viernes, 24 de abril de 2015

Capítulo 4

A ver qué pasa ahora con Paloma. ¡Comenten, no sean gachos!
Capítulo 4 De visita
Paloma encadenó la bicicleta a una banca del parque, que quedaba justo enfrente de la puerta del atrio. Desconfiaba un poco, pero su bicicleta era de un modelo bastante antiguo –y poco cuidado– y no llamaba en nada la atención. Además, a esa hora no pensó que se la pudieran robar, así que dejó de desconfiar y se dirigió al iglesia, aunque volteó varias veces para cerciorarse de que estaba bien acomodada y que no la fuera a encontrar ladeada.
            Ya en el atrio, se quedó observando los árboles, luego fue hacia la otra iglesia, la más grande y que estaba a la derecha, y se quedó contemplado un rato largo la fachada que tenía tantas figuras, había un letrero enfrente donde decía cómo se llamaba: San Francisco Javier, y decía el nombre de los santos que estaban allí, eran tantos; también otras figuras de angelitos, unos más grandes que otros y unos parecía que soplaban, todo de piedra. Nunca había puesto esa misma atención en otros lugares cuando iba con sus papás de viaje, ni le había interesado mucho conocer sitios históricos ni museos. Le daba flojera. Pero ahora que andaba sola le había entrado la curiosidad y las ganas de ver.
La puerta estaba cerrada, dio la vuelta por el lado derecho, donde había otra puerta también con figuras, pero no tantas como la primera. También estaba cerrada. Pensó que tal vez por la hora no la abrirían, así que volvió al atrio y allí preguntó en un puesto de afuera a qué hora abrían la iglesia. La mujer del puesto le dijo que no se entraba por el frente, que si quería oír misa era en la otra iglesia, la más chica, pero que si quería ver los retablos era en la grande, pero se entraba por un lado.
Paloma fue entonces por la puerta lateral y allí había una taquilla. Preguntó que si había descuento a estudiantes y le dijeron que con su credencial podía entrar gratis. Lo bueno es que la había echado también en la mochila, por si las moscas. Como no era la puerta principal, había algunos pasillos y cuartos con piezas de museo. Entonces se dio cuenta de que aunque había decidido no visitar el museo, ya estaba allí, y aceptó de buena gana recorrerlo. De pronto, en una de las tantas vueltas de lo que le parecía un laberinto fue a dar a la iglesia que quería visitar. Hacía frío allí adentro. Ya no daban misas allí, así que no había bancas ni olor a incienso ni flores. Había muchas sillas y donde era el altar principal había un piano de cola. Supuso que ahora daban conciertos o algo así.
Pero ahí estaban los retablos, el del altar principal y otros más alrededor. Todos llenos de figuras, como la fachada de piedra, pero las de adentro estaban pintadas, todo lo que no fueran figuras de santos o angelitos o angelotes estaba dorado. Lo demás sí tenía colores, los ángeles estaban gordos, rechonchos y chapeados, y sólo algunos tenían alas. Paloma se quedó sorprendida y maravillada. “¡Cuánto trabajo!”, exclamó atónita. “¡Los angelitos, los santos, las vírgenes, el cristo, las columnas!” Así pasó un buen rato en aquella contemplación, hasta que sintió que el cuello le dolía y que ya había visto bastante.
–Lo dicho, qué escuela ni qué nada. Ya luego averiguaré de cuándo es esto. Pero ya me voy.
Recorrió otras partes del museo, y llegó a una sala donde había varios cristos, vírgenes y niños dios hechos de marfil. Todos tenían los ojos rasgados como orientales. Eso la sorprendió. En otra sala vio retratos pintados de monjas, y la descripción de cómo vivían en aquel convento; una cocina antigua y un mirador amplísimo que mostraba una ancha y hermosa vista de toda la región. Contrastaba el calor de afuera con el frío del museo. También desde arriba se veía la huerta, enorme, y unos arcos de piedra que formaban un acueducto.
Salió de la iglesia y sintió el golpe de calor de afuera. Luego fue a recoger su bicicleta y se volvió a encontrar a la señora.
–¡Niña!, ¿todavía andas aquí?
–Sí, fui a visitar la iglesia. Sistá rebonita.
–¿Qué no me creíste?, ay, chamaca, qué desconfiada.
–No, sí le creí –dijo Paloma apenada– más bien es que no me la había imaginado así cuando me la platicó.
–¿Ya te vas?
–Sí, señora.
–¿No quieres echarte un taco en la casa? Ándale.
–No, señora.
–Cómo no, ya es hora de comer. ¿Me vas a despreciar? Sí, de seguro porque soy pobre.
–Cómo cree, señora, es que me da pena.
–Qué pena ni qué nada. Ándale, tráite tu bicicleta. Pero apúrale, porque ya es tarde. Tuve que volver a salir, porque se me acabó la manteca y fui a traila al mercado allí enfrente. ¡Ándale, muchacha, no seas pazguata!
–Sí, ya voy, no me carreree, que me atolondro. No se crea. Muchas gracias, ahorita me apuro. Ahí voy, ahí voy.
–Pues ándale, criatura, que se nos hace tarde. Ya están por llegar los chiquillos de la escuela y con un hambre… ¡Córrele!
Y se fueron las dos, Paloma con la bicicleta rodando para ir al paso de la señora, que caminaba bastante rápido. Aunque pensó que a lo mejor le seguiría mejor el paso en la bici, pero se aguantó las ganas y caminó a su ritmo. Unas calles más adelante llegaron a una casa modesta. La señora jaló un cordón que salía por un agujero de una maltrecha puerta de lámina y abrió. Había un pasillo angosto que desembocaba en un patio grande lleno de macetas con muchas flores, algunas jaulas de pájaros, dos lavaderos junto a una pila de agua muy grande, varios tendederos con ropa colgando de ellos y varias viviendas.
–Ahí puedes dejar la bicicleta, no le pasa nada. Bueno, a lo mejor los chamacos la cogen, pero no creo, luego verán que es de alguien que no es de aquí y no se van a animar. Ándale. ¡Apúrate, muchacha, qué calmuda!
–Sí, señora sí –dijo Paloma, pensando que la señora era hiperactiva o, cuando menos, muy nerviosa.
–Pásale, ahí deja tu mochila.
Entraron a la casa y había un sillón verde con carpetas tejidas a gancho en los respaldos y en los brazos. Había también una cama en un rincón, con una colcha de retazos y unos almohadones con dos palomas bordadas besándose en el pico. En la pared había un retrato de una muchacha con un vestido de 15 años, otro de una pareja de personas ya grandes, probablemente los abuelos, y otra de una pareja en su boda, los tres estaban tenuemente iluminados. También había un corazón de unicel que decía “Mis quince”, y una vitrina chica con algunos platos y vasos dentro, y también con muchos recuerdos de boda, quince años, bautizos y presentaciones. Junto había un hueco con una cortina. La señora pasó por allí y le hizo seña de que la siguiera. Era la cocina, donde había una mesa y varias sillas, medio rotas unas del tapiz de flores que algún día habían tenido, medio cojas otras, ninguna intacta, una estufa y junto una mesa pequeña; a un lado, una alacena de madera donde había platos, vasos, cazuelas, ollas y botes con cubiertos y otros utensilios de cocina.
–Siéntate, ahoritita te sirvo agua. Es de chía. ¿Te gusta?
–No la he probado –dijo Paloma pensando que de seguro sabría horrible, sólo había oído de esa agua en un poema que habían declamado en la escuela y se había tenido que aprender de memoria, y cuando su mamá empezaba a hablar de cuando era chica, así que muchas ganas no tenía de probarla, pero no se atrevió a decir que no. Tenía calor, tenía sed y le daba pena.
–¡Uy, pues qué zonza eres, niña, orita vas a ver –dijo mientras removía con un cucharón el agua de un vitrolero y llenaba con el agua de chía un vaso que había sido de veladora, y continuó–. Allá en mi tierra la bebemos muncho. Como hace harto calor… Y es muy medicinal –terminó, y le dio el vaso a Paloma, quien lo miró con desconfianza; la señora lo notó y le dijo en tono un tanto molesto–, ¿otra vez no me crees?, ah, que muchacha ésta. Que está buena, que te la tomes.
–Sí, señora, gracias –Paloma se acercó el vaso a los labios con cierto recelo al ver las semillas flotando en el agua, y le olió a limón. Dejó de pensar y le dio le primer trago–Mmmm, ¡buenísima! Nunca se me hubiera ocurrido que sabría tan bueno.
–¿Ya ves? Pero no has de creerle a uno. Debes tener más confianza en la gente.
–Sí, señora, disculpe. Está sabrosísima, ya hasta me la acabé. ¿Me da otro poquito? Digo, si se puede.
–Ay, criatura, allí está otra vez la desconfianza. Claro que se puede. Y ya deja de ser así, que me da muncho coraje –le dijo mientras le servía el segundo vaso.
Para limar un poco asperezas, Paloma le preguntó por sus hijos:
–¿Y a qué hora llegan sus hijos?, ¿cuántos son?
–Son cuatro, niña: la mayor, mi Carmelita, que es la que los pasa a recoger cuando sale de la prepa –dijo con mucho orgullo–; luego sigue Alberto, que está en sesto, luego Jonatan, en cuarto, y la chiquita, Fany, que está en segundo.
Paloma se preguntó por qué les habría puesto aquellos nombres a sus hijos más chicos, habiendo tantos más tradicionales y bonitos, pero por supuesto se guardó su opinión.
–Ah, su hija está en la prepa.
