¡Ah…!, ¿el amor?
Paloma
despertó con los primeros rayos del Sol. Miró a su alrededor y recordó la
horrible noche anterior. Estaba adolorida a causa de la posición en la que se
había quedado dormida y le dolían las muelas de tanto que las había apretado
durante el sueño. Estaba peor que el día anterior. ¡Y había ido a buscar
descanso a Tequisquiapan! Ahora se sumaba al dolor del sillín y de las piernas,
el de todo el cuerpo y el de las muelas.
Extrañó a su mamá, su cama, a su
papá y hasta a su hermana. Sintió el deseo de regresar de inmediato, pero pensó
que era muy pronto para dejarse vencer ante la primera dificultad. “No todo iba
a ser miel sobre hojuelas –se dijo con firmeza – y seguramente me sucederán
otras cosas, pero yo le voy a seguir. Sí soy calzonuda y sí voy a lograr lo que
me propuse y enfrentaré lo que venga.”
Decidió levantarse y ver cómo
estaban su pantalón y su playera. Húmedos todavía, pero sólo eso. En realidad,
lo seco del clima del lugar había hecho bastante y, como lo había pensado, seguramente
ir al rayo del Sol terminaría de secarlos. Fue al baño y decidió bañarse. Pensó
que, por supuesto, con la tacañez de su casera, no habría agua caliente así que
ni intentó buscar un calentador de ningún tipo para comprobarlo. Fue directamente
a la regadera. Le hacía falta, ahora sí, quitarse del cuerpo la sangre y con
ella las sensaciones desagradables que anoche la habían salpicado. “Además –pensó–
un baño de agua fría es bueno para la salud, según dicen.”
Abrió la llave de la caliente, por
si acaso, y metió primero el pie derecho. Le habían dicho que así el cuerpo no
reacciona tan mal al agua fría, porque es el punto más lejano al corazón. Luego
metió el pie izquierdo, luego el pubis, la panza, los senos, ¡la espalda!… y la
cabeza no se atrevió. Ya había sido bastante. Cerró la llave, se enjabonó
rápidamente y se enjuagó aun más veloz. Listo, se había bañado en unos minutos
y estaba limpia. ¿Por qué siempre se tardaba tanto si era una tarea tan
sencilla? Decidió que de ese día en adelante se bañaría con agua fría. Excepto
el pelo. Si se lavaba el pelo sí utilizaría agua tibia. Otra vez sin toalla, así
que se vistió rápido. Con lo frío del baño no le molestó tanto la humedad de la
ropa. Y deseó que no le hiciera daño. “Bueno, en un libro leí que eso no es lo
que enferma, sino los gérmenes, virus o bacterias, como se llamen, porque el
personaje de la novela (que en la vida real había sido un médico y hasta había
recibido el Premio Nóbel) se cayó en un hoyo que habían hecho en el hielo él y
sus amigos y aunque se tardó en salir, porque sus amigos se asustaron y lo
dejaron a su suerte, no le pasó nada. Así que no me va a pasar nada.”
Se alistó. Pensó entonces en Marta.
¿Pasaría a verla? ¿Y si se enojaba? ¿Y si estaba muerta? Se dirigió a la puerta
con mochila y bicicleta para quitar la tranca. Luego se asomó por la ventana a
ver si se veía algo, pero fue inútil. Al menos no se escuchaba nada. De pronto
se oyeron los mismos toquidos de la noche anterior: suaves, apenas
perceptibles. Abrió con cuidado. Era la vecina. Menos mal, pensó Paloma, pues
así Matiana se quedaría con Marta, y Paloma podría irse sin el pendiente.
Matiana saludó a Paloma y entró
directamente a ver a Marta sin más preámbulos. Lo hizo con sigilo. Marta seguía
dormida. Paloma al saberlo, dijo adiós y pensó “hasta nunca”. Aunque también
reconoció que había sido una buena lección: si en la vida llegaba a tener
alguna experiencia violenta con algún hombre bastaría con que ocurriera una
sola vez para cortar esa relación. Ni qué dudarlo.
Se montó en la bicicleta y se fue al
centro. Tenía hambre, se le antojaban unos huevos con chorizo y unos frijoles
al lado, con tortillas hechas a mano, café de olla y un pan dulce para
terminar. Así que buscó una fonda y la encontró. “Sin prisa es más fácil
encontrar lo que se busca”, pensó. Desayunó tal como lo había deseado. Miró el
parque y se acordó del nevero, pero no estaba, era muy temprano.
–Ni modo, me quedaré sin probar las
nieves de Tequis.
