jueves, 29 de junio de 2017

Ser extranjero

Vivir en otro país
Residir en otro país es muy distinto a estar en él como turista. Cuando uno va a pasear, está pocos días en cada sitio y va a eso, a pasear, a conocer los lugares famosos o notables, a ver museos; a probar la comida típica, y demás. Cuando vives en un lugar nuevo, antes desconocido, vas a vivir el día a día, la rutina y tienes todo el tiempo para permanecer ahí en las distintas épocas del año: te chutas todo el invierno o todo el verano, toda la temporada de lluvias, de calor, de secas o la de frío. Allí te das cuenta de lo poco que dura el buen tiempo y de que el invierno tiene un toque romántico si sólo durara unas cuantas semanas (de preferencia, dos); o al revés, que el tiempo fresco sólo dura unas semanas y el resto del año es un calor que puedes soportar sólo por unos días, cuando estás de vacaciones, precisamente.
     Vivir en otro país significa dejar a un lado todo lo conocido, si es que previamente no has estado ahí en repetidas ocasiones. Cuando te mudas a otras latitudes, distintas de las tuyas, requieres de un proceso de adaptación orgánico, quiero decir, que el organismo de uno tiene que asimilar la nueva geografía, aire y viento, temperatura, topografía, humedad, luz, oscuridad, estaciones, tipo de agua, vegetación, fauna, insectos. En una palabra, todo. Además, está la gente, lo que implica una cultura, una manera de vivir que, puesto que lo externo es distinto, también lo es la manera de enfrentar esas condiciones que el medio ambiente y sus depredadores –los humanos- imponen.

      Si el idioma es nuevo y no lo conoces, eso incluye un esfuerzo extra. Depende de qué tan familiarizado estés con él y también qué tan cercano es del propio. No sólo se trata de aprenderlo, sino de saber utilizarlo y tener la confianza para ello: hablar con los otros sin pasar por estúpido o por descortés o por fatuo. No es cosa pequeña y no hablo sólo por mí, hablo por la experiencia de otras personas que están o han estado en esta situación. Claro, hay quienes pasan de largo de todas estas vicisitudes y son de esos plumajes que cruzan el pantano sin siquiera una manchita (qué jalado ese dicho), pero no es mi caso. Llevo dos años aquí y todavía no le hallo a muchas cosas. A veces me parece que soy capaz de pasar de largo de todo; y otras, las más, no puedo y me pesa como una inmensa loza cual la del Pípila.

viernes, 23 de junio de 2017

Versión completa

El texto anterior, el del Espíritu gozoso, que según inscribí en un concurso, por alguna razón desconocida no aparece en donde se supone inserté la liga para participar. Y ni modo. El caso es que para poder ajustarme a la convocatoria, tuve que editar el texto original de este relato, porque el máximo de extensión era hasta de mil palabras. Y venga a corte y corte hasta que llegó a novecientas y pico. Pero me gusta más la versión larga y aquí va. Algunos lectores ya la conocen salvo algunas correcciones gramaticales mínimas:

