Polotitlán
era, efectivamente, un pueblo en el que sus habitantes se dedicaban
principalmente a criar caballos así como vacas para la producción de leche y
sus derivados que vendían ahí mismo en varios expendios, además de en San Juan
del Río y en Querétaro. Tenía cierta fama en la región. Además, sus charros
también destacaban por ser “de los mejores” según afirmaban los pobladores. Por
lo mismo, había un lienzo charro. El clima era agradable la mayor parte del
año, más bien caluroso, aunque el agua, como le había dicho a Paloma el señor
de la posada, no abundaba. Llovía sólo “en las aguas”, es decir, de mayo a septiembre y a veces nada más hasta julio. Por ello las casas no eran a dos aguas, sino de techo plano, y sin
alero, pues no había necesidad de protegerse del agua, porque seguramente
durante las lluvias éstas caían por chaparrones, no en lluvia constante.
Dado, pues, el tamaño del poblado,
el silencio reinó desde recién comenzada la noche y Paloma había caído como
piedra, aunque regularmente ella era dada a dar muchas vueltas en la cama
durante la noche y cambiaba constantemente de postura; y si alguien llegaba a
dormir con ella por alguna razón, al poco rato mejor buscaba otro lugar. Hasta
el suelo era preferible, salvo si el frío calaba, pero a decir de su hermana,
era incluso mejor a pasar una noche incomodada por las vueltas de Paloma,
quien, por su parte, no estaba consciente del todo de su sueño inquieto y no
oía nunca cuando le pedían que dejara de moverse.
Aquella fue una noche excepcional.
Debido al cansancio, Paloma durmió de una pieza y casi inmóvil durante varias
horas; sólo se percibía el ritmo de su respiración. Sin embargo, en algún
momento de la noche, quiso cambiar de postura y voltearse, pero sintió un peso
enorme sobre sus pies y como era tanto su cansancio no lo intentó más y volvió
a caer en el sueño profundo; además, pensó que se trataba de Salomón, un gato
amarillo que generalmente dormía con ella y solía adueñarse del centro de la
cama y a quien le molestaba que el verdadero dueño de ella por cualquier motivo se moviese
durante su sueño. Así que por unas horas más continuó en la misma postura,
hasta que en la madrugada, cuando empezó a enfriar, intentó hacerse bolita para
calentarse, pero nuevamente sintió un peso inmenso en sus pies que se lo
impedía. Entonces, un poco más consciente que la primera vez, se preguntó qué
sería aquello, si se habría enredado en las cobijas y ella misma se había
anudado de modo que no podía moverse, lo cual sucedía con frecuencia. Trató
entonces de sentir con las manos si ése era el problema, pues el frío empezaba
a calarle y hasta pensó en ponerse el pantalón. Pero las sábanas y cobijas
estaban en su lugar, así que de nuevo intentó cambiar de posición, pero otra
vez estaba ahí aquel peso.
En ese momento ya más despejada e
inquieta recordó lo que le había dicho el señor sobre que a lo mejor “se le
subía el muerto”, y le dio mucho miedo. Tanto, que se sintió incapaz de mover
ni un músculo y se quedó paralizada. Entonces el peso cedió un poco. Paloma, al
notarlo, quiso recoger las piernas, pero de inmediato sintió otra vez la
presión sobre sus pies. Sintió más miedo aún, y no quería ni hacer el intento
de ver qué era aquello. Se tapó la cabeza con las cobijas y procuró no moverse.
Luego sintió que le faltaba el aire, pero no se atrevía a destaparse, y recordó
otra parte de lo que le había dicho el señor sobre que se sentía “dizque muy
calzonuda” y le entró el valor. “Sí soy”, pensó, así que poco a poco fue
haciendo un hueco en las cobijas pero apenas para que le entrara algo de aire y
pudiera respirar bien y tratar de ver qué era aquello.
Lo hizo muy lentamente. Sí tenía
miedo, pero pensó que lo calzonudo no era no tener temor sino ser capaz de
vencerlo. Esta idea fue la que la alentó a tratar de ver; sintió el aire fresco
y con él un gran alivio, aunque trató, lo más que pudo y muy despacito, de
mantener la cabeza cubierta. Su miedo era terrible y no sabía qué hacer.
Recordó que de niña, cuando su mamá la mandaba al catecismo, le decían que si
el diablo se aparecía debía hacer la señal de la cruz y así se iría, de modo
que de inmediato puso los pulgares e índices de ambas manos en cruz e intentó
mover los pies otra vez; la presión había cedido un poco y luego totalmente.
¿Sería el diablo?, se preguntó. Pensó que si era, quizá ya había desaparecido,
de modo que se sintió con valor suficiente para al menos tratar de ver qué era
aquello a pesar de la oscuridad del cuarto y poco a poco se destapó los ojos.
Al pie de la cama vio una figura blanquecina parada, con un sombrero de charro
puesto, al menos eso le pareció a Paloma, pero con una especie de túnica blanca.
Se olvidó de los dedos en cruz y muy despacio se fue destapando la cara. Seguía
con miedo, sin embargo, casi le había ganado la batalla. No distinguió más
detalles, por más que abría los ojos, porque la negrura del cuarto era casi
completa.