Montó la bicicleta sin importarle el
empedrado ni sus dolencias. La alegría de salir de allí era mucho mayor. Y
pronto llegó a la carretera. Pedaleó con gusto, sintiéndose libre y contenta,
lejos de problemas como los que tenía aquella mujer que el azar le había puesto
enfrente. Sonrió y respiró plenamente. No había nubes en el cielo, y pronto el
sol secó por completo su ropa.
El trayecto transcurrió sin ninguna
novedad. En San Juan del Río decidió vender la bicicleta. Ya era bastante con
el ejercicio. Seguiría en tren. Pero antes debía averiguar dos cosas: en cuánto
podría vender la bicicleta y a qué hora pasaba el tren. Fue primero a la
estación. El tren pasaba a las diez y media. Eran cuarto para las diez. Tenía
poco tiempo, así que se fue directo a buscar dónde vendían bicicletas y ver en
cuánto podría venderla. Las de su tipo no eran caras, y tendría que pedir cuando
mucho la mitad, pues tampoco estaba perfecta. Afuera de la tienda vio a un
muchacho que las observaba dudoso, seguramente quería comprar una. Paloma se
acercó y enseguida empezó a negociar la bicicleta:
–Quieres comprar una bici, ¿verdad?
–¿Yo? ¿Me habla a mí? –Preguntó el
muchacho sorprendido.
–Sí. Hola, me llamo Paloma.
–Ah, mucho gusto, yo soy Manuel.
–¿Otro Manuel? –Dijo Paloma
recordando al niño que había conocido el primer día.
–¿Cómo?
–No, nada. Mucho gusto. Es que veo
como que quieres comprar una bicicleta.
–Ah, sí, quiero, pero no sé, están
caras.
–¿Se te hace?
–Sí, bueno, pa mí se me hacen caras.
No quiero gastar tanto en eso.
–¿Cómo en cuánto estás pensando?
–Pos en unos ochocientos.
Paloma lo pensó unos segundos y dijo
decidida:
–¿Qué te parece ésta en cuatrocientos? No es nueva, ni
mucho menos. Pero está buena. La he usado poco en realidad, pero me ha salido
buena. Cómo ves.
El muchacho la vio, se rascó la cabeza,
levantó una ceja y no dijo nada. Paloma insistió:
–Vela bien. Mira, Siéntele los
frenos. Están perfectos. Las llantas tienen dibujo todavía. Los rayos están
bien, sólo éste está medio chuequito, pero es el único. Mira el asiento, está
cómodo. Trae su bomba. Es una oferta.
–No sé… es que es de mujer.
–No, pues yo necesito que te decidas
rápido. Tengo que irme a Querétaro en un rato más, así que si no te interesa,
con tu permiso voy a buscar otro cliente –pero agregó antes de irse–, de mujer
o de hombre igual te lleva, ¿no?
–Es que…
Paloma perdió la paciencia, se
despidió y empezó a caminar rumbo a la estación. El muchacho se decidió y la
alcanzó.
–Está bien. Aquí están.
Hicieron la transacción de
inmediato. Paloma se guardó el dinero en el pantalón y el muchacho tomó la
bicicleta, montó con cierta dificultad y trastabillando un poco se fue. Luego
le tomó la medida y pedaleó con seguridad. Paloma lo vio alejarse con cierta
nostalgia por la bicicleta. Pero así era todo: llegaba y se iba.
Se dirigió entonces a la estación y
fue a comprar su boleto.
–¿De primera? –Preguntó el hombre de
la ventanilla.
–No, de segunda –pidió Paloma.
–No, ése lo paga cuando se suba.
–Pero así sale más caro.
–Sí, pero ésas son las indicaciones,
porque no hay garantía de que halle asiento. Entonces qué tal que no se quiere
ir, y ya hizo el gasto de oquis y le salió peor. Cuando llegue el tren póngase
abuzada. El de segunda es el tercer vagón después de la máquina. En cuanto vea
que puede subirse, hágalo, porque están a la rebatinga.
–Bueno, gracias –respondió Paloma,
dudando de la validez del argumento para no vender los boletos de segunda por
anticipado y pensó que más bien se aprovechaban de la situación, pues como
siempre se llenaba más, así los cobraban más caros; luego agregó un poco
molesta–, ah, pero cuando menos dígame en cuánto me sale arriba para estar
preparada.
El hombre le dio la información y
Paloma enseguida se dirigió al andén. Había mucha gente esperando. Al menos,
más de la que ella suponía que encontraría. Y seguramente muchos iban al de
segunda, porque por su aspecto no se veía que tuvieran mucho dinero. La
competencia iba a estar dura.
Y así fue. El tren llegó un poco
retrasado. En cuanto paró y empezó a bajar la gente, los nuevos pasajeros se
introdujeron en tropel, aventando bolsas, maletas y cajas para apartar lugar.