–Ay, sí, es reestudiosa, ¿vieras, niña? Por ahí un chamaco le andaba hablando, y ya tenía miedo de que se me fuera a largar con él, pero además es muy juiciosa. No como yo, que soy toda alocada. Yo me fui a los trece años con mi marido. ¿Crees? Y al poquito nació la Carmelita. Ya ni estudié ni nada, y pues he batallado, no creas, pero eso sí, a todo le hago: que vendo los tamales, las gordas, hago pasteles para fiestas, bordo, tejo de encargo; eso sí, lavar y planchar ajeno, nunca. Eso de lavar la ropa de otras gentes que ni conozco, no, me da asquillo, ¿vieras? Prefiero yo hacer otras cosas; hasta el quehacer. A veces cuando ando con mucho apuro de dinero hago quehacer con alguna señora rica, o veces me mandan llamar cuando van a tener una fiesta, para que les ayude en la cocina o les prepare todo. Sé guisar comida así muy elegante, en el Seguro me enseñaron, y pan también.
Paloma se sorprendió de todo lo que sabía y hacía aquella mujer para ganar dinero suficiente y criar a sus hijos, y pensó que ella haría algo semejante ahora que andaba con afán de aventura. Pensó también que si la hija tenía más de quince años y ella se había ido a los trece, en realidad era bastante joven, veintiocho o veintinueve años.
–¿Y se casó entonces, cuando tenía trece años? Oiga, ¿cómo se llama? Ni me ha dicho su nombre ni yo el mío. Yo soy Paloma Herrera.
–¿Herrera nomás? ¿Y tu mamá onde la dejas?
–Paloma Herrera López.
–Ah, así sí, pus ésta, mira nada más, haciendo a un lado a tu mamá, Tanto trabajo que da tener a los chamacos y que la dejen a uno fuera así como así. Yo siempre les digo a mis hijos: cuando digan su nombre, acuérdense de quién les hace de comer, les lava, les plancha, les limpia la casa, los chiquea y les da sus gustos. Yo soy Dorotea González Martínez, para servirte, muchacha. Pero me dicen Dora. Me pusieron así por Pancho Villa, quesque se llamaba Doroteo, decía mi papá.
–Sí, eso dicen los libros.
–Sí, pus es que mi papá anduvo en la Revolución. Bueno, medio, porque él estaba chiquillo entonces, pero se acuerda muncho de aquellos tiempos. Se acordaba, ya tiene tiempo que murió. Bien chiquillo y ahi andaba. Por eso me puso ese nombre. Nomás fui yo sola. Si hubiera tenido hermanos, a alguno le hubiera puesto así. Pero después de varias criaturas que tuvieron y que se murieron, namás quedé yo. Por eso.
–Y se casó chica, entonces. ¿Pero la foto que está en la sala es de usted?
Dorotea se rio de buena gana y contestó:
–Claro que soy yo, pero cuando me juí con mi viejo no nos casamos, eso ya fue muuuncho después de que nacieron mis hijos, antes de venirnos pacá. Vivíamos allá en Zacatecas. Pero como mi viejo trabajaba en los ferrocarriles, lo mandaron para acá y pus antes de venirnos nos casamos. Ya aquí vamos para… ya para cinco años. Mi Fany taba chiquilla, mirruñita así, de un año.
En ese momento se oyeron voces en el patio, risas y gritos.
–Yo gané.
–No, yo.
–Carmela, mira a Alberto. ¿Verdá que yo gané? Así que a mi me toca el bolillo que haya.
–No, le toca al que llegue y lo gane.
Eran los hijos de Dorotea.
–¡Jesús, María y José, mira nada más, por estar plática y plática, ni he acabado y ahí vienen ya, de seguro con una hambre…
Entraron corriendo todos. Se oyó que soltaron cada uno la mochila en el suelo y siguieron a la cocina, directo a buscar una bolsa de pan que estaba en la alacena, y se disputaban dos bolillos. Uno lo había ganado el más grande de los niños y otro lo peleaban otro niño y una niña más chica.
–Dámelo, yo lo gané.
–No es cierto, yo lo agarré primero.
–¡Mamá!
–¡A ver, traigan acá! Ya les he dicho que tiene que ser compartidos, y que si hay un pan, lo partimos en cuatro. ¡Se callan! Yo los parto y los reparto. Dame acá, Alberto.
Rápidamente cogió los dos bolillos y los partió para que quedaran cuatro partes iguales.
–Ya esténse. Ahistá un cacho pacaduno. Y ya se callan. ¿Qué no ven que hay visita?
Cada uno tomó su parte de bolillo y fue a la cazuela de los frijoles para rellenarla. Estaban hirviendo; luego se fueron a la mesa con su medio pan humeante, tratando de darle la primera mordida sin conseguirlo, soplándole para poder comérsela.
–Ay, chiquillos, siempre lo mismo. A ver, los voy a presentar. Miren, esta muchacha se llama Paloma. ¿Cómo se dice? Entran como burro sin mecate, válgame Dios.
–Buenas tardes –dijeron, encimándose las voces.
–Buenas tardes –contestó Paloma sonriendo; le habían causado buena impresión los cuatro, se veían simpáticos, latosos, pero agradables.
Y se quedaron callados, disfrutando con tanto gusto su mitad de bolillo con frijoles que a Paloma se le hizo agua la boca. Pero ya no había más, según concluyó por lo que había visto.
–¡Ni siquiera se lavaron las manos!, ¿no les digo? ¡Miren nada más, negras están! Dejen eso y vayan a lavarse primero.
Los cuatro, ya habiendo saciado un poco el hambre, dejaron lo que les quedaba de bolillo en la mesa y se fueron a lavar. Dorotea, mientras tanto, sonrió y le dijo a Paloma:
–Eso es cada día. Ay, estos chamacos. Orita comemos. Ya vi que se te antojaron sus bolillos. No te apures, enseguidita yastá.
–Es que se los estaban comiendo con tanto gusto…
–El hambre es canija, niña. Por eso dicen que es el mejor sazonador. Ya ves, hasta la Carmelita, tan grandota, igual que los chiquillos. Y es que llegan bien hambreados y acalorados.
Rápidamente regresaron los cuatro y un poco apenados miraron a Paloma, quien seguía con la mirada todos sus movimientos.
–A ver, qué va a decir aquí la muchacha, que son unos salvajes. Acábense eso y ponen lueguito la mesa. Ya vamos a comer.
–Yo les ayudo –dijo Paloma de inmediato.
–Ni lo mande Dios, niña, tú eres la visita. Tate ahi sentadita. ¿Quieres más agua?
–Este… no, gracias.
–No te hagas de la boca chiquita. Aprovecha ora que hay. Andas ahí, que dizque de viaje, desbalagada, luego vas a pasar hambres y vas a decir: “¿por qué no aproveché cuando se podía?” Vas a ver, te vas a acordar de mí. Y ya vistes que lo que digo es cierto.
El niño más chico, Jonatan, le preguntó:
–¿Es tuya la chirriscleta que está allá afuera?
–¿La bici? –Preguntó Paloma, porque nunca había oído que le dijeran así a las bicicletas.
–Habla bien –le dijo Alberto y le dio un zape mientras iban y venían con platos y cubiertos, servilletas y vasos.
–¡Míralo, mamá! –Lo acusó Jonatan.
–Sí –dijo Paloma para interrumpir la discusión– es mía. Ando de viaje –agregó orgullosa.
–¿De veras? –preguntó con admiración Carmelita y agregó– ¿Y a dónde vas?
–Al Norte, a Chihuahua –respondió con mucha seguridad, aunque en realidad no estaba segura de nada.
–Ya siéntense. A ver, Carmela, traite la cazuela de la sopa. ¿No pusieron las tablas? A ver, Alberto, sácalas y ponlas.
Alberto salió a la sala y regresó con dos tablas con forma de tortuga para poner las cosas calientes. Cada una decía: “Felicidades, mamá” en pirograbado. Se veía que habían sido trabajos escolares para el día de las madres, lo mismo que la servilleta y el cesto de las tortillas. Por su parte, Carmelita puso una cazuela de aluminio un poco abollada sobre una de las tortugas, y de inmediato fue por la del arroz. Dorotea le fue sirviendo a cada uno la sopa de munición que había hecho ese día, y empezaron a comer de inmediato.
–¿Y la salsa? –preguntó Fany.
–Pus párate y traila –le dijo Jonatan.
La niña lo vio con enojo, pero se levantó de la mesa, fue hacia la otra mesa que estaba junto a la estufa y regresó con un plato de barro lleno de salsa que a los ojos de Paloma lucía antojosa: jitomates y chiles asados en el comal y molidos, seguramente, en el molcajete. Otra vez se le hizo agua la boca, además de que las tortillas eran hechas a mano. Cuando las vio Paloma se le salieron los ojos del antojo y preguntó:
–¿Usted las hace?
–Claro, muchacha, si no, no comemos. No nos gustan otras –dijo muy orgullosa y añadió–, ya sólo que ande yo muy mala, entonces las compro, pero a una señora que las hace casi como yo de buenas, y porque sé cómo hace su nixtamal; me la encuentro en el molino tempranito y es bueno el maiz que compra, y no le echa tanta cal. Claro que las mías no tienen comparación. A veces, cuando de plano no hay trabajo, que las ventas de tamales han sido malas y andamos muy brujas, hago pa vender, pero casi nomás pa nosotros. Pero luego me preguntan mucho que cuándo voy a hacer pa vender.
De pronto se hizo el silencio. Todos estaban comiéndose la sopa con un taco de salsa para acompañarla y nadie hablaba. Ya cuando acabaron eso, empezó la plática de nuevo.
–¿Paloma, te llamas? –Preguntó Fany y continuó–, qué chistoso nombre, es como si mi hermano se llamara Perro o Caballo o Carmelita, Vaca o Cotorra.
–Y tú, Rana, mensa –le dijo su hermana.
–Y Alberto, Cochino –dijo Jonatan, y todos se rieron, hasta Dora, aunque trató de reprimirse.
Paloma se sintió incómoda, porque siempre había pensado que su nombre era muy bonito, pero la observación de la niña tenía razón de ser: era el nombre de un animal, aunque fuera un ave y simbolizara la paz o el amor o la concordia. Pero pensó que prefería Paloma a Fany. Claro, a lo mejor en un país como la India podría considerarse Vaca un nombre bonito y simbólico.
–Guajolote –le dijo Alberto a Jonatan y siguió–, Buey, Rata, Cucaracha.
–Míralo, mamá –reclamó Jonatan.
–Ah, ¿verdá?, no te aguantas –dijo Alberto.
–Ay, ya, todo tiene que acabar siempre en pleito. Nos va a caer mal la comida. A ver, quién quiere arroz –preguntó Dora para acabar con las pullas.
–¡Yo!, –dijeron todos al unísono, hasta Paloma.
–Pues pásenme sus platos. A ver, Jonatan, llévate los sucios a la mesa de allá. Y el que lo quiera con frijoles se levanta a servirse. Y a ver quién le sirve a Paloma.
–Yo le sirvo –dijo Alberto.
–¡Iiiii! Le gustó –dijo Jonatan para molestar a Alberto, quien se puso rojo, y Paloma también.
–¡Cht!, ¡ya!, ¡qué es eso de molestar a las visitas!