La figura se movió. Paloma se
paralizó de nuevo, pero ahora no podía dejar de mirarla, ejercía sobre Paloma
una especie de atracción que le impedía dejar de seguirla con los ojos. La
silueta se dirigió hacia el ropero y allí se desvaneció. Paloma seguía
aterrada, pero al mismo tiempo consciente de que había logrado vencer de algún
modo ese sentimiento o sensación. Poco a poco fue recuperando el movimiento y
tras cerciorarse de que ya no había nada en ninguna parte del cuarto hacia
donde volteara logró levantarse, buscar el apagador y encender la luz. Buscó su
pantalón, pues tenía frío, se lo puso, acomodó bien las cobijas y aunque dudó
un poco antes de hacerlo apagó la luz.
Rápidamente, a tientas, regresó a la
cama y se acostó de nuevo, arrebujándose en las cobijas, haciéndose bolita para
dejar sus pies protegidos, según ella, y se volvió a dormir, poco a poco. A
pesar del susto que todavía sentía, el cansancio fue mayor y logró conciliar el
sueño después de unos minutos durante los cuales pensó en la figura blanca y en
lo que había ocurrido. Luego cayó de nuevo en un sueño profundo, hasta que el
canto de los gallos se fue haciendo cada vez más generalizado y la luz del sol
empezó a entrar por las rendijas.
Paloma abrió poco a poco los ojos,
miró hacia el techo y quedó sorprendida con lo que veía: con la poca luz que
entraba por una rendija de la puerta, se proyectaba la imagen del patio en el
techo y la pared, pero invertida. “Como lo que dijeron en la clase de
fotografía sobre las cámaras.” Así sí le entendía, pensó. Quedó extasiada y
estuvo viendo aquello un buen rato: la señora que trajinaba ya y que se veía
cruzar el patio, un gallo que andaba rascando y picando el suelo, algunas
gallinas, un gato que se echó al rayo del sol y que se volvió parte de la
pared. Todo, cabeza abajo. “¡Qué maravilla!”, dijo Paloma en voz alta, lo cual
seguramente oyó la señora, porque un segundo después tocó la puerta y le dijo:
–Ya es hora.
Paloma se levantó y se vistió con
lentitud, pues no podía dejar de ver las imágenes. Le sorprendía que se
reflejaran incluso los colores, no se trataba de sombras, sino de lo que estaba
afuera y cómo lograba colarse por una hendidura y reproducirse adentro.
Finalmente acabó de vestirse y con pena abrió la puerta. La luz del sol entró
entonces a raudales deslumbrándola y “el cinito” desapareció. La mañana era
fresca, pero no fría. El cielo estaba completamente despejado. Sería un día muy
soleado.
–Buenos días, señora.
–Buenos días, muchacha.
–Con permiso, voy a pasar al baño.
–Está ocupado. Está Atanasio y es de
un calmudo… Mejor vamos a la cocina y te invito un tecito de limón con su
piquetito. Vas a ver.
–¿Con piquete? ¿Tan temprano? –dijo
Paloma asombrada, pensando que ella a ninguna hora tomaba “piquete”.
–Vas a ver. En mi familia así se ha
acostumbrado siempre, desde chamacos. Cae muy bien para empezar el día, te
quita las dolencias de una mala noche, o te despeja si dormiste mucho, o te
reanima nomás. Tú hazme caso, que la experiencia es oro. Ven, ven, ándale.
Fueron a la cocina. Allí había una
tetera panzona azul de peltre que echaba humo por la nariz y olía delicioso:
era el té de limón. La señora sirvió tres tazas, ya muy viejas, de porcelana,
de un decorado que se veía muy antiguo y estaban medo despostilladas. Luego le
puso a cada una una cucharadita de azúcar y un chorrito de aguardiente, según
le dijo, porque estaba en una botella sin etiqueta, tapada con un olote.
Removió cada una de las tazas con la misma cucharita, ya desgastada por el uso
y como de un tercio de lo que fue su tamaño original, y luego la dejó sobre la
mesa. Le alargó una de las tazas a Paloma al tiempo que gritó:
–¡Yastá el té! ¡Se te enfría! –y
luego le dijo a Paloma–. Ándale, pruébalo, namás no te quemes. Ándale, sóplale
así mero. Vas a ver.
Ambas soplaban sus tazas, pues las
dos eran delicadas para lo caliente. Se sentaron a la mesa y pusieron sus tés
encima, sin dejar de soplarles y cada una hizo intentos por probarlo, apenas
acercando los labios y nada más rozándolo para sentirle lo caliente. Fue cuando
llegó Atanasio, muy peinado. Cuando vio a Paloma empezó a reírse.
–¿Qué te pasó? Trais los pelos todos
parados y tiesos y estás descolorida y ojerosa. Hasta parece que te espantaron
–y volvió a reírse.
–Pos si estás en el baño horas. Cómo
se va a lavar y a peinar. Por eso le invité primero el té. Pero está
recaliente, ni lo hemos podido probar.
