lunes, 3 de julio de 2017

Estar lejos

La ausencia
¿Por qué necesita uno de la gente? Antes de vivir en otro lugar al de la ciudad donde crecí, creía que por ser más bien solitaria, las personas que me rodeaban no eran importantes y no necesitaba de ellas (cualquier parecido con Help! es cierto). Cuando dejé esa ciudad, fue para trasladarme junto con mis hijos a otra, pero dentro del mismo país. Ahí notamos cuán importante era tener familia y amigos cercanos a quienes visitar. Quizá pocos iban a nuestra casa, pero nosotros sí solíamos ir a casa de mis hermanos –que son varios- o de mis amigas –que en ese entonces no eran tantas-; también visitábamos, a mis papás o mis hijos, a sus otros abuelos. Era muy agradable llegar y sorprenderlos, no sé si para bien o para mal, pero les llegábamos siempre de improviso. Nunca nadie nos hizo mala cara ni nos dijeron que les molestara nuestra visita. Bueno, en una ocasión me dijeron que mis hijos hacían desastres con los champús y demás productos del baño. Ellos dijeron que se trataba de experimentos. Nuestras visitas se redujeron por una autocensura o, mejor dicho, por una censura de mi parte, pero seguimos yendo.
     En la nueva ciudad –pequeña-, sí era la vida más fácil en el sentido de poder trasladarse con mucha rapidez de un sitio a otro sin padecer tráfico (ahora –lástima- eso ha quedado atrás también allí), era un placer llegar a cualquier punto de la ciudad en minutos e incluso ir y venir caminando a la escuela; mis hijos podían jugar en la calle sin temer al tráfico o a los robachicos (parece que esa posibilidad también se terminó, según se ve); había comida riquísima y muy barata, comíamos a reventar y deliciossamente por bastante poco. El aire era limpio y se respiraba con placer y era posible contemplar el cielo sin esa nata oscura que cubre con frecuencia la ciudad de México. Nos habíamos mudado a Xalapa y todo era perfecto, excepto la falta de la familia y los amigos a quienes visitar. Los echamos muchísimo de menos, pero nos repusimos un poco, sobre todo los niños, que hacen amigos con mucha mayor rapidez que los adultos; a mí me llevó bastante más tiempo, muchos años –cabe decirlo.
     Tiempo después, tuve la oportunidad de ir a estudiar a España. Había perseguido una beca durante muchos años, en donde fuera, pero siempre iban reduciendo la edad una vez que estaba a punto de alcanzar la que había como límite con anterioridad. Hasta que hallé una a mi medida. El tope eran 45 años y yo tenía 39, así que era perfecta para mí. Y la conseguí. Yo no podía creerlo. La beca incluía la manutención, pero no el traslado, por lo que tuve que recurrir a la ayuda de mi cuñado Víctor, a quien siempre le estaré agradecida. Él me dijo que nunca le iba a poder pagar. Yo le juré y perjuré que sí. Él tuvo razón y por eso seguiré reconociendo su generosidad, porque me lo “prestó” a sabiendas de que no se lo devolvería; imagino que la intercesión de mi hermana tuvo que ver, y también me siento en deuda con ella. Yo sí tenía toda la intención de devolver ese dinero, pero la verdad es que si alguna vez lo tuve, mi hermana me dijo que no era necesario y que mejor lo aprovechara en otra cosa.
     Todo este rodeo es para llegar al hecho de que aunque estuve solamente seis meses en España, lejos ahora también de mis hijos, fue muy difícil soportar la lejanía. En aquel tiempo no existían los medios instantáneos de comunicación aparte del teléfono y procuraba llamar a mis hijos  con cierta frecuencia; los llamaba a las 10 de la noche de Madrid, que en Xalapa eran las 3 de la tarde. Iba a una caseta telefónica cerca de la casa y platicaba con ellos lo que me duraba una moneda de 500 pesetas. Y como no podía hablar con otras personas, porque la beca no alcanzaba para tanto, escribía cartas todos los días: a mis hijos (una para cada uno, o sea, dos), a mis hermanos, a amigos, a vecinos, a exnovios, a expretendientes, a quien se me ocurriera. Algunos contestaban –nada más los parientes y los amigos, por fortuna- y otros, no. Yo esperaba con ansia las cartas de mis hijos y la que fuera. Incluso solicité catálogos para compras por correo con tal de que al llegar a la casa hubiera algo en el buzón para mí.
     Y no es que viviera sola. Compartía un departamento con la novia de un colega mío y de hecho era bastante cordial nuestra relación, pero estaba lejos de lo más querido para mí –mis hijos- y de lo que me era cercano y familiar. También resultaba un poco ajena la cultura. Tenía en común muchas cosas, empezando por el idioma, punto muy importante, la comida en cierta medida, el clima no era tan dispar, aunque sí el frío: fue la primera vez en mi vida que viví por debajo de los cero grados; también las construcciones más antiguas eran parecidas y muchas otras cosas que yo consideraba como “mexicanas”, pero hasta entonces me di cuenta de que no era así y entendí el arrasamiento que hubo cuando la Conquista: ¡no queda casi nada en la vida urbana del país! En el campo, un poco más, sí, pero por desgracia son consideradas por muchos como formas atrasadas de construcción o de vida, aunque en los últimos años ha surgido un deseo de revalorarlas y de rescatarlas. El trato de la gente me resultaba brusco y grosero; pero después de varios meses entendí que sólo es diferente y que nosotros en América en general (tuve compañeros de varios países del continente que me permiten afirmarlo) somos mucho muy ceremoniosos y las frases de cortesía abundan en nuestro trato, especialmente con desconocidos. La forma directa de los españoles era como una bofetada para nuestra circunspección y nos resultaba intolerable. Poco a poco fuimos aceptando las diferencias. Sin embargo, me hacía falta la familia, mis hijos –insisto- y esto lo padecíamos por igual todos. La ausencia pesaba. Algunos tuvieron la fortuna de recibir a sus hijos, esposos y otros familiares; a mí me visitó una de mis hermanas durante algunas semanas. Mi estancia sólo duró seis meses y el regreso me costó un poco: sin trabajo, sin dinero, con una deuda que entonces sí ya vi impagable, pero eso sí, con muchas ganas de ver a mi familia. Llegué en un momento difícil de la economía: en mi ausencia la inflación había desvalorizado la moneda y… ¡a enfrentarlo!
     Tres años después, se me presentó la posibilidad de ir a trabajar a otro país. Era una aventura, qué duda cabe, pero estaba la oportunidad de ganar suficiente dinero como para construir. Ya había comprado un terreno en abonos gracias a muchas horas de trabajo; y ahora la tan soñada, añorada y requerida casa se veía más cerca. Y me fui. Fueron dos años, con –afortunadamente- regresos periódicos, pero los primeros meses fueron muy difíciles, con somatizaciones de distinto tipo. Nuevamente la lejanía de la familia y de los amigos. Nuevo idioma, nueva cultura. Una cosa es estudiar un idioma en la escuela, donde en las grabaciones del British Council todo es clara y correctamente pronunciado y a una velocidad “prudente y otra es emplearlo ya en una situación real. Y a reaprender. No es que no sirviera lo que sabía, pero tampoco sabía todo lo que necesitaba. Y no hablo más que de la vida cotidiana: las compras, el saludo a los colegas a los vecinos o a los escasísimos transeúntes.
     Entonces ya había internet y fue lo que me salvó. Muchos me preguntaban “Cómo es allá” y para evitar escribir textos casi iguales de uno por uno, empecé con una especie de crónica de mi vida cotidiana y de lo que me resultaba sorprendente. Gracias a ello no perdí la razón. En el lugar donde viví, un minúsculo pueblo en el estado de Ohio en Estados Unidos llamado Granville, no había mucho qué hacer en el tiempo libre. Mis colegas tenían cada uno sus quehaceres y vida, y yo salía sobrando, o así me sentía. El transporte público no existía y yo me negué a comprar un coche, puesto que mi objetivo primordial era ahorrar lo más posible. Este pequeño sitio era, sí, muy hermoso, el pueblo en sí y el entorno, qué duda cabe. Conocí a varias personas con quienes todavía mantengo contacto no obstante los años que han pasado, pero era tal el aislamiento, que yo estaba segura de que iba a perder la razón. Escribir me salvó –estoy convencida-, porque me sentía comunicada con ese intercambio de crónica a cambio de respuestas y comentarios. Este nuevo medio electrónico me ayudó a mantener la cordura, porque la comunicación era, en muchos casos, inmediata; o casi, y siempre muy efectiva. Me mantenía al tanto de los demás (hijos, familia, amigos) y yo les contaba lo que veía, sorprendía, enojaba o maravillaba. Escribía casi a diario y eso me entretuvo, además de desarrollar más en mí una capacidad observadora, pues siempre pensaba en lo que les iba a describir a los otros. Procuraba utilizar el humor, aunque a veces, en momentos críticos, resultaba patética.
     Allí vi mi primera lluvia de estrellas y la única en mi vida con muchas, muchas. Tuve que caminar a un sitio boscoso donde no hubiera iluminación y en un sendero me topé con una familia de venados que por ahí era frecuente ver. Fue una experiencia increíble y siempre deseaba poder compartir lo que veía, oía, experimentaba con “los demás” y por eso escribía y escribía. Caminaba una hora y media para ir a la ciudad más próxima donde había cine o centros comerciales donde al menos podía ver más gente. En ese país las personas  casi no salen a la calle más que en coche, y si lo hacen, no hablan con los demás. Era difícil vivir en un sitio así, acostumbrada a las multitudes. Y claro, uno lleva sus complejos encima –es preciso decirlo-. El caso es que casi no tenía contacto con la gente de allá, salvo en mis clases con mis alumnos y en las horas de oficina con los colegas, pero poco más. Una vez, una colega recibió de visita a una amiga suya, luego nos hicimos amigas ella y yo, y en las horas en las que estábamos en la escuela, ella –me contó- se paseaba por el pueblo y pasaba un buen rato en un café. Decía que ya debía de estar aburrido el de la cafetería porque iba allí cada día. Estuvo unas cuantas semanas que le resultaron bastante difíciles. Y es así: no hay nadie en la calle, por lo tanto, si tú sales, no te cruzas con nadie, no ves a nadie, no hablas con nadie; ¡te enloqueces!
     Pero eso llegó a su fin y yo regresé con mis dólares para poder construir la mencionada casa. Fue un regreso distinto al de España. A mi vuelta tenía un trabajo, aunque no fuera el ideal y sin mucha paga; ello, gracias a una colega, que en ese tiempo estaba en un cargo que le permitía elegir a quienes darían cursos sin más trámite. Tenía dinero y mis hijos ya eran mayores. Y yo también. Regresé donde mis hijos, amigos y familia. Terminaba la nostalgia.