La comida transcurrió en ese tono, entre bromas, pullas, regaños y Paloma pensó que todas las familias eran iguales, porque en su casa pasaba algo semejante con su hermana. Claro que nada más eran ellas dos, pero de todos modos así era. Después del arroz comieron unas verdolagas con carne de puerco, a las que Paloma otra vez les hizo el feo al principio, pero que acabó pidiendo “otro poquito para acabarme esta tortilla, por favor”. Al final comieron melón. Y se acabaron toda el agua de chía. Al terminar, entre todos recogieron la mesa, llevaron los trastes al lavadero y a las niñas les tocó lavarlos; Paloma insistió en ayudarlas y mientras lo hacían platicaron del viaje de Paloma y de los planes y sueños de Carmelita y Fany. 




Más o menos así dijo Paloma que eran unas de las figuras que vio en los retablos.


viernes, 17 de abril de 2015

Ya volví

...Una vez más, estoy de regreso. Creo haber superado los males que me aquejaban entre virus, alergia y destanteo de mi cuerpo que ha de haber dicho: pos qué traes, a dónde me trajiste, ingrata. Sí así fue, segurito. Pero ya estoy de vuelta, otra vez, como el ave Fénix.
    Y claro, hay novedades. La primera es que ya ahora sí, la primavera está aquí, aunque es una primavera que no conocía, muuuy fría, y que desde adentro es muy bonita, pero ya afuera un poco menos, por aquello de la temperatura. Pero aquí estoy. ¡Y ya salí! Aquí, unos pajarillos primaverales.



     Tengo una bici. Ésa es otra noticia, aquí la van a ver:

Se va a llamar La voladora.

