpame. Gracias de todos modos.
Finalmente Nieves colgó. La mamá de Carla esperaba una explicación a la conversación que había estado escuchando.
–A ver, cómo está eso de que Paloma está en Chihuahua, y que te ibas a ir tú también.
–Ay, mamá, pus si ya oíste todo.
–No, pero a ver, con quién se fue o qué.
–Sola, se fue sola.
–Sí, cómo no. De seguro con algún fulano.
–No, mamá, se fue sola. ¿Qué no podemos hacer nada sin los hombres? Se fue a Chihuahua en tren porque quería conocer y ya. Y no les dijo a sus papás, porque no la iban a dejar. Y yo no fui porque soy cobarde y huevona. Nada más.
Carla fue perdiendo seguridad conforme hablaba y empezó a sollozar. Luego se fue a su cuarto, se encerró, se echó en la cama y se puso a llorar sofocando los gritos con la almohada, pensando que había delatado a su amiga y que ella era una cobarde, miedosa, llorona, floja y comodina, y que le hubiera gustado haberse ido con Paloma y andar quién sabe dónde, conociendo nuevos lugares, ellas dos solas, sin pensar en nada más.
–Carla, ábreme.
–No, para qué. ¿Para que me digas cosas horribles de Paloma? ¡Déjame!
Carla llorando por haber traicionado a su amiga
Mientras tanto, Nieves se quedó pensando qué iba a hacer: contarle a Antonio, lo cual lo iba a enfurecer, o inventar algo para que no sospechara nada y esperar el regreso de Paloma. ¿Pero qué podía inventar? Además, ¿cuándo iba a regresar? ¿Y si se tardaba mucho? ¿Y si decidía no volver? Por el momento Nieves estaba sola, ni Antonio ni Azucena habían llegado, así que podía pensar un poco. Tal vez, como le dijo Carla, podía decirle que se había quedado a dormir con ella, tal vez mañana con otra amiga. Pero no, la única con la que se quedaba a dormir era con Carla. A lo mejor un viaje de la escuela. Sí, eso era más factible. “Por hoy en casa de Carla, y mañana en otro lado y luego se van de viaje a… a Taxco, sí, de la clase de Geología que tomó como optativa. ¡Ay, Paloma! Siquiera un recado, una llamada, algo. Voy a estar con el Jesús en la boca.”
Luego pensó que no era tan improbable que Antonio ni siquiera notase la ausencia de Paloma, pues con esos horarios tan distintos a veces pasaban toda la semana sin verse, hasta el sábado, y si tenían noticias uno del otro era porque ella andaba de mensajera poniéndolos al tanto de las actividades de cada cual. “Qué mal”, pensó, pero decidió que hasta que Antonio notara la ausencia de su hija, no le diría nada. Después, ya pensaría si le contaba la verdad o lo que había pensado, la verdad la dejaría hasta que la mentira fuera insostenible.
Con ese plan se quedó Nieves, pero muy nerviosa. Seguramente Antonio lo notaría. ¿Y Azucena? Bueno, su otra hija no sería un problema. Al menos eso pensaba. De cualquier manera, era un hecho que la vida de la familia se iba a trastocar de un momento a otro. Por lo pronto, ella dudaba ya de todo y se sentía inquieta por su hija menor. En ese momento se oyó que alguien metía la llave a la chapa y abría la puerta. Nieves respiró profundamente. En un día normal, Paloma ya estaría dormida. Eran las diez de la noche.
–Hola –saludó Antonio y se dirigió hacia Nieves para darle un beso, como cada día.
–Hola, cómo te fue –respondió Nieves y correspondió al beso.
–¿Lloraste? –Preguntó Antonio.
–No –mintió Nieves–, es que ando como con el cuerpo cortado. Yo creo me va a dar gripa. Siento los ojos calientes.
–Los tienes rojos.
–¿Sí? A ver –respondió Nieves y se dirigió al espejo para verse–. ¡Qué horrible! No, sí ya me enfermé. ¿Tendré calentura?
–No exageres. Tómate algo y ya. Sí te ves mal, pero una gripilla ha de ser.
–¿Quieres cenar?
–Sí, traigo un hambre… Comí horrible. Una comida sin chiste y cara.
–¿Dónde comiste?
–Ahí por la oficina, pero en otro lugar. Que dizque muy bueno, me dijo Alfredo… ¡Horrendo! Y caro, te digo. Cincuenta pesos el menú, hazme favor. ¿Y para lo que nos dieron? Mejor en el mercado, y más barato. ¿Qué hiciste de cenar?
–Molletes.
–¿Molletes? ¿No ves que estoy hecho un marrano y tú haces molletes? ¿No hay algo más ligero?
–Pues quién te entiende. Ayer te hice la cena de dieta y que querías otra cosa más llenadora.
–¿Y no quedó de lo de ayer?
–No, me lo comí, porque luego nada más se desperdicia.
–Oh, que la canción. Pues siquiera ponles lechuga y jitomate. ¿Hay?
–Sí, sí hay.
Antonio fue al baño. Mientras hablaban, ya se había quitado saco, corbata y camisa, y se había quedado en camiseta. Nieves fue a la cocina a picar la lechuga y desinfectarla, y a rebanar el jitomate. Por supuesto, seguía pensando en Paloma y en qué iría a pasar. Menos mal que le había creído lo de la gripe, pensó. Luego se dijo que actuaría conforme se presentara la situación y nada más. Como le había dicho Carla, ¿por qué no pensar lo mejor en lugar de lo peor? Antonio estaba de regreso.
–¿Y Paloma?
A Nieves le dio un vuelco el corazón, pero se recuperó de inmediato y contestó con seguridad:
–Ya se durmió. Ya sabes, como se levanta tan temprano.
–Sí, caray. Eso de entrar a las siete es una friega. Me acuerdo cuando estaba en la prepa. Era horrible. Menos mal que en mi trabajo entro tarde. Es bien rico levantarse hasta las ocho. No que eso de que suene el despertador a las cinco… Pobre de mi hija. Bueno, a todos nos tocó.
–Pues sí.
–¿Y Azucena?
–No ha llegado. Ya ves que sale a las diez.
–Otro horario infame. Nunca nos vemos. Mmmm, huele bien. Bueno, algo compensará la lechuga, ¿no?

Nieves y Antonio cenaron platicando cada uno de lo que le había ocurrido en su día, y el tema de Paloma, por ese día, estaba cerrado. Cuando estaban por terminar llegó Azucena y la acompañaron a cenar. Ni siquiera preguntó por Paloma y, por esta vez, Nieves no se lo reclamó. Por el contrario, sintió un gran alivio de que así fuera. ¿Cuánto podría durar aquello? No lo sabía. Al rato la casa estaba silenciosa. Dormían profundamente, excepto Nieves.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Capítulo 7

 Otra vez sobre la bicicleta
Paloma se subió a su bicicleta. La notó un poco pesada y se dio cuenta de que le faltaba aire a una llanta, así que empezó a buscar un taller de bicicletas, una vulcanizadora o una gasolinera. Lo primero que halló fue una vulcanizadora. Allí pidió que le inflaran la llanta. El talachero lo hizo, pero empezó a salírsele el aire.
            –Está ponchada. ¿Quieres que te la arregle?
            La novedad inquietó un poco a Paloma, quien además se sintió un poco molesta de que la tuteara.
            –Sí, pues sí. ¿En cuánto sale?
            –Diez pesos.
            –Sí, está bien.
            El talachero le hizo la plática.
            –Tú no eres de aquí, ¿verdá?
            –No –respondió Paloma un poco dudosa.
            –Ah, ¿y qué andas haciendo? ¿A poco andas tú sola?
            –Este… no.
            –Estás diciendo mentiras. Estás muy chula –dijo el talachero y la miró con descaro de arriba abajo.
            Paloma se asustó un poco. El tipo era un hombre de unos treinta años, moreno, fuerte, cuya mirada le provocaba desconfianza. Mientras esto pensaba, el hombre trabajaba con rapidez demostrando dominio del oficio.
            –Así que andas solita.
            –No, le digo que no. Estoy con mis tíos. Don Atanasio y doña Justina. Vine a visitarlos. ¿Ve cómo no estoy sola?
            –Ah, vaya –dijo el hombre y pareció cortarse un poco– no sabía que tuvieran una sobrina.
            –¿Los conoce? Pues sí, la gente tiene parientes que luego dejan de verse. ¿A usted no le ha pasado?
            –Cómo no. Bueno, ya quedó –contestó el hombre ya sin ganas de seguir la plática.
            Paloma le pagó, le dio las gracias y se fue otra vez rumbo a la casa de los viejos, para que el hombre creyera que iba para allá, pero solamente le dio la vuelta a la manzana para escaparse de aquella mirada incómoda. Tuvo que dar un rodeo para que no la viera que se iba, pero finalmente tomó por fin rumbo a la salida hacia la estación. Volteó varias veces, desconfiada, pero no había nadie. Era su miedo nada más. Los hombres en la calle eran un fastidio, siempre molestando, diciendo frases casi siempre groseras y mirando de aquella manera ofensiva y molesta. Raro era el que caía bien o decía algo que no fuera vulgar; sólo entonces era agradable. Lo peor era cuando querían manosearla y más aún cuando lo lograban. Sentía una rabia y una impotencia, porque los muy cobardes huían corriendo de inmediato. De nada valían ya los insultos o el querer hacer algo para desquitarse: la ofensa estaba hecha y el abuso, cometido. “¡Qué coraje!” Pensó Paloma, pero también pensó que no tenía sentido estar pensando en esos tipos y que no iban a arruinarle el momento.
