Después
de aquellas nuevas y agradables sensaciones que habían durado sólo un breve
lapso, Paloma se sentía mucho mejor. Se le había olvidado el dolor del cuerpo y
ya no tenía en la memoria la imagen del rostro amoratado de la mujer que tan
poco amable había sido con ella, y que incluso le había robado. Dejó atrás
aquellos recuerdos y decidió guardar solamente la mirada profunda de los ojos
oscuros y el rostro moreno que le seguían haciendo cosquillas por dentro.
¡Ya estaba en Querétaro! Nunca pensó, cuando había planeado
el viaje e incluso el día que lo inició, que pasarían tantas cosas antes de
llegar allí; había superado todas sus expectativas. Estaba muy contenta, a
pesar de los recientes sinsabores.
Antes de salir de la estación preguntó por la salida del
tren hacia San Luis Potosí. Y la respuesta que recibió fue demoledora:
–Ya no hay.
–¿Ya no hay boletos? Pero me voy en segunda.
–No, ya no hay tren.
–Cómo, no entiendo.
–Que ya no hay tren de pasajeros.
–Pero si acabo de bajarme de un tren de pasajeros.
–Pues fue el último.
–¡¿Qué?! ¿Ya no hay tren de pasajeros a San Luis?
–Así es. Mejor dicho, a ningún lado.
–Oiga, no, pero por qué. ¿Hubo un descarrilamiento o algo
así?
–No, simplemente ya no va a haber nunca más trenes de
pasajeros –dijo el hombre de la taquilla que hacía acopio de paciencia, dado
que toda la mañana había tenido conversaciones semejantes con las personas que
habían llegado, igual que Paloma, a comprar boletos o a pedir informes sobre alguno
de los trenes.
–¡No puede ser! ¿Y ahora qué hago?
–Pues están los autobuses.
–Cómo cree. No es lo mismo, no tienen chiste, viajar en
tren es ir a otra dimensión a otro México, es vivir otras experiencias.
–Pues sí, es cierto, pero así está la cosa y no hay más que
hacer.
–¿Pero ya no va a haber ninguna ruta?
–Pues el México-Guadalajara, sólo de primera plus y nada
más va a ser turístico, no va a hacer paradas en cada estación, y por lo mismo,
sólo sale desde México o de Guadalajara. Tendrías que ir hasta allá. Ah, y el
Chihuahua-Pacífico, ése si va a seguir trabajando normalmente, pero hasta allá
en Chihuahua, y va hasta Los Mochis, nada más.
Paloma seguía sin dar crédito a esas desalentadoras
noticias. Era lo último que hubiera pensado: quedarse así, de repente, sin
lograr el sueño tanto tiempo acariciado y apenas habiéndole tomado el gusto con
una probada muy corta. No sabía qué hacer. Se quedó inmóvil frente a la
ventanilla, hasta que una persona la sacó de su ensimismamiento:
–¿Me da permiso?
–Sí, perdón –respondió Paloma, dando sólo dos pasos para
permitir el paso.
Era un hombre que hizo la misma petición que Paloma y a
quien el taquillero tuvo que dar las mismas explicaciones que a Paloma, así
volvió a escuchar incrédula la desagradable noticia. Ya no tuvo dudas, era
cierto. El hombre tuvo una reacción semejante a la de Paloma. Y el encargado de
dar esa noticia a cuanta persona llegara a preguntar se sentía cansado de ello.
Eran los últimos días de aquel trabajo y estaba de acuerdo con Paloma: la vida
de los ferrocarriles, no sólo los viajes, era distinta y le gustaba. Ahora sólo
quedarían los trenes de carga, pero solamente para las grandes empresas.
También se había cancelado el servicio de Express, de modo que ya nadie podría
enviar nada por tren si no era por toneladas. Sin duda era el fin de una época.
Paloma siguió sin saber qué hacer. Las lágrimas le brotaron
y empezaron a rodar por sus mejillas. No lo aceptaba, no podía. Era ver
tumbadas por los suelos todas sus fantasías, sus sueños largamente acariciados.
Su espíritu de aventura había sufrido un duro golpe y no podía reaccionar,
hasta que la sacó de ese estado de pasmo un antellevón que le dio una mujer con
una caja y se dirigía, enojadísima, hacia la salida.
–Perdón –le dijo con voz apenas perceptible y quebrada.
