Capítulo 4 De visita
Paloma encadenó la bicicleta a una banca del
parque, que quedaba justo enfrente de la puerta del atrio. Desconfiaba un poco,
pero su bicicleta era de un modelo bastante antiguo –y poco cuidado– y no llamaba
en nada la atención. Además, a esa hora no pensó que se la pudieran robar, así
que dejó de desconfiar y se dirigió al iglesia, aunque volteó varias veces para
cerciorarse de que estaba bien acomodada y que no la fuera a encontrar ladeada.
Ya
en el atrio, se quedó observando los árboles, luego fue hacia la otra iglesia,
la más grande y que estaba a la derecha, y se quedó contemplado un rato largo
la fachada que tenía tantas figuras, había un letrero enfrente donde decía cómo
se llamaba: San Francisco Javier, y decía el nombre de los santos que estaban
allí, eran tantos; también otras figuras de angelitos, unos más grandes que
otros y unos parecía que soplaban, todo de piedra. Nunca había puesto esa misma
atención en otros lugares cuando iba con sus papás de viaje, ni le había
interesado mucho conocer sitios históricos ni museos. Le daba flojera. Pero
ahora que andaba sola le había entrado la curiosidad y las ganas de ver.
La puerta estaba cerrada, dio la
vuelta por el lado derecho, donde había otra puerta también con figuras, pero no
tantas como la primera. También estaba cerrada. Pensó que tal vez por la hora
no la abrirían, así que volvió al atrio y allí preguntó en un puesto de afuera
a qué hora abrían la iglesia. La mujer del puesto le dijo que no se entraba por
el frente, que si quería oír misa era en la otra iglesia, la más chica, pero
que si quería ver los retablos era en la grande, pero se entraba por un lado.
Paloma fue entonces por la puerta
lateral y allí había una taquilla. Preguntó que si había descuento a
estudiantes y le dijeron que con su credencial podía entrar gratis. Lo bueno es
que la había echado también en la mochila, por si las moscas. Como no era la
puerta principal, había algunos pasillos y cuartos con piezas de museo.
Entonces se dio cuenta de que aunque había decidido no visitar el museo, ya
estaba allí, y aceptó de buena gana recorrerlo. De pronto, en una de las tantas
vueltas de lo que le parecía un laberinto fue a dar a la iglesia que quería
visitar. Hacía frío allí adentro. Ya no daban misas allí, así que no había
bancas ni olor a incienso ni flores. Había muchas sillas y donde era el altar
principal había un piano de cola. Supuso que ahora daban conciertos o algo así.
Pero ahí estaban los retablos, el
del altar principal y otros más alrededor. Todos llenos de figuras, como la
fachada de piedra, pero las de adentro estaban pintadas, todo lo que no fueran
figuras de santos o angelitos o angelotes estaba dorado. Lo demás sí tenía
colores, los ángeles estaban gordos, rechonchos y chapeados, y sólo algunos
tenían alas. Paloma se quedó sorprendida y maravillada. “¡Cuánto trabajo!”, exclamó
atónita. “¡Los angelitos, los santos, las vírgenes, el cristo, las columnas!”
Así pasó un buen rato en aquella contemplación, hasta que sintió que el cuello
le dolía y que ya había visto bastante.
–Lo dicho, qué escuela ni qué nada.
Ya luego averiguaré de cuándo es esto. Pero ya me voy.
Recorrió otras partes del museo, y
llegó a una sala donde había varios cristos, vírgenes y niños dios hechos de
marfil. Todos tenían los ojos rasgados como orientales. Eso la sorprendió. En
otra sala vio retratos pintados de monjas, y la descripción de cómo vivían en
aquel convento; una cocina antigua y un mirador amplísimo que mostraba una ancha
y hermosa vista de toda la región. Contrastaba el calor de afuera con el frío
del museo. También desde arriba se veía la huerta, enorme, y unos arcos de
piedra que formaban un acueducto.
Salió de la iglesia y sintió el
golpe de calor de afuera. Luego fue a recoger su bicicleta y se volvió a
encontrar a la señora.
–¡Niña!, ¿todavía andas aquí?
–Sí, fui a visitar la iglesia.
Sistá rebonita.
–¿Qué no me creíste?, ay, chamaca,
qué desconfiada.
–No, sí le creí –dijo Paloma
apenada– más bien es que no me la había imaginado así cuando me la platicó.
–¿Ya te vas?
–Sí, señora.
–¿No quieres echarte un taco en la
casa? Ándale.
–No, señora.