Espíritu gozoso

Yo había oído hablar de espíritus burlones y chocarreros, pero no de otro tipo, yo diría que me ha tocado uno… gozoso. Sí, ésta es la palabra. No es que se me aparezca y lo vea, pero sí lo percibo, lo siento. La primera vez que “se presentó” —no puedo decir que se apareció, porque no lo he visto— estaba yo en la bodega. Claro, es un lugar propicio, pues está llena de trebejos y cosas viejas. Ni tan viejas, pero sí muchas de ellas inservibles y, según he leído, es un sitio tradicional para este tipo de manifestaciones, pues, parece, a este ser le gusta seguir ciertos cánones. Tampoco puedo opinar con sustento, porque no soy afecta a leer tanto sobre estos fenómenos y en mi ya mediana vida es la primera vez que lo vivo, así que mi experiencia se reduce a estas todavía contables ocasiones.
   Decía que la primera vez que sentí la presencia de este espíritu gozoso fue en la bodega. Estaba yo buscando un pedazo de cable, de esos que guarda uno —bueno, yo— constantemente, y que cuando se necesitan, desaparecen. Ya ahora estoy pensando si con ello no tiene que ver este espíritu, que a lo mejor en ocasiones sí es chocarrero, es decir, de los que acostumbran burlarse de las personas.
   El caso es que estaba yo en mi afán de búsqueda, pero al fin me di por vencida, pues donde según yo podían estar los trozos de cable, había trozos de tubo; y donde pensaba que estarían los trozos de tubo, estaban los pedazos de azulejo; y donde creía que había ordenado con todo cuidado esos pedazos, estaban unos trapos viejos. Después de ver ese triquerío me di cuenta de la cantidad de cosas que se van acumulando con el tiempo. Esa bodega no tiene más de cuatro años en funciones; antes no la tenía, por lo que no solía guardar tantas cosas, pero ahora estoy convencida de que entre más espacio tiene uno, más objetos pone en esos sitios.
   Pero volviendo al asunto del dichoso espíritu, resulta que una vez que no encontré nada, puse las bolsas y cajas en su sitio, no sin antes prometerme recordar qué había en cada una y el lugar donde las dejaba. Eso me estaba diciendo, cuando me di la vuelta para ir hacia la casa y de pronto, algo se interpuso en mi camino; me asusté, por supuesto, porque no veía nada, pero sí sentía la presencia de alguien, que incluso por algunos instantes bloqueó la luz que entraba por la puerta. Obviamente, me quedé paralizada. Pero lo más impresionante y que casi no puedo ni mencionar por el impacto que en mí causó, fue que sentí cómo me tomó en sus brazos y me besó con fuerza en la boca; cómo su lengua entró en m boca y rebuscó por todos los rincones yo no sé qué que seguramente se le había perdido y pensaba que yo lo tenía allí dentro. Además, lo que imagino que fueron sus brazos, me apretaron con fuerza por la cintura e intentó meter su mano en, digamos, mi espalda baja, para no resultar soez ni vulgar. Eso duró unos segundos, instantes, qué sé yo. Y de pronto… ¡nada! Lo que vi frente a mí, en el umbral eran los dos gatos y la perra, sentados en fila mirándome con curiosidad, ladeando la cabeza hacia uno y otro lado. Y nada más. Yo salí de ahí como si nada, tratando de disimular no sé ante quién y no sé qué, porque en realidad, ¿qué podía decir que había pasado? Nada, si no había nada y ni siquiera los animales, que, dicen, tienen unos sentidos más agudos que los humanos, hicieron ruido alguno aunque estaban tan cerca. Así fue la primera vez.
   Otro día, estaba yo fregando los trastos de la comida, de no muy buen humor, para qué voy a mentir, pero sí con afán de terminar pronto y dejar ordenada la cocina, que es el sitio de la casa que menos tiempo dura recogido y limpio. ¿A poco no? Nadie me dejará mentir. En cambio, los que digan que es falsa mi afirmación, estarán pecando contra el… mandamiento; ése, el… No sé qué número es, pero dice: “No levantarás falsos testimonios ni mentirás.”