     Luego de un largo tiempo y muchas experiencias diversas, entre ellas el estreno de la casa, la mudanza de mi hija a un sitio lejanísimo aunque muy hermoso, el final de la carrera de mi hijo y nuestros roces producto de la cotidianeidad, una estancia de dos años en la ciudad de México para hacer un posgrado, una grave enfermedad, y a raíz de ésta mi decisión de volverme panadera, lo cual me volvió muy dicharachera y hablantina por citar lo más relevante, volví a irme. Y ahora estoy aquí, lejos otra vez, otra vez con esa necesidad de saber de mis allegados, con más amigos que antes y con muchos más conocidos. Con otros medios instantáneos para comunicarnos, pero no por ello más satisfactorios para mí. La ausencia es lejanía y eso es lo que vivo: ausencia de lo que me es familiar y lejanía de cuanto me es caro, incluyendo la tan anhelada casa, que está allá, con un par de gatos y una perra dentro, quienes seguro me echan de menos como yo a ellos, igual que yo a los árboles que crecen en el “jardín”, que de eso tiene poco, pero que tiene un suelo y clima benignos gracias a los cuales con enterrar una rama de otra planta crece una nueva casi sin hacer nada. Esto último, lo crean o no, me hace mucha falta. Me hace falta –y mucho- la risa y la sonrisa que me provocan familia, amigos y mascotas, y mi país en general, no obstante sus tribulaciones. (1-3 de julio de 2017.)  

jueves, 29 de junio de 2017

Ser extranjero

Vivir en otro país
Residir en otro país es muy distinto a estar en él como turista. Cuando uno va a pasear, está pocos días en cada sitio y va a eso, a pasear, a conocer los lugares famosos o notables, a ver museos; a probar la comida típica, y demás. Cuando vives en un lugar nuevo, antes desconocido, vas a vivir el día a día, la rutina y tienes todo el tiempo para permanecer ahí en las distintas épocas del año: te chutas todo el invierno o todo el verano, toda la temporada de lluvias, de calor, de secas o la de frío. Allí te das cuenta de lo poco que dura el buen tiempo y de que el invierno tiene un toque romántico si sólo durara unas cuantas semanas (de preferencia, dos); o al revés, que el tiempo fresco sólo dura unas semanas y el resto del año es un calor que puedes soportar sólo por unos días, cuando estás de vacaciones, precisamente.
     Vivir en otro país significa dejar a un lado todo lo conocido, si es que previamente no has estado ahí en repetidas ocasiones. Cuando te mudas a otras latitudes, distintas de las tuyas, requieres de un proceso de adaptación orgánico, quiero decir, que el organismo de uno tiene que asimilar la nueva geografía, aire y viento, temperatura, topografía, humedad, luz, oscuridad, estaciones, tipo de agua, vegetación, fauna, insectos. En una palabra, todo. Además, está la gente, lo que implica una cultura, una manera de vivir que, puesto que lo externo es distinto, también lo es la manera de enfrentar esas condiciones que el medio ambiente y sus depredadores –los humanos- imponen.

      Si el idioma es nuevo y no lo conoces, eso incluye un esfuerzo extra. Depende de qué tan familiarizado estés con él y también qué tan cercano es del propio. No sólo se trata de aprenderlo, sino de saber utilizarlo y tener la confianza para ello: hablar con los otros sin pasar por estúpido o por descortés o por fatuo. No es cosa pequeña y no hablo sólo por mí, hablo por la experiencia de otras personas que están o han estado en esta situación. Claro, hay quienes pasan de largo de todas estas vicisitudes y son de esos plumajes que cruzan el pantano sin siquiera una manchita (qué jalado ese dicho), pero no es mi caso. Llevo dos años aquí y todavía no le hallo a muchas cosas. A veces me parece que soy capaz de pasar de largo de todo; y otras, las más, no puedo y me pesa como una inmensa loza cual la del Pípila.

viernes, 23 de junio de 2017

Versión completa

El texto anterior, el del Espíritu gozoso, que según inscribí en un concurso, por alguna razón desconocida no aparece en donde se supone inserté la liga para participar. Y ni modo. El caso es que para poder ajustarme a la convocatoria, tuve que editar el texto original de este relato, porque el máximo de extensión era hasta de mil palabras. Y venga a corte y corte hasta que llegó a novecientas y pico. Pero me gusta más la versión larga y aquí va. Algunos lectores ya la conocen salvo algunas correcciones gramaticales mínimas:

