jueves, 24 de marzo de 2016

De pan

Hace tiempo que no tengo noticias sobre el pan. Y es que así como novedades, no había, porque no pasaba de hacer pan para nuestro consumo, sin cambio alguno, salvo la de estar en otras latitudes y tal vez con variaciones en las harinas y cambiar los granos por semillas. Pero hoy es un día diferente. Hace ya un par de semanas que decidí experimentar en serio con la masa madre:


La liga marca el nivel que tenía originalmente. Eso quiere decir,
que duplicó su volumen, lo cual significaba que ya estaba lista.


Y hoy por fin ya me salió el pan como debe. Mis primeras pruebas fueron medio fatales, porque apenas si había unas burbujas en el pan, aunque el sabor no tenía ninguna objeción. Poco a poco y después de buscar diversos videos sobre el tema, de verlos y reverlos, y experimentar y reexperimentar, puedo decir que lo he conseguido. Aquí, parte del proceso:

La masa, lista para reposar

Ya en reposo. Se fue toda la noche a descansar

Hoy en la mañana. No parece muy diferente.
Habría de reposar otro buen rato

Formados y listos para el horno. Antes, ya con esa forma
reposaron otra hora y media. Mucha paciencia.





































Ahora habría que mejorar algunos detalles relacionados con el horneado, pero en cuanto a la masa, creo que ya lo tengo asimilado. Por cierto, experimenté lo que un tipo sugirió (uno de un video) de poner piedras para luego verter agua sobre ellas y que vaporice y se haga costra y bla, bla. Le hice caso, pero ahora probaré sin eso. Aquí, las piedras:

Aquí, calentándose las piedras junto con el horno

Aquí ya con el pan
















La próxima vez probaré sin las piedras y variando las temperaturas, porque se pasaron de tueste, como puede notarse, ¿verdad?

Morenazos

También hornearé con menos temperatura que la sugerida, para que no se pasen de dorados. Incluso debí dejarlos menos tiempo, de lo contrario habrían salido carbones. Eso sí, hicieron buena miga, como dicen los panaderos. Nada que ver con las pruebas anteriores, que estaban apelmazados. Ahora quedaron crujientes y esponjosos. Vean:



No la quiere poner derecha, pero imagínensela 


Claro, los experimentos seguirán, pues ahora creo que debo hacer el pan como lo hacía (es decir, el pan rato sano), pero a partir de la masa madre, ya sin nada de levadura comercial, industrial, pues. Habría que probarla también con otras masas, para pizza, por ejemplo, u otros tipos de pan: bollos y pan dulce. Ya les contaré. Por lo pronto, valga este primer paso ya en firme hacia un pan todavía más harto sano. Un día iré y les daré a probar. :-)