Paloma iba a decir que sí, que
efectivamente la habían espantado, pero prefirió ir primero al baño. Ya le
andaba de orinar y también quería lavarse la cara para despejarse.
–¿Me puedo ir a lavar? Así mientras
se enfría un poco.
–Claro, muchacha, nada más no te
tardes mucho, porque ya frío no surte efecto. Ha de ser lo más caliente que lo
aguantes.
–Sí, no me tardo, nada más voy por
mi peine al cuarto y rápido me arreglo.
–Ya apenaste aquí a la muchacha, ¿no
te digo? Siempre tan bruscote.
Paloma fue rápido por el peine y ya
en el baño, cuando se vio al espejo, también se rio y le dio la razón a
Atanasio.
–¡Qué pelos!, ¡qué cara! Ay, Paloma,
tú tan chula y mira nada más cómo te ves –se dijo y llenó el lavabo con el agua
del tambo, que estaba muy fría. Luego se lavó, y con esa temperatura del agua acabó
de despertar. Se mojó el pelo y se peinó con cuidado, pues lo tenía todo
enredado, hasta que quedó transformada y continuó–. Así sí, Palomita, yastás
bonita otra vez. Ora vete por tu té, que dice la señora que obra maravillas. Ya
veremos.
Paloma regresó a la cocina, se sentó
y probó a ver qué tan caliente estaba el té. Ya se había enfriado un poco más y
aunque todavía estaba caliente ya podía tolerarlo. Le dio un trago. Sabía rico,
pero le pareció algo fuerte.
–Ándale, ya te ves mejor –dijo
Atanasio.
–¿Cómo te cayó? –Le preguntó la
señora, de la cual, pensó Paloma, no recordaba su nombre.
–Sí está fuertecito.
–Uuuh, pero vas a ver cómo te
reanima. Síguele, síguele.
–Aquí mi señora le tiene mucha fe a
su tecito mañanero. Y la verdá es que sí cae muy bien. Es pacabar de despertar
bien. Y eso que ya hicimos muchas cosas. ¿Verdá, tú?
–Sí, pos hay que empezar temprano a
darle. ¿Qué, cómo te sientes? –insistió la mujer dirigiéndose a Paloma.
–Bien, sí me cayó bien al cuerpo. Sí
me sentía muy cansada. Aquí como dijo don Atanasio, se me trepó el muerto.
–¡Ah, Dio! –dijo Atanasio y agregó–,
si yo nomás lo dije de broma.
–Pos su broma salió cierta. Un
sustote.
–¿Y lo vistes? –preguntaron los dos
casi al unísono.
–Sí, sí lo vi.
–Achis, mira, sí que eres calzonuda
–dijo admirado Atanasio.
–Pues casi casi nada más para
demostrárselo me dije “cómo de que no”, pero sí tenía mucho miedo. Un rato no
me pude ni mover. Nunca había sentido yo algo así.
–¿Y qué pasó? –preguntó la mujer.
–Déjala, Justina, no ves que la
interrumpes –dijo Atanasio, mencionando por fin otra vez el nombre de su esposa
y animó a Paloma–. Qué más, síguele.
–Pues es que yo sentía un peso en
los pies, pero quería moverlos y era peor. Luego puse las cruces y el peso
disminuyó, y fue cuando me animé a verlo. Pero estaba oscurísimo.
–¿Y lo viste? –preguntó Justina.
–Sí, con todo y la oscuridad, se
veía él todo blanco, con una túnica y un sombrero como de charro. Como que él
mismo traía luz.
–Mi tío Salvador. Sí. ¿Y luego?
–Pues se fue hacia donde estaba el
ropero.
–Pero si ahí ya escarbé.
–¿Ya ves?, eso quiere decir que no
hay nada. Qué dinero ni qué avalancha de monedas de oro ni nada.
–¿Seguro que se fue allí?
–Pues hacia allá se fue y se perdió.
Ya no vi nada luego.
–¿Y qué hicistes luego? –Quiso saber
Justina.
–Pues me levanté, prendí la luz, me
puse mi pantalón porque tenía frío, acomodé las cobijas bien, luego le apagué y
rápido que me acuesto y que me hago bola, todavía con susto.
–Pos cómo no. ¿Ya ves?, tú le
echaste la sal.
–Yo qué iba a saber –dijo Atanasio
de malas al saber que el aparecido se había ido a meter por donde el ropero.
–¿Y no será que esté en el ropero?
–Preguntó Paloma y añadió–. Se ve como que es antiguo.
–¡Ándale!, a lo mejor –dijo Atanasio
recobrando el ánimo y luego le preguntó a Justina–, ¿no era de tu tía Loreto
ese ropero, la hermana de Salvador? ¡En una de ésas, ahistá! Y yo escarbe y
escarbe. A lo mejor en el fondo tiene un cajón secreto o algo así. ¡Vamos a
ver!
–¡Pérate, pérate! No comas ansias.
Primero desayunamos como Dios manda. Acábense su té, antes que otra cosa y les
sirvo su huevito. A ver tú, muchacha, ayúdame.