–Cómo no, ya es hora de comer. ¿Me
vas a despreciar? Sí, de seguro porque soy pobre.
–Cómo cree, señora, es que me da
pena.
–Qué pena ni qué nada. Ándale,
tráite tu bicicleta. Pero apúrale, porque ya es tarde. Tuve que volver a salir,
porque se me acabó la manteca y fui a traila al mercado allí enfrente. ¡Ándale,
muchacha, no seas pazguata!
–Sí, ya voy, no me carreree, que me
atolondro. No se crea. Muchas gracias, ahorita me apuro. Ahí voy, ahí voy.
–Pues ándale, criatura, que se nos
hace tarde. Ya están por llegar los chiquillos de la escuela y con un hambre… ¡Córrele!
Y se fueron las dos, Paloma con la
bicicleta rodando para ir al paso de la señora, que caminaba bastante rápido. Aunque
pensó que a lo mejor le seguiría mejor el paso en la bici, pero se aguantó las
ganas y caminó a su ritmo. Unas calles más adelante llegaron a una casa
modesta. La señora jaló un cordón que salía por un agujero de una maltrecha
puerta de lámina y abrió. Había un pasillo angosto que desembocaba en un patio
grande lleno de macetas con muchas flores, algunas jaulas de pájaros, dos
lavaderos junto a una pila de agua muy grande, varios tendederos con ropa
colgando de ellos y varias viviendas.
–Ahí puedes dejar la bicicleta, no
le pasa nada. Bueno, a lo mejor los chamacos la cogen, pero no creo, luego
verán que es de alguien que no es de aquí y no se van a animar. Ándale.
¡Apúrate, muchacha, qué calmuda!
–Sí, señora sí –dijo Paloma,
pensando que la señora era hiperactiva o, cuando menos, muy nerviosa.
–Pásale, ahí deja tu mochila.
Entraron a la casa y había un
sillón verde con carpetas tejidas a gancho en los respaldos y en los brazos.
Había también una cama en un rincón, con una colcha de retazos y unos almohadones
con dos palomas bordadas besándose en el pico. En la pared había un retrato de
una muchacha con un vestido de 15 años, otro de una pareja de personas ya
grandes, probablemente los abuelos, y otra de una pareja en su boda, los tres
estaban tenuemente iluminados. También había un corazón de unicel que decía
“Mis quince”, y una vitrina chica con algunos platos y vasos dentro, y también
con muchos recuerdos de boda, quince años, bautizos y presentaciones. Junto
había un hueco con una cortina. La señora pasó por allí y le hizo seña de que
la siguiera. Era la cocina, donde había una mesa y varias sillas, medio rotas
unas del tapiz de flores que algún día habían tenido, medio cojas otras,
ninguna intacta, una estufa y junto una mesa pequeña; a un lado, una alacena de
madera donde había platos, vasos, cazuelas, ollas y botes con cubiertos y otros
utensilios de cocina.
–Siéntate, ahoritita te sirvo agua.
Es de chía. ¿Te gusta?
–No la he probado –dijo Paloma
pensando que de seguro sabría horrible, sólo había oído de esa agua en un poema
que habían declamado en la escuela y se había tenido que aprender de memoria, y
cuando su mamá empezaba a hablar de cuando era chica, así que muchas ganas no
tenía de probarla, pero no se atrevió a decir que no. Tenía calor, tenía sed y
le daba pena.
–¡Uy, pues qué zonza eres, niña,
orita vas a ver –dijo mientras removía con un cucharón el agua de un vitrolero
y llenaba con el agua de chía un vaso que había sido de veladora, y continuó–.
Allá en mi tierra la bebemos muncho. Como hace harto calor… Y es muy medicinal
–terminó, y le dio el vaso a Paloma, quien lo miró con desconfianza; la señora
lo notó y le dijo en tono un tanto molesto–, ¿otra vez no me crees?, ah, que
muchacha ésta. Que está buena, que te la tomes.
–Sí, señora, gracias –Paloma se
acercó el vaso a los labios con cierto recelo al ver las semillas flotando en
el agua, y le olió a limón. Dejó de pensar y le dio le primer trago–Mmmm,
¡buenísima! Nunca se me hubiera ocurrido que sabría tan bueno.
–¿Ya ves? Pero no has de creerle a
uno. Debes tener más confianza en la gente.
–Sí, señora, disculpe. Está
sabrosísima, ya hasta me la acabé. ¿Me da otro poquito? Digo, si se puede.