Espíritu gozoso

Yo había oído hablar de espíritus burlones y chocarreros, pero no de otro tipo, yo diría que me ha tocado uno… gozoso. Sí, ésta es la palabra. No es que se me aparezca y lo vea, pero sí lo percibo, lo siento. La primera vez que “se presentó” —no puedo decir que se apareció, porque no lo he visto— estaba yo en la bodega. Claro, es un lugar propicio, pues está llena de trebejos y cosas viejas. Ni tan viejas, pero sí muchas de ellas inservibles y, según he leído, es un sitio tradicional para este tipo de manifestaciones, pues, parece, a este ser le gusta seguir ciertos cánones. Tampoco puedo opinar con sustento, porque no soy afecta a leer tanto sobre estos fenómenos y en mi ya mediana vida es la primera vez que lo vivo, así que mi experiencia se reduce a estas todavía contables ocasiones.
   Decía que la primera vez que sentí la presencia de este espíritu gozoso fue en la bodega. Estaba yo buscando un pedazo de cable, de esos que guarda uno —bueno, yo— constantemente, y que cuando se necesitan, desaparecen. Ya ahora estoy pensando si con ello no tiene que ver este espíritu, que a lo mejor en ocasiones sí es chocarrero, es decir, de los que acostumbran burlarse de las personas.
   El caso es que estaba yo en mi afán de búsqueda, pero al fin me di por vencida, pues donde según yo podían estar los trozos de cable, había trozos de tubo; y donde pensaba que estarían los trozos de tubo, estaban los pedazos de azulejo; y donde creía que había ordenado con todo cuidado esos pedazos, estaban unos trapos viejos. Después de ver ese triquerío me di cuenta de la cantidad de cosas que se van acumulando con el tiempo. Esa bodega no tiene más de cuatro años en funciones; antes no la tenía, por lo que no solía guardar tantas cosas, pero ahora estoy convencida de que entre más espacio tiene uno, más objetos pone en esos sitios.
   Pero volviendo al asunto del dichoso espíritu, resulta que una vez que no encontré nada, puse las bolsas y cajas en su sitio, no sin antes prometerme recordar qué había en cada una y el lugar donde las dejaba. Eso me estaba diciendo, cuando me di la vuelta para ir hacia la casa y de pronto, algo se interpuso en mi camino; me asusté, por supuesto, porque no veía nada, pero sí sentía la presencia de alguien, que incluso por algunos instantes bloqueó la luz que entraba por la puerta. Obviamente, me quedé paralizada. Pero lo más impresionante y que casi no puedo ni mencionar por el impacto que en mí causó, fue que sentí cómo me tomó en sus brazos y me besó con fuerza en la boca; cómo su lengua entró en m boca y rebuscó por todos los rincones yo no sé qué que seguramente se le había perdido y pensaba que yo lo tenía allí dentro. Además, lo que imagino que fueron sus brazos, me apretaron con fuerza por la cintura e intentó meter su mano en, digamos, mi espalda baja, para no resultar soez ni vulgar. Eso duró unos segundos, instantes, qué sé yo. Y de pronto… ¡nada! Lo que vi frente a mí, en el umbral eran los dos gatos y la perra, sentados en fila mirándome con curiosidad, ladeando la cabeza hacia uno y otro lado. Y nada más. Yo salí de ahí como si nada, tratando de disimular no sé ante quién y no sé qué, porque en realidad, ¿qué podía decir que había pasado? Nada, si no había nada y ni siquiera los animales, que, dicen, tienen unos sentidos más agudos que los humanos, hicieron ruido alguno aunque estaban tan cerca. Así fue la primera vez.
   Otro día, estaba yo fregando los trastos de la comida, de no muy buen humor, para qué voy a mentir, pero sí con afán de terminar pronto y dejar ordenada la cocina, que es el sitio de la casa que menos tiempo dura recogido y limpio. ¿A poco no? Nadie me dejará mentir. En cambio, los que digan que es falsa mi afirmación, estarán pecando contra el… mandamiento; ése, el… No sé qué número es, pero dice: “No levantarás falsos testimonios ni mentirás.”
   El asunto es que estaba yo friega y friega los platos, los vasos y demás instrumentos de cocina, cuando de repente, siento un aliento en la nunca. Me quiero dar la vuelta para ver quién es, y siento unos brazos que se deslizan por mi cintura y me estrechan contra un cuerpo que siento pegado completamente al mío, pero que no puedo palpar con mis manos. Esto ya fue el acabóse, porque ahí sí que no sabía yo ni qué pensar. Claro, lo primero fue el recuerdo de la bodega, que por cierto hacía varios meses que ya había dejado en el olvido, pero que en ese momento era como si acabara de suceder. Yo creo que era esa misma presencia y por eso digo yo que es un espíritu gozoso, porque qué casualidad que nada más tiene esas inquietudes carnales. Pero igual que la vez anterior, fueron unos instantes, no puedo decir cuánto tiempo, y cuando al fin me pude dar la vuelta, ahí estaban otra vez los gatos y la perra, sentados, mirándome con extrañeza, hasta como con una sonrisilla, ladeando la cabeza como si no sé qué hubieran visto. Yo nada más les grité: “¡Qué!” Y seguí con mis labores, tratando de disimular antes ellos –si no había nadie más- mi arrobamiento, pues de piedra no soy.
   Yo no le había dicho nada a nadie, porque no es tan sencillo que le crean a uno estas cosas, pero ayer sí ya fue el colmo y de alguna manera tengo que desahogarme. Porque no ha sido un hecho detrás de otro, no señor, han pasado meses suficientes entre uno y otro como para que yo ya no esté prevenida. No es fácil enfrentar estas situaciones, más siendo uno mujer de edad madura. Es problemático, es un conflicto existencial-psicológico-ético-emotivo, no es tan simple enfrentarlo y mucho menos salir con salud mental de él.
  Pero como decía, anoche sí fue el pináculo: los martes son días de más carga de trabajo que los demás y, justamente, hoy es miércoles, de manera que ayer cuando llegué, lo único que quería era merendar tranquilamente, ponerme mi piyama, leer un rato y dormir a pierna suelta. Así que, no bien entré, dejé mi mochila donde siempre, prendí la estufa para calentar mi cena; vi la tele un rato mientras cenaba, apagué las luces y me subí a mi pieza. Siempre lo hago a oscuras porque el dichoso electricista, quien lo único que quería era ver si pegaba su chicle conmigo, hizo mal la instalación y no se puede encender abajo y apagar arriba, como en todas las escaleras modernas, de manera que subo contando los escalones para no caerme, pues es de todos sabido que en cuanto se apagan las luces no es posible vislumbrar las formas aunque haya un reflejo de luz de la calle, sino hasta después de un rato. Siempre, cuando estoy sola, subo así. Y anoche fue una de esas ocasiones. Y como sucede entonces, enciendo la luz hasta que estoy arriba. A veces incluso cierro los ojos para ver qué se siente estar ciego… y hasta ahora  no me he caído.
   De verdad que estaba agotada, hecha pedazos. Así que ya casi ni leí nada, pues los ojos se me cerraban al segundo párrafo, por lo que decidí dejar el libro, apagar la luz y descansar plenamente. Por cierto que llovió. Cómo ha llovido, apenas tuvimos tres días de tregua, pero anoche otra vez la lluvia. Claro, así de noche ni quien diga nada, porque hasta arrulla el agüita. Ay, qué rico.
   Pero estaba yo con ese asunto del espíritu gozoso. Resulta entonces que desperté a media noche, qué sé yo, serían las dos de la mañana para ir al baño, y lo primero con lo que me topo fue con los tres animales, formaditos, sentados esperando no sé qué a esas horas de la noche o de la mañana, como quieran… Me altero nada más de recordarlo. Ya algo barrunté, pero no quise prejuiciarme. Fui al baño con miedillo, pero no pasó nada. Regresé a mi cama más tranquila. Pero los animales ahí seguían… como quien dice, en primera fila. Y sí, el dichoso ése hizo acto de presencia… Yo no voy a contar más, piensen lo que quieran, con lo que me he desahogado es suficiente para mí.



sábado, 17 de junio de 2017

Espíritu gozoso

Espíritu gozoso

Yo había oído hablar de espíritus burlones y chocarreros, pero no de otro tipo, yo diría que me ha tocado uno… gozoso. Sí, ésta es la palabra. No es que se me aparezca y lo vea, pero sí lo percibo, lo siento. La primera vez que “se presentó” —no puedo decir que se apareció, porque no lo he visto— estaba yo en la bodega. Claro, es un lugar propicio, pues está llena de trebejos y cosas viejas. Estaba yo buscando un pedazo de cable, de esos que guarda uno —bueno, yo— constantemente, y que cuando se necesitan, desaparecen. Ya ahora estoy pensando si con ello no tiene que ver este espíritu, que a lo mejor en ocasiones sí es chocarrero, es decir, de los que acostumbran burlarse de las personas.
   El caso es que estaba yo en mi afán de búsqueda, pero al fin me di por vencida, pues donde según yo podían estar los trozos de cable, había trozos de tubo; y donde pensaba que estarían los trozos de tubo, estaban los pedazos de azulejo; y donde creía que había ordenado con todo cuidado esos pedazos, estaban unos trapos viejos. Después de ver ese triquerío me di cuenta de la cantidad de cosas que se van acumulando con el tiempo.
   Volviendo al asunto del dichoso espíritu, resulta que luego de no encontrar nada, puse las bolsas y cajas en su sitio, no sin antes prometerme recordar qué había en cada una y el lugar donde las dejaba. Eso me estaba diciendo, cuando me di la vuelta para ir hacia la casa y de pronto, algo se interpuso en mi camino; me asusté, por supuesto, porque no veía nada, pero sí sentía la presencia de alguien, que incluso por algunos instantes bloqueó la luz que entraba por la puerta junto con un viento extraño. Obviamente, me quedé paralizada. Lo más impresionante y que casi no puedo ni mencionar por el impacto que en mí causó, fue que sentí cómo me tomó en sus brazos y me besó con fuerza en la boca; cómo su lengua entró en mi boca y rebuscó por todos los rincones yo no sé qué, que seguramente se le había perdido y pensaba que yo lo tenía allí dentro. Además, lo que imagino que fueron sus brazos, me apretaron con fuerza por la cintura e intentó meter su mano en, digamos, mi espalda baja, para no resultar soez ni vulgar. Eso duró unos segundos, instantes, qué sé yo. Y de pronto… ¡nada! Lo que vi frente a mí, en el umbral eran los dos gatos y la perra, sentados en fila mirándome con curiosidad, ladeando la cabeza hacia uno y otro lado. Y nada más. Yo salí de ahí como si nada, tratando de disimular no sé ante quién y no sé qué, porque en realidad, ¿qué podía decir que había pasado? Nada, si no había nada y ni siquiera los animales, que, dicen, tienen unos sentidos más agudos que los humanos, hicieron ruido alguno aunque estaban tan cerca. Así fue la primera vez.
    Otro día, estaba yo fregando los trastos de la comida, de no muy buen humor, para qué voy a mentir, pero sí con afán de terminar pronto y dejar ordenada la cocina. El asunto es que de repente, siento como un viento en la nunca. Me quiero dar la vuelta para ver qué o quién es, y siento unos brazos que se deslizan por mi cintura y me estrechan contra un cuerpo que siento pegado completamente al mío, pero que no puedo palpar con mis manos. Esto ya fue el acabóse, porque ahí sí que no sabía yo ni qué pensar. Claro, lo primero fue el recuerdo de la bodega, que por cierto hacía varios meses que había dejado en el olvido, pero en ese momento era como si acabara de suceder. Yo creo que era esa misma presencia y por eso digo yo que es un espíritu gozoso, porque qué casualidad que nada más tiene esas inquietudes carnales. Igual que la vez anterior, fueron unos instantes, no puedo decir cuánto tiempo, y cuando al fin me pude dar la vuelta, ahí estaban otra vez los gatos y la perra, sentados, mirándome con extrañeza, hasta como con una sonrisilla, ladeando la cabeza como si no sé qué hubieran visto. Yo nada más les grité: “¡Qué!” Y seguí con mis labores, tratando de disimular ante ellos mi arrobamiento, pues de piedra no soy.
   Yo no le había dicho nada a nadie, porque no es tan sencillo que le crean a uno estas cosas, pero ayer sí ya fue el colmo y de alguna manera tengo que desahogarme. Porque no ha sido un hecho detrás de otro, no señor, han pasado meses suficientes entre uno y otro como para que yo ya no esté prevenida. No es fácil enfrentar estas situaciones, más siendo uno mujer de edad madura.
   Anoche cuando llegué, lo único que quería era merendar tranquilamente, ponerme mi piyama y dormir a pierna suelta, de tan cansada que estaba. Desperté en la madrugada para ir al baño, serían las dos de la mañana,  y lo primero con lo que me topo fue con los tres animales, formaditos, sentados esperando no sé qué ¡a esas horas! Me altero nada más de recordarlo. Ya algo barrunté, pero no quise prejuiciarme. Eso sí, fui al baño con miedillo, aunque no pasó nada. Regresé a mi cama más tranquila. Y los animales ahí, como quien dice, en primera fila. Luego supe por qué; y ese viento otra vez… 