lunes, 21 de marzo de 2016

Capítulo 2


Primera parada
Un abrazo fraterno

 Después de su experiencia en el trayecto de Querétaro a San Luis, esta vez Paloma había tenido la precaución de averiguar con anticipación las corridas a Zacatecas, que eran bastantes y el recorrido, corto. Según su mapa, eran casi 190 kilómetros, lo cual no era tanto, y mucha gente viajaba entre ambas ciudades por trabajo, así que aunque no había comprado su boleto, no era difícil que hubiera lugar.
        Eloísa la había acompañado hasta la central. En el trayecto habían tenido su última conversación, animada aunque llena ya de nostalgia ante la certeza de la partida y de que probablemente nunca volverían a verse. En cuanto llegaron, Eloísa se despidió, pues además de que tenía varios pendientes no quería prolongar la tristeza del adiós. Con un abrazo acompañaron su despedida:
            –Cuídate mucho, Paloma.
            –Gracias, no tengas duda, así lo haré. Gracias por los vestidos, por la hospitalidad, por tus enseñanzas, por tus consejos, por todo –dijo Paloma con los ojos arrasados de lágrimas, pero con una sonrisa amplia en su rostro, muestra de sus emociones encontradas.
            Finalmente, se dieron un beso muy tronado y otro último abrazo. Eloísa dio media vuelta y se fue sin mirar hacia atrás para no ponerse a llorar, pues se iba a quedar muy triste ya sin su joven amiga.
Paloma quedó muy emocionada, tanto por ese momento de decir adiós y por todas las experiencias adquiridas en tan corto tiempo, como por el hecho de continuar su travesía, y aunque se había trazado un plan, ya allí y tras consultar nuevamente el mapa, decidió que si se trataba de conocer, no sería mala idea ir primero a Aguascalientes y luego a Zacatecas. Lo pensó un poco más y tras revisar de nuevo la ruta, vio que sólo había 168 kilómetros entre San Luis y Aguascalientes y 135 entre ésta y Zacatecas. Podía pasar el día allí, conocer un poco y ya en la tarde seguir con el plan. Consideró ésta como la mejor decisión, así que con paso firme se dirigió a las taquillas para comprar su boleto. Esta vez la mochila iba un poco más llena, pero no tanto como para no llevarla con entusiasmo y ligereza.
            Le vendieron el boleto de último momento, el autobús saldría en unos minutos y el hombre de la taquilla le dijo que corriera, porque estaba por salir. Así lo hizo y abordó de inmediato; en cuanto estuvo arriba el autobús arrancó y Paloma volvía a soñar. ¿Qué encontraría en esa ciudad que ni siquiera le había cruzado por la cabeza al momento de recomponer la ruta de su aventura? Por otro lado, en más de una ocasión había sido mencionada con gran emotividad por Nieves, quien había vivido allí en su infancia, pero por alguna causa nunca habían ido, ni en vacaciones, a pesar de que, según lo que platicaba su mamá, aún tenía conocidos de la familia y hasta algún pariente. Por lo pronto, hizo un breve recuento de lo vivido en San Luis y se sintió contenta al recordar los rostros de las personas a las que había conocido; se rio sola al recordar a Andrés, el arquitecto que le había pagado el hotel en su primera noche en aquella ciudad y sus ingenuos intentos de seducción, justo entonces se dio cuenta de que había ganado seguridad frente a actitudes como ésa y esta sensación fue un empujón para seguir adelante con más determinación.
            Luego se puso a hacer cuentas sobre el dinero que traía; en San Luis había averiguado el valor de las monedas antiguas y quedó sorprendida, así que ya estaba segura de que realmente la sacarían de un apuro importante, pero como en un inicio, seguía pensando que intentaría conservarlas como un trofeo, así que se propuso administrar de la mejor manera su dinero y, en todo caso, volvería a trabajar si fuera necesario. Sumó lo de la bicicleta, que seguía intacto, más lo que había ganado en su semana de trabajo, que no era mucho en comparación con el esfuerzo, pero había crecido gracias a las propinas, porque aunque ella no hubiera mesereado, la costumbre de que las propinas se juntaran y luego se repartieran entre todos le dio ese extra que se merecía. Pensó un poco en ello y aunque al principio le sorprendió que le dieran una participación, le pareció justo cuando Eloísa le explicó que el servicio no era nada más de los meseros, pues si un cliente dejaba una buena propina era debido a que todos trabajaran lo mejor posible, empezando por el aseo, pues un lugar sucio no es agradable para comer, y mucho menos unos trastes malolientes; al igual que el sazón de los platillos y el toque especial de bebidas, lo mismo que la amabilidad y diligencia de los meseros. “Ah –se dijo Paloma dándose cuenta en ese momento– eso es el dichoso trabajo en equipo. Claro, cada quien hace su parte y al final todos salen ganando. ¿Cómo no lo había visto así antes? Siempre me parecía nada más que una jalada de la escuela, porque allí hacer un trabajo en equipo es que unos trabajen y otros se hagan mensos pero se adornen si la calificación es buena, o hablen pestes de los otros si es mala.”
            En la suma de su capital consideró también el hecho de que la hospitalidad de Eloísa le había ayudado a que su dinero no se le gastara y gracias a las comidas hechas en el restaurante del jefe Li, había ahorrado íntegramente lo de las propinas. El gasto mayor había sido la ropa interior más la llamada a su mamá, pero en resumen había gastado muy poco, y como seguía convencida de que no debía aumentar más que con lo indispensable el peso de su equipaje, no había adquirido mucho, salvo las prendas necesarias para mantenerse pulcra hasta cierto punto, lo estrictamente básico y nada más.
En este aspecto, Paloma también había cambiado, se preocupaba un poco más por la limpieza, aunque no demasiado. Es cierto que había adquirido cierta conciencia de su necesidad en ciertas circunstancias, y aunque su propio sudor le parecía agradable, sí se había dado cuenta de que a veces, cuando ya se le había pasado la mano, la gente le huía un poco. Fue Eloísa la que se lo hizo saber claramente y al menos mientras trabajó en el restaurante trató de no molestar con el olor rancio de su cuerpo a sus compañeros, así que se bañó diariamente, y gracias a los vestidos que le regaló su amiga pudo lavar el resto de su ropa. Pero ahora, otra vez de viaje, seguiría sin bañarse hasta que fuera absolutamente necesario. Hasta pensó que funcionaría como una especie de escudo, de defensa y se preguntó si no sería así en las sociedades primitivas. Decidió probar este recurso en su trayecto hasta Chihuahua. No era mala idea, pensó, pues así siempre tendría espacio libre a su alrededor. Se rio de sus ideas, y dijo en voz alta: “así mero le voy a hacer”. La gente que venía en el camión volteó a verla, como si estuviera loca.