            Pasaban ya de las doce, pues al pasar por la plaza vio el reloj de la torrecilla del centro, así que probablemente llegaría a las dos a Tequisquiapan. O al menos eso calculó.
            Tomó por fin el camino paralelo a las vías y siguió pedaleando con gusto. Le dolían un poco las sentaderas por el sillín, pero era parte del viaje, como ya se lo había dicho varias veces.
            El calor era fuerte. Paloma se puso la gorra y nada más se había dejado la playera de manga larga, por el sol, pero de todos modos empezó a sentir ardor en los brazos. Lo bueno fue que allí ya no le tocó subida como cuando iba de Tepotzotlán a Polotitlán, que sí tuvo un tramo bastante pesado. Y no sólo las sentaderas le dolían, mucho más las piernas, del esfuerzo del día anterior. Por eso quería ir al balneario y aprovechar para descansar un poco y nadar tantito. Según vio, tenía que pasar varias estaciones y llegar a San Juan del Río, que era la más cercana a Tequisquiapan. Ya de allí, tenía que buscar la carretera o el camino para el balneario. De acuerdo con el mapa que traía, eran unos cuarenta y ocho kilómetros, y como estaba bastante plano, calculó unas dos horas y media si iba a buen paso, así que empezó a pedalear un poco más rápido. Eran cuatro estaciones nada más.
            Mientras recorría el tramo recordaba todo lo que había pasado el día anterior, especialmente su estancia en Polotitlán. Pensaba en las casualidades que se habían dado y en todo lo que había pasado. Su conclusión fue que la vida estaba llena de ellas y era más interesante y necesario reconocerlas, aunque a veces le resultaba difícil en su vida rutinaria de estudiante: levantarse temprano, bañarse, desayunar, ir al metro, hacer los transbordos para llegar a la escuela, esperar al maestro, ver a los compañeros, escuchar y hacer casi siempre las mismas bromas, los mismos chistes, decir las mismas palabras. Luego una clase tras otra, los descansos entre cada una, la clase de danza al final. Los amigos que las esperaban, el camino al metro o a la parada del camión entre bromas y risas; llegar a la casa, comer, hacer tarea, hablar un poco, casi nada, con su familia, la merienda, la tele, la noche, dormirse y vuelta a empezar. Era difícil reconocer las casualidades en medio de aquella repetición, sin embargo, pensó que seguramente allí estaban, pero que las dejaba pasar porque no las reconocía de tan monótono que era todo.
            Con esos pensamientos siguió adelante y no hubo novedades. Entonces pensó, “tal vez ahora mismo por ir pensando no me he dado cuenta de algo que pudo haber sido interesante o importante y no va a volver”. Así pasó por la estación de Cazadero, luego Palmillas y Peón. Se dio cuenta de que ya nada más le faltaba una, San Juan del Río. Se sorprendió de cuánto podía alejarse de lo que pasaba a su alrededor por estar pensando y decidió que debía obligarse a dejar de hacerlo y estar más atenta a lo que pasaba fuera, y no a lo que le ocurría adentro, lo cual generalmente no la llevaba más que a repetirse una y otra vez las mismas ideas o los mismos recuerdos. Y casualmente eran los malos los que una y otra vez le daban vueltas en la cabeza. Entonces se obligó a volver a los recuerdos agradables del día anterior en Tepotzotlán con doña Dora y su familia, y de la noche anterior –con todo y susto– y toda la mañana con don Atanasio y doña Justina. Y así, casi sin darse cuenta llegó a San Juan. Allí preguntó cómo llegar al balneario. Le dijeron que allí había uno, pero ella insistió en Tequisquiapan. Don Atanasio decía que eran buenas sus aguas y seguramente así era y le caerían de perlas.
            –Ahistá el camino adelantito, agarras pa la derecha y de ahí, todo derecho, como unos ocho kilómetros –le dijo un hombre en la estación, donde se había detenido a preguntar.
            –Ah, bueno, gracias.
            Paloma tenía sed, recordó que no había tomado agua ese día, sino solamente el té con piquete y el café con leche, pero agua, nada. Afuera de la estación estaba un hombre con un puesto de aguas frescas. Eran tres vitroleros con lo que parecía agua de chía, de jamaica y de sandía. Pidió una de chía, acordándose de doña Dora.
            –Aquí tienes, muchacha.
            –Gracias, señor. ¿Cuánto es?
            –Dos pesos.
            Era baratísimo. Se bebió el vaso casi de un jalón y pidió otro, pero de jamaica.
            –Se ve que traibas se.
            –Sí, mucha, como hace calor…
            –Sí, ta juerte. Y con la bicicleta, más. ¿Te sirvo en el mismo vaso?
            –Sí, para qué ensucia otro.
            –¿Pa ónde vas?
            –Aquí al balneario de aguas termales.
            –Ah, a Tequis.
            –Sí –respondió Paloma ante el acortamiento que le  pareció muy cómodo y lo repitió–, a Tequis.
            –Todavía te queda un rato larguito. Como una hora le calculo.
            –¿Sí? Ya me andaba de sed y se me hacía que todavía era mucho, pero ya ahorita creo que sí aguanto bien.
            –¿Tú sola andas?
            –Sí, con mi bici.
            –Y con ella platicas –dijo el hombre y se rio.
            –Pues a ratos –le siguió la broma y le pidió otro vaso de chía.
            –Pos sí que traibas se, ¿eh?
            –Imagínese, no había tomado agua en todo el día y salí a la hora del mero sol.
            –¿De ónde vienes?
            –De Polotitlán.
            –Ah, de Polo, sí, conozco allí. Buenos charros. Gente rica.
            –Ah, ¿sí? Bueno, cuánto le debo.
            –Pos seis pesos, muchacha. Tas muy chula, cuídate.
            –Aquí tiene, gracias. Voy a seguirle.
            Y Paloma volvió a montar la bicicleta con cierto trabajo. En ese momento se preguntó si sería capaz de seguir el viaje por ese medio, pues se sentía bastante cansada. Pensó que a lo mejor le convenía ya vender la bicicleta en San Juan y seguir en el tren.
            También pensó en la insistencia de la gente en que tuviera cuidado. Conocía ya de sobra a los viejos que molestan en la calle, pero nunca le había pasado algo más molesto que un tipo le rozara las nalgas en la calle, en el metro o en el camión. Luego pensó que no era tan mínimo, porque el malestar era mucho, y que finalmente era un abuso y empezó a enojarse. En ese momento recordó su intención de hacía un rato de no estar dándole vueltas a las mismas cosas y de no revivir una y otra vez experiencias desagradables. Las gratas eran más importantes y, en todo caso, sería menos pasiva cuando se presentaran esas enojosas ocasiones. Recordó el consejo de un maestro de la secundaria de traer un alfiler a la mano cuando fuera en un camión lleno, o en el metro, cuando un viejo anduviera de mañoso.
            –¡Basta! –Gritó para dejar de pensar y siguió en voz alta– A lo tuyo, Paloma, a ver el paisaje, a disfrutar el camino, a gozar del viaje.
            Y así siguió el trayecto, concentrada en lo que veía: los sembradíos, los animales, los árboles, las aves, hasta la basura que la gente echaba a la carretera; respirando los olores del campo: a plantas, a tierra, a árboles, a estiércol, a su mismo sudor. Escuchando los pájaros, los lejanos mugidos, el viento, los motores de los vehículos que se acercaban y se alejaban al pasarla en la carretera. Así dejó de pensar y gozó de lo que la rodeaba.
            Poco después empezó a ver anuncios de hoteles. Ya estaba cerca. Luego se topó con un letrero: “Tequisquiapan 1”. “Ya sólo falta un kilómetro” se dijo muy contenta, pues el cansancio, el hambre y las ganas de orinar después de los tres vasos de agua que, por muy deshidratada que hubiera estado, habían sido mucho.
            Poco a poco empezó a ver casas y más adelante se topó con un camino empedrado: ya había llegado, no cabía duda. Pero decidió bajarse de la bicicleta. El golpeteo del empedrado era demasiado para sus maltrechas nalgas. Pero también quería llegar ya. Pese a su ansiedad, Paloma tuvo paciencia, respiró y se dijo que qué eran unos minuto más después del esfuerzo que ya había hecho, así que se tranquilizó y siguió a pie, rodando la bicicleta por la banqueta para que no brincoteara. Era curioso: ella por el arroyo y la bicicleta por la banqueta, los papeles invertidos.
