viernes, 26 de junio de 2015

Capítulo 12 Una noche de perros


Paloma buscó en las diferentes salas dónde quedarse, de tal modo que estuviera lo más cómoda posible. En realidad, todos los asientos eran iguales y no había nada qué elegir en ese sentido, pero sí en la ubicación. Estuvo recorriendo la Central para sentir las corrientes de aire y la temperatura a fin de encontrar el sitio donde se sintiera menos frío. Fue difícil elegir, porque era casi igual en todos lados. Había creído que en esa época ya estaría más tibio, pero al parecer las noches allí enfriaban siempre. Se preguntó si en alguna época del año se sentiría calor, porque aquella construcción era una especie de refrigerador. Finalmente eligió unos asientos y se puso toda la ropa que pudo para mantenerse caliente. No era mucha, pero de algo le ayudaría.
            No era la única en esa coyuntura. Había incluso algunas familias completas en su misma situación, o mujeres con sus hijos; hombres solos jóvenes, de mediana edad y maduros o en grupo; y alguna que otra mujer mayor sola. Jóvenes como ella y solas, ninguna. Eso la preocupó un poco, porque probablemente implicaría que le fuera a hacer la plática más de un hombre. De modo que decidió situarse entre una familia y una señora no tan mayor, pero que le inspiró confianza. Ya tenía elegido el lugar, esperaba que siguiera libre hasta que decidiera irse a dormir: eran muchas horas de estar en una posición incómoda como para empezar tan temprano. Pensó que así sería, pues por lo que pudo observar parecía una especie de acuerdo que las mujeres se sentaran más o menos cerca unas de otras. De todos modos faltaban muchas horas para las cuatro. Tal vez todavía algunos iban a salir en las pocas corridas que restaban para ese día, y aunque sentía cierto cansancio por la mala noche anterior, el viaje en bicicleta hasta San Juan del Río y la caminata por Querétaro, no era tanto como para aguantar un asiento como aquellos por horas.
            Para hacer tiempo, caminó mirando los aparadores que exhibían diversos artículos: objetos de cuero como cinturones y cubiertas para libros, piedras, muchas piedras de varios colores que, según supo por los mismos letreros, se llamaban ópalos y al parecer eran muy apreciadas, porque había muchos locales que las vendían. Había también anillos, aretes, pulseras y collares hechos con esas piedras.
Asimismo, había juguetes de cartón. Recordó, al ver unas muñecas, que una vez, luego de un viaje, su papá les había llevado a ella y a su hermana una a cada una. Entonces no le gustaron y le cayeron muy mal, porque además olían horrible, pero al verlas en los aparadores le rememoraron los años de su infancia y le parecieron muy bonitas. Hubiera querido comprarse una, pero además de que estaba ya cerrado y no quería gastar dinero en lo que no era indispensable, tampoco quería ir cargando cosas que, aunque le gustaran, resultaran un lastre. En todo caso, si comprara objetos, sería cuando regresara y eso si tenía dinero, por supuesto.
Pasó un buen rato viendo las muñecas: ahora se daba cuenta de que eran como cirqueras, por el traje que tenían con adornos de pintura blanca y diamantina y sus cuerpos robustos; tenían ojos grandes, muy abiertos, y la piel era de color rosa muy fuerte, con las mejillas arreboladas y el mismo peinado, sólo variaba el color del pelo: amarillo, anaranjado y negro y el del traje: verde, rojo, morado, azul; el olor era el mismo: a cola. Tenían las piernas y los brazos móviles, gracias a unos cordones que les permitían, justamente, dar marometas de circo, cuando se jugaba con ellas Todas tenían casi el mismo rostro y se sorprendió de que fueran idénticas a las que ella recordaba. ¿Serían las mismas personas las que las seguían haciendo? ¿Serían las mismas familias? ¿Cuántas generaciones llevaban fabricando aquellos juguetes? ¿En qué año habrían empezado a hacerlas? ¿Utilizarían los mismos moldes? Qué interesante hubiera sido conocer a alguien que las hiciera y que le respondiera todas las preguntas que le surgían y más aún, ver cómo las fabricaban.
También había caballitos, máscaras y cascos, todos hechos de cartón. Con ellos recordó que en las ferias y los quinces y dieciseises de septiembre los vendían en los puestos que se ponían en esas fechas. La nostalgia la invadió, pues las imágenes de su niñez de las veces que habían ido ella y su hermana al desfile con su papá vinieron de repente: recordó que llegaban muy temprano para conseguir un buen lugar, justo al lado de la calle por donde pasaría el desfile y cómo las personas de las casas cercanas sacaban las sillas de sus casas y las alquilaban. Se acordó también de los periscopios de cartón que habían comprado las veces que habían llegado tarde y que les permitían ver un poco mejor; en ese tiempo le parecían instrumentos mágicos y no entendía muy bien el mecanismo, por más que veía que había un espejo de un lado y otro del otro.
La gente se divertía en aquellos desfiles y con verdadera admiración lanzaba serpentinas al paso de soldados, bomberos y charros; y monedas de cinco centavos a los tamarindos, que seguramente sentían mucho coraje e incluso humillación, pero permanecían impasibles. Recordó lo que comían en aquellas ocasiones: toda clase de antojos y dulces, y cómo al regreso su mamá siempre regañaba a su papá por haberlo permitido.
Toda aquella nostalgia habían provocado los juguetes de cartón, aunque Paloma no sabía que así se llamaba esa mezcla de tristeza y alegría que sentía frente a aquel aparador.
Siguió así recorriendo los pasillos y admirando los aparadores varias veces, hasta que se aburrió y decidió, ya con más cansancio, que era momento de sentarse y dormir. Buscó el lugar que había elegido, pero ya estaba ocupado. Desde luego, había sido muy ingenua al pensar que iba a permanecer vacío, así que tuvo que buscar otro. Ya no había ninguno rodeado por mujeres, solamente había uno donde al lado había una mujer con un niño pequeño, y del otro un señor que dormía y roncaba. Paloma dudó un poco, pero al fin decidió sentarse allí. Saludó a la mujer y se acomodó de la mejor manera posible de tal modo que su mochila estuviera a salvo, y ella, cómoda, hasta donde las condiciones se lo permitieran. Se había comprado un atole de teja. La señora del puesto le dijo que era muy típico de Querétaro, sin darle más explicaciones y se quedó sin saber qué era teja, pero después de los cuatro días de viaje ya estaba un poco más dispuesta y abierta a probar nuevas cosas. Le gustó, sabía bien, así que lo disfrutó ya sentada. Luego, la mujer le hizo la plática:
–Oye, muchacha, ¿verdá que mi boleto dice que salgo a las 5:10 pa San Miguel? –le peguntó la mujer y le mostró el boleto a Paloma; ésta lo vio y le contestó:
–Sí, señora.
–¿Tú pa ónde vas?
–A San Luis, señora. Pero no he comprado mi boleto.¿Lo tengo que comprar ya?
–Pos claro, muchacha, porque si te esperas, ya no vas a hallar. Y puede que ya ni siquiera orita.
–¡No me diga! ¿Le encargo mi lugar? Voy a comprarlo.
Era obvia la inexperiencia de Paloma y pecaba de incauta. Viajar en autobús era un poco distinto de hacerlo en tren y no había tomado la precaución de comprar el boleto desde que llegó. Finalmente era la primera vez que tenía que ocuparse de todo por sí misma: en cualquier otro viaje sus papás resolvían detalles como ése. Un rato después regresó a su lugar.
–No, ya no hay.
–Pos a quién se le ocurre. ¿No ves que viaja muncha gente? ¿Y ora?
–Me dijeron que espere a la hora de salida a ver si hay algún lugar en alguno de paso, o que me vaya en los de segunda, si es que no van muy llenos, porque al fin en ésos van hasta parados.
–No, pues ójala y halles uno, porque irse parado hasta allá, ta canijo. Y luego no falta un viejo fastidioso que te agarre las nalgas o las chichis quesque porque va muy lleno o se iba a cair. Ya sabes cómo son.
–Ay, sí, un fastidio.
–Pos sí, uno tiene que andar a las vivas todo el tiempo. Y no respetan a nadien. Yo, con mi criatura, igual tengo que lidiar. Uno cree que porque te ven con uno o varios hijos van a tener cierto respeto. ¡Qué va a ser! Yo no sé por qué es así. Claro, ya en los pueblos chicos ya no, porque todos se conocen y ni modo que anden ahí de mañosos, pero cuando andan en lugares grandes, como aquí, se desatan, parecen perros.
–¿Y ora qué hago?
–Pos aguantarte. Cómo no comprastes el boleto antes.
–Pues no sabía.
La mujer lanzó una carcajada y se rio muy divertida un rato hasta que pudo hablar:
–Cómo voy a creer. Si yastás bien grandota. Yo a los doce años ya iba y venía sola desde mi pueblo a San Miguel, a Guanajuato, aquí a Querétaro. Hasta a San Luis. Tenía que ir a vender las gordas que hacía mi mamá. A cada uno de mis hermanos nos mandaba a un lugar distinto pa vender más y que nos alcanzara. Cómo trabajaba la pobrecita. Y a nosotros nos tocaba la venta. Eso sí, pobres de nosotros si no entregábamos bien las cuentas, moquetiza que nos paraba. ¿Y tú, cuántos años tienes? Se te echan de ver unos quince o dieciséis.
–Sí –respondió Paloma sin precisar por lo avergonzada que se sentía al evidenciar su ignorancia.
–Pos sí, y has de ser de ciudá. No sé por qué son así, como mensos, medio inútiles y hasta mañosos, con perdón tuyo. No saben nada, no saben andar solos, no saben cuidarse, pero a la hora de pagar son bien habilones, regatean por todo y no se dan cuenta de cuánto trabajo cuesta hacer las cosas, y si se dan cuenta, se hacen pendejos, todo lo quieren regalado, como si le hicieran a uno un favor.
Era evidente que la mujer guardaba resentimientos hacia los citadinos y Paloma se sentía incómoda, aunque se daba cuenta de que la mujer tenía razón en muchas de sus opiniones, así que trató de cambiar el tema de la conversación.
–¿Y a qué vino a Querétaro? ¿De paseo?
–¿No te digo? No todo es paseo en la vida, al contrario, es lo menos que hay –contestó la mujer todavía molesta seguramente por las reminiscencias que le había despertado la presencia de Paloma.
–No, ya sé, tampoco piense que soy mensa –respondió Paloma ya en tono molesto y justificó su pregunta–, yo nada más quería que platicara de algo que no la hiciera enojar.
–Mm, pos sí. Has de dispensar, pero es que estoy enojada.
–Pues sí, pero no conmigo, yo qué.
–No, sí, dispensa. Es que vine a ver a mhijo a la cárcel. Este niño es mi nieto.
–Ah, ¿tan joven usted y ya es abuela? Ni parece.