Paloma no hizo caso y siguió pensando. Tocó su turno a la carta del jefe Li. Era otro gran tesoro que mostraría con orgullo a sus padres y a su hermana, y aunque tal vez nunca la utilizara para obtener algún trabajo, para ella sería un recurso que en circunstancias de tristeza o de duda la haría recuperar la fe en sí misma. Más que un trofeo, la carta se había convertido en una especie de talismán o de amuleto que habría de sacarla de momentos difíciles, según ella.
Mientras recordaba todo aquello, observaba a través de la ventanilla el paisaje árido del trayecto y también se preguntaba cómo es que la gente vivía en medio de esa sequedad y casi sin árboles, con unos cuantos matorrales por única vegetación. Es cierto que la casi desnudez de la tierra tenía cierto atractivo, pero más bien le agobiaba el alma antes que darle un placer. Sin embargo, procuró encontrar lo grato del paisaje inhóspito y hostil del semidesierto, roto en momentos por algunos oasis donde la gente fundaba sus viviendas. “Ha de ser gente muy terca, para seguir aquí a pesar de la desolación”, pensó.
Un viaje hacia un lugar desconocido siempre se siente más largo, porque todo es nuevo y no se sabe qué tan lejos o cerca se está del punto de llegada. A Paloma le pareció que ya llevaban mucho tiempo en el autobús, y por eso traía el mapa a la mano para ir siguiendo en él el avance del trayecto. Se dio cuenta de que en realidad era más tiempo del que consideró en un inicio, pues no pensó que la carretera daba un rodeo, y no sabía que había montañas por ahí, lo cual significaba subidas, bajadas y curvas, por lo que el autobús debía aminorar la velocidad. En algún momento llegaron a un lugar llamado Ojuelos, que ya estaba en Jalisco. Se alegró, porque gracias a eso, podría decirle después a Carla que había estado hasta en Jalisco, aumentando así ante los ojos de su amiga un poco más la magnitud de su viaje. En realidad, la carretera cruzaba sólo una franja angosta de ese estado y el autobús paraba por pasaje en ese poblado, momento que aprovechó Paloma para ir al baño. Fue todo lo que conoció, y lo que vio a través de la ventanilla: era día de mercado y el autobús tardó mucho tiempo para entrar y salir del pueblo, por lo angosto de las calles, el gentío de los alrededores y del mismo Ojuelos que acudía al tianguis; aunque pequeño, el pueblo tenía su encanto. Subió un nevero al autobús y se compró una nieve, pues el calor arreciaba.
Paloma se quedó pensando mientras disfrutaba su nieve y el camión volvía a retomar la carretera hacia Aguascalientes. El asunto de qué era lo que iba a contar y cómo lo haría la ocupaba mucho y la hacía disfrutar mucho más todos los lugares, las sensaciones y las experiencias, lo que a su vez la obligaba a volverse más observadora. Por eso procuraba guardar en su memoria la mayor cantidad de detalles que llamaran su atención, para así compartir más tarde todos esos recuerdos: las expresiones que utilizaba la gente, sus rostros, sus vestimentas, sus actividades y la de los poblados y ciudades que iba conociendo por corta que fuera su estancia en ellos; los colores, lo que se vendía en la calle, lo que se comía, los olores, todo.
El camión regresó por fin a la carretera. El paisaje hasta ese punto había sido agreste, y poco a poco se fue haciendo más arbolado. Vio unos plantíos que no supo de qué eran: largas y numerosas filas de algo que empezaba a retoñar, por lo cual tenían un verde tierno que le alegró la vista y el corazón después de tanta sequedad. Estaban por llegar a Aguascalientes y poco a poco empezó a haber más y más árboles.
En ese momento Paloma se preguntó qué iba a hacer allí. De repente la asaltó la idea de conocer a sus parientes. Por supuesto, no tenía la menor idea de dónde o cómo encontrarlos, pero se le ocurrió que buscando en el directorio encontraría alguna pista. Claro que López era un apellido sumamente común y con seguridad se toparía con una larga lista que no le diría nada. Debía hacer memoria y recordar algunos de los nombres que su mamá mencionara en algunas ocasiones. Sí, ella hablaba de una Carmen o Carmela. Pero quién sabe. Los nombres también eran tan comunes que la combinación con López tampoco sería una buena pista. Al final hizo esa idea a un lado y decidió que, como hasta ese momento, dejaría que el azar la guiara. Y si iba a conocer a alguien así sería, y si no ocurría, no pasaba nada.
Fue observando la ciudad. Le resultó menos agradable que San Luis, aunque había más árboles y eso le daba más frescura, o, tal vez era mejor decir, menos sequedad, pero era muy grande con demasiado tráfico para su gusto y un tanto despersonalizada, como hueca, la gente iba y venía muy metida en sí misma sin fijarse en los demás. Esa fue su primera impresión. Esta vez, pensó, nada de ponerse a platicar con su compañero de asiento, no quería repetir la experiencia de San Luis. Finalmente llegaron a la central de autobuses, se colocó la mochila en la espalda y salió con entusiasmo a ver qué le deparaba el destino en ese lugar. Finalmente el viaje había durado dos horas y media, eran un poco más de las nueve y media, según vio en el reloj de la terminal. “Lo primero es lo primero”, se dijo y se preguntó dónde sería bueno desayunar, pues con Eloísa sólo había tomado un té antes de salir y la nieve en Ojuelos, así que ya tenía mucha hambre. Pensó que lo más seguro era el centro, pues además de varios restaurancitos, estaría el mercado y sabiendo buscar y con paciencia allí podría encontrar algo barato y sabroso como generalmente ocurre en casi cualquier ciudad: hay de todo y la cuestión es recorrer con calma los puestos y las opciones y tener buen ojo. Su papá siempre decía que una garantía inequívoca era que el lugar estuviera lleno. Otra táctica de su papá era preguntar a los taxistas. Él decía que ellos siempre saben de lugares donde se come sabroso y barato. Decidió seguir esos consejos que sin saber y de manera diferida le daba su papá en ese momento. Recordó al bolero de la alameda de Querétaro, quien le dijo que los jóvenes no oían los consejos de sus papás ni de sus abuelos, y decidió concederle a su papá el beneficio de creerle.