Paloma mientras tanto se había
terminado el té y ya se sentía más animada, ya no sentía que le pesaba el
cuerpo y se levantó de inmediato. La señora le pasó los platos en los que había
servido huevo y frijoles refritos a un lado. Paloma los llevó a la mesa.
Justina puso un cesto con bolillos y pan dulce en la mesa y le pidió a Paloma
que llevara los jarros de café con leche. Luego se sentaron y empezaron a comer
los tres con mucho apetito.
–Mmm, está buenísimo, doña Justina.
–Gracias, muchacha, aquí mi viejo es
el que hace la longaniza que tiene el huevo, le pone piñones, y nada de
pellejos, pura carne y sin gordos. Lo vendemos también. Aunque sale caro a la
gente le gusta y sí lo compran.
–Pues cómo no, si está exquisito. A
mí que ni me gusta.
–¿No te gusta? Es que no habías
probado el mío.
–Sí, por eso se le digo. Muchas
gracias, ya me siento mejor, después del susto de ayer.
–¡Uy!, a ver si no te hace daño el
huevo. Pero el tecito también cura el espanto. Y te lo acabaste, ¿verdá? Ora
tómate tu cafecito con leche con tu pancito dulce y ¡como nueva!
Los tres terminaron de desayunar de
buen humor. Después Paloma ayudó a recoger la mesa. Luego fue al cuarto a guardar
sus cosas, y Atanasio detrás de ella para revisar el ropero. Justina le gritó
en ese momento:
–No vayas a trastear el ropero. Me
esperas. Y cuidadito y le haces algún raspón, que le tengo mucho aprecio.
¿Oístes?
–Sí, vieja, sí.
Atanasio esperó afuera a que Paloma
recogiera sus cosas. Ella no sabía si tender la cama o no, pues no pensaba
pasar otra noche allí y seguramente irían a cambiar las sábanas para otro
huésped, así que preguntó:
–¿Qué hago con la cama? ¿La tiendo?
–Orita que venga mi señora le
preguntas. Ahí deja. Ya salte, que quiero ver el ropero y ni modo que entre
mientras estás ahi.
–Óyeme –dijo Justina mientras se
acercaba secándose las manos con el delantal que traía puesto–, qué modos son
esos. Te esperas a que Paloma haga las cosas a su paso –y luego le pidió a
Paloma–. A ver, tú que estás muchacha, ayúdame con las sábanas, digo, a
quitarlas, si me haces favor y no es mucho abuso.
–Cómo cree, doña Justina,
precisamente le preguntaba a don Atanasio que qué hacía, si tendía la cama o
qué.
–¿Te vas a quedar otra vez? Porque
si es así, las dejamos.
–No, muchas gracias, tengo que
seguirle.
–Ah, bueno, pus entonces quítalas y
orita saco unas limpias del ropero. Y entre las dos la tendemos. Me da gusto
que hayas venido y nos acompañes tantito.
–¿Y luego ya puedo verlo? –Preguntó con
ansiedad el esposo.
–Sí. Me ayudas a sacar todo y vemos
todos –luego le preguntó a Paloma–. ¿Te quedas pa ver?
–Sí, para ver si eso de los espantos
es cierto.
–¡Claro que es cierto, chamaca!
–Dijo enfático Atanasio y hasta un poco molesto y siguió–. Mira nomás, después
de lo que te pasó anoche y todavía no crees. O será que nos echaste mentiras…
–¡No!, cómo cree –dijo Paloma,
mientras tendía la cama junto con Justina–. Yo no echo mentiras, para qué había
de hacerlo. Lo que digo es que a ver si es cierto que cuando hay un aparecido
hay dinero. Yo no creo que nada más se aparezcan por dinero. A veces, dicen, es
porque dejaron un pendiente, o porque no los dejan ir de tanto que les lloran y
no pueden descansar.
–Pos sabe, pero orita vemos –dijo
Atanasio frotándose las manos para demostrar su entusiasmo.
–Ya, pues, entra y que sea lo que
Dios quiera –le dijo Justina.
Entró Atanasio y mientras Paloma
observaba desde una esquina de la pieza abrieron las tres puertas del ropero. Los
esposos fueron sacando lo que había dentro: algunos vestidos ya bastante
pasados de moda, unas chamarras, cobijas, sábanas, manteles, toallas. Una caja
con fotografías de la familia con las que se entretuvieron un buen rato y que
Paloma vio también con interés. Finalmente, terminaron de vaciar el mueble
poniendo todo su contenido en la cama.
–Mira nomás. Cuánto trique. La lata
va a ser guardar todo otra vez.
–Ay, vieja, nomás ganas de quejarte.
Va a ser más rápido. Orita porque ahistamos viendo todo y acordándonos, pero ya
pa guardar, en tres patadas. A ver, dejen ver con cuidado. Voy a tantear a ver
si se oye algún fondo hueco.
Atanasio fue dando golpecitos en el
fondo y en los lados del ropero. Los tres estaban callados para poder darse
cuenta si sonaba diferente. Pero no hubo nada. Y muy decepcionado dijo:
–Pues nada. ¿Y si lo desbarato?
–¡Ni lo mande Dios! Si es una joya,
era de mi tía. Y además, onde vamos a meter este triquerío. No, no, no. A ver,
no hay nada, pos se acabó, guardamos todo y listo.