Paloma dio un paso para dejarla pasar libremente. La mujer
se paró unos pasos adelante y ambas escucharon otra vez los desagradables
informes que le daban a alguien más, quien se desató en insultos contra el
hombre de los informes, contra Ferrocarriles y contra el gobierno. Paloma y la
mujer se voltearon hacia aquella fuente de insultos: era un hombre mayor, de
unos setenta años. Ellas lo miraron con empatía, pues actuaba como su vocero
involuntario ante aquella decisión arbitraria de dejar a tanta gente sin aquel
servicio.
–Tiene razón –le dijo la mujer.
–Pues cómo no, son chingaderas –dijo a manera de respuesta
el viejo y continuó–, hágame el favor. Toda mi vida he viajado en tren y ora de
repente me salen que ya no hay. Cómo no me voy a encabronar, hijos de la
chingada.
–Pus claro, yo lo entiendo. Igual yo, he mandado cantidá de
cosas por Express y ahora me salen con que no, que ya no se puede. Pero si
todavía hace unos días le mandé a mhija una caja igualita a esta. No es justo.
Y así nomás de buenas a primeras salen con su que “Pos ya no hay”, desdichados.
Aquí está la señora, bien muina, sin saber ni qué hacer. |
–¡Cabrones!, dígalo, es lo que son.
La señora reparó en Paloma, la vio todavía llorosa y le
preguntó:
–Y tú, ¿estás igual que nosotros?
–Sí, señora, iba yo a ir hasta Chihuahua y hace un ratito,
apenas me bajé del tren que venía de México y quise preguntar a qué hora salía
el de San Luis para seguirle mañana y me dicen que ya no hay, que en autobús,
así nomás –respondió Paloma y se le volvieron a salir las lágrimas.
–Ni llores, chamaca. Bueno no, sí, mejor sí, porque de otro
modo se queda uno con el entripado y la muina y luego el hígado es el que la
lleva. Hazme favor, así nomás, “ya no hay servicio, hágale como quiera”. Con lo
caro que sale mandar por autobús. Ni la cargada. Ahí vengo con mi caja, como
mensa. Pa qué, pa nada.
–No, no chilles, no les des el gusto –intervino el viejo y
agregó enojado–, mándalos a la tiznada.
El viejo y la mujer se fueron juntos renegando y tratando
así de sentirse menos vejados por aquella supresión de servicios que afectaba a
tanta gente, en su mayoría de pocos recursos, que solía utilizarlo precisamente
por la economía que para ellos representaba. Paloma siguió sin saber qué hacer,
hasta que por fin se atrevió, al menos, a salir de la estación. Afuera había
mucha gente y todo era insultos y confusión. Los taxistas hacían su agosto,
pues la gente con bultos debía regresar por donde había venido con su carga, o
trasladarse a la Central
de autobuses.
Una vez afuera preguntó en un puesto de jugos cómo podía
llegar al centro. Aunque con lentitud, había salido del estado de choque en el
que la había dejado la noticia que modificaría sus planes y poco a poco fue
recuperando el ánimo; pensó que tampoco este obstáculo la iba a detener. Por
supuesto, algo cambiaría, no sería igual. Sin embargo, seguiría adelante.
Además, con mayor razón debía llegar a Chihuahua, pues sólo así lograría su
sueño de hacer un viaje largo en tren.
Recibidas las indicaciones, Paloma iba a empezar a caminar,
pero se detuvo un momento. El clima allí era bastante seco y el sol caía a
plomo, de manera que se quitó la sudadera. Su ropa estaba completamente seca o
más bien, se había humedecido nuevamente, pero por el sudor. Se percató
entonces de la sed que sentía y pidió un jugo al hombre que le había informado
sobre cómo llegar al centro. Lo disfrutó mucho y también la reanimó un poco
más. Enseguida reinició su marcha.
En el trayecto fue observando las calles, las
construcciones. Se topó con un parque muy grande, donde se sentó un rato bajo
la sombra de los inmensos árboles que lo poblaban y respiró profundamente
tratando de olvidar su frustración. Pensó que no sabía cómo se llamaban los
distintos tipos de árboles y esto le pareció imperdonable, porque ya estaba en
la prepa y era una ignorante, así que se propuso aprender a distinguirlos,
preguntando cada vez que tuviera oportunidad, porque en un libro seguramente no
identificaría ni la forma de las hojas y además luego traían unos nombres que
nunca había oído o en latín. Conocía, sí, algunos nombres, pero sólo podía reconocer
los truenos, porque su mamá siempre decía que no le gustaban, pero nada más.
Junto a la banca donde se sentó estaba un bolero esperando cliente y Paloma se
dirigió a él, poniendo manos a la obra en lo que se acababa de proponer:
–Oiga, buenas tardes. ¿Usted sabe de árboles? –le preguntó
sin más preámbulos.