Claro, lo primero era llegar al centro. Como su primer cuidado era economizar, dejó de lado la opción del taxi. Este recurso lo usaría sólo en caso de verdadera necesidad y ésta no era la situación, de modo que salió a la calle y en una parada preguntó a una persona que esperaba un camión, quien le dijo cuál tomar hacia el centro. Una vez allí buscaría lugares para comer que estuvieran llenos. Todavía era hora de desayunar, así que probaría esa estrategia.
Se bajó donde consideró que era el mero centro, por el movimiento que ya había y por los nombres de las calles: Allende, Hidalgo, Morelos, ya se había fijado que en casi todos los pueblos y ciudades, esos nombres eran de calles del centro de las poblaciones. Empezó a caminar y vio una panadería de la cual, incluso a esa hora poco usual para esas compras, al menos en México, salía mucha gente. “A ver si es cierto lo que dice mi papá.” Entró y el olor era maravilloso, pero le restó importancia y se lo atribuyó a su hambre, que seguía creciendo, en un afán por que su padre no tuviera razón. Tomó una charola y se fijó que la gente casi se arrebataba unos panes que lucían poco atractivos, alargados, como de galleta, que hasta parecían duros a simple vista. Después de intentarlo varias veces, por fin pudo acercarse a las charolas de esos panes y aunque medio rotos, pudo coger dos. Se acercó al mostrador con su charola y la señora que despachaba le dijo:
–Si te esperas, ahorita salen más. Ya nada más te tocaron dos rotos. Ésos te los regalo.
–¿De veras? –Preguntó Paloma incrédula y sorprendida de esa generosidad, pues ya se había vuelto medio tacaña.
–Sí, de veras –le respondió la mujer con un tono que Paloma ya había notado en las personas de la terminal y el camión, y que era muy peculiar, y agregó–, nomás pruébalos y verás que te esperas a que salgan los otros y hasta vas a querer llevarte una caja. Prueba, prueba –insistió la mujer.
Paloma tomó una de las piezas y le dio una mordida. Estaba menos dura de lo que parecía y en cuanto sintió el sabor, la saliva le brotó. Era una delicia.
–Quihubo, ¿no te dije?
–Híjole, ¡qué sabrosos! Tenía razón, me espero a que salgan los otros. ¿No vende leche?
–Pos… a ver si queda algún litro, porque ya es tarde. A ver, fíjate en el refri.
Paloma fue a un refrigerador que quedaba fuera de la vista de la mujer y encontró un último litro. Todavía envasada en botella. Eso le llamó mucho la atención, pues en México hacía mucho que no había visto leche embotellada. Verla le despertó recuerdos de su infancia, de algunas vacaciones. Sacó el litro y lo abrió. Era el complemento ideal de aquellos panes. Fue hacia donde estaba la mujer, quien se sorprendió al verla tomar de la botella.
–Mira nomás, muchacha, qué trazas.
–Pues es que con el pan se me antojó, y como ando de viaje, ¿a dónde me la llevo? Mejor me la tomo.
–Pero pos cómo así, ya ni la atrasas. Con la botellota ahí, tomando, qué ocurrencias.
–Pues si quiere me voy.
–No, criatura, a mí qué. Yo nomás digo que qué desfiguros los tuyos –y cambiando de tema preguntó–, ¿a poco no están buenos los ladrillos?
–¿Ladrillos?
–¡Los panes!
–Ah, se llaman ladrillos. Sí, buenísimos. Yo entré porque había mucha gente y me dije: algo bueno ha de haber allí.
–Uuuuh, y eso que ya es tarde. Son famosillos. La gente viene hasta en coche de otras colonias relejos, hasta de ricos, nomás por los ladrillos.
–¿Y sólo ustedes los hacen?
–Así de buenos, sí, ¿no te digo que por eso vienen tantas gentes? Ladrillos hacen en casi todas las panaderías, pero como éstos no, son los mejores.
Paloma pensó que la estrategia de su papá era segura y se dijo que a lo mejor hasta sabría otras cosas interesantes. Siguió comiendo sus ladrillos de regalo y se bebió medio litro de leche ante la sorpresa de la señora.
–Ay, muchacha, traías hambre.
–Si, señora, mucha. Así que voy a esperar los otros ladrillos, porque sí me voy a llevar algunos para el camino.
–No tardan. Ya huele. ¿No hueles?
–Sí, riquísimo –respondió Paloma al tiempo que disfrutaba el olor de la panadería.
–Ponte lista. Ya casi no hay gente, pero ya nos tienen tomado el tiempo y no han de tardar.
–Ay, apárteme unos –rogó Paloma–, no sea malita. Ni modo que con la mochila me ponga a la rebatinga. Capaz que le pego a alguien y voy a quedar mal, me van a ver feo, y como ni soy de aquí, más.
–Bueno, pos… pos espérame. Ahí cuidas –dijo la mujer y se metió a buscar los ladrillos de Paloma; salió luego de unos minutos con una bolsa de papel que de inmediato se impregnó de la grasa del pan.
–¿Los hacen con manteca? –Preguntó Paloma al tiempo que sacaba uno y lo mordía con mucho gusto.
–Sí, por eso salen tan buenos. El chiste de nosotros es que seguimos la receta antigua. Nuestra familia es de panaderos: mi apá, mi abuelo. Y creo hasta de más antes, ni sé, pero pos ya al menos desde mis abuelos, porque los dos eran panaderos. Así que figúrate tú si no tenemos nuestros secretos. No nomás de los ladrillos, de todo el pan. La gente lleva de todo, aunque los más buscados son ésos. ¿Y por qué andas de viaje? ¿Qué no es tiempo de escuela todavía? –preguntó la mujer cambiando otra vez repentinamente de tema.
–¿Eh? –Reaccionó Paloma desconcertada ante el viraje de la conversación–. Ah, pos nomás. Tenía yo ganas de conocer otros lugares y no fui a la escuela y me salí a viajar.
–Ah, dio, ¿así nomás de un día pa otro?
–Bueno, no, primero tuve la idea y luego estuve ahorrando, haciendo algunas cosas para vender. Hasta galletas, mire, su competencia. Y cuando junté suficiente, ya.
–¿Y así, tú sola? Ay, criatura, qué trazas.
–Pues le dije a una amiga, pero no quiso y ni modo. Que me aviento.
–Pos sí, qué aventada. ¿Y no te da miedo?
–No, me cuido. Un viejo en San Luis andaba de mañoso, pero no me dejé.
–Pos ha de haber sido suerte, porque los hay de veras malos.
–Sí, supongo que sí.
–¿Y tus papás? ¿A poco te dejaron?
–No, pues no les dije.
–Mira nomás… te juyistes.
Mientras platicaban, Paloma se comió otros dos ladrillos y se acabó el litro de leche. Fue un desayuno abundante, aunque no muy variado, pero quedó satisfecha. En ese momento salió el panadero con las charolas y las empezó a acomodar en los anaqueles. Como por arte de magia, la gente empezó a llegar otra vez. Paloma se dispuso a pagar y a despedirse de la panadera.
–Bueno, señora, ya no le estorbo ni la entretengo, ya veo que empieza el movimiento. ¿Cuánto es?
