lunes, 3 de julio de 2017

Estar lejos

La ausencia
¿Por qué necesita uno de la gente? Antes de vivir en otro lugar al de la ciudad donde crecí, creía que por ser más bien solitaria, las personas que me rodeaban no eran importantes y no necesitaba de ellas (cualquier parecido con Help! es cierto). Cuando dejé esa ciudad, fue para trasladarme junto con mis hijos a otra, pero dentro del mismo país. Ahí notamos cuán importante era tener familia y amigos cercanos a quienes visitar. Quizá pocos iban a nuestra casa, pero nosotros sí solíamos ir a casa de mis hermanos –que son varios- o de mis amigas –que en ese entonces no eran tantas-; también visitábamos, a mis papás o mis hijos, a sus otros abuelos. Era muy agradable llegar y sorprenderlos, no sé si para bien o para mal, pero les llegábamos siempre de improviso. Nunca nadie nos hizo mala cara ni nos dijeron que les molestara nuestra visita. Bueno, en una ocasión me dijeron que mis hijos hacían desastres con los champús y demás productos del baño. Ellos dijeron que se trataba de experimentos. Nuestras visitas se redujeron por una autocensura o, mejor dicho, por una censura de mi parte, pero seguimos yendo.
     En la nueva ciudad –pequeña-, sí era la vida más fácil en el sentido de poder trasladarse con mucha rapidez de un sitio a otro sin padecer tráfico (ahora –lástima- eso ha quedado atrás también allí), era un placer llegar a cualquier punto de la ciudad en minutos e incluso ir y venir caminando a la escuela; mis hijos podían jugar en la calle sin temer al tráfico o a los robachicos (parece que esa posibilidad también se terminó, según se ve); había comida riquísima y muy barata, comíamos a reventar y deliciossamente por bastante poco. El aire era limpio y se respiraba con placer y era posible contemplar el cielo sin esa nata oscura que cubre con frecuencia la ciudad de México. Nos habíamos mudado a Xalapa y todo era perfecto, excepto la falta de la familia y los amigos a quienes visitar. Los echamos muchísimo de menos, pero nos repusimos un poco, sobre todo los niños, que hacen amigos con mucha mayor rapidez que los adultos; a mí me llevó bastante más tiempo, muchos años –cabe decirlo.
     Tiempo después, tuve la oportunidad de ir a estudiar a España. Había perseguido una beca durante muchos años, en donde fuera, pero siempre iban reduciendo la edad una vez que estaba a punto de alcanzar la que había como límite con anterioridad. Hasta que hallé una a mi medida. El tope eran 45 años y yo tenía 39, así que era perfecta para mí. Y la conseguí. Yo no podía creerlo. La beca incluía la manutención, pero no el traslado, por lo que tuve que recurrir a la ayuda de mi cuñado Víctor, a quien siempre le estaré agradecida. Él me dijo que nunca le iba a poder pagar. Yo le juré y perjuré que sí. Él tuvo razón y por eso seguiré reconociendo su generosidad, porque me lo “prestó” a sabiendas de que no se lo devolvería; imagino que la intercesión de mi hermana tuvo que ver, y también me siento en deuda con ella. Yo sí tenía toda la intención de devolver ese dinero, pero la verdad es que si alguna vez lo tuve, mi hermana me dijo que no era necesario y que mejor lo aprovechara en otra cosa.
     Todo este rodeo es para llegar al hecho de que aunque estuve solamente seis meses en España, lejos ahora también de mis hijos, fue muy difícil soportar la lejanía. En aquel tiempo no existían los medios instantáneos de comunicación aparte del teléfono y procuraba llamar a mis hijos  con cierta frecuencia; los llamaba a las 10 de la noche de Madrid, que en Xalapa eran las 3 de la tarde. Iba a una caseta telefónica cerca de la casa y platicaba con ellos lo que me duraba una moneda de 500 pesetas. Y como no podía hablar con otras personas, porque la beca no alcanzaba para tanto, escribía cartas todos los días: a mis hijos (una para cada uno, o sea, dos), a mis hermanos, a amigos, a vecinos, a exnovios, a expretendientes, a quien se me ocurriera. Algunos contestaban –nada más los parientes y los amigos, por fortuna- y otros, no. Yo esperaba con ansia las cartas de mis hijos y la que fuera. Incluso solicité catálogos para compras por correo con tal de que al llegar a la casa hubiera algo en el buzón para mí.