–Ay, criatura, allí está otra vez
la desconfianza. Claro que se puede. Y ya deja de ser así, que me da muncho
coraje –le dijo mientras le servía el segundo vaso.
Para limar un poco asperezas,
Paloma le preguntó por sus hijos:
–¿Y a qué hora llegan sus hijos?,
¿cuántos son?
–Son cuatro, niña: la mayor, mi
Carmelita, que es la que los pasa a recoger cuando sale de la prepa –dijo con
mucho orgullo–; luego sigue Alberto, que está en sesto, luego Jonatan, en
cuarto, y la chiquita, Fany, que está en segundo.
Paloma se preguntó por qué les
habría puesto aquellos nombres a sus hijos más chicos, habiendo tantos más
tradicionales y bonitos, pero por supuesto se guardó su opinión.
–Ah, su hija está en la prepa.
–Ay, sí, es reestudiosa, ¿vieras,
niña? Por ahí un chamaco le andaba hablando, y ya tenía miedo de que se me
fuera a largar con él, pero además es muy juiciosa. No como yo, que soy toda
alocada. Yo me fui a los trece años con mi marido. ¿Crees? Y al poquito nació la Carmelita. Ya ni
estudié ni nada, y pues he batallado, no creas, pero eso sí, a todo le hago:
que vendo los tamales, las gordas, hago pasteles para fiestas, bordo, tejo de
encargo; eso sí, lavar y planchar ajeno, nunca. Eso de lavar la ropa de otras
gentes que ni conozco, no, me da asquillo, ¿vieras? Prefiero yo hacer otras
cosas; hasta el quehacer. A veces cuando ando con mucho apuro de dinero hago quehacer
con alguna señora rica, o veces me mandan llamar cuando van a tener una fiesta,
para que les ayude en la cocina o les prepare todo. Sé guisar comida así muy
elegante, en el Seguro me enseñaron, y pan también.
Paloma se sorprendió de todo lo que
sabía y hacía aquella mujer para ganar dinero suficiente y criar a sus hijos, y
pensó que ella haría algo semejante ahora que andaba con afán de aventura. Pensó
también que si la hija tenía más de quince años y ella se había ido a los
trece, en realidad era bastante joven, veintiocho o veintinueve años.
–¿Y se casó entonces, cuando tenía
trece años? Oiga, ¿cómo se llama? Ni me ha dicho su nombre ni yo el mío. Yo soy
Paloma Herrera.
–¿Herrera nomás? ¿Y tu mamá onde la
dejas?
–Paloma Herrera López.
–Ah, así sí, pus ésta, mira nada
más, haciendo a un lado a tu mamá, Tanto trabajo que da tener a los chamacos y
que la dejen a uno fuera así como así. Yo siempre les digo a mis hijos: cuando
digan su nombre, acuérdense de quién les hace de comer, les lava, les plancha,
les limpia la casa, los chiquea y les da sus gustos. Yo soy Dorotea González
Martínez, para servirte, muchacha. Pero me dicen Dora. Me pusieron así por
Pancho Villa, quesque se llamaba Doroteo, decía mi papá.
–Sí, eso dicen los libros.
–Sí, pus es que mi papá anduvo en la Revolución. Bueno ,
medio, porque él estaba chiquillo entonces, pero se acuerda muncho de aquellos
tiempos. Se acordaba, ya tiene tiempo que murió. Bien chiquillo y ahi andaba.
Por eso me puso ese nombre. Nomás fui yo sola. Si hubiera tenido hermanos, a
alguno le hubiera puesto así. Pero después de varias criaturas que tuvieron y
que se murieron, namás quedé yo. Por eso.
–Y se casó chica, entonces. ¿Pero
la foto que está en la sala es de usted?
Dorotea se rio de buena gana y
contestó:
–Claro que soy yo, pero cuando me
juí con mi viejo no nos casamos, eso ya fue muuuncho después de que nacieron
mis hijos, antes de venirnos pacá. Vivíamos allá en Zacatecas. Pero como mi
viejo trabajaba en los ferrocarriles, lo mandaron para acá y pus antes de venirnos
nos casamos. Ya aquí vamos para… ya para cinco años. Mi Fany taba chiquilla,
mirruñita así, de un año.
En ese momento se oyeron voces en el
patio, risas y gritos.
–Yo gané.
–No, yo.
–Carmela, mira a Alberto. ¿Verdá
que yo gané? Así que a mi me toca el bolillo que haya.
–No, le toca al que llegue y lo
gane.
Eran los hijos de Dorotea.