–No, qué va. Gracias por la plática. Luego me aburro. No es nada.
–¡Cómo cree! ¿Y el litrote de leche que me tomé?
–No, muchacha, ya te dije. Y ya ándale, que me estorbas. Cuídate nomás.
–Muchas gracias, señora, de veras –dijo Paloma con mucho énfasis y sincero agradecimiento.
–Ten, llévate tus ladrillos, y déjame allá la botella, en el suelo, junto al refri –le pidió la señora y le dio la bolsa en la que quedaban todavía algunas piezas de pan; al instante dejó de prestarle atención a Paloma y se concentró en la clientela que ya empezaba a hacer fila para que les cobrara.
Paloma obedeció y salió. Trató de darle un último adiós con la mano, pero la panadería estaba llena de nuevo y la señora, concentrada en su tarea. Salió de allí satisfecha de su desayuno, saboreándose los ladrillos y la leche, que le pareció deliciosa y con su bolsa de pan en la mano.
Estaba lista para conocer la ciudad. Caminó hacia donde consideró que estaba el zócalo o la plaza central. En su trayecto vio algunas casas que tenían el zaguán abierto: la construcción de todas era semejante, con un pasillo lleno de macetas con pedestal que daba a donde había un cancel cerrado, pero que permitía ver un poco hacia adentro de un patio grande alrededor del cual había varias puertas. Eran de techos altos y como el calor ya empezaba a sentirse fuerte, pasar por esos huecos era como acercarse a una boca que le soplara un aliento fresco. En ese momento deseó ponerse uno de los vestidos e ir al baño. El té de en la mañana y el litro de leche habían hecho su efecto, pero no encontraba ni mercado ni tiendas. Se dio cuenta de que por no preguntar, en realidad se había alejado del centro de la ciudad y dudaba en regresar por donde había venido. Casualmente, al pasar por uno de aquellos zaguanes, oyó que un hombre con un paquete preguntaba por la señora Carmela López.
Paloma quedó pasmada, pues era uno de los nombres que antes había pensado como imposibles de localizar por lo común y corriente que era.
–Sí, aquí vive. ¿Qué se le ofrece? –Respondió una mujer algo mayor que había ido a atender el llamado del timbre desde el cancel de adentro.
–Traigo este sobre.
–Pos démelo. Ónde firmo.
–¿Es usted?
–No, pero ella vive aquí y yo aquí trabajo.
–No, pues no se lo puedo dejar. Me recomendaron, y con mucha insistencia, que se lo diera a ella personalmente.
–Adió, pos qué más da. Si yo se lo voy a dar en la mano.
–Pues no, señito, si no está ella, regreso luego.
–Oh, qué fregar. Pos deja ir a decirle, pero me va a regañar, porque está con sus amigas desayunando.
–Sí, vaya. Si no, no lo puedo dejar. Qué quiere, tengo que cuidar mi trabajo.
–Ta güeno. Pos orita güelvo.
Paloma había escuchado atenta toda la conversación y se alegró de que hubiera tenido que ir personalmente la tal Carmela López, así podría entrar antes de que se metiera y le preguntaría si era la ¿prima?, ¿tía?, de su mamá, daba igual. O si no era, por lo menos era su oportunidad de pedir permiso para ir al baño, porque ya le urgía y así también aprovechar para cambiarse, pues el calor era ya agobiante. Lo bueno del zaguán era la frescura. Luego de unos minutos, salió una mujer de unos cincuenta años, de rostro y voz afables.
–A ver dígame, joven, ¿qué es esto que me trae que sólo me lo puede dar a mí?
–Pues es una carta, señora, pero me dijeron que tenía que entregársela a usted personalmente y que si no estaba, me devolviera con ella.
–A ver, pues démela, le firmo y listo.
–Sí, aquí, mire, gracias.
–No, gracias a usted por ser tan cumplido. No me habría gustado que hubiera dejado esto en manos de cualquiera– dijo al tiempo que le daba un beso al sobre y sonreía.
Paloma había atestiguado con discreción todo aquello y en cuanto vio esto último, y se dio cuenta de que el muchacho iba a dar vuelta para salir, entró de inmediato y le dijo a la mujer:
–¡Señora!, no se vaya.
La mujer, sorprendida, se detuvo. El muchacho también interrumpió un segundo su marcha, pero enseguida se fue.
–¿Por? ¿Qué se te ofrece? Preguntó la mujer mirando con curiosidad a Paloma.
–Disculpe, señora, es que ando buscando a una prima de mi mamá. Yo no soy de aquí, soy de México, pero sé que mi mamá vivió aquí cuando era niña y alguna vez la oí mencionar a unas primas suyas. Bueno, muchas veces, mintió Paloma, pero nunca las conocimos, y entonces, yo salí de viaje y…
–A ver, a ver, a ver. No te entiendo. Vamos por partes. ¿Cómo te llamas?
–Paloma Herrera López.
–¿López? ¿Y tu mamá, quién es?
–Mi mamá es Nieves López Alonso.
–Ah, caramba. ¿Nieves? ¿Mi prima Nieves? A ver, déjame verte.
Paloma se acercó y Carmela pudo verla con más detalle. Era un poco miope.
–Mira nomás, pos sí te pareces. Serás su hija.
–Sí soy.
–¿Y qué andas haciendo por acá? ¿Y ella? ¿Dónde está? ¿Viene por ahí?
–No, ella está en México, pero yo ando de viaje.
–¿De viaje tú sola? ¿En esta época? ¿Pues que no es tiempo de clases? Los hijos de mis amigas están en clases. ¿Pos qué andas haciendo tú, desbalagada?
–Si quiere le cuento, pero ¿no me deja entrar antes al baño? Es que ya me anda.
–Haberlo dicho antes… ¿cómo dices que te llamas?
–Paloma.
–Pasa, Paloma. A ver, deja cerrar, que luego se andan metiendo. Mira, aquella puerta de allá del fondo es el baño. Yo te espero allá, en aquella otra, es la sala. Nada más déjame decirles a mis amigas que me esperen tantito. ¿O no quieres desayunar?
–Primero el baño y luego vemos, ¿sí? ¡Ya no aguanto!
–Córrele, pues.
Paloma corrió, efectivamente, mientras Carmela se fue al comedor para comentarles a sus amigas:
–Qué creen. Pasó algo rarísimo. Además de mi carta, claro –dijo al tiempo que sacó el sobre que le había entregado el muchacho y nuevamente le dio un beso.
–Uuuy, ya tenemos carta, con razón tanto alboroto –dijo una de ellas.
–Nada de tenemos. Es sólo mía –señaló Carmela y sonrió mientras la guardaba en un cajón de un mueble del comedor, con llave; luego añadió–, pero como decía, además de la carta, cuando se iba el mensajero entró una muchacha al zaguán y me dijo que es hija de Nieves, de mi prima, ¿se acuerdan de ella?
–¿La que se casó con aquél que era de Torreón y se fueron a México? –dijo una de ellas.
–Cómo olvidarla –dijo otra con cierta amargura en sus palabras.
–Ésa, esa mera. Pos ahistá su hija, que dizque anda de viaje.
–¿Y sí es?
–¿Pos creerán que sí se parece? Pero ahorita que venga para acá vemos y me ayudan a decidir si creerle o no. Habrá que hacerle unas preguntas. Me ayudan, ¿verdad?

