La ausencia
¿Por qué
necesita uno de la gente? Antes de vivir en otro lugar al de la ciudad donde
crecí, creía que por ser más bien solitaria, las personas que me rodeaban no
eran importantes y no necesitaba de ellas (cualquier parecido con Help! es cierto). Cuando dejé esa ciudad, fue para trasladarme junto con mis hijos a
otra, pero dentro del mismo país. Ahí notamos cuán importante era tener familia
y amigos cercanos a quienes visitar. Quizá pocos iban a nuestra casa, pero
nosotros sí solíamos ir a casa de mis hermanos –que son varios- o de mis amigas
–que en ese entonces no eran tantas-; también visitábamos, a mis papás o mis
hijos, a sus otros abuelos. Era muy agradable llegar y sorprenderlos, no sé si
para bien o para mal, pero les llegábamos siempre de improviso. Nunca nadie nos
hizo mala cara ni nos dijeron que les molestara nuestra visita. Bueno, en una
ocasión me dijeron que mis hijos hacían desastres con los champús y demás
productos del baño. Ellos dijeron que se trataba de experimentos. Nuestras
visitas se redujeron por una autocensura o, mejor dicho, por una censura de mi
parte, pero seguimos yendo.
En la nueva ciudad –pequeña-, sí era la
vida más fácil en el sentido de poder trasladarse con mucha rapidez de un sitio
a otro sin padecer tráfico (ahora –lástima- eso ha quedado atrás también allí),
era un placer llegar a cualquier punto de la ciudad en minutos e incluso ir y
venir caminando a la escuela; mis hijos podían jugar en la calle sin temer al
tráfico o a los robachicos (parece que esa posibilidad también se terminó,
según se ve); había comida riquísima y muy barata, comíamos a reventar y deliciossamente
por bastante poco. El aire era limpio y se respiraba con placer y era posible
contemplar el cielo sin esa nata oscura que cubre con frecuencia la ciudad de
México. Nos habíamos mudado a Xalapa y todo era perfecto, excepto la falta de
la familia y los amigos a quienes visitar. Los echamos muchísimo de menos, pero
nos repusimos un poco, sobre todo los niños, que hacen amigos con mucha mayor
rapidez que los adultos; a mí me llevó bastante más tiempo, muchos años –cabe
decirlo.
Tiempo después, tuve la oportunidad de ir
a estudiar a España. Había perseguido una beca durante muchos años, en donde
fuera, pero siempre iban reduciendo la edad una vez que estaba a punto de
alcanzar la que había como límite con anterioridad. Hasta que hallé una a mi
medida. El tope eran 45 años y yo tenía 39, así que era perfecta para mí. Y la
conseguí. Yo no podía creerlo. La beca incluía la manutención, pero no el
traslado, por lo que tuve que recurrir a la ayuda de mi cuñado Víctor, a quien
siempre le estaré agradecida. Él me dijo que nunca le iba a poder pagar. Yo le
juré y perjuré que sí. Él tuvo razón y por eso seguiré reconociendo su
generosidad, porque me lo “prestó” a sabiendas de que no se lo devolvería;
imagino que la intercesión de mi hermana tuvo que ver, y también me siento en
deuda con ella. Yo sí tenía toda la intención de devolver ese dinero, pero la
verdad es que si alguna vez lo tuve, mi hermana me dijo que no era necesario y
que mejor lo aprovechara en otra cosa.
Todo este rodeo es para llegar al hecho de
que aunque estuve solamente seis meses en España, lejos ahora también de mis
hijos, fue muy difícil soportar la lejanía. En aquel tiempo no existían los
medios instantáneos de comunicación aparte del teléfono y procuraba llamar a
mis hijos con cierta frecuencia; los
llamaba a las 10 de la noche de Madrid, que en Xalapa eran las 3 de la tarde.
Iba a una caseta telefónica cerca de la casa y platicaba con ellos lo que me
duraba una moneda de 500 pesetas. Y como no podía hablar con otras personas,
porque la beca no alcanzaba para tanto, escribía cartas todos los días: a mis
hijos (una para cada uno, o sea, dos), a mis hermanos, a amigos, a vecinos, a
exnovios, a expretendientes, a quien se me ocurriera. Algunos contestaban –nada
más los parientes y los amigos, por fortuna- y otros, no. Yo esperaba con ansia
las cartas de mis hijos y la que fuera. Incluso solicité catálogos para compras
por correo con tal de que al llegar a la casa hubiera algo en el buzón para mí.