–¿Y en las puertas? –Preguntó Paloma.
–Ya ni le des ideas. Que no hay
nada, que no hay dinero, que hay que conformarse y sanseacabó.
–Déjame ver, vieja, pos de todos
modos ya está todo patas arriba, pos siquiera reviso bien. Arriba no le tantié,
además. Calma y nos amanecemos.
Atanasio revisó las puertas y
pareció no notar nada extraño. Luego arrimó una silla junto al ropero y aunque
era bastante alto, prefirió subirse para hacerlo con más apoyo y revisar no
sólo por dentro, sino también por arriba. De repente gritó:
–¡Épale!
–¿Qué? –Preguntaron las dos mujeres.
–Aquí arriba se oye un hueco. Aquí
cerquita del copete de enfrente y se le ven como unos goznes chiquititos. Pero
hay que desclavarle lo de mero encima. Tú dirás, vieja.
–¿Tas seguro? O nomás son tus
ansias. Porque si no, nada más lo vas a echar a perder.
–No, pos lo hago con cuidadito y
luego te lo compongo otra vez. Ya tengo experiencia en esto de desbaratar y
componer. ¿O dirás que no?
–Pos ándale pues, de todos modos vas
a andar muele y muele hasta que lo hagas. Y ya que estamos en estas andanzas,
pos de una vez.
Atanasio sonrió muy satisfecho, se
bajó de la silla y se frotó las manos.
–Nomás deja traer la herramienta –y
salió.
–Ay, chamaca, mira nomás, quién
hubiera dicho todo lo que iba a traer tu visita.
–Qué pena, doña Justina.
–No, si me parece bien. Ya mi viejo
andaba siempre agüitado. Hace mucho que no le entraba el entusiasmo por nada.
Me da gusto verlo así. Esperemos que no se decepcione. Que es lo más seguro.
Pero al menos un rato estará contento.
Oyeron los pasos de Atanasio y
guardaron silencio. Él entró con una caja metálica en la mano, la puso sobre la
cama, en un hueco que quedaba, y la abrió para elegir las herramientas
adecuadas. Así sacó un martillo de tapicero, varios formones de diferente
grosor, un desarmador, una espátula y una cuña. Cerró la caja y encima de ésta
puso los instrumentos que había seleccionado. Se subió a la silla y le pidió a
Justina que le llevara un trapo para primero limpiar, pues estaba lleno de
polvo y no veía bien las junturas de la madera ni dónde había clavos. Justina
salió y regresó enseguida con el trapo en la mano: un calzón viejo de Atanasio,
y se lo dio.
–Ay, vieja, ya ni la amuelas,
hubieras traído otro. Me pones en mal aquí con la muchacha.
–Paloma, ya dile por su nombre que
ya nos conocemos. Y qué va a decir, pos si ya es trapo. Malo que fuera el que
te pones y estuviera sucio, además.
–Bueno, ya quité el polvo, tenlo. Ora veme pasando lo que
te pida. A ver, primero el martillo y el desarmador.
Atanasio, con el desarmador y el martillo, fue sacando un
poco la cabeza de cada clavo de toda la parte de arriba del ropero, con cuidado
para no maltratarlo. Luego le pidió las pinzas.
–Aquí no hay pinzas –dijo Justina–, no las sacastes. ¿Están
adentro? A ver, detenme esto, Paloma, pa buscar las dichosas pinzas.
Justina las sacó de la caja y se las dio a Atanasio que fue
sacando cada clavo con mucha paciencia, lo cual le tomaba cierto tiempo, por lo
que Justina decidió irse a sus quehaceres luego de explicarse:
–No. Te tardas mucho, yo mejor me voy por mi mandado y
luego vengo. Al rato va a hacer un solazo y ni quien salga. Ahí que te ayude
Paloma. ¿Puedes, muchacha? ¿No se te hace tarde?
–Sí, yo le ayudo. Total, si se me hace tarde, pues me quedo
otra noche. Pero ¿qué tan lejos está Tequisquiapan? Si no está lejos, me puedo
ir cuando acabe.
–Está cerquita –dijo Atanasio, que seguía con los clavos.
–Bueno, pos ahí se quedan. Ya me dirán si algo hubo cuando
regrese. Voy a dejar la olla con los frijoles. Cuando la oigas silbar le pones
su válvula y si no he llegado, cuando chille le bajas y te fijas qué horas son.
Ahí te encargo.
Justina salió. Primero a la cocina y luego a la calle.
Atanasio y Paloma se quedaron en “la operación” como ya había empezado a
llamarle Atanasio a aquella tarea de desarmar la parte de arriba del ropero.
–Qué madral de clavos, mira nada más. Con razón ni se ha
aflojado nada con todo y tanto año que tiene. A ver, te los paso, pero búscales
un lugar seguro. No quiero que se pierdan y luego me falten. No, mejor vete por
un jarro de la cocina y ahí los echamos.
Paloma obedeció justo cuando la olla empezó a echar vapor,
le puso la válvula y decidió bajarle de una vez; regresó enseguida con el
jarro. Se lo dio a Atanasio y éste vació allí los clavos que ya había sacado y continuó
con su tarea. Mientras siguieron platicando.