Paloma corrió también y se agenció un asiento. Todos reían a pesar de lo
violento que podía ser esa situación. Al final, sólo unos cuantos no alcanzaron
lugar, pero pronto se sentaron en el suelo. El tren arrancó y al rato pasó el
inspector a cobrar.
Paloma se sentía mucho muy contenta.
Por fin iba a cumplir su sueño de hacer un viaje en tren. Estaba emocionada y
sonreía satisfecha. Rápidamente sintió el traqueteo y el ruido característico del
paso del convoy sobre los rieles. Preguntó a sus vecinos de asiento cuántas
estaciones eran para Querétaro:
–Cinco –dijo una mujer, al parecer,
la madre.
–No, son seis –la corrigió un
muchacho que parecía ser su hijo.
–¿Van hasta allá también? –Preguntó
Paloma, y el muchacho respondió:
–No, vamos al Ahorcado.
–¿Al Ahorcado?
–Sí, así se llama la estación.
–Ah. ¿Y allí viven?
–Cercas. De allí tenemos que caminar
como una media hora. Fuimos a comprar unas cosas a San Juan, y aprovechamos pa
pasear. Le ayudo aquí a mi mamá a hacer sus compras pa la tienda. Tiene una
tienda y a eso vinimos.
–Ah, qué bien. Yo fui de paseo a
Tequisquiapan.
–Ah, ¿a las aguas termales?
–Preguntó la mamá.
–Sí, muy buenas… –respondió Paloma,
aunque sin mucho entusiasmo.
Pronto llegaron a la siguiente
estación, Santa Elena, allí hubo nuevo movimiento de pasajeros y también
subieron los vendedores. Pasó un nevero y el muchacho le preguntó a Paloma si
quería una nieve. Ella sonrió agradecida y aceptó. Había de limón, de coco, de
nuez y de fresa.
–¿Puedo pedir de dos sabores?
–Preguntó Paloma.
–Hasta de cuatro, muchacha, cuesta
lo mismo –respondió el nevero.
–Ah, pues entonces deme de las
cuatro para probarlas.
–Cómo no.
Paloma iba a pagar su nieve, pero el muchacho le detuvo la
mano y le hizo un gesto negativo, luego le dijo:
–Yo invito.
–¿Aquí la jefa va a querer? –Preguntó el nevero al muchacho,
refiriéndose a su mamá.
–Sí –contestó la señora,
adelantándose–, pero a mí deme nomás de limón y de fresa.
–Sale –dijo el nevero– y se la dio
sirviéndole con destreza.
–¿Y usté, joven?
–A mí como la de la muchacha.
–Ah dio, si ni te gusta la de coco
–dijo indiscreta la señora, por lo que su hijo le lanzó una mirada de enojo, de
modo que ella rectificó al momento–, digo, no te gustaba.
–Gracias –dijo Paloma saboreando la
nieve–, está buenísima, deliciosa. ¿Y con el calor?, más.
–Sí, está sabrosa –coincidió el
muchacho, le sonrió a Paloma y añadió con intención–, hasta la de coco.
Ella se sintió halagada con el
comentario y le correspondió con otra sonrisa. En ese momento se miraron a los
ojos. Paloma sintió un cosquilleo extraño y bajó la mirada un instante, pero
algo la hacía volver los ojos al muchacho una y otra vez aunque no quisiera. Se
hizo el silencio. La mamá se dio cuenta de que los jóvenes se habían gustado y
de que no sabían qué decir, así que le hizo la plática a Paloma:
–¿Y entonces vas pa Querétaro?
–Sí, señora.
–¿Tienes familia allí?
–No, voy a conocer.
–¿Tú sola?
Paloma dudó sobre si debía decir la
verdad o no, de manera que decidió entremezclarla con una mentira:
–Este… sí, hasta Querétaro. Allí
está… mi mamá, esperándome para conocer. Y luego nos vamos a Chihuahua.
–¡A Chihuahua! Está muy lejos eso,
¿no? –Intervino el muchacho– ¿Y a qué van hasta allá?
–Oh, déjalas, qué chismoso. Qué te
importa.
Paloma y el muchacho se sonrojaron.
Ella habló primero:
–No, está bien. Vamos a visitar a
unos tíos.
–Pero no son vacaciones –dijo el
muchacho–, yo hoy falté pa ayudar aquí a mi mamá.
–Este… sí, no, es que está enfermo
mi tío, sí, muy grave. Y es un tío que nos ha ayudado mucho a mi mamá y a mí.
–Ah, vaya –dijo la señora y agregó–,
no pues sí, está bien que lo visiten. Tan lejos y enfermo. Luego así pasa, la
familia se aleja y se deja de ver. Qué bueno que van, muchacha. Pero ¿por qué
tu mamá no se vino contigo?