–Pos sí, y ora a mí se me quedó, porque mi nuera se me murió. Hace ocho días la estábamos enterrando, pero no me animé a decirle a mhijo. Nomás como que lo dejé preparado. Le dije: ya prepárate para lo peor, porque Naila está muy mal, ya nos dijeron en el centro de salud que no va a durar mucho. Y cuál, si ya te digo, hace ocho días que la enterramos. Y bien jovencita, apenas diecinueve años. Y el niño, pos a mí se me quedó.
–¿Y su hijo por qué está en la cárcel? ¿Cuándo sale?
–No, pos a mhijo le dieron diez años. Unos judiciales lo agarraron y como no les dio harta lana que le pedían, pos lo metieron al bote. Que dizque porque vendía droga en la calle. Pero no, él aquí trabajaba; él y mi nuera se habían venido pa trabajar hace dos años. El niño ya nació aquí. Y luego, la familia de ella, su mamá, bueno, no su mamá, ni siquiera, sino la abuela y una tía dicen que nosotros la matamos, que fue nuestra culpa. Y el niño estaba primero con ellas, luego fueron por mi nuera, que estaba en mi casa, y con engaños me la quitaron y me dejaron al niño; y a los poquitos días que se muere la Naila. Ora dicen que yo jui y que me van a acusar. Y mi nieto se me quedó, pero ya ella me lo había encargado. Nomás que está malito, lo oyes cómo tose, ta muy tristito. Yo a mi nuera la quería mucho y ella a mí. Sentí mucho su muerte, desde su enfermedad, tenía lucemia, pero en dos años, ¿tú crees?, se fue y se fue pa abajo y cada vez pior…
Paloma dejó de poner atención a lo que decía la mujer. Se dio cuenta de que no se iba a callar quién sabe hasta qué horas. Y los ronquidos del señor de junto se habían hecho más ruidosos. Según se veía no iba a poder pegar pestaña aquella noche y con la preocupación de no tener boleto se sentía inquieta. Decidió levantarse y dar una vuelta.
–Qué barbaridad, señora, qué difícil debe haber sido todo eso para usted. Orita vengo, voy al baño. ¿Me cuida mi lugar?
Paloma se fue con la esperanza de que al no tener al lado con quien platicar, la mujer se dormiría y entonces podría regresar y al menos descansar un rato, en caso de que no pudiera conciliar el sueño. De todos modos se dijo que si encontraba otro lugar que le inspirara confianza se quedaría; en todo caso, esperaría un tiempo prudente calculando que la mujer ya estuviera dormida.
La gente estaba, en su mayoría, en silencio, tratando de, cuando menos, reposar tantito; otros, ya dormidos y hasta roncando; unos más, platicando en voz más bien baja para no despertar a los demás; todos tapados con cobijas y chamarras, o aunque fuera con periódicos, porque el frío estaba calador. Paloma no llevaba más abrigo que su sudadera. Fue al baño a ver qué más podía ponerse. Buscó en la mochila, pero ya no traía más, ya se había puesto toda la ropa que traía, que no era mucha, y hasta su gorra. Se acordó de su pañuelo, lo sacó y se lo amarró en el cuello. Y no había más.
Recorrió la Central para buscar otro lugar, pero al final regresó donde la señora del nieto. Cuando estaba cerca vio que estaba platicando con el señor que antes dormía y roncaba. “¡Qué bárbara!, se ve que no puede dejar de hablar. Ha de haber despertado al señor para platicarle”, pensó Paloma y decidió que definitivamente lo mejor era buscar otro lugar, así que optó por el que le pareció menos inseguro, entre una pareja de ancianos y un hombre más bien joven. Se acercó sigilosa, pues la pareja dormía. El hombre la miró lascivamente de arriba abajo y eso le disgustó a Paloma, así que ni siquiera hizo el intento de sentarse. Vio el reloj de la Central. Apenas era la una y media. Estaba cansada y le dieron ganas de llorar. Era la primera vez que no dormía en una cama y recordó lo que había dicho la mujer del nieto sobre los citadinos. Entonces le dieron más ganas de llorar y ya no pudo contenerse: las lágrimas empezaron a salir, incontenibles, y a rodar por sus mejillas. Sólo quería encontrar un lugar en el cual sentirse segura y dormir un rato. ¿Era mucho pedir? Había incluso algunos perros hechos dona, en algún rincón, durmiendo con placidez. Los envidió y quiso ser perro. Pero no lo era.
En sus varios recorridos por la Central había visto una cafetería. Pensó que allí podría quedarse. Cuando llegó lo primero que vio fue un letrero que decía: “Prohibido dormirse en las sillas. Si quiere silla, consuma”. Paloma no quería gastar en nada que no fuera indispensable, así que pasó de largo, hasta que un hombre le dijo:
–Buenas noches, muchacha. ¿Quieres sentarte? Yo te invito.
Paloma, mosqueada, respondió con un “No, gracias” rápido y se alejó. Definitivamente no sabía qué hacer cuando un hombre le decía algo. Se asustaba y pensaba que corría peligro con cualquier desconocido que le hablara en la calle. Era lo que había aprendido en su casa y lo que, por desgracia, le habían enseñado algunas amargas experiencias, pero pensó que debía aprender a actuar en esas circunstancias.
Sin embargo, ése no era el momento. Entonces tomó una decisión: se fue hacia otro lado de la Central, a sentarse en algún lugar y dormir, sin estar asustándose por anticipado. Si pasara algo, lo enfrentaría en su momento, pero no podía seguir temiendo lo peor por anticipado. Se dio cuenta de que eso la paralizaba y a la larga la obligaría a regresar a su casa, a su cama, a las comodidades, pero si eso ocurría se quedaría a medias en su propósito. “Sí soy calzonuda”, se dijo y recuperó el ánimo.
Dio algunas vueltas más, localizó un lugar en el que decidió acomodarse, más por la temperatura que había que por las personas que allí estaban. Se sentó, aseguró su mochila y se acomodó lo mejor que pudo, decidida a dormir aunque fuera un rato. Y efectivamente, en unos minutos concilió el sueño. Despertó cuando unas personas se levantaron. Sintió alivio cuando se dio cuenta de que sí había podido dormir, aunque se sentía algo torcida por el asiento. Trató de acomodarse otra vez, pero ya no pudo dormirse otra vez, pues ya había empezado un poco de movimiento. Pero algo era mejor que nada, y si ya no podía dormir, observaría a la gente.
Había algunos niños con su mamá. Algunos, muy pocos, con su papá. Algunas parejas. La mayoría, hombres solos que, probablemente, viajaban por trabajo. Pocas familias completas. Muchos, los más, tenían lo que Paloma consideró vestimenta campirana: los hombres, sombrero de palma en su mayoría, algunos de fieltro, pero de ala ancha, pantalón de mezclilla o de gabardina, botas o huaraches de llanta; las mujeres, rebozo, delantal sobre el vestido, huaraches o zapatos de plástico. Las muchachas de su edad, o que parecían serlo, lucían ya como adultas e incluso algunas tenían hijos. ¿Un hijo a su edad? Para Paloma era inconcebible. Si ella apenas era capaz de cuidarse a sí misma y según iba avanzando en su viaje se daba cuenta de todo lo que ignoraba y de lo dependiente que era. Miraba con asombro a las parejas de jóvenes, casi niños, ya con uno o dos hijos. Eran niños para Paloma, pero en su pueblo, en su medio, eran adultos desde hacía tiempo. ¿Por qué esas diferencias? Una de estas parejas se sentó a su lado y mientras el hombre–niño había ido a algún lado, Paloma empezó a platicar con la mujer–niña:
–¡Qué bonito! ¿Es tu hijo?
–Sí –dijo orgullosa la joven mamá.
–Cómo se llama.
–Hilario, como su papá.
–¿Es tu esposo el que se fue?
–Sí, es mi marido. Nos casamos hace dos años. Bueno, me robó y ya vivimos juntos desde entonces –respondió también muy orgullosa y preguntó–. ¿Y tú, tienes marido?
–No, todavía no.
–Mmm, pos ya como que te andas quedando.
–¿Yo? No, para eso falta mucho.
–Pos en mi pueblo, alguien de diecisiete que no tiene marido, ya se quedó. Ya nomás si algún viejo viudo se quiere juntar con ella…
–No, pero en la ciudad es diferente, al menos en México. Uno estudia.
–¿Y pa qué? Al final vas a tener hijos y a estar en tu casa, hacer la comida, lavar la ropa, plancharla, llevarle el bastimento al hombre, cuidar a los chamacos. ¿Pa qué tanto estudio?
–¿Y qué tal si tienes que trabajar porque tu esposo se enferma o te deja?
–¿Por qué me ha de dejar, si estoy bien bonita? Además me quiere muncho, muncho. Y si lo necesitara, pus hago quehacer en alguna casa o lavo ajeno.
–Pero a lo mejor, si estudias, trabajas en otra cosa, ganas un poco más.
–Ahistá, tú dices, a lo mejor, no es seguro. ¿Y entonces quién va a hacer quehaceres y a lavar y planchar ajeno? Alguien lo tiene que hacer. Y no tiene nada de malo. No es robar, ni andar de güila, ni nada feo. Es un trabajo bien y otros lo necesitan. Y en ese caso, pido que me paguen más y ya.
–Pero si todas las mujeres van a hacer ese trabajo, no te van a pagar más, porque si te corren, hay más que lo van a hacer por el dinero que tú no quisiste.
–Tú lo que me tienes es muina, porque ya tengo una familia y tú, mira, pareces hombre. ¿Qué andas haciendo tú sola y vestida así? Pa mí que eres marimacha.
–No soy marimacho. Y si tú estás contenta con tener hijos y esposo, y eso es lo que te gusta, a mí qué. A mí me gusta andar así, yo sola.
–Como chiva loca, como burro sin mecate.
–Como sea.
La conversación terminó cuando regresó el joven esposo de la joven esposa. Paloma se quedó un poco molesta, pero al mismo tiempo pensó que se lo merecía, porque qué tenía que andar de metiche en la vida de los demás. Y si así era la vida que alguien escogía, muy su gusto. Era lo mismo en el otro sentido: si ella escogía ser andariega, muy su gusto. Recibió una sopa de su propio chocolate y no le gustó, así que se propuso no andar queriendo aleccionar a nadie, porque cada quien era dueño de su vida y tenía que vivirla como quisiera. “Se dan consejos cuando te los piden, no de a gratis” fue la conclusión de Paloma luego de esa plática.
Ahí había lugar, pero Paloma no se quiso sentar junto al señor, por miedosa.
Pero él ya estaba bien dormido. Eso sí, roncaba a más no poder.
En ese momento escuchó que voceaban un autobús de paso para San Luis y se llamaba a los pasajeros que quisieran viajar a comprar el boleto, así que fue corriendo a la taquilla. Había dos personas ya antes que ella y pensó que no iba a alcanzar lugar, pero afortunadamente lo consiguió. Cuando tuvo el boleto en la mano y se dirigió a abordar el autobús se sintió completamente dichosa y la enorme sonrisa que iluminaba su rostro así lo hacía saber a todo el que se topaba con ella. Se veía más bonita, con todo y el cansancio que también lucía.