–¿Y a qué vas a Tequisquiapan?
–Ah, pus a conocer. Dicen que hay un balneario. Nunca he
ido.
–Sí, es de aguas termales, muy medicinales. Nosotros vamos a
veces, cuando ya no aguantamos las riumas, pero además, si hay con qué, porque
todo cuesta. ¿Y tú de onde trais dinero?
–Ah, pues estuve ahorrando un tiempo, y luego voy a vender
la bici y le voy a seguir en tren. Y ya después, voy a trabajar cuando ya no
tenga nada.
–Ah, qué Paloma. A ver si no te dan un susto. Pero ya vi
que sí eres calzonuda.
–No, pues sí, pero tampoco voy a andar buscándole tres pies
al gato. No soy tan atolondrada. Tomo mis precauciones. Eso es lo que quiero
que mi familia entienda.
–Ah, por eso te fuiste.
–En parte. Pero principalmente porque tenía ganas de
conocer lugares que de otro modo jamás vería si nada más salgo con mis papás. A
ellos no les gusta pasar incomodidades.
–¿Pos a quién?
–A mí. Es más interesante, divertido. Se aprende más, digo
yo, porque al enfrentar dificultades, uno aprende a resolver cualquier problema
y no se vuelve miedoso. ¿O no?
–Pos ha de ser. A ver, pásame el formón más delgado. Y te
paso los clavos, ya acabé con esta parte. Ahora viene lo bueno, pa no maltratar
el mueble éste. Si no, mi vieja se va enojar. Y luego no me habla. ¿Y sabes tú
lo que es estar viviendo con alguien mañana, tarde y noche y que no te dirija
ni una palabra? Es muy feo.
–¿Cuál es el formón? ¿Esta lámina?
–No, ésa es una cuña. Los formones son esos que tienen
mango de madera, que parecen desarmadores pero tienen filo y son planos de un
lado. Saqué dos, uno más delgado que otro. Pásame el más delgado.
–Ah, sí, ya vi cuál es.
Con cuidado, Atanasio metió el formón debajo de la tapa del
ropero y con el martillo le dio unos golpes leves para tratar de insertarlo debajo
y levantarla.
–Estos los pegaban con cola, así que a ver cómo me va –dijo
Atanasio y siguió trabajando con precaución para dañar la madera lo menos
posible.
–Ya entró el canijo. Ora con cuidadito, le despego un poco
más pa meterle la cuña o la espátula… Listo. A ver, pásame la cuña. Esa ya
sabes cuál es.
Paloma obedeció. Casi no conocía nada de herramientas más
que el martillo, las pinzas, el desarmador y la llave Steelson, así que estaba
contenta de haber conocido aquellas otras y su uso. A lo mejor eso le serviría
cuando tuviera que buscar trabajo.
–A ver, échame la espátula, porque no puedo apalancarme con
la cuña. Toma todo lo demás, ya ponlo adentro de la caja.
Paloma le pasó lo único que quedaba junto al otro formón y
en ese momento supo que era la espátula. Atanasio siguió con su tarea. Ya había
empezado a sudar. Se detuvo un momento, sacó un paliacate de la bolsa de atrás
del pantalón para secarse la cara y continuó. La tapa empezaba a ceder, muy
lentamente, hasta que al fin se despegó por completo.
–Ora, a ver aquí en el copete.
–Yo pensé que con eso ya íbamos a saber. ¡Ay, la olla! –Dijo
Paloma cuando escuchó el ruido, y preguntó–. ¿Qué horas serán?, para tomarle el
tiempo.
–No, donde oí hueco fue en el copete, pero para poder ver,
tuve que quitar la tapa, porque parece que es debajito del nivel de donde
estaba, porque aquí en el dichoso copete se le ve como una bisagra, muy
apenitas. Oritita vemos –dijo muy emocionado Atanasio, y añadió–. Pa saber la
hora tienes que ir a la cocina, nomás allí hay reloj.
Paloma se fue a la cocina. Mientras, el hombre buscó debajo
del copete, es decir, en la parte central del ropero que formaba una especie de
cresta, y terminaba con un remate labrado. En la parte del frente del ropero, pero
por atrás y a todo lo largo había una ranura para insertar la tapa, que se
apoyaba sobre los tres lados restantes, que eran los que estaban pegados y
clavados. Detrás del copete y justo debajo de la ranura, había una especie de
manija minúscula. Atanasio gritó de la emoción, justo cuando se oyó la puerta
de la calle anunciando el regreso de Justina.
–¡Vieja! Córrele.
–Qué, ¿ya hallastes algo? ¿Y mis frijoles?
–Pos estoy a punto de abrir una puertita que tiene aquí
arriba. Ven paque véamos juntos. No, pero espérense, déjenme bajar tantito y
echarme un vaso de agua. Tráeme un vaso de agua, Paloma, por vida tuya. Ya me
marié de la emoción. Capaz que me da un infarto y aquí quedo.