Las mujeres entraron en otras pláticas en espera de que llegara Paloma para tratar de comprobar su identidad, pero se quedaron calladas cuando la joven entró a la sala.

domingo, 6 de marzo de 2016

A VUELO DE PALOMA (2a parte)

Capítulo 1 Retomando el camino
Durante la semana que estuvo trabajando en San Luis, Paloma entabló amistad tanto con Eloísa como con Manuel, y el mismo jefe Li le había tomado afecto, aunque él casi no demostraba sus sentimientos. Ella se había ganado el respeto de los tres y del resto de sus compañeros por su aplicación al trabajo: era puntual y eficiente, mantenía los trastes a raya y los lavaba bien, y si le devolvían alguno, lo lavaba de nuevo sin protestar, apenada por no haberlo hecho bien; además, siempre estaba de buen humor y contagiaba a sus compañeros, aun si andaban “camotes”. Cuando estaba en sus tareas de fregar trastes, pensaba mucho, y también recordaba las veces que le había tocado esta misma labor en su casa: a nadie le gustaba hacerlo y era un constante pleito entre Azucena y ella por eludirla, a pesar de los intentos de Nieves por establecer horarios rigurosos que a la menor provocación y con el pretexto de estudiar o de hacer una tarea complicada rompían, con las consecuentes disputas posteriores entre las hermanas, el recargo de trabajo para Nieves y el disgusto de las tres, porque con Antonio no se contaba para esta tarea.
Este recuerdo la hacía sonreír, pues aquello parecía un juego de niños por las cantidades efectivamente industriales de ahora. También recordaba su enojo cuando Nieves la obligaba a lavar de nuevo lo que no había quedado bien. Finalmente, esto le había servido, pues una cosa era el regaño de su mamá, y otra el del jefe Li, quien no tenía ninguna piedad en el momento de llamarle la atención, así que se aplicaba en su labor. Pensó también que ninguna habilidad es despreciable y aunque no era precisamente el trabajo soñado, había sido una buena experiencia y de este modo valoraba mucho más el dinero, el tiempo libre, el descanso, a los amigos y a su familia, por supuesto.
Otro pensamiento que la ocupaba en las horas de más trabajo era su viaje, y ya se había imaginado muchas veces el trayecto que le faltaba para llegar a Chihuahua y más que nada el tramo en ferrocarril, que sería la culminación. A veces la asaltaba la ansiedad y quería irse de inmediato, por el temor de que también fueran a suprimir el “Chepe”, como le dijeron que le decían al ferrocarril Chihuahua–Pacífico, pero sabía que iba a necesitar dinero para eso, y además no quería abandonar así como así el trabajo, que en realidad sólo duraría muy poco tiempo. Ya le había tomado el gusto.
Por su parte, Eloísa había cumplido su oferta de brindarle un lugar para dormir y Paloma había disfrutado la hamaca, pues sin duda su nueva amiga había tenido razón cuando le dijo que dormir en la central de autobuses iba a ser demoledor, por lo pesado del trabajo que la dejaba agotada, y necesitaba descansar lo mejor posible para volver a la carga cada día. También se había convertido en su consejera, pues su experiencia había sido semejante a la de Paloma, sólo que ella había ya pasado por múltiples empleos y por distintas partes del país, sin embargo, en San Luis había encontrado un lugar donde se sentía a gusto, a pesar de lo inhóspito del clima extremoso del desierto, donde prácticamente se asentaba la ciudad, que resultaba un oasis, con sus múltiples plazas con árboles, la alameda y el parque Tangamanga, los cuales le daban un soplo de aire fresco. Lo que más le gustaba era caminar por las calles del centro, cerrado al tráfico desde hacía algún tiempo, de modo que los peatones podían andar con placidez por él, sin ruido y sin el humo de coches y camiones.
Era la temporada de más calor, así que Eloísa le regaló a Paloma dos vestidos, porque trabajar con pantalones en ese tiempo era insoportable, también le prestó unos huaraches cómodos; asimismo, Paloma aprovechó para comprarse dos calzones y un brasier. Lo bueno fue que esa semana le bajó la regla, así que no la tomó por sorpresa en medio del viaje o de algún lugar incómodo, sino en circunstancias sencillas. Se sentía afortunada y optimista. Y lo era.
El lunes, el día que el restaurante no abría y tenían descanso, había conocido a los hermanos de Manuel, pues quedaron que cuando él saliera de clases pasaría por ella y luego irían por los niños a la escuela para llevarlos al parque Tangamanga, donde jugarían toda la tarde. Los niños se llamaban Pedro y Álvaro y estaban en segundo y tercer año, de inmediato simpatizaron con ella.
–¿Eres novia de mi hermano? –preguntó Pedro sin malicia.
Manuel se puso rojo y dijo:
–Oh, cállense. Paloma y yo somos compañeros de la chamba, y además es una viajera, sólo estará poco tiempo aquí.
–¿De veras? ¿Y en qué viajas? ¿A dónde vas?
–Ahorita viajo en autobuses, porque de repente quitaron los trenes.
–No es cierto, si el otro día vimos que pasaba.
–Quitaron los de pasajeros.
–No, sí lo vimos, ¿verdad, Manuel?, hasta dijimos que algún día nos iríamos a algún lado en tren.
–Sí, uno no lo puede creer, pero de veras, ya no hay de pasajeros, sólo de carga, si quieren al rato vamos a la estación y preguntamos. Bueno, me dijeron que sólo queda el de Chihuahua y para allá voy, porque no quiero quedarme con las ganas de subirme otra vez a un ferrocarril. Nada más pude hacerlo un pedacito de mi viaje, y eso me puso triste, pero en Chihuahua lo lograré.
–Pero Chihuahua es muy lejos, ¿no? Es como de aquí hasta… uuuh, las montañas de hasta por allá.
–Sí, pero yo voy a llegar hasta allá.
–¿Y nosotros no podemos ir con ella, Manuel? ¡Vamos! Al fin como no tenemos ya mamá ni papá podemos hacer lo que queramos.