viernes, 16 de junio de 2017

Otras cosas

¡Hola!
Andaba yo un poco perdida en los vericuetos emocionales, que me llevaron a una larga ausencia, pero heme aquí de nuevo. Dejaré un tiempito a Paloma, que no acaba de llegar a Chihuahua, qué barbaridad, y anexaré otros textos, porque gracias a dos sucesos recientes, he recuperado un entusiasmo ido hace ya bastantes ayeres. Uno fue retomar la lectura de un libro titulado El elemento, que Álvaro mi hijo me hizo llegar hace ya un año o algo así, pero que interrumpí, por la perdida que me di, según les dije líneas arriba; hace unos días me topé con el libro, cuyo título ya no me decía nada, pero que al volver a abrir decidí empezar de atrás para adelante y eso me llevó a unas propuestas del autor -Ken Robinson- que me ayudaron a espabilarme el ánimo medio atolondrado que traía. Lo segundo fue redescubrir o recuperar el humor a través de un tal Luis Landriscina. Aquí va, cómo llegué a este despertar:

¡El humor!
¡Claro! Esto es lo mío. La comedia me hace feliz. Tanto en cine como en teatro o en  literatura; o con los cuenta chistes o cuenta cuentos, pero no los que recurren al morbo o a lo burdo. Antier descubrí  a Luis Landriscina, un argentino que cuenta historias muy graciosas y llevo dos días riéndome, aunque le escuche dos, tres o más veces el mismo cuento; pocos chistes, más bien unas historias un poco largas que terminan con un absurdo o con una confusión que lleva a la risa. Y he sido tan feliz. Me acordé de las películas de Tintán, de Woody Allen y de muchos otros filmes de directores que me resultan desconocidos o con actores que he visto, pero que me es imposible decir sus nombres, porque no los conozco, pero con los que me reí mucho; también recordé a Andrés Bustamante. Me vinieron a la memoria, después de escuchar a este hombre argentino, varias circunstancias graciosas que me han ocurrido en la vida; de cuentos que he escrito yo misma y recordé lo plena que me siento cuando me río con ello. ¡Es lo mío! ¡Es el elemento! ¡Sí! Y en algunos de esos cuentos descubrí la similitud con las narraciones de Landriscini que me dejó azorada. Pero escuchen una muestra. Ya luego les compartiré mis narraciones.

    Pero antes, quiero reiniciar con este texto:

La escribidera
Escribir no es una tarea tan difícil, como muchos afirman. Eso digo yo, claro. Yo creo que son las circunstancias las que la hacen simple o compleja. Lo digo desde el punto de vista del que era mi oficio: la enseñanza. Mi tarea cotidiana durante muchos años fue enseñar lengua: cómo usarla, en qué circunstancias, cuándo utilizar qué expresiones, y cómo lograr, con ellas, un efecto determinado en el lector potencial o en el interlocutor. Suena fácil y entretenido. Según yo, es ambas cosas, pero nunca tuve la certeza de si mis alumnos realmente descubrieron esas nuevas formas de expresión que yo creo haberles mostrado y que creo que sí incorporaron a su uso cotidiano. No sé si los sobreestimaba, pero yo siempre consideré que sí habían ampliado su dominio de la lengua después de nuestras sesiones, aunque nunca pude ni podré saberlo, porque nunca volvía a verlos, puesto que era el único curso que sobre el tema tenían, y, además, porque tampoco podía entrar en sus cabezas.
   ¿Por qué digo que son las circunstancias las que dificultan o facilitan la tarea de escribir?: es fácil, digo yo, si es un ejercicio y te dan una serie de elementos que hay que combinar, o un objetivo que tienes que cumplir. Es fácil si tienes un tema interesante para cualquiera, incluso para ti. También es sencillo si escribes para alguien a quien conoces y puedes predecir, hasta cierto punto, su reacción, o al menos tienes la certeza de que te va a leer con interés, por el solo hecho de que tienen afinidades.  Sin embargo, no siempre se cumplen esas condiciones.
   A veces uno tiene que escribir de tarea, sólo en la escuela y yo, a estas alturas, ya no llevo cursos de este tipo. El último fue hace muchos años, aunque yo ya daba clases, y nunca supe qué pensaba el instructor de mis textos, pues creo que él nunca había dado un taller como ése, en el que había que escribir tanto. Se ve que nunca pensó en lo que se estaba echando encima y, queriendo hacernos trabajar de más, él resultó más afectado que ningún otro, pues las tareas se multiplicaban por el número de alumnos (al parecer setenta o algo así). El caso es que era bastante divertido, pero en esas situaciones, si no tienes retroalimentación inmediata o, por lo menos, que tarde o temprano la tengas, entonces la labor se vuelve un poco vacía, sin sentido, aunque te hayas divertido con el ejercicio, pues si la función del taller es ver cuáles son tus aciertos y cuáles tus desaciertos, y eso no lo sabes nunca, entonces es una tarea vana. Por eso, si uno como profe va a dejar de tarea escribir algo, debe atenerse a las consecuencias y devolver los textos con, por lo menos, algún comentario por breve que sea.
   Cuando tienes un tema interesante, divertido, raro, extraño, en una palabra, atractivo, tampoco hay pierde. Sólo basta con ordenar los hechos, elegir las palabras acordes con el tono que quieres darle: grave, circunspecto, festivo, irónico, etecé, etecé, y ya lo tienes, pues el hecho en sí ya cuenta con el interés de quien te va a leer. Porque en realidad, ése es el centro del asunto: escribes para que te lean, no para esconder el texto debajo del colchón y que nunca nadie se entere de su contenido. Por lo menos seré yo misma la interesada, que ya hace dos: yo, la que escribe; yo, la que lee. Por lo tanto, si no tengo una cierta seguridad de que puede resultar atractivo lo que yo digo-escribo, entonces sí hay dificultades.
   A veces el atractivo está en el tema, pero también en cómo está dicho-escrito. Alguno de mis alumnos, por ejemplo, puede que haya tenido una buena idea para un cuento, o que su anécdota sea atractiva; pero ocurre que a veces hay una serie de carencias: en el vocabulario, la puntuación, la estructura de las oraciones, el estilo…, que se echa a perder. Y a veces, las menos, es cierto, el tema no es tan bueno, pero la manera en que está contado es tan grácil que te diviertes y lo lees con gusto.
   Un día me preguntaron si no me aburría de leer sus tareas. Y la verdad es que no, excepto, como les comenté, si son resúmenes o síntesis, pues repites prácticamente la misma lectura, tantas veces como alumnos tengas. Pero cuando cada quién escribe algo distinto, era muy entretenido y el hecho de corregir no me resultaba monótono. Además, la escritura siempre deja ver un aspecto de la persona que no suele mostrar mediante otros tipos de comunicación, de modo que llegaba a conocer a los estudiantes desde otra perspectiva y por eso era interesante,  no sólo divertido.
   Para mí hay un factor del que no he hecho mención: el deseo de hacerlo, pero que me determina absolutamente. Y no sé qué es exactamente lo que me mueve a ello, pues sé que en un momento dado puedo contar con la atención de un grupo de lectores; sé que un tema puede resultar interesante y que, llegado el caso, si no lo es tanto, sí sabría cómo sacarle provecho. Pero si no tengo ese deseo que me inspira no sé qué, pero sí sé quién, aunque no sé por qué, entonces nada funciona. Y puedo tener tiempo disponible y todos los demás ingredientes, pero si esa “presencia” no me impele, no porque lo haga de manera evidente ni porque esté a mi lado pinchándome con un tridente para que lo haga, sino porque ejerce en mí una magia que ni esa presencia ni yo sabemos cómo trabaja, opera, funciona, actúa, pero que sin duda tiene un efecto real.
   Esa figura, ese hado, tras muchos ires y venires; tras algunos años de encuentros y desencuentros de pronto está otra vez ejerciendo su benéfica tarea y me impele, de nueva cuenta, a escribir. Quizá no entiendan la importancia que para mí tiene. Quizá les parezca cursi. Pero yo estoy muy contenta de tomar de nuevo el teclado, de dejar volar las palabras y verlas aparecer poco a poco llenando de oscuro la clara superficie donde escribo. Cantemos, lectores, un “aleluya”. Todos, vamos, a una sola voz, que se escuche… 😂 😃 😉