–¡Jesús, María y José, mira nada
más, por estar plática y plática, ni he acabado y ahí vienen ya, de seguro con
una hambre…
Entraron corriendo todos. Se oyó
que soltaron cada uno la mochila en el suelo y siguieron a la cocina, directo a
buscar una bolsa de pan que estaba en la alacena, y se disputaban dos bolillos.
Uno lo había ganado el más grande de los niños y otro lo peleaban otro niño y
una niña más chica.
–Dámelo, yo lo gané.
–No es cierto, yo lo agarré
primero.
–¡Mamá!
–¡A ver, traigan acá! Ya les he
dicho que tiene que ser compartidos, y que si hay un pan, lo partimos en cuatro.
¡Se callan! Yo los parto y los reparto. Dame acá, Alberto.
Rápidamente cogió los dos bolillos
y los partió para que quedaran cuatro partes iguales.
–Ya esténse. Ahistá un cacho
pacaduno. Y ya se callan. ¿Qué no ven que hay visita?
Cada uno tomó su parte de bolillo y
fue a la cazuela de los frijoles para rellenarla. Estaban hirviendo; luego se
fueron a la mesa con su medio pan humeante, tratando de darle la primera
mordida sin conseguirlo, soplándole para poder comérsela.
–Ay, chiquillos, siempre lo mismo.
A ver, los voy a presentar. Miren, esta muchacha se llama Paloma. ¿Cómo se
dice? Entran como burro sin mecate, válgame Dios.
–Buenas tardes –dijeron,
encimándose las voces.
–Buenas tardes –contestó Paloma
sonriendo; le habían causado buena impresión los cuatro, se veían simpáticos,
latosos, pero agradables.
Y se quedaron callados, disfrutando
con tanto gusto su mitad de bolillo con frijoles que a Paloma se le hizo agua
la boca. Pero ya no había más, según concluyó por lo que había visto.
–¡Ni siquiera se lavaron las
manos!, ¿no les digo? ¡Miren nada más, negras están! Dejen eso y vayan a lavarse
primero.
Los cuatro, ya habiendo saciado un
poco el hambre, dejaron lo que les quedaba de bolillo en la mesa y se fueron a
lavar. Dorotea, mientras tanto, sonrió y le dijo a Paloma:
–Eso es cada día. Ay, estos
chamacos. Orita comemos. Ya vi que se te antojaron sus bolillos. No te apures, enseguidita
yastá.
–Es que se los estaban comiendo con
tanto gusto…
–El hambre es canija, niña. Por eso
dicen que es el mejor sazonador. Ya ves, hasta la Carmelita , tan grandota,
igual que los chiquillos. Y es que llegan bien hambreados y acalorados.
Rápidamente regresaron los cuatro y
un poco apenados miraron a Paloma, quien seguía con la mirada todos sus
movimientos.
–A ver, qué va a decir aquí la
muchacha, que son unos salvajes. Acábense eso y ponen lueguito la mesa. Ya
vamos a comer.
–Yo les ayudo –dijo Paloma de
inmediato.
–Ni lo mande Dios, niña, tú eres la
visita. Tate ahi sentadita. ¿Quieres más agua?
–Este… no, gracias.
–No te hagas de la boca chiquita.
Aprovecha ora que hay. Andas ahí, que dizque de viaje, desbalagada, luego vas a
pasar hambres y vas a decir: “¿por qué no aproveché cuando se podía?” Vas a
ver, te vas a acordar de mí. Y ya vistes que lo que digo es cierto.
El niño más chico, Jonatan, le
preguntó:
–¿Es tuya la chirriscleta que está
allá afuera?
–¿La bici? –Preguntó Paloma, porque
nunca había oído que le dijeran así a las bicicletas.
–Habla bien –le dijo Alberto y le
dio un zape mientras iban y venían con platos y cubiertos, servilletas y vasos.
–¡Míralo, mamá! –Lo acusó Jonatan.
–Sí –dijo Paloma para interrumpir
la discusión– es mía. Ando de viaje –agregó orgullosa.
–¿De veras? –preguntó con admiración
Carmelita y agregó– ¿Y a dónde vas?
–Al Norte, a Chihuahua –respondió
con mucha seguridad, aunque en realidad no estaba segura de nada.
–Ya siéntense. A ver, Carmela,
traite la cazuela de la sopa. ¿No pusieron las tablas? A ver, Alberto, sácalas
y ponlas.