Y no es que viviera sola. Compartía un
departamento con la novia de un colega mío y de hecho era bastante cordial
nuestra relación, pero estaba lejos de lo más querido para mí –mis hijos- y de
lo que me era cercano y familiar. También resultaba un poco ajena la cultura. Tenía
en común muchas cosas, empezando por el idioma, punto muy importante, la comida
en cierta medida, el clima no era tan dispar, aunque sí el frío: fue la
primera vez en mi vida que viví por debajo de los cero grados; también las
construcciones más antiguas eran parecidas y muchas otras cosas que yo
consideraba como “mexicanas”, pero hasta entonces me di cuenta de que no era
así y entendí el arrasamiento que hubo cuando la Conquista: ¡no queda casi nada
en la vida urbana del país! En el campo, un poco más, sí, pero por desgracia son
consideradas por muchos como formas atrasadas de construcción o de vida, aunque
en los últimos años ha surgido un deseo de revalorarlas y de rescatarlas. El
trato de la gente me resultaba brusco y grosero; pero después de varios meses
entendí que sólo es diferente y que nosotros en América en general (tuve
compañeros de varios países del continente que me permiten afirmarlo) somos mucho
muy ceremoniosos y las frases de cortesía abundan en nuestro trato,
especialmente con desconocidos. La forma directa de los españoles era como una
bofetada para nuestra circunspección y nos resultaba intolerable. Poco a poco
fuimos aceptando las diferencias. Sin embargo, me hacía falta la familia, mis
hijos –insisto- y esto lo padecíamos por igual todos. La ausencia pesaba. Algunos
tuvieron la fortuna de recibir a sus hijos, esposos y otros familiares; a mí me
visitó una de mis hermanas durante algunas semanas. Mi estancia sólo duró seis
meses y el regreso me costó un poco: sin trabajo, sin dinero, con una deuda que
entonces sí ya vi impagable, pero eso sí, con muchas ganas de ver a mi familia.
Llegué en un momento difícil de la economía: en mi ausencia la inflación había
desvalorizado la moneda y… ¡a enfrentarlo!
Tres años después, se me presentó la
posibilidad de ir a trabajar a otro país. Era una aventura, qué duda cabe, pero
estaba la oportunidad de ganar suficiente dinero como para construir. Ya había
comprado un terreno en abonos gracias a muchas horas de trabajo; y ahora la tan
soñada, añorada y requerida casa se veía más cerca. Y me fui. Fueron dos años,
con –afortunadamente- regresos periódicos, pero los primeros meses fueron muy
difíciles, con somatizaciones de distinto tipo. Nuevamente la lejanía de la
familia y de los amigos. Nuevo idioma, nueva cultura. Una cosa es estudiar un
idioma en la escuela, donde en las grabaciones del British Council todo es
clara y correctamente pronunciado y a una velocidad “prudente y otra es
emplearlo ya en una situación real. Y a reaprender. No es que no sirviera lo
que sabía, pero tampoco sabía todo lo que necesitaba. Y no hablo más que de la
vida cotidiana: las compras, el saludo a los colegas a los vecinos o a los
escasísimos transeúntes.
Entonces ya había internet y fue lo que me
salvó. Muchos me preguntaban “Cómo es allá” y para evitar escribir textos casi
iguales de uno por uno, empecé con una especie de crónica de mi vida
cotidiana y de lo que me resultaba sorprendente. Gracias a ello no perdí la
razón. En el lugar donde viví, un minúsculo pueblo en el estado de Ohio en
Estados Unidos llamado Granville, no había mucho qué hacer en el tiempo libre.
Mis colegas tenían cada uno sus quehaceres y vida, y yo salía sobrando, o así
me sentía. El transporte público no existía y yo me negué a comprar un coche,
puesto que mi objetivo primordial era ahorrar lo más posible. Este pequeño
sitio era, sí, muy hermoso, el pueblo en sí y el entorno, qué duda cabe. Conocí
a varias personas con quienes todavía mantengo contacto no obstante los años
que han pasado, pero era tal el aislamiento, que yo estaba segura de que iba a
perder la razón. Escribir me salvó –estoy convencida-, porque me sentía
comunicada con ese intercambio de crónica a cambio de respuestas y comentarios.