Paloma empezaba a enredarse con las
mentiras, pero pensó que debía salir bien librada, pues el muchacho iba a
pensar que era una mentirosa y no quería que tuviera una mala imagen suya, así
que siguió:
–Ah, es que ella se fue antes porque
tiene una amiga allí en Querétaro y yo tenía un examen y no pude irme con ella,
pero como hace mucho que no se ven y la quiere mucho, pues aprovechó.
–Y tú te desbalagaste pa Tequis.
Paloma se sonrojó.
–Ya déjala –intervino el muchacho–,
a últimas, ella sabrá.
–Bueno, pues, curiosa que es una.
–¿Y ustedes?, ¿nada más son tú y tu
mamá, como yo? –Volvió a mentir Paloma.
–No, tengo otros cuatro hermanos,
pero yo soy el más grande, por eso acompaño aquí a mi mamá.
–¿Y tu papá?
El muchacho respondió un poco
mosqueado:
–No tengo.
Paloma se sintió incómoda por haber
hecho aquella pregunta. “Mensa, tarada, qué te importa, ya se cortó todito, tan
bien que iba todo. ¿No te digo, Paloma? Siempre la riegas.”
–Ah, no te preocupes, yo tampoco
–mintió una vez más Paloma para aligerar la tensión.
Al oír aquello, el muchacho sonrió
otra vez. Los jóvenes siguieron platicando animadamente y así pasaron Chintepec,
donde otra vez hubo subida y bajada de pasajeros, así como de vendedores. Llegó
un niño ofreciendo jícamas.
–¿Quieres? –Le preguntó el muchacho
a Paloma.
–Bueno –dijo ella, haciéndosele agua
la boca.
–¿Tú, ma? –Interrogó el muchacho a
su madre.
–No, yo ya con la nieve tuve.
–Dos, con todo –pidió el muchacho al niño.
El niño hábilmente les preparó una rebanada a cada uno, les
puso limón, sal y chile piquín. Cobró y siguió con su venta por el vagón.
–¿Y así es todo el camino? –Preguntó Paloma.
–Cómo –preguntó a su vez el muchacho.
–Así, que se suben a vender en cada estación.
–Uy, sí, muchacha –se adelantó la mujer–, hasta se han
subido pocos. Venden de todo y a cada rato. Yo luego me enfermo por andar de
guzga, pero ya aprendí. Por eso nada más mi nieve. Bueno, no siempre nieve,
pero una sola cosa nada más. ¡Puros antojos! Ustedes porque están muchachos.
Pero yo…
De pronto, y sin decir nada, madre e hijo empezaron a
preparar sus cosas, a acercarlas a la puerta del vagón. Eran varias cajas e
hicieron varios viajes. Paloma vio aquel movimiento y preguntó un tanto
entristecida:
–¿Ya es su estación?
–Sí, ya es la próxima –dijo el muchacho en el mismo tono.
–Sí, ya se les acabó el veinte –dijo a ambos la señora con
malicia.
–¡Ya! –Exclamó molesto el muchacho y tanto él como Paloma
se sonrojaron.
El tren empezó a frenar. Paloma se sintió un poco
desamparada, pero no había opción. Habían sido sólo unos compañeros momentáneos
de su viaje. Se despidieron antes de que se detuviera por completo la máquina,
pues apenas les daría tiempo de bajar sus bultos. Los dos muchachos cruzaron
nuevamente la mirada pero no pudieron decir nada más que adiós, aunque ambos
experimentaron aquel cosquilleo extraño nuevamente. Todo pasó en unos segundos.
De pronto ya no estaban y otras personas ocuparon sus
lugares. A Paloma le entró la tristeza y se dio cuenta de que ni siquiera le
había preguntado su nombre a ninguno de los dos y tampoco les había dicho el
suyo. “Tan bonito que sentí cuando nos miramos ¿y ni siquiera supe cómo se
llamaba?” ¿Eso será el amor? ¡Cómo se va uno a enamorar así de alguien que ni
conoce y que no lo va a volver a ver en su vida! No, eso debe ser otra cosa. No
sé qué, pero… ¿amor?” Y siguió haciéndose pregunta tras pregunta sin encontrar
una respuesta, recordando sólo la agradable sensación que había tenido por el breve
trato con aquel joven. Ni siquiera puso atención a sus nuevos compañeros y
cuando menos se dio cuenta el portero gritó:
–¡Querétaro!
Paloma se sorprendió de que ni siquiera se había percatado
del paso por otras estaciones. Se bajó de inmediato y dejó aquellos
pensamientos y preguntas irresolubles. Un nuevo lugar y lo desconocido exigían
toda su atención. Sólo le quedó una leve sonrisa en el rostro y un brillo nuevo
en los ojos que le daban el recuerdo del cosquilleo que había experimentado con
la mirada cruzada con su fugaz compañero de viaje.
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