Se subió al autobús, buscó el asiento que le habían asignado, puso su mochila en el anaquel para el equipaje, y se sentó. Después de aquella noche de perros lo sintió tan a gusto y tan cómodo, a pesar de lo poco mullido que era. Todavía estaba oscuro a las cuatro de la mañana, así que en cuanto el camión empezó su recorrido, Paloma se quedó profundamente  dormida.

martes, 23 de junio de 2015

Últimamente...

también me he dedicado a dibujar un poco. Aquí pueden ver mi lugar de trabajo.




Me ha gustado mucho ilustrar las aventuras de Paloma. Me resulta muy apaciguador y creo que cada vez me es menos difícil y los dibujos quedan mejor. O tal vez debo decir que a mí me gustan más.
    Es todo, sólo quería compartir estas imágenes.

Capítulo 11 Querétaro


Después de aquellas nuevas y agradables sensaciones que habían durado sólo un breve lapso, Paloma se sentía mucho mejor. Se le había olvidado el dolor del cuerpo y ya no tenía en la memoria la imagen del rostro amoratado de la mujer que tan poco amable había sido con ella, y que incluso le había robado. Dejó atrás aquellos recuerdos y decidió guardar solamente la mirada profunda de los ojos oscuros y el rostro moreno que le seguían haciendo cosquillas por dentro.
¡Ya estaba en Querétaro! Nunca pensó, cuando había planeado el viaje e incluso el día que lo inició, que pasarían tantas cosas antes de llegar allí; había superado todas sus expectativas. Estaba muy contenta, a pesar de los recientes sinsabores.
Antes de salir de la estación preguntó por la salida del tren hacia San Luis Potosí. Y la respuesta que recibió fue demoledora:
–Ya no hay.
–¿Ya no hay boletos? Pero me voy en segunda.
–No, ya no hay tren.
–Cómo, no entiendo.
–Que ya no hay tren de pasajeros.
–Pero si acabo de bajarme de un tren de pasajeros.
–Pues fue el último.
–¡¿Qué?! ¿Ya no hay tren de pasajeros a San Luis?
–Así es. Mejor dicho, a ningún lado.
–Oiga, no, pero por qué. ¿Hubo un descarrilamiento o algo así?
–No, simplemente ya no va a haber nunca más trenes de pasajeros –dijo el hombre de la taquilla que hacía acopio de paciencia, dado que toda la mañana había tenido conversaciones semejantes con las personas que habían llegado, igual que Paloma, a comprar boletos o a pedir informes sobre alguno de los trenes.
–¡No puede ser! ¿Y ahora qué hago?
–Pues están los autobuses.
–Cómo cree. No es lo mismo, no tienen chiste, viajar en tren es ir a otra dimensión a otro México, es vivir otras experiencias.
–Pues sí, es cierto, pero así está la cosa y no hay más que hacer.
–¿Pero ya no va a haber ninguna ruta?
–Pues el México-Guadalajara, sólo de primera plus y nada más va a ser turístico, no va a hacer paradas en cada estación, y por lo mismo, sólo sale desde México o de Guadalajara. Tendrías que ir hasta allá. Ah, y el Chihuahua-Pacífico, ése si va a seguir trabajando normalmente, pero hasta allá en Chihuahua, y va hasta Los Mochis, nada más.
Paloma seguía sin dar crédito a esas desalentadoras noticias. Era lo último que hubiera pensado: quedarse así, de repente, sin lograr el sueño tanto tiempo acariciado y apenas habiéndole tomado el gusto con una probada muy corta. No sabía qué hacer. Se quedó inmóvil frente a la ventanilla, hasta que una persona la sacó de su ensimismamiento:
–¿Me da permiso?
–Sí, perdón –respondió Paloma, dando sólo dos pasos para permitir el paso.
Era un hombre que hizo la misma petición que Paloma y a quien el taquillero tuvo que dar las mismas explicaciones que a Paloma, así volvió a escuchar incrédula la desagradable noticia. Ya no tuvo dudas, era cierto. El hombre tuvo una reacción semejante a la de Paloma. Y el encargado de dar esa noticia a cuanta persona llegara a preguntar se sentía cansado de ello. Eran los últimos días de aquel trabajo y estaba de acuerdo con Paloma: la vida de los ferrocarriles, no sólo los viajes, era distinta y le gustaba. Ahora sólo quedarían los trenes de carga, pero solamente para las grandes empresas. También se había cancelado el servicio de Express, de modo que ya nadie podría enviar nada por tren si no era por toneladas. Sin duda era el fin de una época.
Paloma siguió sin saber qué hacer. Las lágrimas le brotaron y empezaron a rodar por sus mejillas. No lo aceptaba, no podía. Era ver tumbadas por los suelos todas sus fantasías, sus sueños largamente acariciados. Su espíritu de aventura había sufrido un duro golpe y no podía reaccionar, hasta que la sacó de ese estado de pasmo un antellevón que le dio una mujer con una caja y se dirigía, enojadísima, hacia la salida.
–Perdón –le dijo con voz apenas perceptible y quebrada.
Paloma dio un paso para dejarla pasar libremente. La mujer se paró unos pasos adelante y ambas escucharon otra vez los desagradables informes que le daban a alguien más, quien se desató en insultos contra el hombre de los informes, contra Ferrocarriles y contra el gobierno. Paloma y la mujer se voltearon hacia aquella fuente de insultos: era un hombre mayor, de unos setenta años. Ellas lo miraron con empatía, pues actuaba como su vocero involuntario ante aquella decisión arbitraria de dejar a tanta gente sin aquel servicio.
–Tiene razón –le dijo la mujer.
–Pues cómo no, son chingaderas –dijo a manera de respuesta el viejo y continuó–, hágame el favor. Toda mi vida he viajado en tren y ora de repente me salen que ya no hay. Cómo no me voy a encabronar, hijos de la chingada.
–Pus claro, yo lo entiendo. Igual yo, he mandado cantidá de cosas por Express y ahora me salen con que no, que ya no se puede. Pero si todavía hace unos días le mandé a mhija una caja igualita a esta. No es justo. Y así nomás de buenas a primeras salen con su que “Pos ya no hay”, desdichados.