            El pueblo era pequeño, pero agradable. Había muchas casas que parecían vacías, seguramente eran sólo para los fines de semana, de gente de Querétaro o de otros lugares que sólo las utilizaban unos cuantos días al año. Pensó que era un desperdicio. Pronto llegó al centro, que tenía una iglesia y un jardín entre ésta y el palacio municipal, como muchos pueblos de México. Allí buscó una banca en la sombra y se sentó un rato a descansar. Luego buscó a quién preguntarle por el balneario. En el parque había un bolero, así que se acercó a éste para preguntarle:
            –Oiga, disculpe, ¿para dónde queda el balneario de aguas termales?
            El hombre tenía cara de alcohólico, con el rostro totalmente deformado y en lugar de contestar la pregunta de Paloma respondió:
            –A diez.
            –¿A diez?
            –Sí, a diez. Ta barato, los otros cobran doce.
            –Ah –exclamó Paloma, entendiendo que el hombre se refería a la boleada y que no había comprendido su pregunta, y agregó–, gracias, sí, al rato vengo.
            Entonces fue con un nevero que estaba más adelante. Éste, que había visto todo le dijo a Paloma:
            –Ya está loco de tanto beber. No entiende. Pero yo sí te puedo contestar, muchacha. El balneario está a dos calles patrás de la iglesia, se llama El Relox. ¿Una nieve por ahí?
            –Ah, sí, muchas gracias.
            –¿De qué la quieres?
            –Ah, no, muchas gracias por la información. Pero al rato regreso por mi nieve.
            Paloma caminó en la dirección que le había indicado el nevero y efectivamente, llegó a una construcción grande de piedra con un arco que tenía un letrero: “Hotel balneario El Relox”. Entró por el arco y había dos flechas, una que indicaba hacia el hotel y otra hacia el balneario. Tomó esta dirección y a unos metros había una taquilla en la que preguntó el costo:
            –Buenas tardes. ¿Cuánto cuesta la entrada?
            –Buenas tardes –respondió una mujer de unos cincuenta años con lentes verdes y le informó–, la entrada general a la alberca es de cincuenta pesos. Si quiere un privado son cien o más si es grande.
            –¿La alberca general es de agua termal también?
            –Bueno, es la que sale de los privados. Luego pasa allí y como es grande, pues ya está menos caliente, más bien tibia. Si la persona va nada más a nadar, le conviene la general. Si viene por curarse, pues un privado.
            –¿Y cómo son los privados?
            –Son techados para conservar la temperatura. Y según las personas que van a entrar es el costo, porque hay unos más grandes que otros, pero se cobra por privado, no por persona. Los más chicos son para una o dos, son los de a cien. Los grandes son de quinientos.
            –¿Y hay uno chico disponible?
            –Sí, hoy sí. Hay poca gente.
            –¿Y se paga por adelantado?
            –Claro, si no, cómo.
            –Bueno, pues quiero un privado.
            –¿Dónde puedo dejar mi bici?
            –Ah, allí enfrente, ¿ves dónde?, hay un lugar para las bicicletas, pero sólo si traes cómo asegurarla. Si no, no nos hacemos responsables.
            –Sí, aquí traigo mi candado.
            –Son diez pesos más por la bicicleta.
            –¿Y por cuánto tiempo? ¿Todo el día?
            –¿El privado? Normalmente, cuando está lleno es una hora, pero cuando no hay mucha gente se les deja estar dos horas. El cuidador toca para avisar que ya se va a vencer.
            –¿También para la bici son dos horas?
            –No, esa se puede quedar hasta que cerremos, a las seis, pero si no la recoges, se rompe el candado y se la entregamos a la policía. Además puedes recorrer los jardines. A la zona del hotel sí no puedes pasar, pero a lo demás sí.
            A Paloma le pareció un poco caro, pero le hacía falta. Cada vez se sentía más cansada.
            –Está bien, aquí tiene. Oiga, ¿y para comer?
            –Si la persona se hospeda aquí, la comida está incluida. Si no, el menú cuesta setenta pesos.
            –¡Setenta! Este… no, nada más el privado.
            –Pero yo vendo aquí tortas –le dijo la mujer con discreción y en voz más baja–, son a cinco pesos, pero bien hechas. Es para ayudarme –se justificó.
            –Bueno, deme una.
            –Shhhh, con discreción, si no, me corren. A ver, pon tu mochila en el mostrador y le abres el cierre como que buscas algo y yo te la guardo –luego añadió en voz más alta–, entonces un privado, ¿verda?
            –Sí –dijo también Paloma casi a gritos.
            La mujer le hizo un gesto para darle a entender que no exagerara. En ese momento le volvieron las ganas de ir al baño y preguntó dónde estaba.
            –Pasando la puerta donde orita vas a entrar, están a mano izquierda. Allí en la puerta de la entrada está el cuidador, él te va a abrir el privado. Le pones el pasador por dentro y ya allí puedes hacer lo que quieras. Cuando se vaya a vencer, como te dije, el mismo cuidador te toca para que te alistes. Allí en el privado hay una regadera si quieres bañarte. Y aquí yo vendo jabón, champú y zacate por si no traes.
            –Ah, gracias, aquí traigo –mintió Paloma, que seguía sin ganas de bañarse, pensó que finalmente con la nadada y la enjuagada sería suficiente, tomó su boleto, encadenó la bicicleta donde le había indicado la taquillera, se dirigió a la entrada y luego al baño. El hombre de la entrada no estaba en su puesto, y cuando ya iba a entrar al baño la detuvo un grito:
            –¡Su boleto!
            –Paloma se detuvo en seco, de malas, porque ya le urgía ir al baño. Volteó y vio que el hombre casi llegaba a donde estaba, dio unos pasos y le alargó el boleto.
            –Ven paque te abra el privado.
            –Nada más déjeme ir al baño –respondió Paloma ya casi de malas, y se metió. Cuando salió tenía otra cara. Ya había recuperado el buen humor y con más ánimo se dirigió hacia el hombre y le dijo:
            –Ahora sí, vamos.
            Era un señor algo mayor, pero no viejo. Traía un aro lleno de llaves de todos los privados, un overol azul marino un poco sucio y unas botas de hule. Él iba delante para mostrarle el camino. Había muchas puertas y se detuvieron en la número tres.
            –Yo te toco. ¿Vas a estar una hora?
            –Me dijo la señorita de la taquilla que podían ser dos.
            –Ta güeno, yo te aviso cuando se vayan a cumplir.
            Paloma entró y cerró con el pasador, como le dijo la taquillera. Era un cuarto con una claraboya por la que entraban los rayos del sol y se reflejaban en el agua proyectándose en el techo. Al principio le pareció un poco oscuro, pero rápido se acostumbró y le gustó mucho, era una atmósfera agradable, un poco mística, según ella. Había una banca de piedra y cemento y un perchero. Allí colgó su mochila. Se dio cuenta de que no tenía traje de baño y pensó que cómo había pensado en nadar en la alberca general. La casualidad la había favorecido otra vez, de modo que se fue quitando la ropa y la fue colgando en el perchero. Tampoco traía toalla, pensó, así que tendría que vestirse mojada o secarse con la playera. Pero dejó para después esos detalles. Por el momento acabó de desnudarse. Sintió un poco de pudor, así que se cercioró de que nadie la viera por la claraboya ni por alguna rendija de la puerta. “Tampoco traigo chanclas. Mi mamá es la que siempre se encarga de esas cosas. Qué floja soy. Ni modo, pues con los zapatos hasta la orillita”. Se descalzó en el primer escalón –que eran también de cemento– y tanteó el agua. Estaba caliente, muy caliente, así que fue avanzando con cuidado. La poza tendría unos tres metros de largo por dos de ancho, y la banca agregaría un metro más de ancho al cuarto. Realmente era nada más para disfrutar el agua, pues no daba mucho para nadar, aunque con ganas era suficiente.
            Era la primera vez que se metía totalmente desnuda a una alberca, así que sintió una excitación nueva, un placer nuevo, una sensualidad desconocida y de la que, además, se creía ajena. Fue una sorpresa para ella misma. Poco a poco fue aceptando el agua caliente, acostumbrándose a la temperatura hasta que pudo sumergirse por completo. Y el placer fue mucho mayor. Era un gusto estar consigo misma, y no tener que ocultar su cuerpo; era una sensación de aceptación total y se puso muy contenta. El agua era un poco salobre, de modo que podía flotar con facilidad, también olía a azufre, pero era lo de menos. En realidad no sabía nadar. Lo poco que sabía lo había aprendido jugando con su hermana o sola, aprovechando las oportunidades de las vacaciones, cuando iban a lugares con alberca, pero nunca había aprendido formalmente. Así que aprovechó para seguir con su autoaprendizaje. La alberquita no era muy honda y estaba pareja, así que pudo ir y venir a gusto, sin el temor de que de pronto dejara de tocar el piso. Disfrutó enormemente su desnudez, el calor del agua, la sensación de no tener peso, y el descanso en todo el cuerpo que empezaba a invadirla.
            Entonces también le empezó a entrar el hambre. Se acordó de la torta y pensó que cuando saliera se la iba a comer con muchísimo gusto.
            El dolor de las piernas y sentaderas cedió un poco. Era tan rico y se sentía tan a gusto que dio un salto de susto cuando el cuidador golpeó la puerta y gritó:
            –¡Quince minutos!