    
   Aquí, la liga para que conozcan a Landriscina. Como es argentino, usa su variante, pero no es difícil entenderlo. Espero que lo disfruten:

https://www.youtube.com/watch?v=SOIMbf6aars&t=11s 





martes, 10 de enero de 2017

Capítulo 6

¿El amor otra vez?
Saúl tocó las piezas que mejor sabía, que eran las que le gustaban más y después hasta los primeros ejercicios de cuando era niño y había empezado a estudiar. Hacía mucho que no tocaba con ese entusiasmo, aunque, como le había dicho a Paloma, tocaba por ratitos, cuando experimentaba alguna emoción, como para compensar, ya hubiera sido negativa o positiva la experiencia. Se sentía dichoso de tocar para alguien que se emocionara tan espontáneamente como Paloma, quien no tenía ningún prejuicio musical ni pretendía demostrar conocimiento o sensibilidad, simplemente le había tocado el alma, como él mismo había dicho.
            Por su parte, Paloma disfrutó mucho aquella sesión. Nunca había escuchado tocar a alguien el piano de cerca, y con las piezas que Saúl tocó para ella, había pasado por diversas emociones. Fue una experiencia extraña, pero la había disfrutado enormemente. Pensó que Saúl tenía un talento especial y que debía mostrarlo a todo el mundo.
            –¿Y no has pensado regresar a estudiar y dedicarte a la música? Tocas bien bonito, lo emocionas a uno.
            –¿Crees?
            –¿No lo ves? Yo que soy una ignorante te lo digo, es decir, no sé qué me has movido dentro, pero sentí… no sé cómo describirlo, algo, y además diferente con las distintas piezas y yo creo que es por la manera como las tocas, porque sí he oído algunas de ellas, las más conocidas, de seguro, pero ¿sentir algo así?, ¡nunca!
            En ese momento llegó Francisca a preguntar si no se les ofrecía nada. Los jóvenes respondieron que no y ella tímidamente les solicitó oír de cerca la música:
            –¿Me puedo quedar aquí en la puerta un ratito? Es que está rebonita la música, hasta chillé, joven. Qué bonito toca.
            –¿Ves?
            –No, pero cómo se va a quedar allí, pásele, siéntese.
            –Sí, Francisca, pásele y siéntese aquí junto a mí, que también ando de chillona. Era lo que le decía a Saúl, que debería dedicarse a dar conciertos, porque toca de un modo que uno siente mucha emoción.
            –Exageran.
            –No, joven, yo oigo tocar a la señora y sí se alegra la casa y todo, pero ¿sentir algo hasta adentro?, no. Tiene razón aquí Paloma. Había de dedicarse a esto.

