lunes, 1 de junio de 2015

Capítulo 10

 ¡Ah…!, ¿el amor?
Paloma despertó con los primeros rayos del Sol. Miró a su alrededor y recordó la horrible noche anterior. Estaba adolorida a causa de la posición en la que se había quedado dormida y le dolían las muelas de tanto que las había apretado durante el sueño. Estaba peor que el día anterior. ¡Y había ido a buscar descanso a Tequisquiapan! Ahora se sumaba al dolor del sillín y de las piernas, el de todo el cuerpo y el de las muelas.
            Extrañó a su mamá, su cama, a su papá y hasta a su hermana. Sintió el deseo de regresar de inmediato, pero pensó que era muy pronto para dejarse vencer ante la primera dificultad. “No todo iba a ser miel sobre hojuelas –se dijo con firmeza – y seguramente me sucederán otras cosas, pero yo le voy a seguir. Sí soy calzonuda y sí voy a lograr lo que me propuse y enfrentaré lo que venga.”
            Decidió levantarse y ver cómo estaban su pantalón y su playera. Húmedos todavía, pero sólo eso. En realidad, lo seco del clima del lugar había hecho bastante y, como lo había pensado, seguramente ir al rayo del Sol terminaría de secarlos. Fue al baño y decidió bañarse. Pensó que, por supuesto, con la tacañez de su casera, no habría agua caliente así que ni intentó buscar un calentador de ningún tipo para comprobarlo. Fue directamente a la regadera. Le hacía falta, ahora sí, quitarse del cuerpo la sangre y con ella las sensaciones desagradables que anoche la habían salpicado. “Además –pensó– un baño de agua fría es bueno para la salud, según dicen.”
            Abrió la llave de la caliente, por si acaso, y metió primero el pie derecho. Le habían dicho que así el cuerpo no reacciona tan mal al agua fría, porque es el punto más lejano al corazón. Luego metió el pie izquierdo, luego el pubis, la panza, los senos, ¡la espalda!… y la cabeza no se atrevió. Ya había sido bastante. Cerró la llave, se enjabonó rápidamente y se enjuagó aun más veloz. Listo, se había bañado en unos minutos y estaba limpia. ¿Por qué siempre se tardaba tanto si era una tarea tan sencilla? Decidió que de ese día en adelante se bañaría con agua fría. Excepto el pelo. Si se lavaba el pelo sí utilizaría agua tibia. Otra vez sin toalla, así que se vistió rápido. Con lo frío del baño no le molestó tanto la humedad de la ropa. Y deseó que no le hiciera daño. “Bueno, en un libro leí que eso no es lo que enferma, sino los gérmenes, virus o bacterias, como se llamen, porque el personaje de la novela (que en la vida real había sido un médico y hasta había recibido el Premio Nóbel) se cayó en un hoyo que habían hecho en el hielo él y sus amigos y aunque se tardó en salir, porque sus amigos se asustaron y lo dejaron a su suerte, no le pasó nada. Así que no me va a pasar nada.”
            Se alistó. Pensó entonces en Marta. ¿Pasaría a verla? ¿Y si se enojaba? ¿Y si estaba muerta? Se dirigió a la puerta con mochila y bicicleta para quitar la tranca. Luego se asomó por la ventana a ver si se veía algo, pero fue inútil. Al menos no se escuchaba nada. De pronto se oyeron los mismos toquidos de la noche anterior: suaves, apenas perceptibles. Abrió con cuidado. Era la vecina. Menos mal, pensó Paloma, pues así Matiana se quedaría con Marta, y Paloma podría irse sin el pendiente.
            Matiana saludó a Paloma y entró directamente a ver a Marta sin más preámbulos. Lo hizo con sigilo. Marta seguía dormida. Paloma al saberlo, dijo adiós y pensó “hasta nunca”. Aunque también reconoció que había sido una buena lección: si en la vida llegaba a tener alguna experiencia violenta con algún hombre bastaría con que ocurriera una sola vez para cortar esa relación. Ni qué dudarlo.
            Se montó en la bicicleta y se fue al centro. Tenía hambre, se le antojaban unos huevos con chorizo y unos frijoles al lado, con tortillas hechas a mano, café de olla y un pan dulce para terminar. Así que buscó una fonda y la encontró. “Sin prisa es más fácil encontrar lo que se busca”, pensó. Desayunó tal como lo había deseado. Miró el parque y se acordó del nevero, pero no estaba, era muy temprano.
            –Ni modo, me quedaré sin probar las nieves de Tequis.