–Uy sí, qué fácil. No, orita no se puede, cuando haya vacaciones, y si puedo ahorrar, los llevaré a algún lado y tal vez un día al ferrocarril de Chihuahua –contestó enfático Manuel, pero con cierta tristeza en la voz.
–¿Y cómo ella sí va? Ni va a la escuela ni nada.
–Bueno, sólo fue un descansito de ir a la escuela, pero tengo que regresar, y además estoy trabajando para poder seguir con el viaje y voy yo sola, pero ustedes son tres y tu hermano no puede pagar todo ahorita. Pero ya ves que ya te dijo que algún día irán.
Los niños se aburrieron pronto de la plática y se fueron a los juegos, mientras Paloma y Manuel se quedaron platicando un rato más. Ella admiraba a su amigo por su dedicación para con sus hermanos y con la escuela: era muy estudioso, según él mismo le había dicho, y le gustaba aprender de todo. Era ya su último año de prepa y quería estudiar una carrera, pero no sabía exactamente cuál. Esto le causaba cierto desasosiego:
–Es que no sé, todo me gusta, pero no igual. El área administrativa es la que creí que menos me gustaba, pero desde que trabajo en el restaurante he aprendido algo con el jefe Li, y tiene su chiste, pues en un negocio tiene que ver con todo para que funcione bien. Y a mí me gustaría poner una panadería cuando mis hermanos crezcan y me puedan ayudar. Así que ésa sería una buena carrera.
–¿Una panadería? ¿Y eso?
–Pues es que mi mamá hacía pan para vender y yo le ayudaba. Yo la veía que lo hacía con mucho gusto, le gustaba, le ponía mucho amor.
–Ay, ¿a poco?, qué exagerado.
–En serio, mezclaba los ingredientes con cuidado, amasaba con delicadeza y la verdad es que yo creo que eso hacía que el pan le saliera tan bueno. Se vendía muy bien. Tenía algunos entregos a restaurantes y algunos vecinos le compraban también, aunque no era pan así de dulce como el de las panaderías. Era pan integral, pero ella le ponía su estilo, le agregaba distintos ingredientes que lo hacían especial, por eso le iba bien.
–¿Y tú qué hacías? ¿También le entrabas a la amasada?
–A veces, pero no mucho, a mí me tocaba ayudarle con los entregos, o con mis hermanos. Y a veces me pedía que viera cómo lo hacía para que aprendiera porque tal vez algún día me serviría. Y cuando se murió y tuve que arreglar sus cosas, me encontré con muchas recetas y un cuaderno donde apuntaba algo así como sus secretos de cocina. Por eso me gustaría poner la panadería y por eso trabajo en el restaurante, porque tiene algún parecido, y por eso me gustaría estudiar Administración.
–Ah, pues sí, tienes razón. ¿Y qué otra cosa te gusta? Dices que no te decides por varias.
–Sí, me dan ganas de estudiar Arquitectura, pero no sé, es caro, y luego no creo que sea tan fácil encontrar trabajo. En cambio, con la panadería, pues nosotros seríamos nuestros jefes y la gente come pan diario. O Química, pero dicen que es muy matado, pero eso sí podría ayudarme con lo de la panadería.
–¿Tú crees? Oye, y por qué no le dices al jefe Li que te enseñe más, y te vaya ascendiendo de trabajo y así es como si estudiaras dos carreras, pero una más ya en la práctica. O sea, estudias Química o lo que quieras y aprendes lo de la administración en el restaurante.
–¡Ah!, sí es cierto, podría ser así. ¿Irala?, no eres tan mensa.
–¡Oye! –Reclamó Paloma.
–Pues voy a ver –continuó Manuel sin hacer caso de la protesta de su amiga–, porque hasta donde sé, los que estudian Química tienen unos horarios horribles, mixtos, pero voy a investigar bien. Ya tengo que tomar una decisión, y no es fácil. Me da miedo.
–¿Por? –Preguntó con ingenuidad Paloma.
–¡Cómo por!, es algo que es de por vida, y no puedo darme el lujo de pasarme cuatro o cinco años estudiando algo que no me va a gustar o que me va a amargar para siempre o en lo que no voy a encontrar trabajo. ¿Tú qué vas a estudiar?
–Ay, pues no sé, ni he pensado.
–Claro, pues como eres hija de familia…–dijo Manuel con cierta amargura.
–Pero voy a empezar a hacerlo. Este viaje me va a ayudar mucho para tomar esa decisión. Por ejemplo, veo a Eloísa y sabe hacer tantas cosas, que me dan ganas de ser como ella.
–Sí –replicó Manuel–, pero son tantas que a la mera hora no se dedica a ninguna.
–Pero está contenta –dijo Paloma en defensa de su amiga–, y cuando se ofrece, ella sabe cómo hacer lo que sea.
–Sí, pero uno no puede pensar nada más en estar contento, también tiene que ver la parte del dinero, que te alcance, porque uno no va a ser joven toda la vida –enfatizó Manuel hablando como si tuviera muchos más años–. Ya ves yo. Qué me iba a imaginar que mi mamá se iba a morir y que yo me tendría que encargar de mis hermanos. Antes de que se enfermara, ni pensaba en el dinero, le ayudaba a mi mamá, pero no tenía idea de lo que significaba mantenerse a uno mismo, una casa, y además, a dos más.
–Sí, también tienes razón. Pero yo creo que si haces lo que te gusta te va bien.
–Sí, quién sabe. A lo mejor.
–Ahí vienen tus hermanos. ¿Vamos por una nieve? Yo invito.
–Chido.
Así transcurrió la tarde del lunes de esa semana en San Luis donde Paloma tuvo experiencias importantes.
Las otras tardes de esa semana había acompañado a Eloísa a sus clases de música, había estado con ella mientras pintaba y la había ayudado un poco en unas costuras que tenía, pues su nueva amiga también sabía coser y arreglaba ropa, incluso tenía tres máquinas, pues un tiempo había hecho ropa. Así fue que Paloma aprendió a coser a máquina bastante bien y hasta en una industrial. Eloísa le dijo que nunca debía despreciar ningún aprendizaje, porque en algún momento de su vida cualquier cosa que hubiera aprendido le serviría y la sacaría de un apuro.