            “¿Tan pronto? ¿Ya pasaron las dos horas?” se dijo Paloma con pesar. Pero seguramente era así, de modo que salió de la alberquita con pena y sintió un poco de frío. Allí estaba la regadera, pero no quiso quitarse aquella sensación agradable que le quedaba del agua, aunque tal vez también le quedara el olor a azufre, pero no le importó. Se sacudió lo más que pudo el agua y agitó la cabeza como los perros para que se le cayera el exceso. Le dio mucha risa y lo hizo varias veces. No importaba si salpicaba todo, para eso era aquel lugar. Luego se vistió y aunque un poco mojada, pensó que de todos modos se secaría. Abrió la puerta y la deslumbró la luz que dentro estaba limitada a la claraboya. Ahí estaba el hombre, quien le preguntó:
–¿No dejas nada?
–No, señor, ya revisé, gracias.
–El hombre entró con un balde y una escoba y empezó a tallar el suelo con agua que sacaba de la alberquita.
Paloma vio entonces que había un jardín del otro lado, entre los privados y la alberca general. Había unas bancas de piedra y cemento, como parecía que era todo en aquel lugar, y se sentó. Sacó la torta que le había vendido la mujer, la desenvolvió, la destapó para ver qué tenía: era de pollo, ya un poco aguado el pan, pero el hambre que traía era mucha, además se veía apetitosa, tenía jitomate, aguacate, chile chipotle y frijoles untados en la tapa. Se le hizo agua la boca. La tapó y le dio la primera mordida.
–Mmmm. ¡Riquísima! ¿Y con esta hambre? Mmmm, más.

En la alberca grande había un grupo de muchachos, unos casi niños y otros más grandes que jugaban caballazos. Había algunas personas mayores con ellos. Seguramente serían de una escuela y los habían llevado de excursión. Recordó sus años de primaria y secundaria, cuando salían de paseo. En la primaria, siempre a Teotihuacán. En la secundaria, aunque también hubo una excursión a esas pirámides, ya hubo otras: a Oaxtepec y al museo de Antropología. La de Oaxtepec había sido la mejor y aquellos jóvenes se la había recordado. Así había sido: jugar en la alberca incluso con los maestros, todos gritando y riéndose. Sintió un poco de nostalgia, pero al mismo tiempo se sintió contenta, porque en aquel tiempo dependía mucho más de sus papás, y ahora era capaz de viajar ella sola. Claro que apenas eran dos días, pero habían pasado tantas cosas que le parecía que ya habían pasado muchos más. Recordó entonces a su familia. “¡Uy, ya me imagino!”, luego siguió entretenida, viendo cómo se divertía el grupo.
Paloma a punto de zambullirse

jueves, 14 de mayo de 2015

Los noruegos también roban (y lloran, supongo)


¡Un robo! Ha sido un acontecimiento que ha cimbrado las pacíficas vidas de los vecinos de Årnes Brygge. Ha venido la policía y desde ese momento, más y más personas del vecindario han acudido para ver de qué se trata. Hasta los niños han bajado a ver el trabajo de los guardianes del orden, bueno, las guardianas, porque eran dos damas, quienes han actuado con profesionalismo tomando las huellas de los posibles perpetradores del delito. También han medido las huellas de las pisadas en la arena y tomado imágenes de los dos botes violentados a los que les fueron sustraídos sendos motores, así como del lugar de donde fueron removidos por los ladrones.
    En este momento el vehículo de la policía sigue ahí, pero desde mi punto de observación no veo hacia dónde se fue la gente.
     ¡Un momento! Acaba de llegar un vehículo al lugar de los hechos, con gran prisa se acercó hasta el segundo bote y ahora veo otra vez a la policía (los dos elementos). Infiero que el recién llegado es el dueño de ese segundo bote, por la premura de su llegada.


     Temprano, en la mañana de hoy, a eso de las 6:15 (klokka kvart over seks, como se dice en la lengua local), como de costumbre me asomé por la ventana para ver cómo pintaba el día y decidir qué ponerme. En ese momento me di cuenta de que la lancha no estaba. He aquí la lancha:


   Y entonces le grité a Erik: "Ya se robaron tu lanchaaaa!" "¿Qué?" Preguntó incrédulo. Ya ves, le dije: los noruegos también roban. Ya viendo con cuidado se dio cuenta de que no se la habían robado, sino que solamente le habían soltado las amarras y andaba a la deriva dentro del muelle. También yo la vi y me di cuenta de que faltaban otras dos lanchas, ésas sí más lujosillas; "ésas sí se las robaron", dije, pero Erik se fijó y vio que las habían arrastrado hasta una playita junto al muelle, pero que les habían quitado los motores. Una era de un vecino, y otra de un señor que hemos visto, pero no es vecino de por aquí. Eso sí, le daba muchos cuidados a su lancha y no se cansaba de verla... ¡Pobre! Bueno, no, porque tuvo para comprársela; digo que qué feo sentirá cuando lo sepa.

     Comentamos qué hacer mientras desayunábamos. Hoy es día festivo y nadie -excepto mi esposo, ja-ja, mucho gusto- trabaja. Finalmente decidimos que fuera a avisarles a los vecinos y que si no le abrían tomaría unas fotos y se las mandaría. Erik decía que mejor nada más hacer esto último, pero le dije que no, que les avisara. Y fue.
     El vecino estaba dormido, por supuesto. No eran ni las siete. Erik regresó y dijo que el vecino hablaría a la policía y tantán, Erik se fue a trabajar. Y Al rato llegó la policía y pasó lo que ya saben... si leyeron con calma, claro.
    Lo bueno de todo fue que como nuestra lancha tiene un motor modesto (ella misma lo es) y además ni sirve, no se lo llevaron... Tal vez hubiera sido mejor que se lo llevaran. Sí...
    Yo, por lo pronto, a encerrarme. Siempre estoy sola. Y cuando salga, cerrar todas las puertas. Erik decía que no pasaba nada, pero después de esto, quién sabe. Así es. Robare humanum est, o como se haya dicho: Substractum humanum est, Peinaratum humanum est. Bueno también las ratas: Rateratum humanum y rataris est.
    Fin

martes, 5 de mayo de 2015

Capítulo 6. La noche en Polotitlán


Polotitlán era, efectivamente, un pueblo en el que sus habitantes se dedicaban principalmente a criar caballos así como vacas para la producción de leche y sus derivados que vendían ahí mismo en varios expendios, además de en San Juan del Río y en Querétaro. Tenía cierta fama en la región. Además, sus charros también destacaban por ser “de los mejores” según afirmaban los pobladores. Por lo mismo, había un lienzo charro. El clima era agradable la mayor parte del año, más bien caluroso, aunque el agua, como le había dicho a Paloma el señor de la posada, no abundaba. Llovía sólo “en las aguas”, es decir, de mayo a septiembre y a veces nada más hasta julio. Por ello las casas no eran a dos aguas, sino de techo plano, y sin alero, pues no había necesidad de protegerse del agua, porque seguramente durante las lluvias éstas caían por chaparrones, no en lluvia constante.
            Dado, pues, el tamaño del poblado, el silencio reinó desde recién comenzada la noche y Paloma había caído como piedra, aunque regularmente ella era dada a dar muchas vueltas en la cama durante la noche y cambiaba constantemente de postura; y si alguien llegaba a dormir con ella por alguna razón, al poco rato mejor buscaba otro lugar. Hasta el suelo era preferible, salvo si el frío calaba, pero a decir de su hermana, era incluso mejor a pasar una noche incomodada por las vueltas de Paloma, quien, por su parte, no estaba consciente del todo de su sueño inquieto y no oía nunca cuando le pedían que dejara de moverse.
            Aquella fue una noche excepcional. Debido al cansancio, Paloma durmió de una pieza y casi inmóvil durante varias horas; sólo se percibía el ritmo de su respiración. Sin embargo, en algún momento de la noche, quiso cambiar de postura y voltearse, pero sintió un peso enorme sobre sus pies y como era tanto su cansancio no lo intentó más y volvió a caer en el sueño profundo; además, pensó que se trataba de Salomón, un gato amarillo que generalmente dormía con ella y solía adueñarse del centro de la cama y a quien le molestaba que el verdadero dueño de ella por cualquier motivo se moviese durante su sueño. Así que por unas horas más continuó en la misma postura, hasta que en la madrugada, cuando empezó a enfriar, intentó hacerse bolita para calentarse, pero nuevamente sintió un peso inmenso en sus pies que se lo impedía. Entonces, un poco más consciente que la primera vez, se preguntó qué sería aquello, si se habría enredado en las cobijas y ella misma se había anudado de modo que no podía moverse, lo cual sucedía con frecuencia. Trató entonces de sentir con las manos si ése era el problema, pues el frío empezaba a calarle y hasta pensó en ponerse el pantalón. Pero las sábanas y cobijas estaban en su lugar, así que de nuevo intentó cambiar de posición, pero otra vez estaba ahí aquel peso.