–Cómo cree, don Atanasio. Siéntese tantito. Nada más es la
emoción. Orita le traigo el agua –dijo Paloma y salió enseguida para la cocina
al tiempo que le decía a Justina–; ya les bajé y les tomé el tiempo, apenas
llevan cinco minutos.
–Ay, viejo, estás blanco, blanco. A ver, siéntate y
serénate. Jala más aire, hasta adentro, así.
–Aquí está el agua.
–A ver, dale un traguito, no te la empines de un jalón.
Poco a poquito vele dando sus tragos.
–¿Ya se siente mejor, don Atanasio?
–Sí, parece que ya me volvió el alma al cuerpo.
–Ya tienes color otra vez. Mejor ya deja eso. ¿Qué hago yo
viuda?
–No exageres, vieja, nomás fue la emoción. Y en todo caso,
pues me entierras y ya.
–No juegues con eso.
–Bueno, ya se me pasó. Ya vamos a ver de una vez qué hay
allí –dijo Atanasio al tiempo que le dio el vaso a Paloma y volvió a subirse a
la silla.
–No seas atrabancado, ten cuidado.
Ya arriba, Atanasio volvió con la palanquita aquella. La
jaló, primero con cuidado, pero no cedía y tuvo que emplear mayor fuerza y
hacer varios intentos, hasta que por fin sintió que se había aflojado.
–La tercera era la vencida –dijo.
Abrió aquella tapa y la levantó hasta arriba. Las dos
mujeres miraron sorprendidas, pues en realidad seguían escépticas respecto de
que pudiera haber algo escondido en aquel mueble. Luego, Atanasio se asomó y se
dio cuenta de que había algo que le pareció una tira de piel.
–¡Válgame!
–¡Qué! –Dijeron Paloma y Justina al mismo tiempo.
–Pos no sé, pero hay algo, como una cosa de cuero.
–Pos sácala –dijo Justina.
–Pos eso estoy tratando, pero no se deja.
Lo que había dentro era una tira de cuero, aparentemente un
cinturón, a juzgar por el grosor que tanteaba Atanasio. Según él, era del largo
del frente del ropero y estaba a todo lo largo del copete. El hombre por fin
pudo introducir los dedos detrás para poder jalarlo y lo hizo poco a poco, hasta
que fue saliendo. A Atanasio le pareció que era un cinturón de cuero, de los
que se usan para guardar dinero en previsión de un robo.
–Ya salió el canijo. No quería. A ver, vieja, velo
recibiendo, porque está relargo, ¡y pesado!, eso es buena señal.
Justina hizo lo que le pedía su esposo y dijo.
–Como que suena. Y sí está pesado.
–Pa mí que adentro tiene monedas –dijo Atanasio.
–Pos ya veremos.
Finalmente quedó aquella tira sobre la cama, encima de
todos los objetos que habían quedado allí. Atanasio se bajó de la silla y
tanteó el peso del cinturón, o de lo que parecía un cinturón, porque estaba
demasiado largo para serlo.
–No creo que nadie lo usara, tendría que ser un gordotote
–dijo con razón Justina.
–Sí, nomás tiene la pinta, porque hasta hebilla tiene. A
ver –dijo Atanasio tomando uno de los extremos en el que, efectivamente, había
una hebilla y agregó–, parece que se abre por aquí. Yo nunca he tenido uno de
éstos, pos pa qué, pero sí los he visto. Ora los modernos tiene un cierre, pero
entonces no había, así que por algún lado tiene que abrirse –señaló al momento
de sacudir aquella especie de cinturón y siguió–. Sí, vieja, algo le suena, se
oye como metal, pero se oye muy bonito. ¿Será oro?, ¿monedas?, ¿plata?
–Ay, hombre, ya acaba, que nos tienes aquí nomás de mensas.
–Sí, don Atanasio, ¿no ve que ya queremos saber?
–Pos es que estoy nervioso. Y ustedes me ponen más con sus
ansias. Pero oigan –y sacudió el cinturón.
–¡Sí se oye! –Dijo Paloma.
–¡Ya ábrelo de una buena vez, Atanasio!
–Pos eso quiero. A ver, calma. Dejen sentarme en la silla,
ya me anda dando el vahído otra vez.
–¿No te digo? Tanto año a busque y busque. Y ora que ya
tienes ahí algo, no puedes acabar pa saber qué tiene. Capaz que es puro plomo.
–El plomo no suena así.
–¡Pos entonces ya acaba! Ora yo voy a ser la que se va a
desmayar, pero del coraje. ¡Ábrelo de una buena vez!
Atanasio desprendió un broche que sostenía la punta del
cinturón, que al mismo tiempo pasaba antes por la hebilla. Al hacerlo, pudo
sacar ésta, estirar la punta y ahuecar el cinturón. Luego, lo volteó para
tratar de vaciar el contenido y lo sacudió. Cayó una moneda dorada. ¡Parecía
oro!
–¡Es de oro, dijo Atanasio!
–Ay, viejo, ora sí se te hizo.
–Pos gracias aquí a Palomita.
Paloma se sintió muy orgullosa, e igual de emocionada que
los dos viejos, expectante por ver qué tanto había dentro de aquél cinturón.
