viernes, 10 de abril de 2015

Capítulo 2

Y aquí sigue la historia.
Capítulo 2 Empieza el viaje
Llegó a la salida del patio de vías y allí esperó. Vio a lo lejos el faro de una máquina y pensó que seguramente sería la suya, pues faltaban unos minutos para las 7. Vio cómo se acercaba poco a poco y la emoción la embargó. No obstante, cuando por fin llegó el tren a la salida vio que no era la esperada. Pero eso, por supuesto, no la desanimó. Esperó a que pasara ese convoy, que era de carga, y aguardó a que saliera el tren a Querétaro. Vio otro faro y se dijo “Éste es el bueno”. Y efectivamente era la máquina 52125. Con mucho gusto empezó a pedalear paralelamente al avance del convoy. Iba a la par, pues en esa zona de salida los trenes no suelen desarrollar mucha velocidad porque están en áreas urbanas y muy pobladas. Y a esa hora empezaba ya un poco de tráfico por la entrada a las escuelas.
Paloma se sentía inmensamente dichosa ante la perspectiva. También sentía un poco de temor ante lo incierto, pero no dejaba que este sentimiento negativo opacara al primero. Quería disfrutar todo. Así que fue pedaleando sin mucha prisa, al paso del tren. Cruzaron por sitios donde hay trenes utilizados como viviendas por los obreros de ferrocarriles. A Paloma le parecía que debía ser muy bonito vivir allí. Alguna vez en la carretera había visto unos de estos vagones enganchados a una máquina, una casa rodante, con sus macetas colgadas de las ventanas encortinadas y los niños asomados por ellas. Siguió al ritmo del tren. Pasaron por zonas industriales y eso era un traqueteo para la bici, pues tenían entradas de vía para la carga en cada fábrica. Pero era lo de menos.
Poco a poco fueron disminuyendo las casas, las fábricas y el tren aumentó ligeramente la velocidad, de manera que también Paloma tuvo que aplicarse más con las piernas. De cualquier manera, sabía que en algún punto el tren aceleraría y la dejaría atrás, pero ya encaminada por la vía correcta. Sentía una emoción rara en la panza, y hasta se le iba tantito el aire, pero ya estaba en camino y no iba a chivearse en ese momento cuando el tren la dejara a su suerte; así pensaba, porque de alguna manera se sentía protegida por aquella mole inmensa de fierro con su acompasado trac trac trac. Y eso ocurrió muy pronto. Ya fuera de la zona urbana el tren tomó un paso más veloz y Paloma se quedó muy atrás con su bici, su mochila y sus ganas de aventura.
Se detuvo un momento cuando ya por más que pedaleó rápido se quedó sola. Se le salió una lágrima, pero al mismo tiempo una sonrisa. No podía creer que finalmente lo hubiera hecho, pero era verdad. Entonces tomó su propio paso. No tenía más que seguir las vías. Lo interesante de estas rutas es que no siguen el trazo de las carreteras, sino que llevan su propio rumbo; por lo mismo, no pasan por las poblaciones conocidas, o, en todo caso, quedan a cierta distancia, pero las estaciones son muchas y muy seguidas. Así que pronto llegó a la primera, la de Tlalnepantla; el tren ya se había ido.
El tren de pasajeros para algunos minutos en cada estación para que suban y bajen pasajeros, tiempo que aprovechan los vendedores de todo tipo de comida para hacer su comercio con el pasaje, según la hora es la comida: en la mañana, café con leche, atole, chocolate, champurrado, jugo de naranja o de otras frutas y fruta picada, según la temporada; tamales, pan dulce. Ya a media mañana, gelatina, panqué, fruta con chile, sal y limón; nieve, paletas heladas, aguas frescas. A medio día enchiladas, tacos, gordas, tortas. A media tarde dulces de leche, cocadas, galletas, nieve o paletas otra vez, pan de nata. Y como las llegadas ya son en la noche, ya cada uno resuelve sus problemas de alimentación –si es que todavía tiene hambre después de ese atracón– en el lugar donde se baje. Todo, exquisito, hecho con ganas de que guste para que se venda luego; unos a otros los pasajeros se recomiendan rápidamente lo que encuentran sabroso.
Al llegar a esa estación pensó en que tendría que esperar hasta el día siguiente para poder seguir su viaje ya en el tren, porque sólo había uno cada día. Pero eso no sería difícil, y se dijo que una vez que vendiera la bicicleta se podría quedar en una de las estaciones a dormir y esperar tranquilamente el tren del día siguiente. O que si le gustaba algún lugar podría quedarse allí y luego continuar su viaje. Finalmente no tenía prisa por nada. La idea era disfrutar cada lugar si había algo atractivo y gozar de todo el trayecto.