            Montó la bicicleta sin importarle el empedrado ni sus dolencias. La alegría de salir de allí era mucho mayor. Y pronto llegó a la carretera. Pedaleó con gusto, sintiéndose libre y contenta, lejos de problemas como los que tenía aquella mujer que el azar le había puesto enfrente. Sonrió y respiró plenamente. No había nubes en el cielo, y pronto el sol secó por completo su ropa.
            El trayecto transcurrió sin ninguna novedad. En San Juan del Río decidió vender la bicicleta. Ya era bastante con el ejercicio. Seguiría en tren. Pero antes debía averiguar dos cosas: en cuánto podría vender la bicicleta y a qué hora pasaba el tren. Fue primero a la estación. El tren pasaba a las diez y media. Eran cuarto para las diez. Tenía poco tiempo, así que se fue directo a buscar dónde vendían bicicletas y ver en cuánto podría venderla. Las de su tipo no eran caras, y tendría que pedir cuando mucho la mitad, pues tampoco estaba perfecta. Afuera de la tienda vio a un muchacho que las observaba dudoso, seguramente quería comprar una. Paloma se acercó y enseguida empezó a negociar la bicicleta:
            –Quieres comprar una bici, ¿verdad?
            –¿Yo? ¿Me habla a mí? –Preguntó el muchacho sorprendido.
            –Sí. Hola, me llamo Paloma.
            –Ah, mucho gusto, yo soy Manuel.
            –¿Otro Manuel? –Dijo Paloma recordando al niño que había conocido el primer día.
            –¿Cómo?
            –No, nada. Mucho gusto. Es que veo como que quieres comprar una bicicleta.
            –Ah, sí, quiero, pero no sé, están caras.
            –¿Se te hace?
            –Sí, bueno, pa mí se me hacen caras. No quiero gastar tanto en eso.
            –¿Cómo en cuánto estás pensando?
            –Pos en unos ochocientos.
            Paloma lo pensó unos segundos y dijo decidida:
–¿Qué te parece ésta en cuatrocientos? No es nueva, ni mucho menos. Pero está buena. La he usado poco en realidad, pero me ha salido buena. Cómo ves.
            El muchacho la vio, se rascó la cabeza, levantó una ceja y no dijo nada. Paloma insistió:
            –Vela bien. Mira, Siéntele los frenos. Están perfectos. Las llantas tienen dibujo todavía. Los rayos están bien, sólo éste está medio chuequito, pero es el único. Mira el asiento, está cómodo. Trae su bomba. Es una oferta.
            –No sé… es que es de mujer.
            –No, pues yo necesito que te decidas rápido. Tengo que irme a Querétaro en un rato más, así que si no te interesa, con tu permiso voy a buscar otro cliente –pero agregó antes de irse–, de mujer o de hombre igual te lleva, ¿no?
            –Es que…
            Paloma perdió la paciencia, se despidió y empezó a caminar rumbo a la estación. El muchacho se decidió y la alcanzó.
            –Está bien. Aquí están.
            Hicieron la transacción de inmediato. Paloma se guardó el dinero en el pantalón y el muchacho tomó la bicicleta, montó con cierta dificultad y trastabillando un poco se fue. Luego le tomó la medida y pedaleó con seguridad. Paloma lo vio alejarse con cierta nostalgia por la bicicleta. Pero así era todo: llegaba y se iba.
            Se dirigió entonces a la estación y fue a comprar su boleto.
            –¿De primera? –Preguntó el hombre de la ventanilla.
            –No, de segunda –pidió Paloma.
            –No, ése lo paga cuando se suba.
            –Pero así sale más caro.
            –Sí, pero ésas son las indicaciones, porque no hay garantía de que halle asiento. Entonces qué tal que no se quiere ir, y ya hizo el gasto de oquis y le salió peor. Cuando llegue el tren póngase abuzada. El de segunda es el tercer vagón después de la máquina. En cuanto vea que puede subirse, hágalo, porque están a la rebatinga.
            –Bueno, gracias –respondió Paloma, dudando de la validez del argumento para no vender los boletos de segunda por anticipado y pensó que más bien se aprovechaban de la situación, pues como siempre se llenaba más, así los cobraban más caros; luego agregó un poco molesta–, ah, pero cuando menos dígame en cuánto me sale arriba para estar preparada.
            El hombre le dio la información y Paloma enseguida se dirigió al andén. Había mucha gente esperando. Al menos, más de la que ella suponía que encontraría. Y seguramente muchos iban al de segunda, porque por su aspecto no se veía que tuvieran mucho dinero. La competencia iba a estar dura.
            Y así fue. El tren llegó un poco retrasado. En cuanto paró y empezó a bajar la gente, los nuevos pasajeros se introdujeron en tropel, aventando bolsas, maletas y cajas para apartar lugar. Paloma corrió también y se agenció un asiento. Todos reían a pesar de lo violento que podía ser esa situación. Al final, sólo unos cuantos no alcanzaron lugar, pero pronto se sentaron en el suelo. El tren arrancó y al rato pasó el inspector a cobrar.