            En ese momento ya más despejada e inquieta recordó lo que le había dicho el señor sobre que a lo mejor “se le subía el muerto”, y le dio mucho miedo. Tanto, que se sintió incapaz de mover ni un músculo y se quedó paralizada. Entonces el peso cedió un poco. Paloma, al notarlo, quiso recoger las piernas, pero de inmediato sintió otra vez la presión sobre sus pies. Sintió más miedo aún, y no quería ni hacer el intento de ver qué era aquello. Se tapó la cabeza con las cobijas y procuró no moverse. Luego sintió que le faltaba el aire, pero no se atrevía a destaparse, y recordó otra parte de lo que le había dicho el señor sobre que se sentía “dizque muy calzonuda” y le entró el valor. “Sí soy”, pensó, así que poco a poco fue haciendo un hueco en las cobijas pero apenas para que le entrara algo de aire y pudiera respirar bien y tratar de ver qué era aquello.
            Lo hizo muy lentamente. Sí tenía miedo, pero pensó que lo calzonudo no era no tener temor sino ser capaz de vencerlo. Esta idea fue la que la alentó a tratar de ver; sintió el aire fresco y con él un gran alivio, aunque trató, lo más que pudo y muy despacito, de mantener la cabeza cubierta. Su miedo era terrible y no sabía qué hacer. Recordó que de niña, cuando su mamá la mandaba al catecismo, le decían que si el diablo se aparecía debía hacer la señal de la cruz y así se iría, de modo que de inmediato puso los pulgares e índices de ambas manos en cruz e intentó mover los pies otra vez; la presión había cedido un poco y luego totalmente. ¿Sería el diablo?, se preguntó. Pensó que si era, quizá ya había desaparecido, de modo que se sintió con valor suficiente para al menos tratar de ver qué era aquello a pesar de la oscuridad del cuarto y poco a poco se destapó los ojos. Al pie de la cama vio una figura blanquecina parada, con un sombrero de charro puesto, al menos eso le pareció a Paloma, pero con una especie de túnica blanca. Se olvidó de los dedos en cruz y muy despacio se fue destapando la cara. Seguía con miedo, sin embargo, casi le había ganado la batalla. No distinguió más detalles, por más que abría los ojos, porque la negrura del cuarto era casi completa.
            La figura se movió. Paloma se paralizó de nuevo, pero ahora no podía dejar de mirarla, ejercía sobre Paloma una especie de atracción que le impedía dejar de seguirla con los ojos. La silueta se dirigió hacia el ropero y allí se desvaneció. Paloma seguía aterrada, pero al mismo tiempo consciente de que había logrado vencer de algún modo ese sentimiento o sensación. Poco a poco fue recuperando el movimiento y tras cerciorarse de que ya no había nada en ninguna parte del cuarto hacia donde volteara logró levantarse, buscar el apagador y encender la luz. Buscó su pantalón, pues tenía frío, se lo puso, acomodó bien las cobijas y aunque dudó un poco antes de hacerlo apagó la luz.
            Rápidamente, a tientas, regresó a la cama y se acostó de nuevo, arrebujándose en las cobijas, haciéndose bolita para dejar sus pies protegidos, según ella, y se volvió a dormir, poco a poco. A pesar del susto que todavía sentía, el cansancio fue mayor y logró conciliar el sueño después de unos minutos durante los cuales pensó en la figura blanca y en lo que había ocurrido. Luego cayó de nuevo en un sueño profundo, hasta que el canto de los gallos se fue haciendo cada vez más generalizado y la luz del sol empezó a entrar por las rendijas.
            Paloma abrió poco a poco los ojos, miró hacia el techo y quedó sorprendida con lo que veía: con la poca luz que entraba por una rendija de la puerta, se proyectaba la imagen del patio en el techo y la pared, pero invertida. “Como lo que dijeron en la clase de fotografía sobre las cámaras.” Así sí le entendía, pensó. Quedó extasiada y estuvo viendo aquello un buen rato: la señora que trajinaba ya y que se veía cruzar el patio, un gallo que andaba rascando y picando el suelo, algunas gallinas, un gato que se echó al rayo del sol y que se volvió parte de la pared. Todo, cabeza abajo. “¡Qué maravilla!”, dijo Paloma en voz alta, lo cual seguramente oyó la señora, porque un segundo después tocó la puerta y le dijo:
            –Ya es hora.
            Paloma se levantó y se vistió con lentitud, pues no podía dejar de ver las imágenes. Le sorprendía que se reflejaran incluso los colores, no se trataba de sombras, sino de lo que estaba afuera y cómo lograba colarse por una hendidura y reproducirse adentro. Finalmente acabó de vestirse y con pena abrió la puerta. La luz del sol entró entonces a raudales deslumbrándola y “el cinito” desapareció. La mañana era fresca, pero no fría. El cielo estaba completamente despejado. Sería un día muy soleado.
            –Buenos días, señora.
            –Buenos días, muchacha.
            –Con permiso, voy a pasar al baño.
            –Está ocupado. Está Atanasio y es de un calmudo… Mejor vamos a la cocina y te invito un tecito de limón con su piquetito. Vas a ver.
            –¿Con piquete? ¿Tan temprano? –dijo Paloma asombrada, pensando que ella a ninguna hora tomaba “piquete”.
            –Vas a ver. En mi familia así se ha acostumbrado siempre, desde chamacos. Cae muy bien para empezar el día, te quita las dolencias de una mala noche, o te despeja si dormiste mucho, o te reanima nomás. Tú hazme caso, que la experiencia es oro. Ven, ven, ándale.
            Fueron a la cocina. Allí había una tetera panzona azul de peltre que echaba humo por la nariz y olía delicioso: era el té de limón. La señora sirvió tres tazas, ya muy viejas, de porcelana, de un decorado que se veía muy antiguo y estaban medo despostilladas. Luego le puso a cada una una cucharadita de azúcar y un chorrito de aguardiente, según le dijo, porque estaba en una botella sin etiqueta, tapada con un olote. Removió cada una de las tazas con la misma cucharita, ya desgastada por el uso y como de un tercio de lo que fue su tamaño original, y luego la dejó sobre la mesa. Le alargó una de las tazas a Paloma al tiempo que gritó:
            –¡Yastá el té! ¡Se te enfría! –y luego le dijo a Paloma–. Ándale, pruébalo, namás no te quemes. Ándale, sóplale así mero. Vas a ver.
            Ambas soplaban sus tazas, pues las dos eran delicadas para lo caliente. Se sentaron a la mesa y pusieron sus tés encima, sin dejar de soplarles y cada una hizo intentos por probarlo, apenas acercando los labios y nada más rozándolo para sentirle lo caliente. Fue cuando llegó Atanasio, muy peinado. Cuando vio a Paloma empezó a reírse.
            –¿Qué te pasó? Trais los pelos todos parados y tiesos y estás descolorida y ojerosa. Hasta parece que te espantaron –y volvió a reírse.
            –Pos si estás en el baño horas. Cómo se va a lavar y a peinar. Por eso le invité primero el té. Pero está recaliente, ni lo hemos podido probar.
            Paloma iba a decir que sí, que efectivamente la habían espantado, pero prefirió ir primero al baño. Ya le andaba de orinar y también quería lavarse la cara para despejarse.
            –¿Me puedo ir a lavar? Así mientras se enfría un poco.
            –Claro, muchacha, nada más no te tardes mucho, porque ya frío no surte efecto. Ha de ser lo más caliente que lo aguantes.
            –Sí, no me tardo, nada más voy por mi peine al cuarto y rápido me arreglo.
            –Ya apenaste aquí a la muchacha, ¿no te digo? Siempre tan bruscote.
            Paloma fue rápido por el peine y ya en el baño, cuando se vio al espejo, también se rio y le dio la razón a Atanasio.
            –¡Qué pelos!, ¡qué cara! Ay, Paloma, tú tan chula y mira nada más cómo te ves –se dijo y llenó el lavabo con el agua del tambo, que estaba muy fría. Luego se lavó, y con esa temperatura del agua acabó de despertar. Se mojó el pelo y se peinó con cuidado, pues lo tenía todo enredado, hasta que quedó transformada y continuó–. Así sí, Palomita, yastás bonita otra vez. Ora vete por tu té, que dice la señora que obra maravillas. Ya veremos.
            Paloma regresó a la cocina, se sentó y probó a ver qué tan caliente estaba el té. Ya se había enfriado un poco más y aunque todavía estaba caliente ya podía tolerarlo. Le dio un trago. Sabía rico, pero le pareció algo fuerte.
            –Ándale, ya te ves mejor –dijo Atanasio.
            –¿Cómo te cayó? –Le preguntó la señora, de la cual, pensó Paloma, no recordaba su nombre.
            –Sí está fuertecito.
            –Uuuh, pero vas a ver cómo te reanima. Síguele, síguele.
            –Aquí mi señora le tiene mucha fe a su tecito mañanero. Y la verdá es que sí cae muy bien. Es pacabar de despertar bien. Y eso que ya hicimos muchas cosas. ¿Verdá, tú?
            –Sí, pos hay que empezar temprano a darle. ¿Qué, cómo te sientes? –insistió la mujer dirigiéndose a Paloma.
            –Bien, sí me cayó bien al cuerpo. Sí me sentía muy cansada. Aquí como dijo don Atanasio, se me trepó el muerto.
            –¡Ah, Dio! –dijo Atanasio y agregó–, si yo nomás lo dije de broma.