–¿De árboles? –Preguntó a su vez sorprendido por un tema
sobre el que jamás pensó que alguien fuera a preguntarle.
–Sí, es que quería preguntarle si sabe cómo se llaman estos
que hay aquí. Es que yo no sé y quiero aprender.
–Uh, ¡válgame! Si son refáciles –respondió el bolero ya
repuesto de la sorpresa y dispuesto a contestar con gusto.
–Pues ya ve, no sé nada.
–Pues mira, muchacha, la mayoría de los de aquí son álamos,
por eso este lugar se llama alameda.
–Ah, pues sí, ¿verdad?
–Pero cuáles son exactamente, porque dice usted que son la
mayoría. Eso significa que hay otros. Por ejemplo, ése, yo lo veo distinto.
–Sí, mira –dijo el hombre al tiempo que se paraba de su
banquito para cortar una hoja de un árbol, luego regresó y siguió–, ésta que
tiene como forma de corazón, bueno más o menos, es de un álamo.
–Ah, sí. Mire, qué fácil. Nadie me había enseñado.
El hombre atravesó el paseo y cortó otras dos de otros dos
árboles. Luego regresó con Paloma para enseñárselas:
–Ésta, que también tiene una forma parecida a la otra, pero
es blanca de atrás, mira, fíjate, es de álamo blanco.
–Aaah –dijo Paloma con interés a manera de respuesta, y el
bolero siguió:
–Y ésta, un poco más larguita, es de fresno. Ve, es un
poquito ancha, pero más bien alargada. ¿Lo distingues?
–Sí, sí, señor. Oiga, muchas gracias.
–También hay uno que otro durazno y truenos. Orita te
traigo unas hojitas.
–El trueno sí lo conozco.
El bolero fue un poco más lejos, se metió a un prado, cortó
una hoja y regresó:
–Ira, es larguita, y flaquita, pero no debes confundirla
con el sauco, que son muy parecidas, pero poquito menos largas y una nadita más
anchas. Aquí no hay, pero para que no te confundas. Además, las flores son muy
distintas. Orita no hay, porque ya los duraznos están chiquitos, de modo que no
hay pa enseñarte, pero son de color rosita, muy apenitas, casi blancas.
–Con lo que ya me enseñó es bastante. Muchas gracias. Sí,
ahora sí ya los voy a distinguir cuando los vea.
–De nada, muchacha, me da gusto que quieras aprender. Luego
los jóvenes no quieren nada de los viejos.
–Usted no está viejo.
–Ja, entonces muchacho, ¿a poco? Pos no.
–Bueno, no es tan mayor.
–Es igual, lo que quiero decir es que los jóvenes no
quieren aprender de los mayores. No sé por qué. A mí siempre de niño y de
muchacho me gustaba que me enseñara mi abuelo, mi abuela. Sabían muchas cosas.
–Es que… no sé, tal vez pensamos que lo sabemos todo.
–Ha de ser el cine o la tele. Los hacen creerse mucho y que
no necesitan saber nada, que allí lo aprenden todo y cuál.
En ese momento llegó un cliente y se sentó en la silla alta
para que le diera grasa, lo cual puso fin a la conversación. Paloma le dio las
gracias y se quedó un rato más, pensando en lo que le había dicho el bolero. Se
dio cuenta de que ella misma creía que sus papás no sabían nada. Seguramente lo
único que le faltaba era platicar más con ellos, pero a veces era difícil
verse, sobre todo con su papá. Pensó que cuando regresara platicaría con él
para saber qué sabía y qué podía aprender. Entonces los recordó y trató de
imaginar lo que habría pasado al darse cuenta de su ausencia, seguramente se
habría armado un San Quintín, como decía su papá. Luego de un rato decidió
seguir con su andar y le preguntó por el centro al bolero:
–Ahí derecho, nomás –le indicó.
–Muchas gracias por todo. Recordaré siempre la lección.
–Sí, muchacha, que te vaya bien.
Querétaro le estaba resultando bonito y la ciudad le iba
haciendo recuperar el ánimo conforme la iba conociendo de cerca. Y después de
la charla con el bolero y lo aprendido de ello, casi había olvidado el asunto de
los trenes, aunque no dejaba de lamentarlo.