Por supuesto, al llegar a la estación no tenía hambre, pero sí se le antojó lo que había. Como era apenas ruta de salida, esperaban otro tren, de manera que había muchos vendedores todavía. Y se compró un café con leche (de a de veras) y un pan dulce que estaba riquísimo, hecho con manteca. ¿Cómo es que antes la gente cocinaba con manteca y no había gordos como ahora? Ni quiso pensar en eso, sólo le tomó gusto al pan y disfrutó su café en jarro, que estaba endulzado con piloncillo.
“Mmmm, qué rico-se saboreó Paloma y se dijo-, y pensar que ahorita tendría que estar en clase de Geografía con ese maestro tan aburrido, que va sin ganas a dar clase, todo desgreñado y chinguiñoso, con aliento a estómago vacío y para colmo, fumando en clase. ¡Si la geografía puede ser tan interesante! He aprendido más en los libros de Verne que con ese viejo. Y luego dicen que sus novelas son sólo para niños. Esas clases son mucho mejores que las que se dan en un salón. ¿Ya se habrán dado cuenta en la casa de que no estoy? A lo mejor no, como siempre salgo tan temprano a la escuela no van a notar mi ausencia sino hasta en la tarde. Sí, yo creo que eso es lo que va a pasar. Híjole, a ver cómo reaccionan. Pero no voy a pensar tampoco en eso. Éste es mi viaje.” Cuando terminó su café y su pan siguió con el viaje:
–¿Cuánto le debo, seño?
–Tres pesos.
–Aquí tiene.
La mujer del café la vio medio raro. Claro, una muchacha fuereña en bicicleta no era precisamente algo cotidiano en aquellos lugares, aunque en la estación “se veía cada cosa”. Por eso a los muchachillos les gustaba ir a vender a las estaciones y nunca les decían que no a sus mamás. Era siempre interesante ver a aquella gente que viajaba, que iba quién sabe hasta dónde y que a veces llevaban una ropa rara, o eran muy diferentes a los del lugar. Paloma entraba en esa clasificación: rara.
Las estaciones no siempre están dentro de los poblados y a veces no hay nada que ver, más que la construcción donde hace la parada el tren y los pasajeros esperan. Afuera puede que haya taxis, o burros o caballos, según sea el poblado; o bicitaxis, si la planicie lo permite. Pero el paisaje ahí está para ser contemplado: eran llanos sembrados de maíz, apenas brotando las matas, pues en marzo es cuando se siembran. También había hileras de magueyes dividiendo las parcelas y algunos árboles intercalados, o nopales. Con el sol de la mañana daban ganas de quedarse ahí un rato, contemplar las montañas a lo lejos, respirar el aire que empezaba a tibiarse. Y Paloma lo hizo, que para eso tenía todo el tiempo que quisiera. Se fue con la bicicleta junto a un árbol, por una vereda entre los sembradíos, la acostó en el suelo y ahí se sentó, se recargó en el tronco del árbol y respiró profundamente; cerró los ojos y puso atención en los sonidos que escuchaba: el leve crujir de las hojas movidas suavemente por un viento ligero, los cantos de distintas aves que volaban solas o en parvadas, el chirriar de algunos insectos. Abrió los ojos y miró extasiada cómo un grupo de pájaros volaba en conjunto dando vueltas, subiendo y bajando todos al mismo tiempo en una sincronía perfecta; de repente bajaron todos al mismo tiempo y un muchacho los corrió con una piedra. Y otra vez a un mismo ritmo tomaron el vuelo y regresaron a sus volteretas aéreas. Qué delicia, pensó. Y se quedó un rato más mirándolos. Luego el muchachillo que había arrojado la piedra se le acercó, se sentó cerca, pero no le habló, sólo la veía como queriendo platicar, aunque no se animaba. Entonces Paloma le preguntó:
–¿Vives cerca?
–Allá –y señaló en una dirección, pero no se veía ninguna casa.
–Ah, ¿y qué andas haciendo?
–Cuidando la milpa.
–¿De quién o de qué?
–De los animales, luego en veces sacan las matitas chicas y se echa a perder, o si no han brotado algunos granos, escarban, los sacan y se los comen.
–¿Y no vas a la escuela?
–Sí, a veces, pero me gusta más venir acá.
–¿Cómo te llamas?
–Manuel, ¿y tú?, ¿qué haces aquí? Tú no eres de por aquí, ¿o sí? Nunca te he visto.
–Yo soy Paloma, y no, yo voy de paso, ando de viaje –dijo con mucho orgullo.
–¿Y a dónde vas tú sola? ¿En la bicicleta? Si aquí no hay nada, puro campo.
–Pues sí, yo sola y en bicicleta, pero la voy a vender luego y ya me voy a ir en tren, y me gusta ver de todo, el campo es bonito.
–Sí, pero tanto aburre. No hay mucho qué hacer.
–¿A poco? ¿Tú que haces, por ejemplo, cuando estás aquí?
–Depende del tiempo y del trabajo que hay que hacer. Si es tiempo de siembra, pus hay que levantarse bien de madrugada, echarse un café y venir a trabajar antes de que el sol lo atarugue a uno. Primero, voltear la tierra con la yunta, luego, hacer los surcos, luego sembrar el maíz y el frijol.