            Paloma se sentía mucho muy contenta. Por fin iba a cumplir su sueño de hacer un viaje en tren. Estaba emocionada y sonreía satisfecha. Rápidamente sintió el traqueteo y el ruido característico del paso del convoy sobre los rieles. Preguntó a sus vecinos de asiento cuántas estaciones eran para Querétaro:
            –Cinco –dijo una mujer, al parecer, la madre.
            –No, son seis –la corrigió un muchacho que parecía ser su hijo.
            –¿Van hasta allá también? –Preguntó Paloma, y el muchacho respondió:
            –No, vamos al Ahorcado.
            –¿Al Ahorcado?
            –Sí, así se llama la estación.
            –Ah. ¿Y allí viven?
            –Cercas. De allí tenemos que caminar como una media hora. Fuimos a comprar unas cosas a San Juan, y aprovechamos pa pasear. Le ayudo aquí a mi mamá a hacer sus compras pa la tienda. Tiene una tienda y a eso vinimos.
            –Ah, qué bien. Yo fui de paseo a Tequisquiapan.
            –Ah, ¿a las aguas termales? –Preguntó la mamá.
            –Sí, muy buenas… –respondió Paloma, aunque sin mucho entusiasmo.
            Pronto llegaron a la siguiente estación, Santa Elena, allí hubo nuevo movimiento de pasajeros y también subieron los vendedores. Pasó un nevero y el muchacho le preguntó a Paloma si quería una nieve. Ella sonrió agradecida y aceptó. Había de limón, de coco, de nuez y de fresa.
            –¿Puedo pedir de dos sabores? –Preguntó Paloma.
            –Hasta de cuatro, muchacha, cuesta lo mismo –respondió el nevero.
            –Ah, pues entonces deme de las cuatro para probarlas.
            –Cómo no.
Paloma iba a pagar su nieve, pero el muchacho le detuvo la mano y le hizo un gesto negativo, luego le dijo:
            –Yo invito.
–¿Aquí la jefa va a querer? –Preguntó el nevero al muchacho, refiriéndose a su mamá.
            –Sí –contestó la señora, adelantándose–, pero a mí deme nomás de limón y de fresa.
            –Sale –dijo el nevero– y se la dio sirviéndole con destreza.
            –¿Y usté, joven?
            –A mí como la de la muchacha.
            –Ah dio, si ni te gusta la de coco –dijo indiscreta la señora, por lo que su hijo le lanzó una mirada de enojo, de modo que ella rectificó al momento–, digo, no te gustaba.
            –Gracias –dijo Paloma saboreando la nieve–, está buenísima, deliciosa. ¿Y con el calor?, más.
            –Sí, está sabrosa –coincidió el muchacho, le sonrió a Paloma y añadió con intención–, hasta la de coco.
            Ella se sintió halagada con el comentario y le correspondió con otra sonrisa. En ese momento se miraron a los ojos. Paloma sintió un cosquilleo extraño y bajó la mirada un instante, pero algo la hacía volver los ojos al muchacho una y otra vez aunque no quisiera. Se hizo el silencio. La mamá se dio cuenta de que los jóvenes se habían gustado y de que no sabían qué decir, así que le hizo la plática a Paloma:
            –¿Y entonces vas pa Querétaro?
            –Sí, señora.
            –¿Tienes familia allí?
            –No, voy a conocer.
            –¿Tú sola?
            Paloma dudó sobre si debía decir la verdad o no, de manera que decidió entremezclarla con una mentira:
            –Este… sí, hasta Querétaro. Allí está… mi mamá, esperándome para conocer. Y luego nos vamos a Chihuahua.
            –¡A Chihuahua! Está muy lejos eso, ¿no? –Intervino el muchacho– ¿Y a qué van hasta allá?
            –Oh, déjalas, qué chismoso. Qué te importa.
            Paloma y el muchacho se sonrojaron. Ella habló primero:
            –No, está bien. Vamos a visitar a unos tíos.
            –Pero no son vacaciones –dijo el muchacho–, yo hoy falté pa ayudar aquí a mi mamá.
            –Este… sí, no, es que está enfermo mi tío, sí, muy grave. Y es un tío que nos ha ayudado mucho a mi mamá y a mí.
            –Ah, vaya –dijo la señora y agregó–, no pues sí, está bien que lo visiten. Tan lejos y enfermo. Luego así pasa, la familia se aleja y se deja de ver. Qué bueno que van, muchacha. Pero ¿por qué tu mamá no se vino contigo?