Voltee para acá, no sea ranchera.
Le voy a pintar su nombre y una palomita ;-)


     El lunes salí a probarla. Hacía mucho frío, pero igual salí. Me abrigué muchísimo, como cebolla y después de décadas de no subirme a una bicicleta real, no de las de hacer ejercicio, volví a los pedales. Fue genial. Claro, el frío, terrible y más que hacía viento, helado, pero ya no me arredré y seguí. Fui a dar la vuelta por el circuito que hago caminando, pero cuando llegué a una subida, no muy empinada, pero sí algo larga, hasta ahí llegué. Hice tres intentos y nada, así que decidí volver por donde me había ido. Cuando estaba en uno de mis intentos un señor se paró y quién sabe qué tanto me decía. Yo le dije: Jeg snakker ikke norsk, y entonces me dijo que qué hablaba, le dije que engelsk og spansk; el díjo que con el inglés se defendía, pero que de español sabía sólo un poquito. Y entonces ya me dejó y se fue. Yo hice mi último intento y como no pude, ahí voy de regreso. Ya para llegar hay una cuesta que ni siquiera intenté subir, me bajé de la bici y la subimos caminando ella y yo, de la mano para que no se fuera a caer. A la mitad hay un llanito y ahí, tras varios intentos, volví a darle, pero un pedacito, porque enseguida hay otra subida y para qué lo intentaba. Está casi por donde están los buzones del correo. Abrí el nuestro y no encontré nada. Yo esperaba una carta que me escribí en enero, cuando fui a Playa. Bueno, una para Erik y una para mí, pero la verdad es que ya perdí la esperanza. No serán las primeras cartas que se me pierden. Lástima.
     El martes fuimos a la oficina de inmigración. Como en todos lados, la burocracia hace de las suyas, tratando con displicencia al público. Para empezar, las muy babas salieron conque no tenía yo cita ese día; insistimos Erik y yo en que sí y después se dieron cuenta de que a la mujer que nos atendía le habían dado la lista del día anterior, o de otro día (yo creo que era nueva o estaba supliendo a alguien). Yo eso lo inferí, porque después se rieron, se fue y ya regresó con otras hojas, las primeras estaban amarillas porque las habían marcado y las nuevas estaban sin color; por eso deduje que se habían equivocado. Pero eso no le quitó la ceja levantada cuando me hablaba. 
          El resultado fue que tengo que esperar 6 meses para que envíen la respuesta a nuestra solicitud de reunificación familiar, que llegará por correo. Así que... nada. A seguir aprendiendo a vivir aquí y a construir una vida nueva. Ese día nevó nuevamente, aunque muy leve. Creo que ya también me abrigo mejor. También fuimos de compras el viernes y como toda la ropa invernal estaba de oferta, me ajuareé (el corrector dice que ajuaré, pero yo digo que no) y entonces ya tengo ropa de más abrigo, así que aprendo a vivir aquí. Punto importante: la ropa.
     



De ahí fuimos a una oficina cercana para que Erik cambiara su estatus y ahí, en cambio, la señora que nos atendió fue sumamente amable. Así da gusto hacer trámites. Dijo que hasta que tenga una respuesta, yo no puedo tener ningún documento de por estas tierras. Así que a esperar y habrá que volver allí. Ojalá me vuelva a atender ella. Aunque la verdad es que me da igual.

Claro, estaba nublado, un friazo, pero nos paramos un momento, ya de regreso, para tomar las fotos de arribita.
     
Y también, el sábado, compramos plantas. He estado haciéndole a la jardineada. Dizque. A ver qué sale de lo que planté. Compramos unos camotes de dalia y ya los sembré adentro antes de sacarlos a la intemperie hostil. Según que en mayo ya está tibio. A ver a qué le llaman tibio. Ya no me fío. Aquí las plantas:




Son las futuras dalias. Deséenme suerte.

Los narcisos de Erik

Contra todo pronóstico, ¡salieron!

Una campánula que, dicen, cubren bien los muros. Ya se verá
Y que resisten el frío.

Yo, ataviada para jardinear. ¡Bien forrada!
Eso fue ayer. Hoy salí de nuevo en bicicleta, ya me sentí más segura. Ya la voy dominando. La subidita, ésa que se me resiste, todavía no la pude acabar. Pero subí un poquito más. Seguiré hasta que pueda treparla sin problemas. Heme aquí después del ejercicio.

Bien chapeada

         Y por último, cuando pasé de regreso por los buzones me topé con una sorpresa. Ya sin ánimo de encontrar mis cartas tan esperadas, vi en el fondo un sobre aéreo, oficio y me dije: ¡viene de México! Y así fue. Una carta de Luz, que me dio una gran luz. Gracias.


     ¡No se pierdan a Paloma!