Aquí está la señora, bien muina, sin saber ni qué hacer.
–¡Cabrones!, dígalo, es lo que son.
La señora reparó en Paloma, la vio todavía llorosa y le preguntó:
–Y tú, ¿estás igual que nosotros?
–Sí, señora, iba yo a ir hasta Chihuahua y hace un ratito, apenas me bajé del tren que venía de México y quise preguntar a qué hora salía el de San Luis para seguirle mañana y me dicen que ya no hay, que en autobús, así nomás –respondió Paloma y se le volvieron a salir las lágrimas.
–Ni llores, chamaca. Bueno no, sí, mejor sí, porque de otro modo se queda uno con el entripado y la muina y luego el hígado es el que la lleva. Hazme favor, así nomás, “ya no hay servicio, hágale como quiera”. Con lo caro que sale mandar por autobús. Ni la cargada. Ahí vengo con mi caja, como mensa. Pa qué, pa nada.
–No, no chilles, no les des el gusto –intervino el viejo y agregó enojado–, mándalos a la tiznada.
El viejo y la mujer se fueron juntos renegando y tratando así de sentirse menos vejados por aquella supresión de servicios que afectaba a tanta gente, en su mayoría de pocos recursos, que solía utilizarlo precisamente por la economía que para ellos representaba. Paloma siguió sin saber qué hacer, hasta que por fin se atrevió, al menos, a salir de la estación. Afuera había mucha gente y todo era insultos y confusión. Los taxistas hacían su agosto, pues la gente con bultos debía regresar por donde había venido con su carga, o trasladarse a la Central de autobuses.
Una vez afuera preguntó en un puesto de jugos cómo podía llegar al centro. Aunque con lentitud, había salido del estado de choque en el que la había dejado la noticia que modificaría sus planes y poco a poco fue recuperando el ánimo; pensó que tampoco este obstáculo la iba a detener. Por supuesto, algo cambiaría, no sería igual. Sin embargo, seguiría adelante. Además, con mayor razón debía llegar a Chihuahua, pues sólo así lograría su sueño de hacer un viaje largo en tren.
Recibidas las indicaciones, Paloma iba a empezar a caminar, pero se detuvo un momento. El clima allí era bastante seco y el sol caía a plomo, de manera que se quitó la sudadera. Su ropa estaba completamente seca o más bien, se había humedecido nuevamente, pero por el sudor. Se percató entonces de la sed que sentía y pidió un jugo al hombre que le había informado sobre cómo llegar al centro. Lo disfrutó mucho y también la reanimó un poco más. Enseguida reinició su marcha.
En el trayecto fue observando las calles, las construcciones. Se topó con un parque muy grande, donde se sentó un rato bajo la sombra de los inmensos árboles que lo poblaban y respiró profundamente tratando de olvidar su frustración. Pensó que no sabía cómo se llamaban los distintos tipos de árboles y esto le pareció imperdonable, porque ya estaba en la prepa y era una ignorante, así que se propuso aprender a distinguirlos, preguntando cada vez que tuviera oportunidad, porque en un libro seguramente no identificaría ni la forma de las hojas y además luego traían unos nombres que nunca había oído o en latín. Conocía, sí, algunos nombres, pero sólo podía reconocer los truenos, porque su mamá siempre decía que no le gustaban, pero nada más. Junto a la banca donde se sentó estaba un bolero esperando cliente y Paloma se dirigió a él, poniendo manos a la obra en lo que se acababa de proponer:
–Oiga, buenas tardes. ¿Usted sabe de árboles? –le preguntó sin más preámbulos.
–¿De árboles? –Preguntó a su vez sorprendido por un tema sobre el que jamás pensó que alguien fuera a preguntarle.
–Sí, es que quería preguntarle si sabe cómo se llaman estos que hay aquí. Es que yo no sé y quiero aprender.
–Uh, ¡válgame! Si son refáciles –respondió el bolero ya repuesto de la sorpresa y dispuesto a contestar con gusto.
–Pues ya ve, no sé nada.
–Pues mira, muchacha, la mayoría de los de aquí son álamos, por eso este lugar se llama alameda.
–Ah, pues sí, ¿verdad?
–Pero cuáles son exactamente, porque dice usted que son la mayoría. Eso significa que hay otros. Por ejemplo, ése, yo lo veo distinto.
–Sí, mira –dijo el hombre al tiempo que se paraba de su banquito para cortar una hoja de un árbol, luego regresó y siguió–, ésta que tiene como forma de corazón, bueno más o menos, es de un álamo.
–Ah, sí. Mire, qué fácil. Nadie me había enseñado.
El hombre atravesó el paseo y cortó otras dos de otros dos árboles. Luego regresó con Paloma para enseñárselas:
–Ésta, que también tiene una forma parecida a la otra, pero es blanca de atrás, mira, fíjate, es de álamo blanco.
–Aaah –dijo Paloma con interés a manera de respuesta, y el bolero siguió:
–Y ésta, un poco más larguita, es de fresno. Ve, es un poquito ancha, pero más bien alargada. ¿Lo distingues?
–Sí, sí, señor. Oiga, muchas gracias.
–También hay uno que otro durazno y truenos. Orita te traigo unas hojitas.
–El trueno sí lo conozco.
El bolero fue un poco más lejos, se metió a un prado, cortó una hoja y regresó:
–Ira, es larguita, y flaquita, pero no debes confundirla con el sauco, que son muy parecidas, pero poquito menos largas y una nadita más anchas. Aquí no hay, pero para que no te confundas. Además, las flores son muy distintas. Orita no hay, porque ya los duraznos están chiquitos, de modo que no hay pa enseñarte, pero son de color rosita, muy apenitas, casi blancas.
–Con lo que ya me enseñó es bastante. Muchas gracias. Sí, ahora sí ya los voy a distinguir cuando los vea.
–De nada, muchacha, me da gusto que quieras aprender. Luego los jóvenes no quieren nada de los viejos.
–Usted no está viejo.
–Ja, entonces muchacho, ¿a poco? Pos no.
–Bueno, no es tan mayor.
–Es igual, lo que quiero decir es que los jóvenes no quieren aprender de los mayores. No sé por qué. A mí siempre de niño y de muchacho me gustaba que me enseñara mi abuelo, mi abuela. Sabían muchas cosas.
–Es que… no sé, tal vez pensamos que lo sabemos todo.
–Ha de ser el cine o la tele. Los hacen creerse mucho y que no necesitan saber nada, que allí lo aprenden todo y cuál.
En ese momento llegó un cliente y se sentó en la silla alta para que le diera grasa, lo cual puso fin a la conversación. Paloma le dio las gracias y se quedó un rato más, pensando en lo que le había dicho el bolero. Se dio cuenta de que ella misma creía que sus papás no sabían nada. Seguramente lo único que le faltaba era platicar más con ellos, pero a veces era difícil verse, sobre todo con su papá. Pensó que cuando regresara platicaría con él para saber qué sabía y qué podía aprender. Entonces los recordó y trató de imaginar lo que habría pasado al darse cuenta de su ausencia, seguramente se habría armado un San Quintín, como decía su papá. Luego de un rato decidió seguir con su andar y le preguntó por el centro al bolero:
–Ahí derecho, nomás –le indicó.
–Muchas gracias por todo. Recordaré siempre la lección.
–Sí, muchacha, que te vaya bien.
Querétaro le estaba resultando bonito y la ciudad le iba haciendo recuperar el ánimo conforme la iba conociendo de cerca. Y después de la charla con el bolero y lo aprendido de ello, casi había olvidado el asunto de los trenes, aunque no dejaba de lamentarlo.