   El asunto es que estaba yo friega y friega los platos, los vasos y demás instrumentos de cocina, cuando de repente, siento un aliento en la nunca. Me quiero dar la vuelta para ver quién es, y siento unos brazos que se deslizan por mi cintura y me estrechan contra un cuerpo que siento pegado completamente al mío, pero que no puedo palpar con mis manos. Esto ya fue el acabóse, porque ahí sí que no sabía yo ni qué pensar. Claro, lo primero fue el recuerdo de la bodega, que por cierto hacía varios meses que ya había dejado en el olvido, pero que en ese momento era como si acabara de suceder. Yo creo que era esa misma presencia y por eso digo yo que es un espíritu gozoso, porque qué casualidad que nada más tiene esas inquietudes carnales. Pero igual que la vez anterior, fueron unos instantes, no puedo decir cuánto tiempo, y cuando al fin me pude dar la vuelta, ahí estaban otra vez los gatos y la perra, sentados, mirándome con extrañeza, hasta como con una sonrisilla, ladeando la cabeza como si no sé qué hubieran visto. Yo nada más les grité: “¡Qué!” Y seguí con mis labores, tratando de disimular antes ellos –si no había nadie más- mi arrobamiento, pues de piedra no soy.
   Yo no le había dicho nada a nadie, porque no es tan sencillo que le crean a uno estas cosas, pero ayer sí ya fue el colmo y de alguna manera tengo que desahogarme. Porque no ha sido un hecho detrás de otro, no señor, han pasado meses suficientes entre uno y otro como para que yo ya no esté prevenida. No es fácil enfrentar estas situaciones, más siendo uno mujer de edad madura. Es problemático, es un conflicto existencial-psicológico-ético-emotivo, no es tan simple enfrentarlo y mucho menos salir con salud mental de él.
  Pero como decía, anoche sí fue el pináculo: los martes son días de más carga de trabajo que los demás y, justamente, hoy es miércoles, de manera que ayer cuando llegué, lo único que quería era merendar tranquilamente, ponerme mi piyama, leer un rato y dormir a pierna suelta. Así que, no bien entré, dejé mi mochila donde siempre, prendí la estufa para calentar mi cena; vi la tele un rato mientras cenaba, apagué las luces y me subí a mi pieza. Siempre lo hago a oscuras porque el dichoso electricista, quien lo único que quería era ver si pegaba su chicle conmigo, hizo mal la instalación y no se puede encender abajo y apagar arriba, como en todas las escaleras modernas, de manera que subo contando los escalones para no caerme, pues es de todos sabido que en cuanto se apagan las luces no es posible vislumbrar las formas aunque haya un reflejo de luz de la calle, sino hasta después de un rato. Siempre, cuando estoy sola, subo así. Y anoche fue una de esas ocasiones. Y como sucede entonces, enciendo la luz hasta que estoy arriba. A veces incluso cierro los ojos para ver qué se siente estar ciego… y hasta ahora  no me he caído.
   De verdad que estaba agotada, hecha pedazos. Así que ya casi ni leí nada, pues los ojos se me cerraban al segundo párrafo, por lo que decidí dejar el libro, apagar la luz y descansar plenamente. Por cierto que llovió. Cómo ha llovido, apenas tuvimos tres días de tregua, pero anoche otra vez la lluvia. Claro, así de noche ni quien diga nada, porque hasta arrulla el agüita. Ay, qué rico.
   Pero estaba yo con ese asunto del espíritu gozoso. Resulta entonces que desperté a media noche, qué sé yo, serían las dos de la mañana para ir al baño, y lo primero con lo que me topo fue con los tres animales, formaditos, sentados esperando no sé qué a esas horas de la noche o de la mañana, como quieran… Me altero nada más de recordarlo. Ya algo barrunté, pero no quise prejuiciarme. Fui al baño con miedillo, pero no pasó nada. Regresé a mi cama más tranquila. Pero los animales ahí seguían… como quien dice, en primera fila. Y sí, el dichoso ése hizo acto de presencia… Yo no voy a contar más, piensen lo que quieran, con lo que me he desahogado es suficiente para mí.