Capítulo 3

Para todos los que ya ansían saber de Paloma, aquí está un nuevo capítulo.
Capítulo 3 El mejor amigo del hombre
Paloma estaba plenamente satisfecha de la decisión que había tomado y el recuerdo de la charla con Manuel la hacía sentir más contenta. El sol ya empezaba a calar, pues era un día despejado, así que se detuvo para sacar su gorra de la mochila y a quitarse la sudadera y guardarla para que no le estorbara. Traía manga larga y otra playera de manga corta abajo. Por eso sentía tanto calor. Pero se dejó la de manga larga, pues pensó que se iba a quemar demasiado los brazos y luego le iban a arder. Era algo delicada de la piel, así que prefirió tomar sus precauciones.
            –No va a haber mamá que me cuide, así que tengo que cuidarme yo.
            Se dio cuenta de que era la primera vez que pensaba en su mamá y se dijo que sin duda estaría preocupada, así que decidió escribirle una carta y ponerla en el correo en la próxima estación. Seguramente habría buzones en cada una, pues el tren recogería diariamente la correspondencia. “Le contaré de lo importante que es para mí este viaje y así se quedará más tranquila. Ya sé que no totalmente, pero también le diré que le hablaré de vez en cuando para que no se preocupe. O que espere mis cartas en las que le iré contando. Sí, eso voy a hacer.”
            Durante el trayecto vio muchos sembradíos, caseríos más o menos cercanos a la vía del tren que eran anunciados por el canto de los gallos y el ladrido de los perros, algún rebuzno y uno que otro mugido de vaca. Había tanto silencio que se oían con nitidez aunque los sonidos provinieran de lejos. Se topó con algunos bosquecillos. Una de dos: aquella zona no era precisamente boscosa, o ya habían acabado con ellos.
            Había cruzado dos estaciones más, pero no había encontrado ningún motivo para detenerse. No se le había ocurrido voltear hacia atrás, pero en ese momento lo hizo. Allá, ya un poco lejos, quedaba la mancha parda del cielo de la ciudad. “¡Qué asco, qué aire estamos respirando!” Y sintió pena por quienes estaban ahí atrapados –ella misma– por la vida cómoda y fácil de la ciudad: todo a la mano, el agua con sólo abrir la llave, el drenaje que libra en unos segundos de nuestros desechos; la luz, con sólo apachurrar un botón, mover una palanquita, enchufar un cable y ya está; y un aparato para todo: para limpiar, para lavar la ropa, para oír música, para planchar, hasta para lavar los trastes, para escribir, ¡uy!, y quién sabe para qué tantas cosas más; el transporte comodino de los coches particulares o cualquier otro vehículo: un camión, el metro, los taxis, los peseros, los micros, los trolebuses; las calles pavimentadas y libres de polvaredas o lodo, según la época del año; el camión de la basura que diariamente pasa, los barrenderos que mantienen limpias las calles a pesar del desprecio de la gente y su necedad de llenarlas de inmediato de basura.
            Todo eso, sin duda era muy cómodo. Ahora mismo la asaltaban las ganas de cagar y no se decidía, pues desde siempre había tenido a la mano un excusado y no había valorado su utilidad y la facilidad que proporcionaba. Pero ya le andaba y tenía qué hacer algo, así que se dirigió hacia un grupo de árboles y matas, se cercioró de que no hubiera nadie cerca y se bajó los pantalones. Sintió un gran placer al sacar aquellos miasmas y pensó que los humanos eran una fábrica de porquería; luego pensó que en realidad todo era parte de la naturaleza, el problema era tanta cantidad de gente en un mismo lugar. De pronto pensó en los drenajes de todas las casas, de los departamentos, en la caca de todas esas personas que iba a parar a un mismo sitio, y que poco a poco se iba juntando más y más, hasta formar ríos subterráneos de desechos. ¿Y a dónde iba a dar todo aquello? Pensó también en la basura que producía toda aquella cantidad de personas que sólo tenían que poner en una bolsa lo que no quisieran y echarlo al tambo del basurero o al camión y se deshacía de malos olores y estorbos indeseables. Nunca antes se había detenido para reflexionar en ello. Y en esto estaba cuando oyó un gruñido que la sacó de sus pensamientos.
            ¡Era un cochino! Y estaba a unos pasos, observándola. Paloma se limpió con el papel que traía en la mochila y, claro, ahí iba a dejar sus desechos, pero ¿qué más podía hacer? El cochino volvió a gruñir y se lamió la trompa, como urgiéndola para que terminara. Ella se asustó, así que rápido se alejó hacia la bicicleta con la mochila ya al hombro. En ese momento el cochino se acercó con rapidez a la caca y se la zampó de un bocado, con todo y papel. “¡Qué asco!”, dijo Paloma, pero al mismo tiempo pensó que era parte de un ciclo natural. El cochino la miró otra vez y movió la cabeza hacia arriba y dio otro gruñido.
            –¿Quieres más? Eres un cochino, un cerdo, un marrano… –y empezó a reírse–, ¡claro que lo eres, ése eres tú! La verdad, muchas gracias, me has hecho un gran favor.
            El cerdo gruñó otra vez, movió la cabeza como asintiendo y se fue quién sabe a dónde. Seguramente habría alguna casa cercana, pues no tenía ningún aspecto de salvaje. Para Paloma fue otro motivo de reflexión y pensó que tener un cochino en una casa tenía muchas ventajas, porque seguramente se comería todo lo que saliera de la cocina: cáscaras, restos de verduras o de frutas, o lo que ya se hubiera echado a perder, ¡y la caca! ¿Se comería la de él mismo también? A lo mejor sí. Entonces pensó que estos animales no deberían de producirnos tanto asco, en realidad eran un dechado de virtudes para el ambiente, especialmente como compañeros de los humanos. Y se propuso tener algún día un cochino en su casa. Sí, ella viviría en una casa con espacio, un jardín o un terreno grande y un cochino como parte de la familia. Eso estaba decidido.
            Después de esta nueva lección continuó el viaje. Sintió hambre en ese momento y se preguntó si ya sería hora de comer. Recordó que había echado su reloj en la mochila porque se había propuesto no estar viéndolo a cada rato, y se iba a regir por sus hambres y sus cansancios, por la luz del sol y por lo que fuera pasando. Sin embargo, estuvo a punto de sacarlo para ver la hora y saber si ya era hora de comer, pero se detuvo. “No, voy a seguir con lo que pensé y si tengo hambre, como; y si tengo sueño, me duermo; y lo que sea. No voy a estar pendiente del reloj. Ya no”. Y como además de pedalear no había nada qué hacer y el silencio y el paisaje la motivaban para pensar, hizo memoria para recordar desde cuándo había usado un reloj. Parece ser que el primero que le habían regalado antes había sido de su hermana. Sí, uno chiquito con correa negra, y se lo habían dado porque a su hermana le habían comprado otro. Era lo común recibir las herencias de su hermana: ropa, zapatos, juguetes, todo. ¿Cuántos años tenía cuando le dieron el reloj? Quizá unos ocho. Sí, porque estaba en tercero de primaria. Con ese reloj aprendió bien a dar la hora, aunque tenía que contar uno por uno los minutos. Por alguna razón no podía contar de cinco en cinco, no se le ocurría, y tenía que partir desde el doce y contar una por una las rayitas para saber cuántos minutos marcaba la manecilla grande. Sonrió al recordarse lo orgullosa que se sentía con su reloj y las dificultades que tenía cuando le preguntaban la hora y lo que tardaba en decirla, pues tomaba su tiempo contar uno a unos los minutos de “la grande”. Concluyó que entonces llevaba ocho años utilizando un reloj, ajustándose a lo que esta máquina dijera. No, definitivamente no lo iba a sacar. En todo caso, también podría venderlo en caso de necesidad. Ésa sería su utilidad en el viaje.
            Lo que decidió en ese momento fue buscar un lugar dónde pararse, sacar la torta que se había hecho en la noche, porque después ya no serviría, y ponerse a escribir la carta para su mamá. Sí, eso era lo que procedía. Y así actuó. Encontró el lugar adecuado, dejó la bici en el suelo, se acomodó junto a un árbol para recargarse, sacó la torta ya toda aguada, le dio una mordida con mucho gusto y con el hambre le supo deliciosa. Luego sacó su cuaderno que no podía faltar en su mochila y se puso a escribir. Fechó la carta y puso como lugar: A medio camino entre México y Querétaro. No, borró a medio camino y quedó En un punto del camino entre México y Querétaro. Pero tampoco, conociendo a sus papás, mientras menos datos tuvieran, mejor, de lo contrario seguramente empezarían a buscarla y de seguro la encontrarían, así que empezó en otra hoja en blanco y sólo puso la fecha; de todos modos, algo diría en el sello del correo. Sí, quedó contenta con eso. Y siguió:
Hola, mamá:
Te sorprenderá sin duda recibir esta carta que te escribo recargada en un árbol, en medio del campo. Estoy bien, muy bien y muy contenta.