Pasando la alameda, las casas y las construcciones eran cada vez más coloniales y estaban más cuidadas; las calles estaban adoquinadas. A esa hora sintió hambre, así que buscó algún lugar para comer. Se dio cuenta de que el dinero empezaba a reducirse. No era que ya no tuviera, sobre todo después de haber vendido la bicicleta, pero sin duda debía administrarse más si quería que le alcanzara al menos para los autobuses, las comidas y posibles hospedajes. Además, con ese problema de los ferrocarriles, el gasto en transporte se iba a acrecentar, de manera que decidió buscar una fonda y comer una comida corrida, o lo que implicara menos gasto, siempre y cuando fuera suficiente.
Cuando encontró una a su gusto se sentó y pidió la comida. En ese momento volvió a recordar a su familia. ¿Ya habría llegado la carta? No, seguramente no, apenas habían pasado tres días. Le parecía increíble que en tan poco tiempo hubiera tenido tantas experiencias y sentía como que ya había pasado una semana. Dudó en llamar por teléfono. A esa hora al menos encontraría sola a su mamá. De hecho toda la tarde. Otra opción era hablarle a Carla. Pero tenía que buscar una caseta de larga distancia.
La llegada de una aromática sopa de tortilla la interrumpió y por el momento decidió disfrutarla, y con mucho apetito. Era increíble que las emociones se lo despertaran tanto. Y éstas se sucedían una detrás de otra. Pensó que iba a engordar.
La tarde empezaba a caer cuando terminó su comida, estaba satisfecha. Mientras lo hacía siguió pensando en la idea de hablar por teléfono, pero al mismo tiempo en reformar su plan de viaje. Finalmente decidió visitar la ciudad por el resto de la tarde y viajar en la noche y dejar para el día siguiente la llamada. Según un mapa, calculó que serían unas dos o tres horas hasta San Luis Potosí, así que si se iba a las ocho, llegaría a las diez u once. Aunque no sabía con qué frecuencia salían los autobuses.
Evidentemente estaba un poco confundida después del cambio brusco que había surgido en sus planes y no podía tomar decisiones. Entonces pensó que debía trazar unos nuevos, para afrontar el cambio, sin dejar de lado la meta primordial, que era llegar a Chihuahua, y entonces poder viajar en ferrocarril. Así que antes de dedicarse a caminar por la ciudad, buscó otro parque y una banca para sentarse y hacer algunas anotaciones que le permitieran reordenar su cabeza y decidir con calma, sin atolondrarse. Vio en el mapa que primero debía ir a San Luis Potosí, luego, a Zacatecas, de ahí a Torreón, directo; o a Durango, para conocerlo, y luego Torreón, y ya de ahí a Chihuahua.
Mientras trazaba su ruta, una y otra vez pensaba en la llamada, hasta que decidió hacerla. Era necesario. Y si se le había venido a la cabeza, debía seguir ese impulso. Entonces buscó una caseta de larga distancia, lo cual no fue difícil en el centro. Decidió que primero le hablaría a Carla, para saber cómo estaba la cosa. Seguramente era a ella a quien primero habría llamado su mamá. Le dio el número a la operadora, quien enseguida lo marcó y luego le dijo que contestara en una de las casetas:
–¿Bueno?
–¿Paloma? ¡No manches! ¡Dónde estás! ¡Por qué no me dijiste que te ibas! Tu mamá me habló y al final tuve que soltar la sopa. Te vas a enojar, pero no sabes cómo estaba, llorando y todo, y que iba a hablar a locatel y a la policía. Mejor le conté tus planes, porque no sabía realmente dónde estabas, sólo que pensabas irte. Pinche Paloma, ¿por qué no me dijiste?
–Pus como le sacaste, ya para qué te decía. Chillona.
–¡Yaaa, déjame! ¿Y qué, dónde andas, cómo estás?
–Nhombre.
–¡Qué!
–Bien padre. Oye, pero no puedo hablar mucho, me sale caro y se me anda acabando el dinero. Nomás hablé para decirte que estoy bien. Ya no me va a alcanzar para hablarle a mi mamá. ¿Ya le habrá dicho a mi papá?
–No sé, pero ella me dijo que te iba a tapar hasta que pudiera. Qué gacha, háblale, aunque sea nada más para que te oiga. Estaba bien preocupada. Y le dejas un paquetote con tu papá.
–Sí, ¿verdad? Bueno, orita le hablo. Ahí te escribo.
–Pero de veras. Qué padre. Ahí me cuentas.
–Chorro de cosas que me han pasado apenas en estos días. Adiós.
Paloma colgó, con la esperanza de que no fuera tan cara la llamada. Salió de la cabina y le preguntó a la señorita cuánto era.
–Treinta pesos.
–¿Treinta?
–Pues es que es hora pico, si fuera de noche saldría más barato, así cuesta.
–Sí, está bien. Ahora otra llamada. ¿Se las pago juntas?
–No, una por una, luego se echan a correr. Págame la que ya hiciste.
–Está bien. Aquí tiene. Ahora quiero otra a este número.
La operadora marcó y le indicó otra de las casetas. Descolgó emocionada y nerviosa al mismo tiempo.
–¿Bueno?
–¡Paloma! ¡Dónde andas! Por fin hablas. Me tienes con el alma en un hilo. No sabes qué invenciones le he contado a tu papá, pero va a llegar un momento en que todo se va a descubrir. ¿Dónde estás?
–Estoy bien, mamá. Sólo hablé para que estés tranquila, pero no te voy a decir dónde, porque me vienen a buscar y todavía me falta mucho por recorrer.
–No seas necia y dime.
–No, sólo hablé para decirte que los quiero mucho, a todos, hasta a Azucena y que estoy bien. Ya regresaré. No se preocupen. Ya te mandé una carta. A ver cuándo llega, me dijeron que tardaba una semana. Adiós, mamita. Te mando un beso. Te quiero mucho.
–No cuelgues, Paloma…
Y Paloma colgó. Se sentía mejor, más aligerada. Pagó la otra llamada que por ser más corta había sido menos cara, y decidió caminar con tranquilidad por el centro, observar las casas, los edificios, visitar alguna iglesia, los museos que pudiera en el resto de la tarde. Había mucho que ver, aunque en parte conocía, pues era uno de los paseos domingueros que a su papá le gustaba dar a lugares cercanos, aunque sólo fuera de entrada por salida. Casi, casi, se trataba de ir a tomar una nieve y regresar. Tenía esa manía y nunca conocían bien ningún lugar. Sólo recorrían en el coche el centro, las calles principales o los lugares famosos, buscaba dónde hubiera nieves, se bajaban todas, menos él, que siempre le pedía a su mamá que le comprara un vaso doble de limón, nunca probaba otro sabor en ningún lado, y el viaje terminaba cuando él terminaba su nieve. Justo a causa de esos recuerdos, en ese momento decidió que se iría por Durango. La idea era aprovechar el viaje y conocer lo más posible. Obviamente, las vueltas de su papá de los domingos nunca los iban a llevar hasta allá, y en las vacaciones no salían de Acapulco. Así que ya estaba decidido el itinerario.
Disfrutó el paseo y conoció un poco más de cerca esa ciudad que si antes, en los viajes relámpago de su papá, le había gustado, ahora, mucho más. Las construcciones eran parecidas a las de Polotitlán, pero mucho más bonitas, más antiguas, por supuesto, pero casi todas tenían un marco y un remate de cantera en puertas y ventanas y éstas últimas eran altas y con reja de hierro forjado. Visitó una que estaba abierta al público llamada la Casa de los Perros, porque había varios perros de piedra que la adornaban. Tenía un patio dentro con su fuente y arcos alrededor; así eran muchas de las construcciones más antiguas. De pasada por uno de los parquecitos se compró un sorbete de guamiche, según le dijo el nevero, pero no sabía qué era; luego, cuando ya lo vio y lo probó le pareció que era pitaya, pero allí se llamaba de ese otro modo, y el sorbete era nieve de agua. Nuevas palabras, que apuntó en cuanto pudo en su cuaderno para que no se le olvidaran.
Se fue haciendo de noche y Paloma calculó que era hora de irse a la Central camionera. Pidió indicaciones, le dijeron qué camión tomar y llegó allí a las ocho. Lo supo porque lo indicaba el reloj de la entrada.