     Y no es que viviera sola. Compartía un departamento con la novia de un colega mío y de hecho era bastante cordial nuestra relación, pero estaba lejos de lo más querido para mí –mis hijos- y de lo que me era cercano y familiar. También resultaba un poco ajena la cultura. Tenía en común muchas cosas, empezando por el idioma, punto muy importante, la comida en cierta medida, el clima no era tan dispar, aunque sí el frío: fue la primera vez en mi vida que viví por debajo de los cero grados; también las construcciones más antiguas eran parecidas y muchas otras cosas que yo consideraba como “mexicanas”, pero hasta entonces me di cuenta de que no era así y entendí el arrasamiento que hubo cuando la Conquista: ¡no queda casi nada en la vida urbana del país! En el campo, un poco más, sí, pero por desgracia son consideradas por muchos como formas atrasadas de construcción o de vida, aunque en los últimos años ha surgido un deseo de revalorarlas y de rescatarlas. El trato de la gente me resultaba brusco y grosero; pero después de varios meses entendí que sólo es diferente y que nosotros en América en general (tuve compañeros de varios países del continente que me permiten afirmarlo) somos mucho muy ceremoniosos y las frases de cortesía abundan en nuestro trato, especialmente con desconocidos. La forma directa de los españoles era como una bofetada para nuestra circunspección y nos resultaba intolerable. Poco a poco fuimos aceptando las diferencias. Sin embargo, me hacía falta la familia, mis hijos –insisto- y esto lo padecíamos por igual todos. La ausencia pesaba. Algunos tuvieron la fortuna de recibir a sus hijos, esposos y otros familiares; a mí me visitó una de mis hermanas durante algunas semanas. Mi estancia sólo duró seis meses y el regreso me costó un poco: sin trabajo, sin dinero, con una deuda que entonces sí ya vi impagable, pero eso sí, con muchas ganas de ver a mi familia. Llegué en un momento difícil de la economía: en mi ausencia la inflación había desvalorizado la moneda y… ¡a enfrentarlo!
     Tres años después, se me presentó la posibilidad de ir a trabajar a otro país. Era una aventura, qué duda cabe, pero estaba la oportunidad de ganar suficiente dinero como para construir. Ya había comprado un terreno en abonos gracias a muchas horas de trabajo; y ahora la tan soñada, añorada y requerida casa se veía más cerca. Y me fui. Fueron dos años, con –afortunadamente- regresos periódicos, pero los primeros meses fueron muy difíciles, con somatizaciones de distinto tipo. Nuevamente la lejanía de la familia y de los amigos. Nuevo idioma, nueva cultura. Una cosa es estudiar un idioma en la escuela, donde en las grabaciones del British Council todo es clara y correctamente pronunciado y a una velocidad “prudente y otra es emplearlo ya en una situación real. Y a reaprender. No es que no sirviera lo que sabía, pero tampoco sabía todo lo que necesitaba. Y no hablo más que de la vida cotidiana: las compras, el saludo a los colegas a los vecinos o a los escasísimos transeúntes.
     Entonces ya había internet y fue lo que me salvó. Muchos me preguntaban “Cómo es allá” y para evitar escribir textos casi iguales de uno por uno, empecé con una especie de crónica de mi vida cotidiana y de lo que me resultaba sorprendente. Gracias a ello no perdí la razón. En el lugar donde viví, un minúsculo pueblo en el estado de Ohio en Estados Unidos llamado Granville, no había mucho qué hacer en el tiempo libre. Mis colegas tenían cada uno sus quehaceres y vida, y yo salía sobrando, o así me sentía. El transporte público no existía y yo me negué a comprar un coche, puesto que mi objetivo primordial era ahorrar lo más posible. Este pequeño sitio era, sí, muy hermoso, el pueblo en sí y el entorno, qué duda cabe. Conocí a varias personas con quienes todavía mantengo contacto no obstante los años que han pasado, pero era tal el aislamiento, que yo estaba segura de que iba a perder la razón. Escribir me salvó –estoy convencida-, porque me sentía comunicada con ese intercambio de crónica a cambio de respuestas y comentarios. Este nuevo medio electrónico me ayudó a mantener la cordura, porque la comunicación era, en muchos casos, inmediata; o casi, y siempre muy efectiva. Me mantenía al tanto de los demás (hijos, familia, amigos) y yo les contaba lo que veía, sorprendía, enojaba o maravillaba. Escribía casi a diario y eso me entretuvo, además de desarrollar más en mí una capacidad observadora, pues siempre pensaba en lo que les iba a describir a los otros. Procuraba utilizar el humor, aunque a veces, en momentos críticos, resultaba patética.