            –Pues quién sabe. Tendría que seguir estudiando. Ya ven, ya toqué todo lo que me sabía y se me acabó el repertorio.
            –Por eso le decimos. Hágale caso aquí a Paloma cuando le dice que se dedique a la música.
            –Es que no es fácil, y hay que estudiar mucho, y ya estoy medio grande para eso. Además, tendría que buscar un maestro de cierta fama para que me admitiera como discípulo y así me abriera paso con otros profesores o para dar conciertos. Además, nunca ningún maestro me dijo que tuviera un talento especial.
            –Pues a lo mejor no estabas lo suficientemente maduro. A lo mejor lo que has vivido desde que murió tu mamá te dio otra sensibilidad.
            –Toque, toque, antes de que se llegue la hora de la comida y ya tenga yo que regresar a la cocina.
            –Es que ya toqué todo lo que me sé.
            –Pues repita una, ándele, no se haga del rogar.
            –¡La primera! La primera que tocaste. ¿De quién es?
            –De Manuel eme Ponce, es un compositor mexicano. Bueno, fue, ya hace mucho que se murió.
            –Sí, joven, por mí la que sea. Creo esa ni la oí, porque ni estaba atenta. A ver, échese ésa.
            Saúl tocó entonces la pieza con la que inició y nuevamente algo en el interior de Paloma la llevó al llanto. Francisca también se emocionó, pero a ella le salió una sonrisa “desde muy adentro, desde el alma”, como ella misma dijo después, cuando les platicó a sus amigas del mercado. Con ello Saúl dio por terminado el recital, pues ya se sentía cansado, hacía mucho tiempo que no tocaba tanto y durante tanto tiempo. Estaba contento y pensó que tal vez esas dos mujeres eran la muestra de que sí tenía talento suficiente como para dedicarse al piano, pero no estaba seguro de nada. También le gustaba mucho jugar futbol y si se dedicaba a la música tendría que quitarle horas al juego, volverse más solitario, cuando disfrutaba tanto la compañía de sus amigos. Finalmente consideró que no tenía por qué decidir nada y se trataba de disfrutar el día con Paloma, con quien cada minuto que pasaba se sentía mejor y, al mismo tiempo, más inquieto.
            –Fin –dijo Saúl, después del último acorde.
            Paloma y Francisca aplaudieron con verdadero entusiasmo; Paloma se levantó y le dio un beso en la frente a Saúl con mucha emoción al tiempo que le daba las gracias.
            –Pero gracias de qué –preguntó Saúl.
            –Pues por hacerme pasar un rato tan agradable y experimentar algo tan desconocido.
            –Bueno, ya me voy, que estoy haciendo unos chilitos rellenos que se van a chupar los dedos. ¿Ya no quieren agua? O tejuino, ahí tengo.
            –Ah, yo sí quiero un vaso, doña.
            –No le digas doña, dile Francisca, no le gusta que la doñeen. ¿Y qué es eso de tejuino?
            –Ah, es una bebida muy refrescante, ya vas a ver, es de por allá de Guadalajara. Pero no le diga qué es, Francisca, hasta que la pruebe, a ver si adivina.
            –Ta güeno, joven, orita les traigo unos vasos, y muchas gracias otra vez.
            –Mejor nosotros vamos a la cocina, ¿verdá, Saúl? Para que no camine más, que ya ha trajinado mucho.
            –Sí, nosotros vamos.
            En la cocina, Paloma probó el tejuino, que le supo delicioso y quedó sorprendida cuando Francisca le dijo cómo se hacía, pues el hecho de que la bebida estuviera fermentada y fuera de masa, y tuviera piloncillo y sal al mismo tiempo le parecía una combinación que no habría probado si hubiera sabido que así se hacía, pues ya sabemos que Paloma es un poco delicada para probar lo desconocido; o lo era, también ya hemos visto que ha hecho un esfuerzo para comer y beber las novedades que para ella han sido la comida de cada lugar. Se dio cuenta de por qué Saúl le pidió a Francisca que no le dijera qué era hasta que lo hubiera probado. Le gustó tanto que se tomó tres vasos. Y según le dijeron Francisca y Saúl, para el calor es buenísimo. Y sí, Paloma se refrescó. Luego de eso regresaron a la sala.
            –¿Y qué más me cuentas? –Preguntó Paloma.
            –Pues no sé qué quieras saber.
            –¿Cómo te cayó mi tía?
            –Bien, aunque no platicamos nada, se veía como nerviosa.
            –Pues claro, ¿no ves que eres el hijo de su novio?
            –Qué raro se oye eso de “su novio”.
            –¿Por qué?
            –Ay, pues en primera, porque “su novio” es mi papá; y en segunda, porque como que ya están algo grandes para ser novios, o para tratarse de novios.
            –Y entonces qué quieres que digan: “te presento a mi amante”.
            –¡No!, además, cómo amantes, en todo caso, amigos. Y no sé, pero cuando uno de los dos es tu papá, no es fácil aceptarlo o decirlo. A ver, piensa en tus papás ahí besándose con otro y haciendo no sé qué.
            –No, pues sí, tienes razón, como que me costaría trabajo. Bueno, pero tu papá está solo, ya es viudo, peor sería si estuviera casado.
            –¡Ay, pus claro! Pero de todos modos, no es tan fácil.
            –Bueno, pero te cayó bien ¿o no?
            –Pues se ve agradable y el hecho de que el piano esté afinado es un punto a su favor, quiere decir que es cuidadosa; además es amable, y simpática, digo, de sangre ligera, porque hay personas que con sólo saludarlas ya te cayeron mal.
            –Te va a caer bien y ojalá dure con tu papá. Creo que hoy en la noche la conoceremos un poco más. Te digo que yo apenas llegué ayer en la mañana, y de puro churro. Ni sabía que ésta era su casa.
            –¿Y eso?
            –Ahorita te cuento, pero ¿por qué no salimos a caminar y te lo platico mientras, así conozco un poquito. ¿Tú ya has venido antes? ¿Conoces un poco la ciudad?
            Saúl contestó que sí, de modo que le avisaron a Francisca que saldrían y que regresarían a las dos, y en el trayecto del paseo Paloma le contó a Saúl cómo había llegado a la casa de su tía y otras anécdotas de su viaje. Mientras caminaban, cada vez lo hacían más cerca uno del otro, hasta que sus manos empezaron a chocar con cada paso. De repente, Saúl decidió tomarle la mano a Paloma, luego de haberlo pensado muchas veces, y Paloma aceptó el gesto sin decir nada, sólo lo miró y sonrió, entonces Saúl apretó un poco más la mano de Paloma y siguieron caminando, siempre buscando la sombra, porque el calor era intenso. Fueron primero al museo que estaba cerca de la casa y luego recorrieron los lugares típicos del centro: la catedral, el palacio de gobierno hasta que llegaron al jardín de San Marcos, donde se sentaron para refrescarse un poco. La sombra de los árboles les devolvió la frescura. Se soltaron de las manos, que ya estaban sudadas, y se rieron de ello. Luego buscaron un nevero y Saúl invitó una nieve a Paloma. Se sentaron nuevamente y siguieron platicando de sus familias, de sus hermanos, de sus planes, de sus temores, de lo que les gustaba hacer, comer o platicar; de sus amigos, de su escuela, de sus maestros. En una palabra, de todo. Hasta que se hizo un silencio.
Saúl estaba deseoso de besar a Paloma, pero no sabía si atreverse o no. Paloma también quería un beso, pero nunca la habían besado, así que no tenía idea de qué debía hacer o si no tenía que hacer nada. De seguro, Carla podría haberle dado un consejo al respecto, pues ya había tenido varios novios, pero eso y nada era lo mismo. Saúl ya había tenido varias novias y sí sabía besar, pero con Paloma se sentía un poco tímido. Sin embargo, el deseo fue creciendo más y más hasta que él se decidió a preguntárselo directamente, pues pensó que de otro modo tal vez Paloma se enojaría. De modo que fue directo:
–Oye, ¿te puedo besar?
Paloma se sobresaltó ante la pregunta y sólo se le quedó viendo sin saber qué decir.
–¿No? ¿Eso es un no?
–No.
–¿Es un no?
–Que no.
–¿Es un sí?
–No sé.
–Cómo que no sabes.
–Es que… si quiero, pero… es que…
            –No te gusto.
            –No.
            –¿No te gusto?
            –No, sí.
            –¿Sí te gusto?
            –Sí, pero… es que…
            –Tengo mal aliento.
            –¡No!, espérame tantito, déjame pensar cómo te lo digo.
            –Tienes novio.
            –No, a ver, silencio, deja que te diga, pero dame unos minutos.
            Saúl la miraba intensamente con sus ojos negros tratando de adivinar qué era lo que le iba a decir. La mirada de Saúl a Paloma le producía muchas emociones y un deseo cada vez más fuerte de que le diera un beso, pero no se atrevía a decir que nunca la habían besado, hasta que respiró profundo y dijo:
            –Bueno, ya te lo voy a decir. No sé besar, nunca me han besado, digo, en la boca.
            –¿De veras? –preguntó Saúl sorprendido y contento–, siempre he querido enseñar a alguien a besar. Las novias que he tenido eran ya unas expertas y más bien yo aprendí de ellas, así que –le dijo emocionado–, yo te voy a enseñar, es bonito, se sienten muchas cosas.
            –Pero me da un poco de asco.
            –Qué asco ni qué nada, es bien rico, vas a ver, tú relájate. Además, es como instintivo, natural.
            Paloma estaba muy nerviosa y trató de relajarse dando un fuerte suspiro.
            –Pero eso parece como que estás resignada. No, relájate en serio, como estabas antes de que te dijera lo del beso.
            –Bueno, a ver, recordaré ese momento y lo que habíamos hablado para regresarme y sentirme igual.
            –Mucho mejor. Voy a ir despacito y si no te gusta o algo te molesta, me dices y me paro y ya ahí lo dejamos.
            –¿En serio?