Preguntó en varias líneas y en todas ya había salido la última corrida de ese día. A Paloma le empezó a entrar la angustia, pero se tranquilizó. No había remedio. El próximo salía a las cuatro de la mañana. Así que debía esperar ¡ocho horas! Se sentó en una de las salas de espera para pensar y decidir qué hacer. Pensó que no valía la pena gastar en hospedaje, no estaba en situación de gastar el dinero porque sí, así que lo mejor era esperar allí hasta las cuatro de la mañana. Allí no cerraban, según le informaron, de modo que podía dormir allí mismo y así ahorrarse lo de una noche. Sí, la decisión estaba tomada.

lunes, 22 de junio de 2015

El verano


¡El verano ya está aquí! ¡Ya estoy de vacaciones! Aunque no sé si alegrarme del todo por eso, porque disfruto aprender y además, me urge... pero hay que vivir el aquí y el ahora... OOOOOMMMMMM. 

   
El video iba hasta el final, pero a honras de no sé qué vino a dar aquí y ya que se quede ahí. Es de hace unos minutos, cuando llovió. Ahora ya medio escampó, pero quise compartirles la lluvia también. 
    El buen tiempo ya está aquí. De repente, cuando hace aire se siente friyecito, pero nada qué ver con los meses anteriores, así que me siento muy contenta. Ya hasta he salido en manga corta ¡y con bermudas!, aunque ustedes no lo crean. Todo se llena de flores y el paisaje es verde de todos los tonos posibles de este color. Muy, muy bonito, sin lugar a dudas. Les comparto unas fotos, sin más comentarios. Que las disfruten: 
Por la casa, pero desde una perspectiva diferente a la habitual.

Por mi escuela

Estas flores abundan por todos lados en esta época.

El maíz, que no sé por qué se metió aquí, pero ya lo dejo.

Lo mismo con las papas.

Yo, en el jardín de las esculturas de por acá.
Hacía un aironazo, como puede notarse en mi cabellera.

Y tan tan.

Hace muncho, muncho...

que no escribo.
     Ustedes han de disculpar, pero entre el noruego y el buen tiempo (que implica la hortaliza, el jardín y los frutales) se me va el tiempo, afortunadamente. Y los trámites también requieren su tiempo, qué duda cabe. Pero ya estoy aquí para compartirles mi experiencia con la tierra en estas latitudes.
     Empezaré por decirles que pretendía hacer muchas camas para sembrar hortalizas, pero sólo llegué a cuatro. De todos modos es un buen número. Eso sí, me acabé las rodillas: muy mal, pero estoy contenta con lo que hemos logrado. Esa primera parte casi me la chuté yo sola, ya luego Erik me ayudó y ahí vamos con nuestros cultivos. Aquí van las fotos
Las camas trazadas

Ya había aflojado la tierra

La primera excavación finalizada

Ya con la segunda excavación

La primera cama terminada y la segunda, casi.



Eso fue el 29 de abril. Todavía hacía frío, pero ya se podía estar afuera (bueno, yo). Porque se supone que en mayo ya es tiempo de sembrar. Sin embargo, todavía hubo unas heladas incluso tiempo después. Vi que un señor de por aquí (paso todos los días que voy a la escuela por sus parcelas) se esperó hasta junio y creo que es lo mejor, de plano.
    El caso es que finalmente sembramos papa, betabel y zanahoria; y ya mucho después (ya en junio), maíz, porque traje precisamente con esa finalidad. Y aquí van unas fotos, aunque no son las últimas últimas, porque ya están más grandes las matas de papa, las zanahorias ya salieron todas y el betable va más lento, pero ahí va. El maíz ya brotó también, aunque se ve muy pálido, se me hace que no lo hace muy feliz la tierra de estos rumbos. Ya se verá.



Las papas

Los betabeles
 Y las zanahorias y el maíz, quién sabe dónde quedaron, pero ahí van. Confíen en mí.
     También les comento de mi espectacular hallazgo en un mercado de pulgas que les dicen. Muy bueno, por cierto: por 50 coronas, todo lo que quepa en una bolsa que te dan, así que compré cuatro manteles, un instrumento para cosechar bayas: zarzamoras, grosellas y demás que se dan hacia el final del verano, una prensa para hacer hotcakes o wafles, pero que pretendemos utilizar para hacer tortillas y... ¡un bastón!, con un sistema posicionador... muy especial. Véanlo ustedes mismos:

Aquí el sistema posicionador, no sé si es del doctor Chunga, pero está genial.
Para terreno sinuoso

Aquí, ya deshabilitado el sistema, listo para usar el bastón en terreno plano,
ya sea en exteriores o interiores


Helo aquí, de cuerpo completo.
 Por otra parte, dado que el verano ya está aquí, la hierba crece muy rápido y hay florecillas por todas partes. A mí me dio pena cortarlas, de manera que decidí pasar la podadora de manera diferente. Al final, obtuve un jardín Zen o un laberinto de meditación, que para los fines es lo mismo:




Así voy recorriendo los pasillos, observando las florecitas y desconectándome de todo, que es el propósito último de la meditación. Muy efectivo. Y además se ve bonito. Y también me divertí mucho al ir formándolo y lo mismo cuando lo recorro. Estoy muy contenta con él.
     Ah, también sembramos epazote con semillas que también traje. Ha sido un reto, pero ya están grandecitas las plantitas. Ya las trasplanté la semana pasada, pero enseguida les muestro cómo iban antes del trasplante. 


Tenía miedo de que se marchitaran, pero nada, van muy bien. Ésas sí, sólo adentro, no quiero arriesgarlas; antier las saqué y no les hizo mucha gracia, así que nada, se quedan adentro.
     Y también sembramos unos árboles frutales. Los que más han prosperado han sido los manzanos, pero también pusimos ciruelos, cerezos, un durazno y un chabacano. Aquí dos imágenes:  

Ahorita ya están un poco más grandecitas.

Esperamos que todas prosperen y tengamos nuestra primera cosecha.
No sabemos mucho de todo lo que hemos sembrado, pero vamos aprendiendo, eso es lo bueno; pero cualquier consejo será más que bienvenido. El durazno está un poco enfermo, según mis averiguaciones tiene lepra. Ahí les encargo que me compartan lo que sepan sobre esos cultivos. ¡Gracias!
    
     Y hasta aquí lo dejo para que no se alargue tanto. Muchos saludos. ¡Ya estamos en verano!  En verdad, en verdad os digo: Aleluya, aleluya.