Este nuevo medio electrónico me ayudó a mantener la cordura, porque la
comunicación era, en muchos casos, inmediata; o casi, y siempre muy efectiva.
Me mantenía al tanto de los demás (hijos, familia, amigos) y yo les contaba lo
que veía, sorprendía, enojaba o maravillaba. Escribía casi a diario y eso me
entretuvo, además de desarrollar más en mí una capacidad observadora, pues
siempre pensaba en lo que les iba a describir a los otros. Procuraba utilizar
el humor, aunque a veces, en momentos críticos, resultaba patética.
Allí vi mi primera lluvia de estrellas y
la única en mi vida con muchas, muchas. Tuve que caminar a un sitio boscoso
donde no hubiera iluminación y en un sendero me topé con una familia de venados
que por ahí era frecuente ver. Fue una experiencia increíble y siempre deseaba
poder compartir lo que veía, oía, experimentaba con “los demás” y por eso
escribía y escribía. Caminaba una hora y media para ir a la ciudad más próxima
donde había cine o centros comerciales donde al menos podía ver más gente. En
ese país las personas casi no salen a la
calle más que en coche, y si lo hacen, no hablan con los demás. Era difícil vivir en un sitio
así, acostumbrada a las multitudes. Y claro, uno lleva sus complejos encima –es
preciso decirlo-. El caso es que casi no tenía contacto con la gente de allá,
salvo en mis clases con mis alumnos y en las horas de oficina con los colegas,
pero poco más. Una vez, una colega recibió de visita a una amiga suya, luego
nos hicimos amigas ella y yo, y en las horas en las que estábamos en la
escuela, ella –me contó- se paseaba por el pueblo y pasaba un buen rato en un
café. Decía que ya debía de estar aburrido el de la cafetería porque iba allí
cada día. Estuvo unas cuantas semanas que le resultaron bastante difíciles. Y
es así: no hay nadie en la calle, por lo tanto, si tú sales, no te cruzas con
nadie, no ves a nadie, no hablas con nadie; ¡te enloqueces!
Pero eso llegó a su fin y yo regresé con
mis dólares para poder construir la mencionada casa. Fue un regreso distinto al
de España. A mi vuelta tenía un trabajo, aunque no fuera el ideal y sin mucha
paga; ello, gracias a una colega, que en ese tiempo estaba en un cargo que le
permitía elegir a quienes darían cursos sin más trámite. Tenía dinero y mis
hijos ya eran mayores. Y yo también. Regresé donde mis hijos, amigos y familia.
Terminaba la nostalgia.
Luego de un largo tiempo y muchas
experiencias diversas, entre ellas el estreno de la casa, la mudanza de mi hija
a un sitio lejanísimo aunque muy hermoso, el final de la carrera de mi hijo y
nuestros roces producto de la cotidianeidad, una estancia de dos años en la
ciudad de México para hacer un posgrado, una grave enfermedad, y a raíz de ésta
mi decisión de volverme panadera, lo cual me volvió muy dicharachera y
hablantina por citar lo más relevante, volví a irme. Y ahora estoy aquí, lejos otra
vez, otra vez con esa necesidad de saber de mis allegados, con más amigos que
antes y con muchos más conocidos. Con otros medios instantáneos para
comunicarnos, pero no por ello más satisfactorios para mí. La ausencia es
lejanía y eso es lo que vivo: ausencia de lo que me es familiar y lejanía de
cuanto me es caro, incluyendo la tan anhelada casa, que está allá, con un par
de gatos y una perra dentro, quienes seguro me echan de menos como yo a ellos, igual
que yo a los árboles que crecen en el “jardín”, que de eso tiene poco, pero que
tiene un suelo y clima benignos gracias a los cuales con enterrar una rama de
otra planta crece una nueva casi sin hacer nada. Esto último, lo crean o no, me
hace mucha falta. Me hace falta –y mucho- la risa y la sonrisa que me provocan familia,
amigos y mascotas, y mi país en general, no obstante sus tribulaciones. (1-3 de
julio de 2017.)