sábado, 17 de junio de 2017

Espíritu gozoso

Espíritu gozoso

Yo había oído hablar de espíritus burlones y chocarreros, pero no de otro tipo, yo diría que me ha tocado uno… gozoso. Sí, ésta es la palabra. No es que se me aparezca y lo vea, pero sí lo percibo, lo siento. La primera vez que “se presentó” —no puedo decir que se apareció, porque no lo he visto— estaba yo en la bodega. Claro, es un lugar propicio, pues está llena de trebejos y cosas viejas. Estaba yo buscando un pedazo de cable, de esos que guarda uno —bueno, yo— constantemente, y que cuando se necesitan, desaparecen. Ya ahora estoy pensando si con ello no tiene que ver este espíritu, que a lo mejor en ocasiones sí es chocarrero, es decir, de los que acostumbran burlarse de las personas.
   El caso es que estaba yo en mi afán de búsqueda, pero al fin me di por vencida, pues donde según yo podían estar los trozos de cable, había trozos de tubo; y donde pensaba que estarían los trozos de tubo, estaban los pedazos de azulejo; y donde creía que había ordenado con todo cuidado esos pedazos, estaban unos trapos viejos. Después de ver ese triquerío me di cuenta de la cantidad de cosas que se van acumulando con el tiempo.
   Volviendo al asunto del dichoso espíritu, resulta que luego de no encontrar nada, puse las bolsas y cajas en su sitio, no sin antes prometerme recordar qué había en cada una y el lugar donde las dejaba. Eso me estaba diciendo, cuando me di la vuelta para ir hacia la casa y de pronto, algo se interpuso en mi camino; me asusté, por supuesto, porque no veía nada, pero sí sentía la presencia de alguien, que incluso por algunos instantes bloqueó la luz que entraba por la puerta junto con un viento extraño. Obviamente, me quedé paralizada. Lo más impresionante y que casi no puedo ni mencionar por el impacto que en mí causó, fue que sentí cómo me tomó en sus brazos y me besó con fuerza en la boca; cómo su lengua entró en mi boca y rebuscó por todos los rincones yo no sé qué, que seguramente se le había perdido y pensaba que yo lo tenía allí dentro. Además, lo que imagino que fueron sus brazos, me apretaron con fuerza por la cintura e intentó meter su mano en, digamos, mi espalda baja, para no resultar soez ni vulgar. Eso duró unos segundos, instantes, qué sé yo. Y de pronto… ¡nada! Lo que vi frente a mí, en el umbral eran los dos gatos y la perra, sentados en fila mirándome con curiosidad, ladeando la cabeza hacia uno y otro lado. Y nada más. Yo salí de ahí como si nada, tratando de disimular no sé ante quién y no sé qué, porque en realidad, ¿qué podía decir que había pasado? Nada, si no había nada y ni siquiera los animales, que, dicen, tienen unos sentidos más agudos que los humanos, hicieron ruido alguno aunque estaban tan cerca. Así fue la primera vez.
    Otro día, estaba yo fregando los trastos de la comida, de no muy buen humor, para qué voy a mentir, pero sí con afán de terminar pronto y dejar ordenada la cocina. El asunto es que de repente, siento como un viento en la nunca. Me quiero dar la vuelta para ver qué o quién es, y siento unos brazos que se deslizan por mi cintura y me estrechan contra un cuerpo que siento pegado completamente al mío, pero que no puedo palpar con mis manos. Esto ya fue el acabóse, porque ahí sí que no sabía yo ni qué pensar. Claro, lo primero fue el recuerdo de la bodega, que por cierto hacía varios meses que había dejado en el olvido, pero en ese momento era como si acabara de suceder. Yo creo que era esa misma presencia y por eso digo yo que es un espíritu gozoso, porque qué casualidad que nada más tiene esas inquietudes carnales. Igual que la vez anterior, fueron unos instantes, no puedo decir cuánto tiempo, y cuando al fin me pude dar la vuelta, ahí estaban otra vez los gatos y la perra, sentados, mirándome con extrañeza, hasta como con una sonrisilla, ladeando la cabeza como si no sé qué hubieran visto. Yo nada más les grité: “¡Qué!” Y seguí con mis labores, tratando de disimular ante ellos mi arrobamiento, pues de piedra no soy.
   Yo no le había dicho nada a nadie, porque no es tan sencillo que le crean a uno estas cosas, pero ayer sí ya fue el colmo y de alguna manera tengo que desahogarme. Porque no ha sido un hecho detrás de otro, no señor, han pasado meses suficientes entre uno y otro como para que yo ya no esté prevenida. No es fácil enfrentar estas situaciones, más siendo uno mujer de edad madura.
   Anoche cuando llegué, lo único que quería era merendar tranquilamente, ponerme mi piyama y dormir a pierna suelta, de tan cansada que estaba. Desperté en la madrugada para ir al baño, serían las dos de la mañana,  y lo primero con lo que me topo fue con los tres animales, formaditos, sentados esperando no sé qué ¡a esas horas! Me altero nada más de recordarlo. Ya algo barrunté, pero no quise prejuiciarme. Eso sí, fui al baño con miedillo, aunque no pasó nada. Regresé a mi cama más tranquila. Y los animales ahí, como quien dice, en primera fila. Luego supe por qué; y ese viento otra vez… 