            –Pos su broma salió cierta. Un sustote.
            –¿Y lo vistes? –preguntaron los dos casi al unísono.
            –Sí, sí lo vi.
            –Achis, mira, sí que eres calzonuda –dijo admirado Atanasio.
            –Pues casi casi nada más para demostrárselo me dije “cómo de que no”, pero sí tenía mucho miedo. Un rato no me pude ni mover. Nunca había sentido yo algo así.
            –¿Y qué pasó? –preguntó la mujer.
            –Déjala, Justina, no ves que la interrumpes –dijo Atanasio, mencionando por fin otra vez el nombre de su esposa y animó a Paloma–. Qué más, síguele.
            –Pues es que yo sentía un peso en los pies, pero quería moverlos y era peor. Luego puse las cruces y el peso disminuyó, y fue cuando me animé a verlo. Pero estaba oscurísimo.
            –¿Y lo viste? –preguntó Justina.
            –Sí, con todo y la oscuridad, se veía él todo blanco, con una túnica y un sombrero como de charro. Como que él mismo traía luz.
            –Mi tío Salvador. Sí. ¿Y luego?
            –Pues se fue hacia donde estaba el ropero.
            –Pero si ahí ya escarbé.
            –¿Ya ves?, eso quiere decir que no hay nada. Qué dinero ni qué avalancha de monedas de oro ni nada.
            –¿Seguro que se fue allí?
            –Pues hacia allá se fue y se perdió. Ya no vi nada luego.
            –¿Y qué hicistes luego? –Quiso saber Justina.
            –Pues me levanté, prendí la luz, me puse mi pantalón porque tenía frío, acomodé las cobijas bien, luego le apagué y rápido que me acuesto y que me hago bola, todavía con susto.
            –Pos cómo no. ¿Ya ves?, tú le echaste la sal.
            –Yo qué iba a saber –dijo Atanasio de malas al saber que el aparecido se había ido a meter por donde el ropero.
            –¿Y no será que esté en el ropero? –Preguntó Paloma y añadió–. Se ve como que es antiguo.
            –¡Ándale!, a lo mejor –dijo Atanasio recobrando el ánimo y luego le preguntó a Justina–, ¿no era de tu tía Loreto ese ropero, la hermana de Salvador? ¡En una de ésas, ahistá! Y yo escarbe y escarbe. A lo mejor en el fondo tiene un cajón secreto o algo así. ¡Vamos a ver!
            –¡Pérate, pérate! No comas ansias. Primero desayunamos como Dios manda. Acábense su té, antes que otra cosa y les sirvo su huevito. A ver tú, muchacha, ayúdame.
            Paloma mientras tanto se había terminado el té y ya se sentía más animada, ya no sentía que le pesaba el cuerpo y se levantó de inmediato. La señora le pasó los platos en los que había servido huevo y frijoles refritos a un lado. Paloma los llevó a la mesa. Justina puso un cesto con bolillos y pan dulce en la mesa y le pidió a Paloma que llevara los jarros de café con leche. Luego se sentaron y empezaron a comer los tres con mucho apetito.
            –Mmm, está buenísimo, doña Justina.
            –Gracias, muchacha, aquí mi viejo es el que hace la longaniza que tiene el huevo, le pone piñones, y nada de pellejos, pura carne y sin gordos. Lo vendemos también. Aunque sale caro a la gente le gusta y sí lo compran.
            –Pues cómo no, si está exquisito. A mí que ni me gusta.
            –¿No te gusta? Es que no habías probado el mío.
            –Sí, por eso se le digo. Muchas gracias, ya me siento mejor, después del susto de ayer.
         –¡Uy!, a ver si no te hace daño el huevo. Pero el tecito también cura el espanto. Y te lo acabaste, ¿verdá? Ora tómate tu cafecito con leche con tu pancito dulce y ¡como nueva!
            Los tres terminaron de desayunar de buen humor. Después Paloma ayudó a recoger la mesa. Luego fue al cuarto a guardar sus cosas, y Atanasio detrás de ella para revisar el ropero. Justina le gritó en ese momento:
            –No vayas a trastear el ropero. Me esperas. Y cuidadito y le haces algún raspón, que le tengo mucho aprecio. ¿Oístes?
            –Sí, vieja, sí.
            Atanasio esperó afuera a que Paloma recogiera sus cosas. Ella no sabía si tender la cama o no, pues no pensaba pasar otra noche allí y seguramente irían a cambiar las sábanas para otro huésped, así que preguntó:
            –¿Qué hago con la cama? ¿La tiendo?
            –Orita que venga mi señora le preguntas. Ahí deja. Ya salte, que quiero ver el ropero y ni modo que entre mientras estás ahi.
            –Óyeme –dijo Justina mientras se acercaba secándose las manos con el delantal que traía puesto–, qué modos son esos. Te esperas a que Paloma haga las cosas a su paso –y luego le pidió a Paloma–. A ver, tú que estás muchacha, ayúdame con las sábanas, digo, a quitarlas, si me haces favor y no es mucho abuso.
            –Cómo cree, doña Justina, precisamente le preguntaba a don Atanasio que qué hacía, si tendía la cama o qué.
            –¿Te vas a quedar otra vez? Porque si es así, las dejamos.
            –No, muchas gracias, tengo que seguirle.
            –Ah, bueno, pus entonces quítalas y orita saco unas limpias del ropero. Y entre las dos la tendemos. Me da gusto que hayas venido y nos acompañes tantito.
            –¿Y luego ya puedo verlo? –Preguntó con ansiedad el esposo.
            –Sí. Me ayudas a sacar todo y vemos todos –luego le preguntó a Paloma–. ¿Te quedas pa ver?
            –Sí, para ver si eso de los espantos es cierto.
            –¡Claro que es cierto, chamaca! –Dijo enfático Atanasio y hasta un poco molesto y siguió–. Mira nomás, después de lo que te pasó anoche y todavía no crees. O será que nos echaste mentiras…
            –¡No!, cómo cree –dijo Paloma, mientras tendía la cama junto con Justina–. Yo no echo mentiras, para qué había de hacerlo. Lo que digo es que a ver si es cierto que cuando hay un aparecido hay dinero. Yo no creo que nada más se aparezcan por dinero. A veces, dicen, es porque dejaron un pendiente, o porque no los dejan ir de tanto que les lloran y no pueden descansar.
            –Pos sabe, pero orita vemos –dijo Atanasio frotándose las manos para demostrar su entusiasmo.
            –Ya, pues, entra y que sea lo que Dios quiera –le dijo Justina.
            Entró Atanasio y mientras Paloma observaba desde una esquina de la pieza abrieron las tres puertas del ropero. Los esposos fueron sacando lo que había dentro: algunos vestidos ya bastante pasados de moda, unas chamarras, cobijas, sábanas, manteles, toallas. Una caja con fotografías de la familia con las que se entretuvieron un buen rato y que Paloma vio también con interés. Finalmente, terminaron de vaciar el mueble poniendo todo su contenido en la cama.
            –Mira nomás. Cuánto trique. La lata va a ser guardar todo otra vez.
            –Ay, vieja, nomás ganas de quejarte. Va a ser más rápido. Orita porque ahistamos viendo todo y acordándonos, pero ya pa guardar, en tres patadas. A ver, dejen ver con cuidado. Voy a tantear a ver si se oye algún fondo hueco.
            Atanasio fue dando golpecitos en el fondo y en los lados del ropero. Los tres estaban callados para poder darse cuenta si sonaba diferente. Pero no hubo nada. Y muy decepcionado dijo:
            –Pues nada. ¿Y si lo desbarato?
            –¡Ni lo mande Dios! Si es una joya, era de mi tía. Y además, onde vamos a meter este triquerío. No, no, no. A ver, no hay nada, pos se acabó, guardamos todo y listo.
            –¿Y en las puertas? –Preguntó Paloma.
            –Ya ni le des ideas. Que no hay nada, que no hay dinero, que hay que conformarse y sanseacabó.
            –Déjame ver, vieja, pos de todos modos ya está todo patas arriba, pos siquiera reviso bien. Arriba no le tantié, además. Calma y nos amanecemos.
            Atanasio revisó las puertas y pareció no notar nada extraño. Luego arrimó una silla junto al ropero y aunque era bastante alto, prefirió subirse para hacerlo con más apoyo y revisar no sólo por dentro, sino también por arriba. De repente gritó:
            –¡Épale!
            –¿Qué? –Preguntaron las dos mujeres.
            –Aquí arriba se oye un hueco. Aquí cerquita del copete de enfrente y se le ven como unos goznes chiquititos. Pero hay que desclavarle lo de mero encima. Tú dirás, vieja.
            –¿Tas seguro? O nomás son tus ansias. Porque si no, nada más lo vas a echar a perder.
            –No, pos lo hago con cuidadito y luego te lo compongo otra vez. Ya tengo experiencia en esto de desbaratar y componer. ¿O dirás que no?
            –Pos ándale pues, de todos modos vas a andar muele y muele hasta que lo hagas. Y ya que estamos en estas andanzas, pos de una vez.
            Atanasio sonrió muy satisfecho, se bajó de la silla y se frotó las manos.
            –Nomás deja traer la herramienta –y salió.