            –No, mejor le quito eso de que estoy en medio del campo, y le quito lo del árbol, porque se dará cuenta de que no voy en ningún vehículo. Mejor que crea que viajo en autobús o en el tren así pensará que estoy mucho más lejos de donde estoy, y si me buscan, no me encontrarán. Decidido. Vuelvo a empezar.
Hola, mamá:
Te sorprenderá sin duda recibir esta carta. Estoy bien, muy bien y muy contenta. Me imagino que más que asustada estarás preocupada porque no he llegado de la escuela y pasan las horas y no sabes nada de mí.
            No tenía intención de que así fuera, simplemente ni se me ocurrió que tendría que haberte dicho algo. Es que seguramente no habría podido irme si te contaba, me hubieras dicho que era muy peligroso, que mi papá se iba a enojar, que si estaba loca. En fin, que si así hubiera sido no estaría aquí, escribiéndote y tan contenta. Yo sabré cuidarme, no creas que no he pensado en los riesgos, pero también he de decirte que apenas en un día, ni siquiera un día, apenas en las horas que llevo recorridas desde que salí, he aprendido muchísimo, he pensado en cosas que antes ni se me hubieran cruzado por la cabeza y empiezo a ver el mundo, la vida, a ti, de otro modo, mejor, más consciente, como realmente es: ni perfecto ni trágico. Así que no te preocupes. Te voy a estar escribiendo según vaya teniendo tiempo y esté en la posibilidad de hacerlo. No olvides que te quiero mucho, pero esta aventura no me la quita nadie, y hasta tú habrías querido vivirla. Así que ve disfrutando. Si me hablan mis compañeros de la escuela diles que ando de viaje. Nunca me creyeron que fuera a hacerlo y nadie quiso seguir mi idea. Un beso y saludos para todos. Ya sé que mi papá se va a enojar, me da mucha pena hacerte pasar por esto, pero así son las cosas. Y ya sé que me irá a buscar. Trata de convencerlo de que me deje, por favor, ya sé que eso es imposible, pero al menos espero que no me encuentre o que se tarde en hacerlo y me deje terminar esto que hoy empezó. Todo está bien. Cuando sea el tiempo de regresar, volveré, no te aflijas. Te mando un beso muy cariñoso.
            Sí, estaba bien. Era lo justo, porque de otro modo crearía gran alarma y no se trataba de eso, sino de viajar a gusto, sin estar pensando en lo que había quedado atrás. Ya volvería. Sin duda lo había pensado así: ir y volver ¡para contar! Para platicarle al que quisiera saber. Decidió entonces que además de echar la carta en el buzón del correo mandaría un telegrama en la próxima estación. “¿Y cómo se manda un telegrama?” Bueno, pues allí pregunto. Seguramente habría una oficina de telégrafos o ya me dirán dónde. Lo único malo es que van a saber dónde ando exactamente.”
            Guardó todo, se montó de nuevo en la bicicleta y siguió la ruta. Ya medio le empezaba a calar el sillín. Una cosa era ir y venir a casa de Carla y otra andar todo un día montada en ella. Pero no le dio mucha importancia y siguió hasta la siguiente estación, donde efectivamente había un buzón de correos y también una oficina de telégrafos. Allí el telegrafista le dio una hoja para que escribiera lo que quería que mandara, la dirección y el nombre de la persona a quien iba a mandarlo; le dijo que tenían que ser diez palabras. Sólo anotó: “Estoy bien. No se preocupen. Un abrazo. Vuelvo pronto. Paloma.” Antes de entregarla le preguntó al telegrafista:
–Oiga, ¿en el telegrama que van a recibir aparecerá el lugar desde donde la mando?
–Claro, automáticamente se anota cuando reciben la transmisión. Si no, cómo saben.
–¿Y no hay manera de que no lo sepan?
–Pues no, muchacha, no.
–No, pues entonces no lo mando.
–Ah, te escapaste.
–No, nada más ando de viaje, pero eso no lo van a tomar así mis papás. Sólo quería avisarles que estoy bien. Pero entonces tendrá que ser hasta que les llegue la carta. ¿Tardará mucho?
–Más o menos –le contestó el del telégrafo que, por cierto, a Paloma no le pareció nada feo y continuó el hombre–, porque cada día el tren recoge la saca de la correspondencia, y entonces llega el mismo día a donde la mandes. El problema está en que luego allá se tardan, porque de la estación la mandan al correo central y de allí a cada oficina postal que le toque según la colonia; y de ahí, pues ya se la dan a los carteros. Yo creo como una semana. Llega un poco más rápido que si la pones en el buzón de cualquier población, porque aquí se la llevan diario, aunque sea poca. Si la pones en un buzón va a tardar como un mes.
–¿Tanto? No, pues qué bueno que ya la eché.
–¿Entonces no vas a mandar el telegrama?
–No, muchas gracias.
–Estás muy bonita, ten cuidado, los hombres somos canijos.
Paloma se sorprendió del comentario y se asustó. Le dio las gracias al telegrafista y se fue de inmediato. Se alejó con rapidez en la bicicleta y ya a cierta distancia se quedó tranquila y a gusto para continuar.
            No muy lejos de esa estación, Cuautitlán, había una población que, según le dijeron allí, se llamaba Tepotzotlán. Decidió quedarse un poco más y conocerla, porque le dijeron que el parque era muy bonito y que había algunos lugares qué visitar. La estación no estaba tan cerca, pero tampoco era muy lejos. Según vio luego en el mapa, unos doce kilómetros. “Bueno, pues me los echo, esperemos que valga la pena.” Así que se dirigió hacia allá, al principio volteando para ver si el telegrafista no la seguía, luego ya siguió como si nada. Volvió a ver el mapa y se dio cuenta de que apenas había avanzado unos cuantos kilómetros desde que había salido. Ella creía que ya iría mucho más lejos. Se sintió un poco decepcionada, pero de todos modos se dijo que prisa no tenía, así que siguió hacia Tepotzotlán.
            Efectivamente, el parque era agradable y había un puesto de nieves. Resultaron exquisitas. Le dieron a probar de todas, pero se decidió por la de coco: Pidió un vaso grande y se fue a sentar a una banca del parque. Desde ahí contempló la iglesia: era muy bonita la fachada, llenísima de figuras labradas en la piedra. Junto había una más pequeña con un atrio muy grande con un jardín muy arbolado, pero Paloma no sabía que así se llamaba ese espacio y le preguntó a una señora que estaba en la misma banca, dando un respiro con su bolsa del mandado llena.
            –Buenas, seño.
            –Buenos días, muchacha.
            –Oiga, ¿por qué es tan grande ese patio de afuera de la iglesia?
            –No es patio, se llama atrio y allí hacen una pastorela en diciembre, es muy famosa y viene muncha gente a verla, cabe muncha gente allí, pero cobran. Desde afuera se alcanza a ver y sin pagar, si uno llega temprano, pero se llena refeo. Pero está bonita. Sí, cada año.
            –Ah, eso es un atrio. Sí había oído esa palabra, pero no sabía bien qué era.
            –Pus ora sí ya sabes –le dijo y se rio de buena gana–, ay, niña. ¿Y qué haces por aquí tú solita? No eres de aquí, ¿verdá?
            –No, señora, ando de visita. Conociendo y aprendiendo, ya ve que ya usté me enseñó qué es un atrio y que aquí hacen una pastorela muy famosa. Ni sabía. Y la iglesia está muy bonita.
            –Ah, sí, niña, es muy bonita y muy famosa también. Y de adentro es bien bonita, sí, y tiene unas figuras así morenas, y hartos angelitos, no todos son rosas, unos son así prietillos, de otro modo. Viene muncho turista por aquí. Sí. Más los domingos. Y los sábados, pero casi diario aunque menos, llegan en camiones y los train y les enseñan y toman fotos. Sí. Yo ahí pongo mi puesto en el atrio, pegado afuera, los sábados y domingos en la mañana.
            –Ah, ¿sí? ¿Y qué vende?
            –Tamales y atole, y pan dulce. Y en diciembre, gordas que hago especiales para ese tiempo. Namás en ese tiempo las hago. Hasta son famosillas. Muncha gente viene por mis gordas. Son de horno. No se estilan por aquí, sino que yo soy de Zacatecas. Aquí no se hacen así, por eso la gente las busca y ya saben que en diciembre las hago. Luego hasta me piden munchas para llevárselas a su casa. Sí.
            –¿Y en qué son distintas?
            –Ah, pues es que tengo mi secreto para la masa, pero además es que no se fríen, llevan su cuajada y son de maiz quebrado. Sí, y les gustan muncho, muncho, te digo.
            –Mire, pues qué bien, ¿y qué otras cosas hay aquí para ver? ¿Ya vive aquí desde hace mucho?
            –¡Uy, sí, niña!, ya tengo aquí tiempísimo, sí.
            –Entonces conoce bien. ¿Qué otra cosa puedo visitar?
            –Ah, pues la iglesia y luego hay como un museo, sí, donde hay munchos cuadros antiguos y cosas también así, de hace muncho. Dicen que son de quién sabe cuándo de tiempos de la Carlota, de más antes o sabe qué. Muy antiguos ya.
            –Ah, ¿sí? ¿Y ese museo dónde está?
            –Ahí, pegado a la iglesia, en el convento, sí. Ya me voy, niña, que ya me entretuvistes muncho y tengo que llegar con el mandado y hacer la comida. Mira nomás, ya quihoras son. Ay, muchacha, ya me voy.
            –Sí, señora, gracias, que le vaya bien. ¿Le ayudo?
            Pero ni tiempo le dio de pararse. La señora cogió su bolsa y se fue inmediatamente, muy aprisa. Sin duda se le había hecho bastante tarde.