–¿Hay allí maíz y frijol?
–Sí, se siembran siempre juntos, así el maíz crece mejor y el frijol tiene dónde agarrarse. Y eso lleva mucho tiempo. Como todo se hace a mano…
–¿No tienen tractor?
–Había uno, pero se descompuso hace harto tiempo y mi apá no lo arregló, costaba muncho dinero, pero lo hacemos nosotros. Antes ni había tractores, así dice mi agüelito y nadien los necesitaba. Y sí es cierto, de todos modos sembramos, aunque nos dilátemos más.
–Ah, pues sí. Claro, es más trabajo, pero de todos modos lo hacen. ¿Y son muchos?
–¿Los que venimos?
–Sí, los que siembran la parcela.
–Ah, pues mi papá, mi hermano el grande, a veces, si está güeno, mi agüelito, mi mamá, mi hermano el chico y mi hermana. Y a la chiquita nos la traemos pa que no se quede sola. Y mi mamá y mi hermana train el almuerzo y ya aquí hacemos todos el rancho.
–¿Y es cansado?
Manuel se rio mucho antes de contestar. Paloma se quedó un poco desconcertada, pero esperaba una respuesta.
–¡Claro! Uno acaba con dolor en todas las coyunturas, en los huesos, y se duerme como piedra. Luego se ve que vives en la ciudá.
Paloma se sintió un poco avergonzada de no tener mucha idea del trabajo del campo, y de que hasta ese momento nunca se había puesto a pensar en el trabajo de cuánta gente contribuía a que hubiera tortillas, tamales, pozole, frijoles, todo lo que ella comía y que estaba listo siempre que llegaba de la escuela con un hambre de león. En ese momento también pensó que ella no se esforzaba mucho, a pesar de que era algo mayor que Manuel y que él tenía que trabajar y ella no. Pensó en que todos tenían que trabajar en la familia de él, pero en la de ella sólo algunos, y ella no hacía mucho y además siempre renegaba de tener que hacer su cuarto, barrerlo, trapearlo, recoger su ropa (ni siquiera lavarla), y a veces, de lo que más se quejaba, era de que tenía que barrer y trapear las escaleras. Todo eso le pasó por la cabeza en unos instantes. La voz de Manuel la devolvió a la plática.
–¿Así que andas de viaje? ¿Y no te da miedo?
–Pus… poquito, pero me aguanto. Me emociona mucho andar aquí. Es la primera vez que lo hago. En mi casa ni saben.
–Ah, te escapastes –dijo Manuel con cierta admiración.
–Sí, la verdad, sí. Es que si pedía permiso no me lo iban a dar.
–¿Y desde cuando salistes?
–Apenas hoy en la mañanita.
–Ah, hoy –contestó el niño con un dejo de decepción en la voz–, yo creiba que ya llevabas tiempo.
–Pues no, pero sí va a durar mucho tiempo mi viaje.
–Has de traer muncho dinero.
–Pus no, namás tantito, pero voy a vender la bici y luego voy a trabajar.
–¿Y en qué? Se ve que tú no haces muncho.
–¿Y tú cómo sabes? Ni me conoces.
–Luego se echa de ver.
Paloma se molestó con ese comentario y decidió que era hora de seguirle. Así que se levantó, se echó la mochila a la espalda, cogió la bici y se despidió de Manuel.
–Ya me voy, ahí nos vemos.
–Te enojastes.
–No –mintió Paloma–, sino que se me va a hacer tarde y me va a coger el solazo.
–¿Y cómo te llamas? Ni me has dicho.
–Ya te dije, pero ni te fijaste. Me llamo Paloma.
–Ah, sí. Entonces adiós, Paloma.
–Adiós, Manuel –respondió ella ya sin enojo y realmente contenta de haber platicado con el niño, porque en un ratito había aprendido cosas y se había puesto a pensar en otras que ni se le habían ocurrido; estiró la mano para despedirse y Manuel se la estrechó con gusto.
–Que te vaya bien. A mí me gustaría hacer lo mismo, pero quién va a cuidar la milpa.
–Un día podrás. Adiós.
–Adiós.
Paloma se subió a la bicicleta y un poco trastabillante volvió al camino de terracería que corría paralelo a la vía. Volteó a ver a Manuel, quien la seguía con la mirada y una sonrisa, y agitaba la mano para despedirla; ella soltó un lado del manubrio y también agitó la mano y le gritó:
–¡Adiós! –sonrió también con mucho gusto y satisfecha del alto que había hecho y poco a poco se fue alejando del lugar.

–Qué increíble, pasé sólo un ratito con este niño y me enseñó mucho más de lo que hubiera aprendido en las dos horas de Geografía. Lo dicho, ha sido lo mejor.
Ahí va Paloma. Y ahí junto el niño.
No soy buena para dibujar, pero le hice la lucha :-)
Y aquí, el tren JAJAJA. Sí parece, al menos.

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