Pasando la alameda, las casas y las construcciones eran cada
vez más coloniales y estaban más cuidadas; las calles estaban adoquinadas. A
esa hora sintió hambre, así que buscó algún lugar para comer. Se dio cuenta de
que el dinero empezaba a reducirse. No era que ya no tuviera, sobre todo
después de haber vendido la bicicleta, pero sin duda debía administrarse más si
quería que le alcanzara al menos para los autobuses, las comidas y posibles
hospedajes. Además, con ese problema de los ferrocarriles, el gasto en
transporte se iba a acrecentar, de manera que decidió buscar una fonda y comer
una comida corrida, o lo que implicara menos gasto, siempre y cuando fuera
suficiente.
Cuando encontró una a su gusto se sentó y pidió la comida.
En ese momento volvió a recordar a su familia. ¿Ya habría llegado la carta? No,
seguramente no, apenas habían pasado tres días. Le parecía increíble que en tan
poco tiempo hubiera tenido tantas experiencias y sentía como que ya había pasado
una semana. Dudó en llamar por teléfono. A esa hora al menos encontraría sola a
su mamá. De hecho toda la tarde. Otra opción era hablarle a Carla. Pero tenía
que buscar una caseta de larga distancia.
La llegada de una aromática sopa de tortilla la interrumpió
y por el momento decidió disfrutarla, y con mucho apetito. Era increíble que
las emociones se lo despertaran tanto. Y éstas se sucedían una detrás de otra.
Pensó que iba a engordar.
La tarde empezaba a caer cuando terminó su comida, estaba satisfecha.
Mientras lo hacía siguió pensando en la idea de hablar por teléfono, pero al
mismo tiempo en reformar su plan de viaje. Finalmente decidió visitar la ciudad
por el resto de la tarde y viajar en la noche y dejar para el día siguiente la
llamada. Según un mapa, calculó que serían unas dos o tres horas hasta San Luis
Potosí, así que si se iba a las ocho, llegaría a las diez u once. Aunque no
sabía con qué frecuencia salían los autobuses.
Evidentemente estaba un poco confundida después del cambio
brusco que había surgido en sus planes y no podía tomar decisiones. Entonces
pensó que debía trazar unos nuevos, para afrontar el cambio, sin dejar de lado
la meta primordial, que era llegar a Chihuahua, y entonces poder viajar en ferrocarril.
Así que antes de dedicarse a caminar por la ciudad, buscó otro parque y una
banca para sentarse y hacer algunas anotaciones que le permitieran reordenar su
cabeza y decidir con calma, sin atolondrarse. Vio en el mapa que primero debía
ir a San Luis Potosí, luego, a Zacatecas, de ahí a Torreón, directo; o a
Durango, para conocerlo, y luego Torreón, y ya de ahí a Chihuahua.
Mientras trazaba su ruta, una y otra vez pensaba en la
llamada, hasta que decidió hacerla. Era necesario. Y si se le había venido a la
cabeza, debía seguir ese impulso. Entonces buscó una caseta de larga distancia,
lo cual no fue difícil en el centro. Decidió que primero le hablaría a Carla,
para saber cómo estaba la cosa. Seguramente era a ella a quien primero habría
llamado su mamá. Le dio el número a la operadora, quien enseguida lo marcó y
luego le dijo que contestara en una de las casetas:
–¿Bueno?
–¿Paloma? ¡No manches! ¡Dónde estás! ¡Por qué no me dijiste
que te ibas! Tu mamá me habló y al final tuve que soltar la sopa. Te vas a
enojar, pero no sabes cómo estaba, llorando y todo, y que iba a hablar a
locatel y a la policía. Mejor le conté tus planes, porque no sabía realmente
dónde estabas, sólo que pensabas irte. Pinche Paloma, ¿por qué no me dijiste?
–Pus como le sacaste, ya para qué te decía. Chillona.
–¡Yaaa, déjame! ¿Y qué, dónde andas, cómo estás?
–Nhombre.
–¡Qué!
–Bien padre. Oye, pero no puedo hablar mucho, me sale caro
y se me anda acabando el dinero. Nomás hablé para decirte que estoy bien. Ya no
me va a alcanzar para hablarle a mi mamá. ¿Ya le habrá dicho a mi papá?
–No sé, pero ella me dijo que te iba a tapar hasta que
pudiera. Qué gacha, háblale, aunque sea nada más para que te oiga. Estaba bien
preocupada. Y le dejas un paquetote con tu papá.
–Sí, ¿verdad? Bueno, orita le hablo. Ahí te escribo.
–Pero de veras. Qué padre. Ahí me cuentas.
–Chorro de cosas que me han pasado apenas en estos días.
Adiós.