            –Bueno, pues voy a amarrar mi bici en algún lado seguro y voy a entrar a la dicha iglesia. El museo, quién sabe, pero la iglesia sí, con lo que me dijo ya me picó la curiosidad.
Se le ve la cara de satisfacción
Versión 2 Me gustan las dos.

viernes, 10 de abril de 2015

Capítulo 2

Y aquí sigue la historia.
Capítulo 2 Empieza el viaje
Llegó a la salida del patio de vías y allí esperó. Vio a lo lejos el faro de una máquina y pensó que seguramente sería la suya, pues faltaban unos minutos para las 7. Vio cómo se acercaba poco a poco y la emoción la embargó. No obstante, cuando por fin llegó el tren a la salida vio que no era la esperada. Pero eso, por supuesto, no la desanimó. Esperó a que pasara ese convoy, que era de carga, y aguardó a que saliera el tren a Querétaro. Vio otro faro y se dijo “Éste es el bueno”. Y efectivamente era la máquina 52125. Con mucho gusto empezó a pedalear paralelamente al avance del convoy. Iba a la par, pues en esa zona de salida los trenes no suelen desarrollar mucha velocidad porque están en áreas urbanas y muy pobladas. Y a esa hora empezaba ya un poco de tráfico por la entrada a las escuelas.
Paloma se sentía inmensamente dichosa ante la perspectiva. También sentía un poco de temor ante lo incierto, pero no dejaba que este sentimiento negativo opacara al primero. Quería disfrutar todo. Así que fue pedaleando sin mucha prisa, al paso del tren. Cruzaron por sitios donde hay trenes utilizados como viviendas por los obreros de ferrocarriles. A Paloma le parecía que debía ser muy bonito vivir allí. Alguna vez en la carretera había visto unos de estos vagones enganchados a una máquina, una casa rodante, con sus macetas colgadas de las ventanas encortinadas y los niños asomados por ellas. Siguió al ritmo del tren. Pasaron por zonas industriales y eso era un traqueteo para la bici, pues tenían entradas de vía para la carga en cada fábrica. Pero era lo de menos.
Poco a poco fueron disminuyendo las casas, las fábricas y el tren aumentó ligeramente la velocidad, de manera que también Paloma tuvo que aplicarse más con las piernas. De cualquier manera, sabía que en algún punto el tren aceleraría y la dejaría atrás, pero ya encaminada por la vía correcta. Sentía una emoción rara en la panza, y hasta se le iba tantito el aire, pero ya estaba en camino y no iba a chivearse en ese momento cuando el tren la dejara a su suerte; así pensaba, porque de alguna manera se sentía protegida por aquella mole inmensa de fierro con su acompasado trac trac trac. Y eso ocurrió muy pronto. Ya fuera de la zona urbana el tren tomó un paso más veloz y Paloma se quedó muy atrás con su bici, su mochila y sus ganas de aventura.
Se detuvo un momento cuando ya por más que pedaleó rápido se quedó sola. Se le salió una lágrima, pero al mismo tiempo una sonrisa. No podía creer que finalmente lo hubiera hecho, pero era verdad. Entonces tomó su propio paso. No tenía más que seguir las vías. Lo interesante de estas rutas es que no siguen el trazo de las carreteras, sino que llevan su propio rumbo; por lo mismo, no pasan por las poblaciones conocidas, o, en todo caso, quedan a cierta distancia, pero las estaciones son muchas y muy seguidas. Así que pronto llegó a la primera, la de Tlalnepantla; el tren ya se había ido.
El tren de pasajeros para algunos minutos en cada estación para que suban y bajen pasajeros, tiempo que aprovechan los vendedores de todo tipo de comida para hacer su comercio con el pasaje, según la hora es la comida: en la mañana, café con leche, atole, chocolate, champurrado, jugo de naranja o de otras frutas y fruta picada, según la temporada; tamales, pan dulce. Ya a media mañana, gelatina, panqué, fruta con chile, sal y limón; nieve, paletas heladas, aguas frescas. A medio día enchiladas, tacos, gordas, tortas. A media tarde dulces de leche, cocadas, galletas, nieve o paletas otra vez, pan de nata. Y como las llegadas ya son en la noche, ya cada uno resuelve sus problemas de alimentación –si es que todavía tiene hambre después de ese atracón– en el lugar donde se baje. Todo, exquisito, hecho con ganas de que guste para que se venda luego; unos a otros los pasajeros se recomiendan rápidamente lo que encuentran sabroso.
Al llegar a esa estación pensó en que tendría que esperar hasta el día siguiente para poder seguir su viaje ya en el tren, porque sólo había uno cada día. Pero eso no sería difícil, y se dijo que una vez que vendiera la bicicleta se podría quedar en una de las estaciones a dormir y esperar tranquilamente el tren del día siguiente. O que si le gustaba algún lugar podría quedarse allí y luego continuar su viaje. Finalmente no tenía prisa por nada. La idea era disfrutar cada lugar si había algo atractivo y gozar de todo el trayecto.
Por supuesto, al llegar a la estación no tenía hambre, pero sí se le antojó lo que había. Como era apenas ruta de salida, esperaban otro tren, de manera que había muchos vendedores todavía. Y se compró un café con leche (de a de veras) y un pan dulce que estaba riquísimo, hecho con manteca. ¿Cómo es que antes la gente cocinaba con manteca y no había gordos como ahora? Ni quiso pensar en eso, sólo le tomó gusto al pan y disfrutó su café en jarro, que estaba endulzado con piloncillo.
“Mmmm, qué rico-se saboreó Paloma y se dijo-, y pensar que ahorita tendría que estar en clase de Geografía con ese maestro tan aburrido, que va sin ganas a dar clase, todo desgreñado y chinguiñoso, con aliento a estómago vacío y para colmo, fumando en clase. ¡Si la geografía puede ser tan interesante! He aprendido más en los libros de Verne que con ese viejo. Y luego dicen que sus novelas son sólo para niños. Esas clases son mucho mejores que las que se dan en un salón. ¿Ya se habrán dado cuenta en la casa de que no estoy? A lo mejor no, como siempre salgo tan temprano a la escuela no van a notar mi ausencia sino hasta en la tarde. Sí, yo creo que eso es lo que va a pasar. Híjole, a ver cómo reaccionan. Pero no voy a pensar tampoco en eso. Éste es mi viaje.” Cuando terminó su café y su pan siguió con el viaje:
–¿Cuánto le debo, seño?
–Tres pesos.
–Aquí tiene.
La mujer del café la vio medio raro. Claro, una muchacha fuereña en bicicleta no era precisamente algo cotidiano en aquellos lugares, aunque en la estación “se veía cada cosa”. Por eso a los muchachillos les gustaba ir a vender a las estaciones y nunca les decían que no a sus mamás. Era siempre interesante ver a aquella gente que viajaba, que iba quién sabe hasta dónde y que a veces llevaban una ropa rara, o eran muy diferentes a los del lugar. Paloma entraba en esa clasificación: rara.