            –Claro, ni modo que a fuerza.
            –Es que algunas amigas me han contado cosas feas de su primer beso.
            –Es que tus amigas no me conocían –dijo Saúl con vanidad.
            –¡Sangrón! Es en serio. Es difícil, sólo he visto los besos de las películas y de las telenovelas, o a los novios que se besan en la calle, pero no sé, es como difícil.
            Saúl se dio cuenta de lo tonto que había sido y dejó de lado esa actitud de soberbia.
            –Bueno, ya, relájate, estamos los dos aquí en un jardín muy bonito, muy agradable, ya platicamos, nos reímos, me escuchaste tocar, lloraste, me emocionaste, te emocionaste, estamos los dos queriendo un beso, así que aquí va. Primero, nada más en los labios, y vas a ver que ahí empiezan muchas sensaciones, luego ya veremos.
            Y así lo hizo: acercó sus labios a los de Paloma y los posó con ternura, realmente se sentía emocionado y aunque sabía cómo hacerlo, lo que sentía era nuevo; las otras veces había sido sólo el cuerpo, esta vez había algo nuevo que no podía describir.
            Paloma se estremeció con el puro contacto de los labios y deseó que durara mucho tiempo, pero sólo fueron unos segundos. Se dio cuenta de que sí era como instintivo y que sin saber por qué había cerrado los ojos cuando Saúl la había besado, y esperaba más. Había sido como un detonante.
            –¿Todo bien? –preguntó Saúl, un poco nervioso.
            –Sí –respondió Paloma, que no acertó a decir nada más.
            –Bueno, aquí va lo… no sé, difícil, bueno, no, bueno, sí. ¡Bueno!, vamos a ver. Pero tienes que estar flojita y que tus labios se abran poco a poco, o yo te voy diciendo si los tienes que abrir más. Relájate, relájate, así, flojita. Y luego, si te va gustando, haces lo mismo conmigo.
            Paloma estaba visiblemente nerviosa, pero también deseaba el beso y aprender. Saúl acercó nuevamente los labios a los de Paloma, los besó con suavidad y tomó uno de sus labios entre los suyos y lo chupó con mucha delicadeza. Paloma obedeció e hizo lo mismo. Luego, poco a poco Saúl fue abriendo los labios de Paloma con los suyos y poco a poco fue entrando a su boca con labios y lengua. Paloma seguía imitándolo y experimentando al mismo tiempo sensaciones desconocidas hasta ese momento. Al mismo tiempo, Saúl acariciaba el rostro de Paloma, esta parte le costó trabajo a ella y como no se sintió cómoda no lo intentó más, pero el trabajo con las bocas iba muy bien. Luego de un rato, Saúl se separó de Paloma, ambos abrieron los ojos que habían mantenido cerrados y se sonrieron uno al otro. Él rompió el silencio:
            –¿Qué tal? ¿Te gustó? ¿Verdad que no es difícil, que va saliendo con naturalidad?
            –Sí, es… no sé, raro, bonito, como mágico. Se sienten tantas cosas por todo el cuerpo. Y como que quieres que no se acabe. ¡Gracias! –dijo con efusión y ahora ella tomó la iniciativa en el beso.
            A Saúl le tomó por sorpresa, pero le resultó agradable y poco a poco fueron variando la actividad de sus labios y de sus lenguas. Paloma aprendía rápido. ¿Y quién no? Los besos siempre son agradables cuando se dan con tanta espontaneidad y ternura, como era el caso de los dos muchachos. De pronto, una voz los interrumpió:
            –Mira nomás, Paloma, quién te viera.
            Era Lola, quien al ver a Paloma con aquel muchacho desconocido no aguantó las ganas de interrumpirlos y sorprender a la sobrina de su amiga. Paloma, por supuesto, se sobresaltó y Lola logró su propósito de incomodarla. Saúl también se mosqueó. Lola siguió hablando:
            –A ver, preséntame aquí a este joven tan guapo. ¿Quién es? Esto es un abuso, tenemos tan pocos jóvenes guapos y viene aquí alguien de fuera y lo acapara. Oye, no.
            –Hola, Lola –dijo Paloma un poco respuesta de la sorpresa al tiempo que se ponía de pie, lo mismo que Saúl, visiblemente incómodo y con la cara roja por lo mismo–, te presento a Saúl, el hijo de Santiago.
            –Ándale, mira nomás, la tía y la sobrina.
            Paloma se sintió mucho más molesta, lo mismo que Saúl, quien saludó solamente con una leve inclinación de la cabeza a la mujer inoportuna.
            –Ella es Lola, una amiga de mi tía.
            –Mucho gusto, se dice, joven.
            –Mucho gusto, señora.
            –¿Y qué hacen por aquí? Claro, aparte de besuquearse. Ustedes no pierden el tiempo.
            Paloma desconocía a la Lola del día anterior que le había parecido bastante agradable y se pegó un chasco con esa actitud que no hubiera creído en ella, pero se dijo que en realidad no bastan unas horas para conocer a las personas y que no siempre una primera impresión es definitiva. Unos minutos después llegó Lorenza y los saludó con naturalidad, lo que demostraba que no se había dado cuenta de que estaban allí:
            –¡Hola, Paloma! Buenas tardes.
            –Hola, Lorenza.
            –¿Y este muchacho tan guapo?
            –Es su novio –dijo Lola.
            Los dos jóvenes se sintieron más mal y no deseaban otra cosa que aquella mujer antipática se fuera de una buena vez.
            –¿De veras? Pues me da mucho gusto, hacen una bonita pareja. Y si ya viste que son novios ¿qué haces ahí? Tuve que buscarte, ahí estoy esperándote donde siempre y nada. Lo bueno fue que te hallé a la primera. Vámonos, hay que dejarlos en paz, no seas impertinente. Adiós, muchachos, y felicidades –terminó Lorenza, tomó del brazo a Lola para llevársela y las dos se alejaron discutiendo por esta intervención.
            Lorenza se mostró mucho más comprensiva que Lola, lo cual también fue una sorpresa para Paloma pero se alegró mucho de que así fuera y sintió un gran alivio cuando las dos mujeres se alejaron.
            –Las dos únicas personas que conozco en esta ciudad, y tenían que aparecer.
            –¿Quiénes son?
            –Son amigas de mi tía. Las conocí ayer que llegué, estaban desayunando en su casa, y luego en la noche fuimos al casino. Lola es una viciosa del juego.
            –¿A poco?
            –Bueno, le gusta, y sabe, pero anoche perdió algo de dinero y yo creo por eso anda de amarga. ¡Qué desagradable!
            –Sí, ¿eh? Pero… ¿no te gustaría que fuera cierto?
            –Qué. ¿Lo de que somos novios?
            –Pues sí.
            –Pero cómo novios, tú vives en Guadalajara, yo vivo en México, yo me voy en cualquier momento a Zacatecas y tú te regresas el domingo. ¿Qué clase de novios?
            –Bueno, pues de aquí a entonces, nada más. Y puedo acompañarte a Zacatecas y ya de ahí me regreso.
            –¿Novios de unos días? ¿Y a poco tu papá te va a dejar?
            –Y qué tiene. ¿O no te sientes bien conmigo? Y en cuanto a mi papá, pues me voy, así como tú, al fin y al cabo sólo serían unos días.
            –Pues sí, claro que me siento bien contigo y sí podría ser, pero…
            –Qué tiene, vamos a ser novios por los días que sean. Así tendrás otra aventura más que contar a tu regreso.
            –Pero qué va a decir mi tía, tan amable que fue y de repente nos vamos. No, por lo menos a ella sí le digo.
            –No, pues yo a mi papá, no. ¿No te digo que no me dejaba ni respirar? No creas que ya cambió totalmente, parece policía, siempre fiscalizándome. Como si fuera a hacer no sé qué. No tiene confianza en mí.
            –No, no pienses eso. Lo que pasa es que los papás no se dan cuenta de que crecemos y creen que seguimos siendo niños desvalidos.
            –¿Desva qué?
            –¡Indefensos! ¿Ya ves por no leer?
            –Ah, pues no sé, pero me cansa eso. He respirado un poco ahora que sale con tu tía, pero han sido años difíciles, sobre todo el último, haciendo el ridículo con mis amigos, yendo por mí a las fiestas a las once de la noche, ¡hazme favor!, y eso en caso de que me deje ir, por supuesto; o hablándome de madrugada para llevarme un suéter cuando de churro me ha dejado quedarme a dormir en casa de un amigo, que porque se me olvidó. Y de novias, ni hablar, allí ando a escondidas, como niña. Yo no me atrevo a decirle nada porque sé que lo hace de buena voluntad, porque como mi mamá se murió, me imagino que siente como que si me pasa algo ella se lo reprocharía desde el más allá, o donde esté… Por eso… ¡ándale!, vamos a ser novios por estos días. Tu tía se ve comprensiva, ella va a entender. Déjame sentirme un poquito libre por estos días.
            –Bueeeno, pero ¿me das otros besitos?
            Paloma y Saúl estuvieron un rato más en el parque, practicando y disfrutando los besos, como otros novios que había en otras bancas del jardín. Luego caminaron otro rato por la ciudad y regresaron a las dos para la comida en casa de Carmela, ya como novios, disfrutando ese momento de sus vidas. Los dos se veían radiantes.
La comida que Francisca había preparado fue deliciosa. Según dijo ella, había quedado más buena que nunca porque Saúl la había inspirado con su música, ante lo cual, Carmela respingó reclamando que entonces no le gustaba como ella tocaba. Francisca no sabía cómo salir del paso, hasta que Paloma y Saúl mediaron y consiguieron que ninguna de las dos se sintiera incómoda. Salvo ese momento, la comida transcurrió muy agradablemente. Luego, ya al final, Paloma le dijo a su tía que había algo que quería decirle a solas, por lo que Carmela sugirió que fueran al despacho –que Paloma no conocía.
            –Pero ¿y Saúl? ¿No puedes esperar a que llegue Santiago? ¿Cómo lo vamos a dejar solo?
            –No se preocupe, señora.