     Allí vi mi primera lluvia de estrellas y la única en mi vida con muchas, muchas. Tuve que caminar a un sitio boscoso donde no hubiera iluminación y en un sendero me topé con una familia de venados que por ahí era frecuente ver. Fue una experiencia increíble y siempre deseaba poder compartir lo que veía, oía, experimentaba con “los demás” y por eso escribía y escribía. Caminaba una hora y media para ir a la ciudad más próxima donde había cine o centros comerciales donde al menos podía ver más gente. En ese país las personas  casi no salen a la calle más que en coche, y si lo hacen, no hablan con los demás. Era difícil vivir en un sitio así, acostumbrada a las multitudes. Y claro, uno lleva sus complejos encima –es preciso decirlo-. El caso es que casi no tenía contacto con la gente de allá, salvo en mis clases con mis alumnos y en las horas de oficina con los colegas, pero poco más. Una vez, una colega recibió de visita a una amiga suya, luego nos hicimos amigas ella y yo, y en las horas en las que estábamos en la escuela, ella –me contó- se paseaba por el pueblo y pasaba un buen rato en un café. Decía que ya debía de estar aburrido el de la cafetería porque iba allí cada día. Estuvo unas cuantas semanas que le resultaron bastante difíciles. Y es así: no hay nadie en la calle, por lo tanto, si tú sales, no te cruzas con nadie, no ves a nadie, no hablas con nadie; ¡te enloqueces!
     Pero eso llegó a su fin y yo regresé con mis dólares para poder construir la mencionada casa. Fue un regreso distinto al de España. A mi vuelta tenía un trabajo, aunque no fuera el ideal y sin mucha paga; ello, gracias a una colega, que en ese tiempo estaba en un cargo que le permitía elegir a quienes darían cursos sin más trámite. Tenía dinero y mis hijos ya eran mayores. Y yo también. Regresé donde mis hijos, amigos y familia. Terminaba la nostalgia.

     Luego de un largo tiempo y muchas experiencias diversas, entre ellas el estreno de la casa, la mudanza de mi hija a un sitio lejanísimo aunque muy hermoso, el final de la carrera de mi hijo y nuestros roces producto de la cotidianeidad, una estancia de dos años en la ciudad de México para hacer un posgrado, una grave enfermedad, y a raíz de ésta mi decisión de volverme panadera, lo cual me volvió muy dicharachera y hablantina por citar lo más relevante, volví a irme. Y ahora estoy aquí, lejos otra vez, otra vez con esa necesidad de saber de mis allegados, con más amigos que antes y con muchos más conocidos. Con otros medios instantáneos para comunicarnos, pero no por ello más satisfactorios para mí. La ausencia es lejanía y eso es lo que vivo: ausencia de lo que me es familiar y lejanía de cuanto me es caro, incluyendo la tan anhelada casa, que está allá, con un par de gatos y una perra dentro, quienes seguro me echan de menos como yo a ellos, igual que yo a los árboles que crecen en el “jardín”, que de eso tiene poco, pero que tiene un suelo y clima benignos gracias a los cuales con enterrar una rama de otra planta crece una nueva casi sin hacer nada. Esto último, lo crean o no, me hace mucha falta. Me hace falta –y mucho- la risa y la sonrisa que me provocan familia, amigos y mascotas, y mi país en general, no obstante sus tribulaciones. (1-3 de julio de 2017.)