            Paloma empezaba a enredarse con las mentiras, pero pensó que debía salir bien librada, pues el muchacho iba a pensar que era una mentirosa y no quería que tuviera una mala imagen suya, así que siguió:
            –Ah, es que ella se fue antes porque tiene una amiga allí en Querétaro y yo tenía un examen y no pude irme con ella, pero como hace mucho que no se ven y la quiere mucho, pues aprovechó.
            –Y tú te desbalagaste pa Tequis.
            Paloma se sonrojó.
            –Ya déjala –intervino el muchacho–, a últimas, ella sabrá.
            –Bueno, pues, curiosa que es una.
            –¿Y ustedes?, ¿nada más son tú y tu mamá, como yo? –Volvió a mentir Paloma.
            –No, tengo otros cuatro hermanos, pero yo soy el más grande, por eso acompaño aquí a mi mamá.
            –¿Y tu papá?
            El muchacho respondió un poco mosqueado:
            –No tengo.
            Paloma se sintió incómoda por haber hecho aquella pregunta. “Mensa, tarada, qué te importa, ya se cortó todito, tan bien que iba todo. ¿No te digo, Paloma? Siempre la riegas.”
            –Ah, no te preocupes, yo tampoco –mintió una vez más Paloma para aligerar la tensión.
            Al oír aquello, el muchacho sonrió otra vez. Los jóvenes siguieron platicando animadamente y así pasaron Chintepec, donde otra vez hubo subida y bajada de pasajeros, así como de vendedores. Llegó un niño ofreciendo jícamas.
            –¿Quieres? –Le preguntó el muchacho a Paloma.
            –Bueno –dijo ella, haciéndosele agua la boca.
            –¿Tú, ma? –Interrogó el muchacho a su madre.
–No, yo ya con la nieve tuve.
–Dos, con todo –pidió el muchacho al niño.
El niño hábilmente les preparó una rebanada a cada uno, les puso limón, sal y chile piquín. Cobró y siguió con su venta por el vagón.
–¿Y así es todo el camino? –Preguntó Paloma.
–Cómo –preguntó a su vez el muchacho.
–Así, que se suben a vender en cada estación.
–Uy, sí, muchacha –se adelantó la mujer–, hasta se han subido pocos. Venden de todo y a cada rato. Yo luego me enfermo por andar de guzga, pero ya aprendí. Por eso nada más mi nieve. Bueno, no siempre nieve, pero una sola cosa nada más. ¡Puros antojos! Ustedes porque están muchachos. Pero yo…
De pronto, y sin decir nada, madre e hijo empezaron a preparar sus cosas, a acercarlas a la puerta del vagón. Eran varias cajas e hicieron varios viajes. Paloma vio aquel movimiento y preguntó un tanto entristecida:
–¿Ya es su estación?
–Sí, ya es la próxima –dijo el muchacho en el mismo tono.
–Sí, ya se les acabó el veinte –dijo a ambos la señora con malicia.
–¡Ya! –Exclamó molesto el muchacho y tanto él como Paloma se sonrojaron.
El tren empezó a frenar. Paloma se sintió un poco desamparada, pero no había opción. Habían sido sólo unos compañeros momentáneos de su viaje. Se despidieron antes de que se detuviera por completo la máquina, pues apenas les daría tiempo de bajar sus bultos. Los dos muchachos cruzaron nuevamente la mirada pero no pudieron decir nada más que adiós, aunque ambos experimentaron aquel cosquilleo extraño nuevamente. Todo pasó en unos segundos.
De pronto ya no estaban y otras personas ocuparon sus lugares. A Paloma le entró la tristeza y se dio cuenta de que ni siquiera le había preguntado su nombre a ninguno de los dos y tampoco les había dicho el suyo. “Tan bonito que sentí cuando nos miramos ¿y ni siquiera supe cómo se llamaba?” ¿Eso será el amor? ¡Cómo se va uno a enamorar así de alguien que ni conoce y que no lo va a volver a ver en su vida! No, eso debe ser otra cosa. No sé qué, pero… ¿amor?” Y siguió haciéndose pregunta tras pregunta sin encontrar una respuesta, recordando sólo la agradable sensación que había tenido por el breve trato con aquel joven. Ni siquiera puso atención a sus nuevos compañeros y cuando menos se dio cuenta el portero gritó:
–¡Querétaro!

Paloma se sorprendió de que ni siquiera se había percatado del paso por otras estaciones. Se bajó de inmediato y dejó aquellos pensamientos y preguntas irresolubles. Un nuevo lugar y lo desconocido exigían toda su atención. Sólo le quedó una leve sonrisa en el rostro y un brillo nuevo en los ojos que le daban el recuerdo del cosquilleo que había experimentado con la mirada cruzada con su fugaz compañero de viaje.

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