Se había generado un gran afecto entre las dos. Eloísa veía a Paloma como a su hermana ausente. Y Paloma encontró en ella un modelo a seguir. Sólo que a ella eso del arte no se le daba, le gustaba más hacer cosas prácticas, arreglar máquinas. Tenía habilidad para ello y eso sí le gustaba mucho, incluso le reparó a Eloísa una lámpara y una de las máquinas de coser, una familiar. No había hecho mucho, pero era capaz de inferir dónde estaba un desperfecto si analizaba con cuidado el problema. De ese modo fue que se dio cuenta de que a la lámpara le hacía falta cambiarle un tornillo que se había barrido para que se sostuviera bien, y que la máquina se atoraba al coser, porque le hacía falta una buena limpieza. Eran cosas sencillas, que sólo requerían un poco de atención, según le dijo a Eloísa:
–No, pero tú porque sabes –replicó Eloísa.
–Qué voy a saber, ni sé nada, sólo me fijé qué era lo que pasaba y vi que era fácil y lo arreglé.
–Y yo cómo no me di cuenta –insistió Eloísa.
–Ah, pues eso sí no sé, porque estás entretenida pintando o estudiando tus cantos ésos, yo qué sé.
–Pues yo digo que sí sabes.
–Ahora ya sé, pero antes no –afirmó Paloma.
–¡Achis!, cómo.
–Sí, mira –explicó Paloma–, no sabía que si una máquina está sucia no funciona bien y se va a atorar o va a hacer lo que hacía tu máquina, sólo que cuando la abrí me fijé que algo la hacía que no cosiera bien y ese algo eran unas pelusotas tamaño caguama que tenía, se las quité, y le quité de paso todas las que me encontré, que no eran pocas –subrayó con intención y agregó–, por cierto, sería bueno que la limpiaras de vez en cuando.
–Ay, es que siempre se me olvida –se disculpó Eloísa.
–Y entonces aprendí eso.
–Qué.
–¿Cómo qué?, que si no la mantienes bien limpia, no va a funcionar bien.
–¿Nomás eso? –Preguntó incrédula Eloísa.
–Por eso te digo que era fácil.
–Pero yo no lo veía, y eso que también la había destapado. No, cada quién tiene sus gracias.
–Sí, a lo mejor. Mira yo, quise dibujar un árbol y me quedó bien feo, todo malhechote, deforme, gacho, simple, no sé ni dónde está lo que lo hace verse así, pero no se ve bien, se ve… no sé, plano, falso, no sé, te digo. Y tú, mira, cualquier cosa que dibujas te sale bonita. Y sí, como dices, cada quién tiene sus gracias.
El jueves había hablado nuevamente a su casa, para saber cómo andaban las cosas, así que se enteró de que su papá ya sabía todo y que su mamá y Azucena le habían pedido que no la buscara, pero él estaba necio en que lo haría. Supo también que esa semana él estaría en Chihuahua por trabajo, y que estaba convencido de que la iba a encontrar, porque creían que estaba allá, quién sabe por qué. Otra vez se negó a decirle a su mamá dónde estaba.
Las experiencias y charlas con sus amigos durante la semana habían sido muy provechosas y así se fue cumpliendo el plazo. Eloísa le sugirió que antes de que se fuera, le avisara al jefe Li de sus planes y que le pidiera una carta de recomendación, porque tal vez eso le iba a servir algún día. Así lo hizo, y aunque el jefe se molestó un poco porque iban a quedarse otra vez sin lavaloza, entendió que no era porque ella fuese irresponsable, sino porque era muy joven, tenía deseos de aventura y nada más, así que el domingo que fue su último día de trabajo le pagó, le entregó la carta y hasta le dio un abrazo, gesto inusual en el jefe Li.
Con Manuel las charlas fueron menos, ya que había poco tiempo para verse, salvo cuando era el cambio de turno y el lunes que habían ido al parque, pero también se habían tomado un gran cariño y admiración mutua. Manuel admiraba y envidiaba la intrepidez de Paloma, y ella la responsabilidad y dedicación de su amigo. Cuando se despidieron, se dieron un abrazo muy fuerte y los dos lloraron.
En la casa de Eloísa la hora del adiós se acercaba y las dos no habían querido hablar del tema. Paloma se iría el lunes y Eloísa la acompañaría hasta la central de autobuses. El día señalado, antes de salir de la casa, muy temprano, hablaron un poco:
–Pues ya te vas, mhija –dijo Eloísa con cierta nostalgia.
–Pues sí, mana, estoy contenta, pero también triste. Gracias, gracias, gracias.
–De nada, chamaca, cuídate mucho y ojalá te haya servido lo que aprendiste.
–Claro, aprendí de todos, hasta de la amarga de Clara.
–Ah, ¿la del restaurante?, sí qué amarga, ¿eh?, ¿y qué aprendiste de esa vieja malvibrosa?
–Pues que no debo ser así, como ella, porque no le caes bien a nadie y le haces la vida difícil a todos, hasta a ti misma. Creo que si uno tiene problemas no debe llevarlos a todos lados ni desquitarse con los demás. Ya ves Manuel, cuántas broncas ha tenido y él ve cómo, pero lo resuelve.
–Pues sí, Paloma, así es esto del abarrote.
–¿Qué?
–Es un dicho, así se dice.
–Es que suena muy chistoso, nunca lo había oído.
–¿No? Yo se la oí a un amigo y ya siempre lo digo cuando se ofrece.
–Ah, yo también lo voy a usar –y continuó Eloísa:
–Me dio mucho gusto que estuvieras en mi casa, de veras, fue como vivir lo que no he vivido con mi hermana. Nos llevamos muchos años, casi no nos vemos, y no la entiendo mucho, pero así me gustaría que fuera mi relación con ella. Así que muchas gracias.
–¡De qué, si ni hice nada!, al contrario, gracias a ti por todo.
Ambas se dieron un abrazo y lloraron emocionadas, como cuando se despidió de Manuel.
–Siempre me voy a acordar de San Luis, de Manuel, del jefe Li y sobre todo de ti, manita.
–Yo tambor, mhija, yo tambor.
Paloma se rio con el comentario de Eloísa, pues usaba palabras y dichos poco usuales para ella, y así terminó la charla. Ya era noche y era hora de descansar. Al poco rato ambas dormían plácidamente y Paloma pasaba su última noche en la hamaca.


La casa de Eloísa