Alberto salió a la sala y regresó
con dos tablas con forma de tortuga para poner las cosas calientes. Cada una
decía: “Felicidades, mamá” en pirograbado. Se veía que habían sido trabajos escolares
para el día de las madres, lo mismo que la servilleta y el cesto de las
tortillas. Por su parte, Carmelita puso una cazuela de aluminio un poco
abollada sobre una de las tortugas, y de inmediato fue por la del arroz.
Dorotea le fue sirviendo a cada uno la sopa de munición que había hecho ese
día, y empezaron a comer de inmediato.
–¿Y la salsa? –preguntó Fany.
–Pus párate y traila –le dijo Jonatan.
La niña lo vio con enojo, pero se
levantó de la mesa, fue hacia la otra mesa que estaba junto a la estufa y
regresó con un plato de barro lleno de salsa que a los ojos de Paloma lucía
antojosa: jitomates y chiles asados en el comal y molidos, seguramente, en el
molcajete. Otra vez se le hizo agua la boca, además de que las tortillas eran
hechas a mano. Cuando las vio Paloma se le salieron los ojos del antojo y
preguntó:
–¿Usted las hace?
–Claro, muchacha, si no, no
comemos. No nos gustan otras –dijo muy orgullosa y añadió–, ya sólo que ande yo
muy mala, entonces las compro, pero a una señora que las hace casi como yo de
buenas, y porque sé cómo hace su nixtamal; me la encuentro en el molino
tempranito y es bueno el maiz que compra, y no le echa tanta cal. Claro que las
mías no tienen comparación. A veces, cuando de plano no hay trabajo, que las
ventas de tamales han sido malas y andamos muy brujas, hago pa vender, pero
casi nomás pa nosotros. Pero luego me preguntan mucho que cuándo voy a hacer pa
vender.
De pronto se hizo el silencio.
Todos estaban comiéndose la sopa con un taco de salsa para acompañarla y nadie
hablaba. Ya cuando acabaron eso, empezó la plática de nuevo.
–¿Paloma, te llamas? –Preguntó Fany
y continuó–, qué chistoso nombre, es como si mi hermano se llamara Perro o
Caballo o Carmelita, Vaca o Cotorra.
–Y tú, Rana, mensa –le dijo su
hermana.
–Y Alberto, Cochino –dijo Jonatan,
y todos se rieron, hasta Dora, aunque trató de reprimirse.
Paloma se sintió incómoda, porque
siempre había pensado que su nombre era muy bonito, pero la observación de la
niña tenía razón de ser: era el nombre de un animal, aunque fuera un ave y
simbolizara la paz o el amor o la concordia. Pero pensó que prefería Paloma a
Fany. Claro, a lo mejor en un país como la India podría considerarse Vaca un nombre bonito y
simbólico.
–Guajolote –le dijo Alberto a
Jonatan y siguió–, Buey, Rata, Cucaracha.
–Míralo, mamá –reclamó Jonatan.
–Ah, ¿verdá?, no te aguantas –dijo
Alberto.
–Ay, ya, todo tiene que acabar
siempre en pleito. Nos va a caer mal la comida. A ver, quién quiere arroz
–preguntó Dora para acabar con las pullas.
–¡Yo!, –dijeron todos al unísono,
hasta Paloma.
–Pues pásenme sus platos. A ver,
Jonatan, llévate los sucios a la mesa de allá. Y el que lo quiera con frijoles
se levanta a servirse. Y a ver quién le sirve a Paloma.
–Yo le sirvo –dijo Alberto.
–¡Iiiii! Le gustó –dijo Jonatan
para molestar a Alberto, quien se puso rojo, y Paloma también.
–¡Cht!, ¡ya!, ¡qué es eso de
molestar a las visitas!
La comida transcurrió en ese tono,
entre bromas, pullas, regaños y Paloma pensó que todas las familias eran
iguales, porque en su casa pasaba algo semejante con su hermana. Claro que nada
más eran ellas dos, pero de todos modos así era. Después del arroz comieron
unas verdolagas con carne de puerco, a las que Paloma otra vez les hizo el feo
al principio, pero que acabó pidiendo “otro poquito para acabarme esta
tortilla, por favor”. Al final comieron melón. Y se acabaron toda el agua de
chía. Al terminar, entre todos recogieron la mesa, llevaron los trastes al
lavadero y a las niñas les tocó lavarlos; Paloma insistió en ayudarlas y
mientras lo hacían platicaron del viaje de Paloma y de los planes y sueños de
Carmelita y Fany.
Más o menos así dijo Paloma que eran unas de las figuras que vio en los retablos. |