Las estaciones no siempre están dentro de los poblados y a veces no hay nada que ver, más que la construcción donde hace la parada el tren y los pasajeros esperan. Afuera puede que haya taxis, o burros o caballos, según sea el poblado; o bicitaxis, si la planicie lo permite. Pero el paisaje ahí está para ser contemplado: eran llanos sembrados de maíz, apenas brotando las matas, pues en marzo es cuando se siembran. También había hileras de magueyes dividiendo las parcelas y algunos árboles intercalados, o nopales. Con el sol de la mañana daban ganas de quedarse ahí un rato, contemplar las montañas a lo lejos, respirar el aire que empezaba a tibiarse. Y Paloma lo hizo, que para eso tenía todo el tiempo que quisiera. Se fue con la bicicleta junto a un árbol, por una vereda entre los sembradíos, la acostó en el suelo y ahí se sentó, se recargó en el tronco del árbol y respiró profundamente; cerró los ojos y puso atención en los sonidos que escuchaba: el leve crujir de las hojas movidas suavemente por un viento ligero, los cantos de distintas aves que volaban solas o en parvadas, el chirriar de algunos insectos. Abrió los ojos y miró extasiada cómo un grupo de pájaros volaba en conjunto dando vueltas, subiendo y bajando todos al mismo tiempo en una sincronía perfecta; de repente bajaron todos al mismo tiempo y un muchacho los corrió con una piedra. Y otra vez a un mismo ritmo tomaron el vuelo y regresaron a sus volteretas aéreas. Qué delicia, pensó. Y se quedó un rato más mirándolos. Luego el muchachillo que había arrojado la piedra se le acercó, se sentó cerca, pero no le habló, sólo la veía como queriendo platicar, aunque no se animaba. Entonces Paloma le preguntó:
–¿Vives cerca?
–Allá –y señaló en una dirección, pero no se veía ninguna casa.
–Ah, ¿y qué andas haciendo?
–Cuidando la milpa.
–¿De quién o de qué?
–De los animales, luego en veces sacan las matitas chicas y se echa a perder, o si no han brotado algunos granos, escarban, los sacan y se los comen.
–¿Y no vas a la escuela?
–Sí, a veces, pero me gusta más venir acá.
–¿Cómo te llamas?
–Manuel, ¿y tú?, ¿qué haces aquí? Tú no eres de por aquí, ¿o sí? Nunca te he visto.
–Yo soy Paloma, y no, yo voy de paso, ando de viaje –dijo con mucho orgullo.
–¿Y a dónde vas tú sola? ¿En la bicicleta? Si aquí no hay nada, puro campo.
–Pues sí, yo sola y en bicicleta, pero la voy a vender luego y ya me voy a ir en tren, y me gusta ver de todo, el campo es bonito.
–Sí, pero tanto aburre. No hay mucho qué hacer.
–¿A poco? ¿Tú que haces, por ejemplo, cuando estás aquí?
–Depende del tiempo y del trabajo que hay que hacer. Si es tiempo de siembra, pus hay que levantarse bien de madrugada, echarse un café y venir a trabajar antes de que el sol lo atarugue a uno. Primero, voltear la tierra con la yunta, luego, hacer los surcos, luego sembrar el maíz y el frijol.
–¿Hay allí maíz y frijol?
–Sí, se siembran siempre juntos, así el maíz crece mejor y el frijol tiene dónde agarrarse. Y eso lleva mucho tiempo. Como todo se hace a mano…
–¿No tienen tractor?
–Había uno, pero se descompuso hace harto tiempo y mi apá no lo arregló, costaba muncho dinero, pero lo hacemos nosotros. Antes ni había tractores, así dice mi agüelito y nadien los necesitaba. Y sí es cierto, de todos modos sembramos, aunque nos dilátemos más.
–Ah, pues sí. Claro, es más trabajo, pero de todos modos lo hacen. ¿Y son muchos?
–¿Los que venimos?
–Sí, los que siembran la parcela.
–Ah, pues mi papá, mi hermano el grande, a veces, si está güeno, mi agüelito, mi mamá, mi hermano el chico y mi hermana. Y a la chiquita nos la traemos pa que no se quede sola. Y mi mamá y mi hermana train el almuerzo y ya aquí hacemos todos el rancho.
–¿Y es cansado?
Manuel se rio mucho antes de contestar. Paloma se quedó un poco desconcertada, pero esperaba una respuesta.
–¡Claro! Uno acaba con dolor en todas las coyunturas, en los huesos, y se duerme como piedra. Luego se ve que vives en la ciudá.
Paloma se sintió un poco avergonzada de no tener mucha idea del trabajo del campo, y de que hasta ese momento nunca se había puesto a pensar en el trabajo de cuánta gente contribuía a que hubiera tortillas, tamales, pozole, frijoles, todo lo que ella comía y que estaba listo siempre que llegaba de la escuela con un hambre de león. En ese momento también pensó que ella no se esforzaba mucho, a pesar de que era algo mayor que Manuel y que él tenía que trabajar y ella no. Pensó en que todos tenían que trabajar en la familia de él, pero en la de ella sólo algunos, y ella no hacía mucho y además siempre renegaba de tener que hacer su cuarto, barrerlo, trapearlo, recoger su ropa (ni siquiera lavarla), y a veces, de lo que más se quejaba, era de que tenía que barrer y trapear las escaleras. Todo eso le pasó por la cabeza en unos instantes. La voz de Manuel la devolvió a la plática.
–¿Así que andas de viaje? ¿Y no te da miedo?
–Pus… poquito, pero me aguanto. Me emociona mucho andar aquí. Es la primera vez que lo hago. En mi casa ni saben.
–Ah, te escapastes –dijo Manuel con cierta admiración.
–Sí, la verdad, sí. Es que si pedía permiso no me lo iban a dar.
–¿Y desde cuando salistes?
–Apenas hoy en la mañanita.
–Ah, hoy –contestó el niño con un dejo de decepción en la voz–, yo creiba que ya llevabas tiempo.
–Pues no, pero sí va a durar mucho tiempo mi viaje.
–Has de traer muncho dinero.
–Pus no, namás tantito, pero voy a vender la bici y luego voy a trabajar.
–¿Y en qué? Se ve que tú no haces muncho.
–¿Y tú cómo sabes? Ni me conoces.
–Luego se echa de ver.
Paloma se molestó con ese comentario y decidió que era hora de seguirle. Así que se levantó, se echó la mochila a la espalda, cogió la bici y se despidió de Manuel.
–Ya me voy, ahí nos vemos.
–Te enojastes.
–No –mintió Paloma–, sino que se me va a hacer tarde y me va a coger el solazo.
–¿Y cómo te llamas? Ni me has dicho.
–Ya te dije, pero ni te fijaste. Me llamo Paloma.
–Ah, sí. Entonces adiós, Paloma.
–Adiós, Manuel –respondió ella ya sin enojo y realmente contenta de haber platicado con el niño, porque en un ratito había aprendido cosas y se había puesto a pensar en otras que ni se le habían ocurrido; estiró la mano para despedirse y Manuel se la estrechó con gusto.
–Que te vaya bien. A mí me gustaría hacer lo mismo, pero quién va a cuidar la milpa.
–Un día podrás. Adiós.
–Adiós.
Paloma se subió a la bicicleta y un poco trastabillante volvió al camino de terracería que corría paralelo a la vía. Volteó a ver a Manuel, quien la seguía con la mirada y una sonrisa, y agitaba la mano para despedirla; ella soltó un lado del manubrio y también agitó la mano y le gritó:
–¡Adiós! –sonrió también con mucho gusto y satisfecha del alto que había hecho y poco a poco se fue alejando del lugar.

–Qué increíble, pasé sólo un ratito con este niño y me enseñó mucho más de lo que hubiera aprendido en las dos horas de Geografía. Lo dicho, ha sido lo mejor.
Ahí va Paloma. Y ahí junto el niño.
No soy buena para dibujar, pero le hice la lucha :-)
Y aquí, el tren JAJAJA. Sí parece, al menos.