Después de todo, le había costado un buen susto, de modo que estaba muy
interesada en que don Atanasio acabara de vaciar el contenido. En ese momento
recordó:
–Los frijoles. ¡Ya ha de ser hora! ¡Qué rápido se nos pasó
una hora! –Y corrió hacia la cocina, apagó la olla y regresó de inmediato. No
quería perderse ni un detalle.
El hombre se puso de pie y sacudió varias veces el
cinturón. Una a una fueron cayendo varias monedas de oro y plata. O al menos
eso parecían. Siguió sacudiendo, pero ya no salían más. Luego palpó el cinturón
a todo lo largo para verificar si ya no quedaba ninguna otra. Había quedado
vacío. Mientras tanto, Paloma y Justina empezaron a recoger las monedas y a
ponerlas en la cama. Atanasio acabó de ayudarles y las empezó a revisar. Sí,
estaba seguro, eran de oro y de plata. Cincuenta en total. Cuarenta de oro y
diez de plata.
–¿No habrá más? A ver, voy a asomarme –dijo Atanasio y
volvió a treparse a la silla para hurgar en el hueco del ropero y luego añadió
con decepción–. No, no hay más.
–Ya aplácate, Atanasio. Luego, luego la ambición. ¿Qué más
quieres? Con esto podemos vivir bien los años que nos queden. ¿Qué necesitamos?
Ropa, tenemos. Y en todo caso, nos hará falta muy poca. Casa, tenemos. ¿Comprar
cosas que al final son un estorbo y hay que andar limpiando? No, pa qué.
Necesitamos comida y sustento y eso va a ser suficiente.
–Pa ir a las aguas termales, vieja.
–Eso sí, pa que veas. Pero qué más. Tenemos gallinas, haces
tu longaniza. Ni modo de no hacer nada, nos aburrimos. Este dinero será pa no
andar con el Jesús en la boca.
–Pa ponerle su pollito a los tamales, pa comprar un
aguardiente más fino. ¿Qué tal un negocio?
–Pos si ya tenemos uno, la posada, además de tu longaniza.
O me dirás que no te gusta hacerla. ¿Pa qué más? ¿Pa volvernos ricos y
presumidos? ¿Pa andar cuidando que no nos roben? Además, pa lo que nos queda de
vida, mejor estar sin esos pendientes. Yo pienso así.
–Sí, don Atanasio. Yo creo que doña Justina tiene razón.
Que el dinero sirva para que vivan tranquilos y sigan disfrutando con lo que
hacen.
–Pos sí. Pero eso sí, yo las aguas no las perdono.
Paloma recogió su mochila y revisó a ver si ya había echado
todo. Y se acordó de su peine que había dejado en el baño.
–Voy por mi peine al baño, y aprovecho la ida. Ya me voy.
Mientras Paloma estuvo fuera, Justina le dijo a Atanasio
que lo justo era darle unas monedas a quien les había servido de intermediaria.
Atanasio estuvo de acuerdo y cogió tres monedas de oro y una de plata. Cuando
Paloma regresó del baño le dijo:
–Mira, Paloma, aquí tienes. Muchas gracias –y alargó la
mano con las monedas.
–¿Para mí? No, cómo cree. Si es suyo, ustedes son los que
deben disfrutarlo. Si lo han buscado tantos años.
–Acepta, muchacha, no nos desprecies.
–No es eso, doña Justina, es que no me parece justo.
–Si te las ofrecemos es porque nosotros sí lo consideramos
así. Acepta –insistió Justina.
–Pero es que… me da pena. Si yo nomás iba de paso.
–Pero sin ti no lo hubiéramos encontrado. ¿Cuánta gente
crees que se ha quedado en este cuarto y no ha pasado nada en años? ¿Y no éste
ya quería escarbar en la sala? No, muchacha, así debe ser.
–Bueno, está bien. Pero nada más una. Yo tampoco quiero que
me vayan a querer robar y estar nada más pensando en cuidar las monedas. Ya la usaré
cuando me vea en un apuro. Y muchas gracias. Y ahora sí ya me voy, que si no se
me hace tarde y quiero ir a Tequisquiapan.
–Sí, ya sabemos que vas a conocer los baños –dijo Atanasio
y agregó emocionado–. Me dio mucho gusto conocerte y gracias por tu ayuda.
Nunca fue mi intención que pasaras ese susto, pero gracias.
–No hay de qué don Atanasio. Como aventura, fue enorme.
Nadie me va a creer, pero por eso voy a guardar la moneda.
–Pos entonces llévate dos: una pa un apuro y la otra pa que
te crean, una de oro y una de plata.
Paloma sonrió y aceptó. Finalmente volvió a despedirse de
los viejos a quienes dio un abrazo y un beso y les dijo:
–Bueno, pues ahora tienen el otro trabajo: componer el
ropero y guardar todo.
Salió de la pieza muy emocionada y se le salió una lágrima
mientras iba por su bicicleta a la que tomó del manubrio y rodándola se dirigió
a la puerta.
–Yo cierro –gritó y dejó aquella casa sintiendo muchas
emociones.
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¡Qué susto, Paloma! |