lunes, 1 de junio de 2015

Capítulo 10

 ¡Ah…!, ¿el amor?
Paloma despertó con los primeros rayos del Sol. Miró a su alrededor y recordó la horrible noche anterior. Estaba adolorida a causa de la posición en la que se había quedado dormida y le dolían las muelas de tanto que las había apretado durante el sueño. Estaba peor que el día anterior. ¡Y había ido a buscar descanso a Tequisquiapan! Ahora se sumaba al dolor del sillín y de las piernas, el de todo el cuerpo y el de las muelas.
            Extrañó a su mamá, su cama, a su papá y hasta a su hermana. Sintió el deseo de regresar de inmediato, pero pensó que era muy pronto para dejarse vencer ante la primera dificultad. “No todo iba a ser miel sobre hojuelas –se dijo con firmeza – y seguramente me sucederán otras cosas, pero yo le voy a seguir. Sí soy calzonuda y sí voy a lograr lo que me propuse y enfrentaré lo que venga.”
            Decidió levantarse y ver cómo estaban su pantalón y su playera. Húmedos todavía, pero sólo eso. En realidad, lo seco del clima del lugar había hecho bastante y, como lo había pensado, seguramente ir al rayo del Sol terminaría de secarlos. Fue al baño y decidió bañarse. Pensó que, por supuesto, con la tacañez de su casera, no habría agua caliente así que ni intentó buscar un calentador de ningún tipo para comprobarlo. Fue directamente a la regadera. Le hacía falta, ahora sí, quitarse del cuerpo la sangre y con ella las sensaciones desagradables que anoche la habían salpicado. “Además –pensó– un baño de agua fría es bueno para la salud, según dicen.”
            Abrió la llave de la caliente, por si acaso, y metió primero el pie derecho. Le habían dicho que así el cuerpo no reacciona tan mal al agua fría, porque es el punto más lejano al corazón. Luego metió el pie izquierdo, luego el pubis, la panza, los senos, ¡la espalda!… y la cabeza no se atrevió. Ya había sido bastante. Cerró la llave, se enjabonó rápidamente y se enjuagó aun más veloz. Listo, se había bañado en unos minutos y estaba limpia. ¿Por qué siempre se tardaba tanto si era una tarea tan sencilla? Decidió que de ese día en adelante se bañaría con agua fría. Excepto el pelo. Si se lavaba el pelo sí utilizaría agua tibia. Otra vez sin toalla, así que se vistió rápido. Con lo frío del baño no le molestó tanto la humedad de la ropa. Y deseó que no le hiciera daño. “Bueno, en un libro leí que eso no es lo que enferma, sino los gérmenes, virus o bacterias, como se llamen, porque el personaje de la novela (que en la vida real había sido un médico y hasta había recibido el Premio Nóbel) se cayó en un hoyo que habían hecho en el hielo él y sus amigos y aunque se tardó en salir, porque sus amigos se asustaron y lo dejaron a su suerte, no le pasó nada. Así que no me va a pasar nada.”
            Se alistó. Pensó entonces en Marta. ¿Pasaría a verla? ¿Y si se enojaba? ¿Y si estaba muerta? Se dirigió a la puerta con mochila y bicicleta para quitar la tranca. Luego se asomó por la ventana a ver si se veía algo, pero fue inútil. Al menos no se escuchaba nada. De pronto se oyeron los mismos toquidos de la noche anterior: suaves, apenas perceptibles. Abrió con cuidado. Era la vecina. Menos mal, pensó Paloma, pues así Matiana se quedaría con Marta, y Paloma podría irse sin el pendiente.
            Matiana saludó a Paloma y entró directamente a ver a Marta sin más preámbulos. Lo hizo con sigilo. Marta seguía dormida. Paloma al saberlo, dijo adiós y pensó “hasta nunca”. Aunque también reconoció que había sido una buena lección: si en la vida llegaba a tener alguna experiencia violenta con algún hombre bastaría con que ocurriera una sola vez para cortar esa relación. Ni qué dudarlo.
            Se montó en la bicicleta y se fue al centro. Tenía hambre, se le antojaban unos huevos con chorizo y unos frijoles al lado, con tortillas hechas a mano, café de olla y un pan dulce para terminar. Así que buscó una fonda y la encontró. “Sin prisa es más fácil encontrar lo que se busca”, pensó. Desayunó tal como lo había deseado. Miró el parque y se acordó del nevero, pero no estaba, era muy temprano.
            –Ni modo, me quedaré sin probar las nieves de Tequis.
            Montó la bicicleta sin importarle el empedrado ni sus dolencias. La alegría de salir de allí era mucho mayor. Y pronto llegó a la carretera. Pedaleó con gusto, sintiéndose libre y contenta, lejos de problemas como los que tenía aquella mujer que el azar le había puesto enfrente. Sonrió y respiró plenamente. No había nubes en el cielo, y pronto el sol secó por completo su ropa.
            El trayecto transcurrió sin ninguna novedad. En San Juan del Río decidió vender la bicicleta. Ya era bastante con el ejercicio. Seguiría en tren. Pero antes debía averiguar dos cosas: en cuánto podría vender la bicicleta y a qué hora pasaba el tren. Fue primero a la estación. El tren pasaba a las diez y media. Eran cuarto para las diez. Tenía poco tiempo, así que se fue directo a buscar dónde vendían bicicletas y ver en cuánto podría venderla. Las de su tipo no eran caras, y tendría que pedir cuando mucho la mitad, pues tampoco estaba perfecta. Afuera de la tienda vio a un muchacho que las observaba dudoso, seguramente quería comprar una. Paloma se acercó y enseguida empezó a negociar la bicicleta:
            –Quieres comprar una bici, ¿verdad?
            –¿Yo? ¿Me habla a mí? –Preguntó el muchacho sorprendido.
            –Sí. Hola, me llamo Paloma.
            –Ah, mucho gusto, yo soy Manuel.
            –¿Otro Manuel? –Dijo Paloma recordando al niño que había conocido el primer día.
            –¿Cómo?
            –No, nada. Mucho gusto. Es que veo como que quieres comprar una bicicleta.
            –Ah, sí, quiero, pero no sé, están caras.
            –¿Se te hace?
            –Sí, bueno, pa mí se me hacen caras. No quiero gastar tanto en eso.
            –¿Cómo en cuánto estás pensando?
            –Pos en unos ochocientos.
            Paloma lo pensó unos segundos y dijo decidida:
–¿Qué te parece ésta en cuatrocientos? No es nueva, ni mucho menos. Pero está buena. La he usado poco en realidad, pero me ha salido buena. Cómo ves.
            El muchacho la vio, se rascó la cabeza, levantó una ceja y no dijo nada. Paloma insistió:
            –Vela bien. Mira, Siéntele los frenos. Están perfectos. Las llantas tienen dibujo todavía. Los rayos están bien, sólo éste está medio chuequito, pero es el único. Mira el asiento, está cómodo. Trae su bomba. Es una oferta.
            –No sé… es que es de mujer.
            –No, pues yo necesito que te decidas rápido. Tengo que irme a Querétaro en un rato más, así que si no te interesa, con tu permiso voy a buscar otro cliente –pero agregó antes de irse–, de mujer o de hombre igual te lleva, ¿no?
            –Es que…
            Paloma perdió la paciencia, se despidió y empezó a caminar rumbo a la estación. El muchacho se decidió y la alcanzó.
            –Está bien. Aquí están.
            Hicieron la transacción de inmediato. Paloma se guardó el dinero en el pantalón y el muchacho tomó la bicicleta, montó con cierta dificultad y trastabillando un poco se fue. Luego le tomó la medida y pedaleó con seguridad. Paloma lo vio alejarse con cierta nostalgia por la bicicleta. Pero así era todo: llegaba y se iba.
            Se dirigió entonces a la estación y fue a comprar su boleto.
            –¿De primera? –Preguntó el hombre de la ventanilla.
            –No, de segunda –pidió Paloma.
            –No, ése lo paga cuando se suba.
            –Pero así sale más caro.
            –Sí, pero ésas son las indicaciones, porque no hay garantía de que halle asiento. Entonces qué tal que no se quiere ir, y ya hizo el gasto de oquis y le salió peor. Cuando llegue el tren póngase abuzada. El de segunda es el tercer vagón después de la máquina. En cuanto vea que puede subirse, hágalo, porque están a la rebatinga.
            –Bueno, gracias –respondió Paloma, dudando de la validez del argumento para no vender los boletos de segunda por anticipado y pensó que más bien se aprovechaban de la situación, pues como siempre se llenaba más, así los cobraban más caros; luego agregó un poco molesta–, ah, pero cuando menos dígame en cuánto me sale arriba para estar preparada.
            El hombre le dio la información y Paloma enseguida se dirigió al andén. Había mucha gente esperando. Al menos, más de la que ella suponía que encontraría. Y seguramente muchos iban al de segunda, porque por su aspecto no se veía que tuvieran mucho dinero. La competencia iba a estar dura.