Paloma colgó, con la esperanza de que no fuera tan cara la
llamada. Salió de la cabina y le preguntó a la señorita cuánto era.
–Treinta pesos.
–¿Treinta?
–Pues es que es hora pico, si fuera de noche saldría más
barato, así cuesta.
–Sí, está bien. Ahora otra llamada. ¿Se las pago juntas?
–No, una por una, luego se echan a correr. Págame la que ya
hiciste.
–Está bien. Aquí tiene. Ahora quiero otra a este número.
La operadora marcó y le indicó otra de las casetas.
Descolgó emocionada y nerviosa al mismo tiempo.
–¿Bueno?
–¡Paloma! ¡Dónde andas! Por fin hablas. Me tienes con el
alma en un hilo. No sabes qué invenciones le he contado a tu papá, pero va a
llegar un momento en que todo se va a descubrir. ¿Dónde estás?
–Estoy bien, mamá. Sólo hablé para que estés tranquila,
pero no te voy a decir dónde, porque me vienen a buscar y todavía me falta
mucho por recorrer.
–No seas necia y dime.
–No, sólo hablé para decirte que los quiero mucho, a todos,
hasta a Azucena y que estoy bien. Ya regresaré. No se preocupen. Ya te mandé
una carta. A ver cuándo llega, me dijeron que tardaba una semana. Adiós,
mamita. Te mando un beso. Te quiero mucho.
–No cuelgues, Paloma…
Y Paloma colgó. Se sentía mejor, más aligerada. Pagó la
otra llamada que por ser más corta había sido menos cara, y decidió caminar con
tranquilidad por el centro, observar las casas, los edificios, visitar alguna
iglesia, los museos que pudiera en el resto de la tarde. Había mucho que ver, aunque
en parte conocía, pues era uno de los paseos domingueros que a su papá le
gustaba dar a lugares cercanos, aunque sólo fuera de entrada por salida. Casi,
casi, se trataba de ir a tomar una nieve y regresar. Tenía esa manía y nunca
conocían bien ningún lugar. Sólo recorrían en el coche el centro, las calles
principales o los lugares famosos, buscaba dónde hubiera nieves, se bajaban todas,
menos él, que siempre le pedía a su mamá que le comprara un vaso doble de limón,
nunca probaba otro sabor en ningún lado, y el viaje terminaba cuando él
terminaba su nieve. Justo a causa de esos recuerdos, en ese momento decidió que
se iría por Durango. La idea era aprovechar el viaje y conocer lo más posible. Obviamente,
las vueltas de su papá de los domingos nunca los iban a llevar hasta allá, y en
las vacaciones no salían de Acapulco. Así que ya estaba decidido el itinerario.
Disfrutó el paseo y conoció un poco más de cerca esa ciudad
que si antes, en los viajes relámpago de su papá, le había gustado, ahora,
mucho más. Las construcciones eran parecidas a las de Polotitlán, pero mucho
más bonitas, más antiguas, por supuesto, pero casi todas tenían un marco y un remate
de cantera en puertas y ventanas y éstas últimas eran altas y con reja de
hierro forjado. Visitó una que estaba abierta al público llamada la Casa de los Perros, porque
había varios perros de piedra que la adornaban. Tenía un patio dentro con su
fuente y arcos alrededor; así eran muchas de las construcciones más antiguas. De
pasada por uno de los parquecitos se compró un sorbete de guamiche, según le dijo
el nevero, pero no sabía qué era; luego, cuando ya lo vio y lo probó le pareció
que era pitaya, pero allí se llamaba de ese otro modo, y el sorbete era nieve
de agua. Nuevas palabras, que apuntó en cuanto pudo en su cuaderno para que no
se le olvidaran.
Se fue haciendo de noche y Paloma calculó que era hora de
irse a la Central
camionera. Pidió indicaciones, le dijeron qué camión tomar y llegó allí a las
ocho. Lo supo porque lo indicaba el reloj de la entrada.
Preguntó en varias líneas y en todas ya había salido la
última corrida de ese día. A Paloma le empezó a entrar la angustia, pero se
tranquilizó. No había remedio. El próximo salía a las cuatro de la mañana. Así
que debía esperar ¡ocho horas! Se sentó en una de las salas de espera para
pensar y decidir qué hacer. Pensó que no valía la pena gastar en hospedaje, no
estaba en situación de gastar el dinero porque sí, así que lo mejor era esperar
allí hasta las cuatro de la mañana. Allí no cerraban, según le informaron, de
modo que podía dormir allí mismo y así ahorrarse lo de una noche. Sí, la
decisión estaba tomada.
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