            –Carmela, dime Carmela.
            –No se preocupe, señora Carmela.
            –No, no, no. Quítame el señora, deja el puro Carmela y háblame de tú. A ver, ¿cómo?
            –No te preocupes, Carmela.
            –Ándale, así sí. ¿De veras no te importa?
            –No, en realidad, me uno a la petición de Paloma. Y ya después, puedo alcanzarlas, si quieren, me llaman.
            –Pues qué se traen ustedes.
            –Vamos al dicho despacho y ya te enterarás, tía.
            –Me asustas.
            –No tía, no. Vamos, allí te cuento.
            Las dos mujeres salieron y Saúl se quedó en la sala, un poco inquieto e intrigado por la reacción de Carmela. De seguro no iba a ser fácil que aceptara la idea y se pusiera de su lado, lo lógico era que apoyara a Santiago. Sin embargo, Saúl esperaba que Paloma la convenciera. Luego de un rato que le pareció larguísimo y que pasó viendo las fotografías de la sala, hojeando algunos libros y mirando unas partituras, oyó voces en el patio que se acercaban cada vez más. Ya habían terminado de hablar Carmela y Paloma y estaba ansioso por conocer el resultado. Se quedó parado en medio de la sala, pero luego decidió sentarse en el sillón, luego se volvió a parar y fue junto al piano y se recargó en él, tratando de parece natural, lo pensó mejor y nuevamente se sentó en un sofá con la pierna cruzada para verse relajado, cambió de opinión nuevamente y se sentó frente al piano como disponiéndose a tocar, pero se dio cuenta de que el piano estaba cerrado, lo abrió con rapidez y en ese momento entraron tía y sobrina. Saúl las miró y sintió un poco de alivio, pues las dos lucían sonrientes.
            –Muy bonito, Saúl –dijo Carmela, lo cual asustó al muchacho, quien volteó a ver a Paloma con angustia.
            –Ay, tía.
            –Qué cara pusiste –dijo Carmela y se rio–, algo has de traer.
            –¿Yo? Este… no, señ… no, Carmela.
            –Ya me platicó aquí Paloma que ya son novios. ¿Cómo es posible, así tan rápido?
            –Bueno, yo se lo pedí a Paloma, aunque sea por el poco tiempo que vamos a estar juntos. Y no sé si le dijo…
            –De tú.
            –Sí, perdón, no sé si te dijo de… –Saúl se interrumpió y volteó a ver a Paloma como en busca de apoyo, pero ella sólo le hizo un gesto para que continuara– de que la quiero acompañar a Zacatecas, y luego me regreso, nada más para que no se vaya sola.
            –¿Qué? No, no me dijo nada de eso, sólo me platicó que se habían hecho novios. ¡Óiganme!, ¿qué les pasa? Cómo de que a Zacatecas.
            –Es que como Paloma se va, yo quería acompañarla y luego ya regresaba con mi papá antes de irme a Guadalajara.
            –Pero si están bien chiquillos y ya como adultos. Oye, Paloma, ¿ya ves? Nada más andas sembrando el desorden.
            –¿Cuál desorden, tía? Yo ando en mi viaje, ésa es una decisión de Saúl. Yo qué. En ese caso, él de pegoste.
            –¿Y tu papá? Si ya ves cómo te cuida.
            –Pues por eso quiero pedirte tu ayuda, es que me siento asfixiado, o sea, acepto que estoy chico, que todavía no soy mayor de edad, pero es demasiado y, como veo, tú ya te diste cuenta. Me siento hasta como delincuente y nunca he hecho nada malo, siempre me porto bien, no me interesa andar de destrampado ni mucho menos; o me siento como bebé, como niño o como preso, siempre vigilado, espiado. Ayúdame, por favor, te prometemos, bueno, yo te prometo que me comportaré bien con Paloma, la admiro y la respeto y ya le tengo aprecio, aunque apenas nos conocimos. Ya sé que es muy rápido para ser novios, pero es que ya se va y al menos unas horas quiero estar con ella. Y no pienses mal de Paloma, ella fue la primera en decir que era una tontería que fuéramos novios, puesto que en realidad es una casualidad que nos hayamos conocido, pero así pasó.
            –Pero ¿yo qué puedo hacer? Tú y tus hermanos, es algo que le corresponde solamente a tu papá, y es un poco delicado que yo intervenga. Nunca he opinado al respecto, salvo algunas indirectas, que por cierto tu papá parece no entender o se hace que no entiende, y por eso mismo no opino.
            –Por favor, es que desde que ustedes andan yo estoy un poco mejor, ya al menos cuando salen o se ven yo tengo un poco de libertad. Y en serio que no hago nada malo, nada más es que no quiero sentirme tan agobiado. Por eso nunca había venido, no porque no quisiera conocerte, sino porque así respiraba un poco. Ayúdame.
            –No sé, Saúl. Desde que empezamos a salir, tu papá y yo nunca hemos tenido ningún disgusto y creo que éste es un motivo para ello. Digo, que yo trate de interceder por ti.
            –¿Y si no le decimos nada y sólo nos ayudas a que nos vayamos? –intervino Paloma.
            –¿Yo, de alcahueta?
            –No tía, sólo le dices que Saúl está en Zacatecas conmigo y que se regresa luego el domingo, con tiempo para regresarse a Guadalajara.
            –Ay, no sé. ¿Por qué me ponen en este predicamento?
            –Pues yo de todos modos me voy a ir, ya lo decidí, con o sin ayuda, y aunque mi papá se enoje, es más, de una vez me voy y no con Paloma sino yo solo y a ver si me encuentra.
            –No, no, no. ¿Qué mosca te picó? Espérate, para qué hacer todo esto. Entiende a tu papá, siente una gran responsabilidad por ti y por lo que pueda sucederte, al quedarse solo, sin tu mamá, no quiere cometer errores que lamentaría mucho y la culpa no lo dejaría en paz. Y de paso, yo…
            –A ver, vamos a tranquilizarnos –dijo Paloma–, no exageres, Saúl.
            –¿Tú me dices eso, que andas de viaje y no quieres que tus papás te encuentren? –reclamó Saúl.
            –Sí, ¿verdad? Bueno, pero cada relación familiar es diferente. Yo nunca he dicho que no voy a regresar y simplemente ando aprendiendo de la vida en lugar de en la escuela. Pero yo no quiero andar causando rupturas en las familias. ¿Por qué no le decimos a tu papá hoy en la noche en el rancho? ¿Alguna vez le has dicho cómo te sientes?
            –No, nunca, siento feo, creo que se sentiría mal, yo sé que lo hace de buena fe.
            –Pues sí, pero si nadie le dice nada por miedo a herirlo, jamás se va a dar cuenta de que la está regando y que al rato va a salir peor, porque vas a salir huyendo y sin ganas de volver.
            –Ganas no me faltan.
            –¿Y por qué no mejor lo hablas hoy en el rancho? Paloma tiene razón. Mira, allá es como un terreno neutral, donde no hay recuerdos de tu mamá que lo hagan sentirse presionado. No hay luz, es decir, no hay distractores con los que puedan evadirse, además, es muy agradable. Habla con él, dile lo que sientes, cómo te sientes y qué es lo que le pides.
            Saúl estaba cada vez más tenso por lo que estaba exponiendo frente a Carmela y Paloma, a quienes en realidad no conocía, y ante la perspectiva de hablar con su papá se sentía angustiado, tanto que las lágrimas le empezaron a rodar, y en ese momento empezó a tocar, pues seguía sentado frente al piano. Las dos mujeres guardaron silencio. Carmela se acercó, se sentó a su lado y lo abrazó. Saúl dejó de tocar y aceptó el abrazo de Carmela. Le hacía falta un abrazo maternal y así se lo hizo sentir. Paloma los miraba conmovida. En ese momento entró Francisca para preguntar si querían café, pero al ver la escena se retiró no sin antes mirar a Paloma como preguntando qué pasaba. Paloma le hizo la seña de que guardara silencio. Francisca se retiró sin decir más.
            –Mira, ya me hiciste llorar a mí también.
            –Perdón.
            –No, no te disculpes, perdóname tú por haberte interrumpido.
            –No, al contrario, me hacía falta un abrazo así. Extraño a mi mamá.
            –Es natural, los abrazos hacen falta siempre, y más los de una mamá. Yo no quiero sustituirla ni mucho menos.
            –Sí, ya lo sé, no te preocupes, nadie podría, pero sí me hace falta a veces platicar con alguien más que no sean ni mis amigos ni mi papá.
            Paloma aprovechó la llegada y salida de Francisca para dejarlos solos y se fue a la cocina. Saúl y Carmela estuvieron hablando un buen rato. Mientras, Paloma tomaba un té con Francisca al tiempo que la ponía al tanto de la situación, excepto de que ya eran novios. Finalmente, se oyó la voz de Carmela llamando a Francisca. Ésta se fue y regresó enseguida, le dijo a Paloma que pedía el café, así que ya podía regresar, y Paloma fue hacia la sala.
            Entró sin saber qué decir, mirando a uno y a otro. Carmela le dijo:
            –Ven, siéntate aquí junto a tu novio –pidió Carmela a Paloma y salió luego de decir–, yo voy a decirle algo que se me olvidó a Francisca.
            –¿Ya estás mejor? –preguntó Paloma.
            –Sí, gracias. Qué pena, vas a decir que soy un chillón.
            –Yo no voy a decir nada. Creo que traes muchas cosas dentro que te haría muy bien sacar. ¿Vas a hablar con tu papá?
            –Sí, seré franco con él.
            –Es lo mejor. Yo acabo de pasar por algo así, le tenía mucho miedo a hablar con mi papá y justo hoy en la mañana que hablo a la casa para saludar a mi mamá y decirle que estoy bien, que me contesta él, y que le cuelgo, pero luego luego volví a marcar y pues a tomar el toro por los cuernos. Y no me fue tan mal, es más, salió bien.
            –Sí, eso es lo que voy a hacer.
            Paloma abrazó a Saúl y le dio un largo beso de los que ese día había aprendido a dar, pero tuvieron que suspenderlo cuando oyeron los pasos de Carmela.