            Y así fue. El tren llegó un poco retrasado. En cuanto paró y empezó a bajar la gente, los nuevos pasajeros se introdujeron en tropel, aventando bolsas, maletas y cajas para apartar lugar. Paloma corrió también y se agenció un asiento. Todos reían a pesar de lo violento que podía ser esa situación. Al final, sólo unos cuantos no alcanzaron lugar, pero pronto se sentaron en el suelo. El tren arrancó y al rato pasó el inspector a cobrar.
            Paloma se sentía mucho muy contenta. Por fin iba a cumplir su sueño de hacer un viaje en tren. Estaba emocionada y sonreía satisfecha. Rápidamente sintió el traqueteo y el ruido característico del paso del convoy sobre los rieles. Preguntó a sus vecinos de asiento cuántas estaciones eran para Querétaro:
            –Cinco –dijo una mujer, al parecer, la madre.
            –No, son seis –la corrigió un muchacho que parecía ser su hijo.
            –¿Van hasta allá también? –Preguntó Paloma, y el muchacho respondió:
            –No, vamos al Ahorcado.
            –¿Al Ahorcado?
            –Sí, así se llama la estación.
            –Ah. ¿Y allí viven?
            –Cercas. De allí tenemos que caminar como una media hora. Fuimos a comprar unas cosas a San Juan, y aprovechamos pa pasear. Le ayudo aquí a mi mamá a hacer sus compras pa la tienda. Tiene una tienda y a eso vinimos.
            –Ah, qué bien. Yo fui de paseo a Tequisquiapan.
            –Ah, ¿a las aguas termales? –Preguntó la mamá.
            –Sí, muy buenas… –respondió Paloma, aunque sin mucho entusiasmo.
            Pronto llegaron a la siguiente estación, Santa Elena, allí hubo nuevo movimiento de pasajeros y también subieron los vendedores. Pasó un nevero y el muchacho le preguntó a Paloma si quería una nieve. Ella sonrió agradecida y aceptó. Había de limón, de coco, de nuez y de fresa.
            –¿Puedo pedir de dos sabores? –Preguntó Paloma.
            –Hasta de cuatro, muchacha, cuesta lo mismo –respondió el nevero.
            –Ah, pues entonces deme de las cuatro para probarlas.
            –Cómo no.
Paloma iba a pagar su nieve, pero el muchacho le detuvo la mano y le hizo un gesto negativo, luego le dijo:
            –Yo invito.
–¿Aquí la jefa va a querer? –Preguntó el nevero al muchacho, refiriéndose a su mamá.
            –Sí –contestó la señora, adelantándose–, pero a mí deme nomás de limón y de fresa.
            –Sale –dijo el nevero– y se la dio sirviéndole con destreza.
            –¿Y usté, joven?
            –A mí como la de la muchacha.
            –Ah dio, si ni te gusta la de coco –dijo indiscreta la señora, por lo que su hijo le lanzó una mirada de enojo, de modo que ella rectificó al momento–, digo, no te gustaba.
            –Gracias –dijo Paloma saboreando la nieve–, está buenísima, deliciosa. ¿Y con el calor?, más.
            –Sí, está sabrosa –coincidió el muchacho, le sonrió a Paloma y añadió con intención–, hasta la de coco.
            Ella se sintió halagada con el comentario y le correspondió con otra sonrisa. En ese momento se miraron a los ojos. Paloma sintió un cosquilleo extraño y bajó la mirada un instante, pero algo la hacía volver los ojos al muchacho una y otra vez aunque no quisiera. Se hizo el silencio. La mamá se dio cuenta de que los jóvenes se habían gustado y de que no sabían qué decir, así que le hizo la plática a Paloma:
            –¿Y entonces vas pa Querétaro?
            –Sí, señora.
            –¿Tienes familia allí?
            –No, voy a conocer.
            –¿Tú sola?
            Paloma dudó sobre si debía decir la verdad o no, de manera que decidió entremezclarla con una mentira:
            –Este… sí, hasta Querétaro. Allí está… mi mamá, esperándome para conocer. Y luego nos vamos a Chihuahua.
            –¡A Chihuahua! Está muy lejos eso, ¿no? –Intervino el muchacho– ¿Y a qué van hasta allá?
            –Oh, déjalas, qué chismoso. Qué te importa.
            Paloma y el muchacho se sonrojaron. Ella habló primero:
            –No, está bien. Vamos a visitar a unos tíos.
            –Pero no son vacaciones –dijo el muchacho–, yo hoy falté pa ayudar aquí a mi mamá.
            –Este… sí, no, es que está enfermo mi tío, sí, muy grave. Y es un tío que nos ha ayudado mucho a mi mamá y a mí.
            –Ah, vaya –dijo la señora y agregó–, no pues sí, está bien que lo visiten. Tan lejos y enfermo. Luego así pasa, la familia se aleja y se deja de ver. Qué bueno que van, muchacha. Pero ¿por qué tu mamá no se vino contigo?
            Paloma empezaba a enredarse con las mentiras, pero pensó que debía salir bien librada, pues el muchacho iba a pensar que era una mentirosa y no quería que tuviera una mala imagen suya, así que siguió:
            –Ah, es que ella se fue antes porque tiene una amiga allí en Querétaro y yo tenía un examen y no pude irme con ella, pero como hace mucho que no se ven y la quiere mucho, pues aprovechó.
            –Y tú te desbalagaste pa Tequis.
            Paloma se sonrojó.
            –Ya déjala –intervino el muchacho–, a últimas, ella sabrá.
            –Bueno, pues, curiosa que es una.
            –¿Y ustedes?, ¿nada más son tú y tu mamá, como yo? –Volvió a mentir Paloma.
            –No, tengo otros cuatro hermanos, pero yo soy el más grande, por eso acompaño aquí a mi mamá.
            –¿Y tu papá?
            El muchacho respondió un poco mosqueado:
            –No tengo.
            Paloma se sintió incómoda por haber hecho aquella pregunta. “Mensa, tarada, qué te importa, ya se cortó todito, tan bien que iba todo. ¿No te digo, Paloma? Siempre la riegas.”
            –Ah, no te preocupes, yo tampoco –mintió una vez más Paloma para aligerar la tensión.
            Al oír aquello, el muchacho sonrió otra vez. Los jóvenes siguieron platicando animadamente y así pasaron Chintepec, donde otra vez hubo subida y bajada de pasajeros, así como de vendedores. Llegó un niño ofreciendo jícamas.
            –¿Quieres? –Le preguntó el muchacho a Paloma.
            –Bueno –dijo ella, haciéndosele agua la boca.
            –¿Tú, ma? –Interrogó el muchacho a su madre.
–No, yo ya con la nieve tuve.
–Dos, con todo –pidió el muchacho al niño.
El niño hábilmente les preparó una rebanada a cada uno, les puso limón, sal y chile piquín. Cobró y siguió con su venta por el vagón.
–¿Y así es todo el camino? –Preguntó Paloma.
–Cómo –preguntó a su vez el muchacho.
–Así, que se suben a vender en cada estación.
–Uy, sí, muchacha –se adelantó la mujer–, hasta se han subido pocos. Venden de todo y a cada rato. Yo luego me enfermo por andar de guzga, pero ya aprendí. Por eso nada más mi nieve. Bueno, no siempre nieve, pero una sola cosa nada más. ¡Puros antojos! Ustedes porque están muchachos. Pero yo…
De pronto, y sin decir nada, madre e hijo empezaron a preparar sus cosas, a acercarlas a la puerta del vagón. Eran varias cajas e hicieron varios viajes. Paloma vio aquel movimiento y preguntó un tanto entristecida:
–¿Ya es su estación?
–Sí, ya es la próxima –dijo el muchacho en el mismo tono.
–Sí, ya se les acabó el veinte –dijo a ambos la señora con malicia.
–¡Ya! –Exclamó molesto el muchacho y tanto él como Paloma se sonrojaron.
El tren empezó a frenar. Paloma se sintió un poco desamparada, pero no había opción. Habían sido sólo unos compañeros momentáneos de su viaje. Se despidieron antes de que se detuviera por completo la máquina, pues apenas les daría tiempo de bajar sus bultos. Los dos muchachos cruzaron nuevamente la mirada pero no pudieron decir nada más que adiós, aunque ambos experimentaron aquel cosquilleo extraño nuevamente. Todo pasó en unos segundos.
De pronto ya no estaban y otras personas ocuparon sus lugares. A Paloma le entró la tristeza y se dio cuenta de que ni siquiera le había preguntado su nombre a ninguno de los dos y tampoco les había dicho el suyo. “Tan bonito que sentí cuando nos miramos ¿y ni siquiera supe cómo se llamaba?” ¿Eso será el amor? ¡Cómo se va uno a enamorar así de alguien que ni conoce y que no lo va a volver a ver en su vida! No, eso debe ser otra cosa. No sé qué, pero… ¿amor?” Y siguió haciéndose pregunta tras pregunta sin encontrar una respuesta, recordando sólo la agradable sensación que había tenido por el breve trato con aquel joven. Ni siquiera puso atención a sus nuevos compañeros y cuando menos se dio cuenta el portero gritó:
–¡Querétaro!

Paloma se sorprendió de que ni siquiera se había percatado del paso por otras estaciones. Se bajó de inmediato y dejó aquellos pensamientos y preguntas irresolubles. Un nuevo lugar y lo desconocido exigían toda su atención. Sólo le quedó una leve sonrisa en el rostro y un brillo nuevo en los ojos que le daban el recuerdo del cosquilleo que había experimentado con la mirada cruzada con su fugaz compañero de viaje.