            –Ay, chamaca, mira nomás, quién hubiera dicho todo lo que iba a traer tu visita.
            –Qué pena, doña Justina.
            –No, si me parece bien. Ya mi viejo andaba siempre agüitado. Hace mucho que no le entraba el entusiasmo por nada. Me da gusto verlo así. Esperemos que no se decepcione. Que es lo más seguro. Pero al menos un rato estará contento.
            Oyeron los pasos de Atanasio y guardaron silencio. Él entró con una caja metálica en la mano, la puso sobre la cama, en un hueco que quedaba, y la abrió para elegir las herramientas adecuadas. Así sacó un martillo de tapicero, varios formones de diferente grosor, un desarmador, una espátula y una cuña. Cerró la caja y encima de ésta puso los instrumentos que había seleccionado. Se subió a la silla y le pidió a Justina que le llevara un trapo para primero limpiar, pues estaba lleno de polvo y no veía bien las junturas de la madera ni dónde había clavos. Justina salió y regresó enseguida con el trapo en la mano: un calzón viejo de Atanasio, y se lo dio.
            –Ay, vieja, ya ni la amuelas, hubieras traído otro. Me pones en mal aquí con la muchacha.
            –Paloma, ya dile por su nombre que ya nos conocemos. Y qué va a decir, pos si ya es trapo. Malo que fuera el que te pones y estuviera sucio, además.
–Bueno, ya quité el polvo, tenlo. Ora veme pasando lo que te pida. A ver, primero el martillo y el desarmador.
Atanasio, con el desarmador y el martillo, fue sacando un poco la cabeza de cada clavo de toda la parte de arriba del ropero, con cuidado para no maltratarlo. Luego le pidió las pinzas.
–Aquí no hay pinzas –dijo Justina–, no las sacastes. ¿Están adentro? A ver, detenme esto, Paloma, pa buscar las dichosas pinzas.
Justina las sacó de la caja y se las dio a Atanasio que fue sacando cada clavo con mucha paciencia, lo cual le tomaba cierto tiempo, por lo que Justina decidió irse a sus quehaceres luego de explicarse:
–No. Te tardas mucho, yo mejor me voy por mi mandado y luego vengo. Al rato va a hacer un solazo y ni quien salga. Ahí que te ayude Paloma. ¿Puedes, muchacha? ¿No se te hace tarde?
–Sí, yo le ayudo. Total, si se me hace tarde, pues me quedo otra noche. Pero ¿qué tan lejos está Tequisquiapan? Si no está lejos, me puedo ir cuando acabe.
–Está cerquita –dijo Atanasio, que seguía con los clavos.
–Bueno, pos ahí se quedan. Ya me dirán si algo hubo cuando regrese. Voy a dejar la olla con los frijoles. Cuando la oigas silbar le pones su válvula y si no he llegado, cuando chille le bajas y te fijas qué horas son. Ahí te encargo.
Justina salió. Primero a la cocina y luego a la calle. Atanasio y Paloma se quedaron en “la operación” como ya había empezado a llamarle Atanasio a aquella tarea de desarmar la parte de arriba del ropero.
–Qué madral de clavos, mira nada más. Con razón ni se ha aflojado nada con todo y tanto año que tiene. A ver, te los paso, pero búscales un lugar seguro. No quiero que se pierdan y luego me falten. No, mejor vete por un jarro de la cocina y ahí los echamos.
Paloma obedeció justo cuando la olla empezó a echar vapor, le puso la válvula y decidió bajarle de una vez; regresó enseguida con el jarro. Se lo dio a Atanasio y éste vació allí los clavos que ya había sacado y continuó con su tarea. Mientras siguieron platicando.
–¿Y a qué vas a Tequisquiapan?
–Ah, pus a conocer. Dicen que hay un balneario. Nunca he ido.
–Sí, es de aguas termales, muy medicinales. Nosotros vamos a veces, cuando ya no aguantamos las riumas, pero además, si hay con qué, porque todo cuesta. ¿Y tú de onde trais dinero?
–Ah, pues estuve ahorrando un tiempo, y luego voy a vender la bici y le voy a seguir en tren. Y ya después, voy a trabajar cuando ya no tenga nada.
–Ah, qué Paloma. A ver si no te dan un susto. Pero ya vi que sí eres calzonuda.
–No, pues sí, pero tampoco voy a andar buscándole tres pies al gato. No soy tan atolondrada. Tomo mis precauciones. Eso es lo que quiero que mi familia entienda.
–Ah, por eso te fuiste.
–En parte. Pero principalmente porque tenía ganas de conocer lugares que de otro modo jamás vería si nada más salgo con mis papás. A ellos no les gusta pasar incomodidades.
–¿Pos a quién?
–A mí. Es más interesante, divertido. Se aprende más, digo yo, porque al enfrentar dificultades, uno aprende a resolver cualquier problema y no se vuelve miedoso. ¿O no?
–Pos ha de ser. A ver, pásame el formón más delgado. Y te paso los clavos, ya acabé con esta parte. Ahora viene lo bueno, pa no maltratar el mueble éste. Si no, mi vieja se va enojar. Y luego no me habla. ¿Y sabes tú lo que es estar viviendo con alguien mañana, tarde y noche y que no te dirija ni una palabra? Es muy feo.
–¿Cuál es el formón? ¿Esta lámina?
–No, ésa es una cuña. Los formones son esos que tienen mango de madera, que parecen desarmadores pero tienen filo y son planos de un lado. Saqué dos, uno más delgado que otro. Pásame el más delgado.
–Ah, sí, ya vi cuál es.
Con cuidado, Atanasio metió el formón debajo de la tapa del ropero y con el martillo le dio unos golpes leves para tratar de insertarlo debajo y levantarla.
–Estos los pegaban con cola, así que a ver cómo me va –dijo Atanasio y siguió trabajando con precaución para dañar la madera lo menos posible.
–Ya entró el canijo. Ora con cuidadito, le despego un poco más pa meterle la cuña o la espátula… Listo. A ver, pásame la cuña. Esa ya sabes cuál es.
Paloma obedeció. Casi no conocía nada de herramientas más que el martillo, las pinzas, el desarmador y la llave Steelson, así que estaba contenta de haber conocido aquellas otras y su uso. A lo mejor eso le serviría cuando tuviera que buscar trabajo.
–A ver, échame la espátula, porque no puedo apalancarme con la cuña. Toma todo lo demás, ya ponlo adentro de la caja.
Paloma le pasó lo único que quedaba junto al otro formón y en ese momento supo que era la espátula. Atanasio siguió con su tarea. Ya había empezado a sudar. Se detuvo un momento, sacó un paliacate de la bolsa de atrás del pantalón para secarse la cara y continuó. La tapa empezaba a ceder, muy lentamente, hasta que al fin se despegó por completo.
–Ora, a ver aquí en el copete.
–Yo pensé que con eso ya íbamos a saber. ¡Ay, la olla! –Dijo Paloma cuando escuchó el ruido, y preguntó–. ¿Qué horas serán?, para tomarle el tiempo.
–No, donde oí hueco fue en el copete, pero para poder ver, tuve que quitar la tapa, porque parece que es debajito del nivel de donde estaba, porque aquí en el dichoso copete se le ve como una bisagra, muy apenitas. Oritita vemos –dijo muy emocionado Atanasio, y añadió–. Pa saber la hora tienes que ir a la cocina, nomás allí hay reloj.
Paloma se fue a la cocina. Mientras, el hombre buscó debajo del copete, es decir, en la parte central del ropero que formaba una especie de cresta, y terminaba con un remate labrado. En la parte del frente del ropero, pero por atrás y a todo lo largo había una ranura para insertar la tapa, que se apoyaba sobre los tres lados restantes, que eran los que estaban pegados y clavados. Detrás del copete y justo debajo de la ranura, había una especie de manija minúscula. Atanasio gritó de la emoción, justo cuando se oyó la puerta de la calle anunciando el regreso de Justina.
–¡Vieja! Córrele.
–Qué, ¿ya hallastes algo? ¿Y mis frijoles?
–Pos estoy a punto de abrir una puertita que tiene aquí arriba. Ven paque véamos juntos. No, pero espérense, déjenme bajar tantito y echarme un vaso de agua. Tráeme un vaso de agua, Paloma, por vida tuya. Ya me marié de la emoción. Capaz que me da un infarto y aquí quedo.
–Cómo cree, don Atanasio. Siéntese tantito. Nada más es la emoción. Orita le traigo el agua –dijo Paloma y salió enseguida para la cocina al tiempo que le decía a Justina–; ya les bajé y les tomé el tiempo, apenas llevan cinco minutos.
–Ay, viejo, estás blanco, blanco. A ver, siéntate y serénate. Jala más aire, hasta adentro, así.
–Aquí está el agua.
–A ver, dale un traguito, no te la empines de un jalón. Poco a poquito vele dando sus tragos.
–¿Ya se siente mejor, don Atanasio?
–Sí, parece que ya me volvió el alma al cuerpo.
–Ya tienes color otra vez. Mejor ya deja eso. ¿Qué hago yo viuda?
–No exageres, vieja, nomás fue la emoción. Y en todo caso, pues me entierras y ya.
–No juegues con eso.
–Bueno, ya se me pasó. Ya vamos a ver de una vez qué hay allí –dijo Atanasio al tiempo que le dio el vaso a Paloma y volvió a subirse a la silla.
–No seas atrabancado, ten cuidado.
Ya arriba, Atanasio volvió con la palanquita aquella. La jaló, primero con cuidado, pero no cedía y tuvo que emplear mayor fuerza y hacer varios intentos, hasta que por fin sintió que se había aflojado.
–La tercera era la vencida –dijo.
Abrió aquella tapa y la levantó hasta arriba. Las dos mujeres miraron sorprendidas, pues en realidad seguían escépticas respecto de que pudiera haber algo escondido en aquel mueble. Luego, Atanasio se asomó y se dio cuenta de que había algo que le pareció una tira de piel.
–¡Válgame!
–¡Qué! –Dijeron Paloma y Justina al mismo tiempo.
–Pos no sé, pero hay algo, como una cosa de cuero.
–Pos sácala –dijo Justina.
–Pos eso estoy tratando, pero no se deja.
Lo que había dentro era una tira de cuero, aparentemente un cinturón, a juzgar por el grosor que tanteaba Atanasio. Según él, era del largo del frente del ropero y estaba a todo lo largo del copete. El hombre por fin pudo introducir los dedos detrás para poder jalarlo y lo hizo poco a poco, hasta que fue saliendo. A Atanasio le pareció que era un cinturón de cuero, de los que se usan para guardar dinero en previsión de un robo.
–Ya salió el canijo. No quería. A ver, vieja, velo recibiendo, porque está relargo, ¡y pesado!, eso es buena señal.
Justina hizo lo que le pedía su esposo y dijo.
–Como que suena. Y sí está pesado.
–Pa mí que adentro tiene monedas –dijo Atanasio.
–Pos ya veremos.
Finalmente quedó aquella tira sobre la cama, encima de todos los objetos que habían quedado allí. Atanasio se bajó de la silla y tanteó el peso del cinturón, o de lo que parecía un cinturón, porque estaba demasiado largo para serlo.
–No creo que nadie lo usara, tendría que ser un gordotote –dijo con razón Justina.
–Sí, nomás tiene la pinta, porque hasta hebilla tiene. A ver –dijo Atanasio tomando uno de los extremos en el que, efectivamente, había una hebilla y agregó–, parece que se abre por aquí. Yo nunca he tenido uno de éstos, pos pa qué, pero sí los he visto. Ora los modernos tiene un cierre, pero entonces no había, así que por algún lado tiene que abrirse –señaló al momento de sacudir aquella especie de cinturón y siguió–. Sí, vieja, algo le suena, se oye como metal, pero se oye muy bonito. ¿Será oro?, ¿monedas?, ¿plata?
–Ay, hombre, ya acaba, que nos tienes aquí nomás de mensas.
–Sí, don Atanasio, ¿no ve que ya queremos saber?
–Pos es que estoy nervioso. Y ustedes me ponen más con sus ansias. Pero oigan –y sacudió el cinturón.
–¡Sí se oye! –Dijo Paloma.
–¡Ya ábrelo de una buena vez, Atanasio!
–Pos eso quiero. A ver, calma. Dejen sentarme en la silla, ya me anda dando el vahído otra vez.
–¿No te digo? Tanto año a busque y busque. Y ora que ya tienes ahí algo, no puedes acabar pa saber qué tiene. Capaz que es puro plomo.
–El plomo no suena así.
–¡Pos entonces ya acaba! Ora yo voy a ser la que se va a desmayar, pero del coraje. ¡Ábrelo de una buena vez!
Atanasio desprendió un broche que sostenía la punta del cinturón, que al mismo tiempo pasaba antes por la hebilla. Al hacerlo, pudo sacar ésta, estirar la punta y ahuecar el cinturón. Luego, lo volteó para tratar de vaciar el contenido y lo sacudió. Cayó una moneda dorada. ¡Parecía oro!
–¡Es de oro, dijo Atanasio!
–Ay, viejo, ora sí se te hizo.
–Pos gracias aquí a Palomita.
Paloma se sintió muy orgullosa, e igual de emocionada que los dos viejos, expectante por ver qué tanto había dentro de aquél cinturón. Después de todo, le había costado un buen susto, de modo que estaba muy interesada en que don Atanasio acabara de vaciar el contenido. En ese momento recordó:
–Los frijoles. ¡Ya ha de ser hora! ¡Qué rápido se nos pasó una hora! –Y corrió hacia la cocina, apagó la olla y regresó de inmediato. No quería perderse ni un detalle.
El hombre se puso de pie y sacudió varias veces el cinturón. Una a una fueron cayendo varias monedas de oro y plata. O al menos eso parecían. Siguió sacudiendo, pero ya no salían más. Luego palpó el cinturón a todo lo largo para verificar si ya no quedaba ninguna otra. Había quedado vacío. Mientras tanto, Paloma y Justina empezaron a recoger las monedas y a ponerlas en la cama. Atanasio acabó de ayudarles y las empezó a revisar. Sí, estaba seguro, eran de oro y de plata. Cincuenta en total. Cuarenta de oro y diez de plata.
–¿No habrá más? A ver, voy a asomarme –dijo Atanasio y volvió a treparse a la silla para hurgar en el hueco del ropero y luego añadió con decepción–. No, no hay más.
–Ya aplácate, Atanasio. Luego, luego la ambición. ¿Qué más quieres? Con esto podemos vivir bien los años que nos queden. ¿Qué necesitamos? Ropa, tenemos. Y en todo caso, nos hará falta muy poca. Casa, tenemos. ¿Comprar cosas que al final son un estorbo y hay que andar limpiando? No, pa qué. Necesitamos comida y sustento y eso va a ser suficiente.
–Pa ir a las aguas termales, vieja.
–Eso sí, pa que veas. Pero qué más. Tenemos gallinas, haces tu longaniza. Ni modo de no hacer nada, nos aburrimos. Este dinero será pa no andar con el Jesús en la boca.
–Pa ponerle su pollito a los tamales, pa comprar un aguardiente más fino. ¿Qué tal un negocio?
–Pos si ya tenemos uno, la posada, además de tu longaniza. O me dirás que no te gusta hacerla. ¿Pa qué más? ¿Pa volvernos ricos y presumidos? ¿Pa andar cuidando que no nos roben? Además, pa lo que nos queda de vida, mejor estar sin esos pendientes. Yo pienso así.
–Sí, don Atanasio. Yo creo que doña Justina tiene razón. Que el dinero sirva para que vivan tranquilos y sigan disfrutando con lo que hacen.
–Pos sí. Pero eso sí, yo las aguas no las perdono.
Paloma recogió su mochila y revisó a ver si ya había echado todo. Y se acordó de su peine que había dejado en el baño.
–Voy por mi peine al baño, y aprovecho la ida. Ya me voy.
Mientras Paloma estuvo fuera, Justina le dijo a Atanasio que lo justo era darle unas monedas a quien les había servido de intermediaria. Atanasio estuvo de acuerdo y cogió tres monedas de oro y una de plata. Cuando Paloma regresó del baño le dijo:
–Mira, Paloma, aquí tienes. Muchas gracias –y alargó la mano con las monedas.
–¿Para mí? No, cómo cree. Si es suyo, ustedes son los que deben disfrutarlo. Si lo han buscado tantos años.
–Acepta, muchacha, no nos desprecies.
–No es eso, doña Justina, es que no me parece justo.
–Si te las ofrecemos es porque nosotros sí lo consideramos así. Acepta –insistió Justina.
–Pero es que… me da pena. Si yo nomás iba de paso.
–Pero sin ti no lo hubiéramos encontrado. ¿Cuánta gente crees que se ha quedado en este cuarto y no ha pasado nada en años? ¿Y no éste ya quería escarbar en la sala? No, muchacha, así debe ser.
–Bueno, está bien. Pero nada más una. Yo tampoco quiero que me vayan a querer robar y estar nada más pensando en cuidar las monedas. Ya la usaré cuando me vea en un apuro. Y muchas gracias. Y ahora sí ya me voy, que si no se me hace tarde y quiero ir a Tequisquiapan.
–Sí, ya sabemos que vas a conocer los baños –dijo Atanasio y agregó emocionado–. Me dio mucho gusto conocerte y gracias por tu ayuda. Nunca fue mi intención que pasaras ese susto, pero gracias.
–No hay de qué don Atanasio. Como aventura, fue enorme. Nadie me va a creer, pero por eso voy a guardar la moneda.
–Pos entonces llévate dos: una pa un apuro y la otra pa que te crean, una de oro y una de plata.
Paloma sonrió y aceptó. Finalmente volvió a despedirse de los viejos a quienes dio un abrazo y un beso y les dijo:
–Bueno, pues ahora tienen el otro trabajo: componer el ropero y guardar todo.
Salió de la pieza muy emocionada y se le salió una lágrima mientras iba por su bicicleta a la que tomó del manubrio y rodándola se dirigió a la puerta.

–Yo cierro –gritó y dejó aquella casa sintiendo muchas emociones.
¡Qué susto, Paloma!