viernes, 16 de junio de 2017

Otras cosas

¡Hola!
Andaba yo un poco perdida en los vericuetos emocionales, que me llevaron a una larga ausencia, pero heme aquí de nuevo. Dejaré un tiempito a Paloma, que no acaba de llegar a Chihuahua, qué barbaridad, y anexaré otros textos, porque gracias a dos sucesos recientes, he recuperado un entusiasmo ido hace ya bastantes ayeres. Uno fue retomar la lectura de un libro titulado El elemento, que Álvaro mi hijo me hizo llegar hace ya un año o algo así, pero que interrumpí, por la perdida que me di, según les dije líneas arriba; hace unos días me topé con el libro, cuyo título ya no me decía nada, pero que al volver a abrir decidí empezar de atrás para adelante y eso me llevó a unas propuestas del autor -Ken Robinson- que me ayudaron a espabilarme el ánimo medio atolondrado que traía. Lo segundo fue redescubrir o recuperar el humor a través de un tal Luis Landriscina. Aquí va, cómo llegué a este despertar:

¡El humor!
¡Claro! Esto es lo mío. La comedia me hace feliz. Tanto en cine como en teatro o en  literatura; o con los cuenta chistes o cuenta cuentos, pero no los que recurren al morbo o a lo burdo. Antier descubrí  a Luis Landriscina, un argentino que cuenta historias muy graciosas y llevo dos días riéndome, aunque le escuche dos, tres o más veces el mismo cuento; pocos chistes, más bien unas historias un poco largas que terminan con un absurdo o con una confusión que lleva a la risa. Y he sido tan feliz. Me acordé de las películas de Tintán, de Woody Allen y de muchos otros filmes de directores que me resultan desconocidos o con actores que he visto, pero que me es imposible decir sus nombres, porque no los conozco, pero con los que me reí mucho; también recordé a Andrés Bustamante. Me vinieron a la memoria, después de escuchar a este hombre argentino, varias circunstancias graciosas que me han ocurrido en la vida; de cuentos que he escrito yo misma y recordé lo plena que me siento cuando me río con ello. ¡Es lo mío! ¡Es el elemento! ¡Sí! Y en algunos de esos cuentos descubrí la similitud con las narraciones de Landriscini que me dejó azorada. Pero escuchen una muestra. Ya luego les compartiré mis narraciones.

    Pero antes, quiero reiniciar con este texto:

La escribidera
Escribir no es una tarea tan difícil, como muchos afirman. Eso digo yo, claro. Yo creo que son las circunstancias las que la hacen simple o compleja. Lo digo desde el punto de vista del que era mi oficio: la enseñanza. Mi tarea cotidiana durante muchos años fue enseñar lengua: cómo usarla, en qué circunstancias, cuándo utilizar qué expresiones, y cómo lograr, con ellas, un efecto determinado en el lector potencial o en el interlocutor. Suena fácil y entretenido. Según yo, es ambas cosas, pero nunca tuve la certeza de si mis alumnos realmente descubrieron esas nuevas formas de expresión que yo creo haberles mostrado y que creo que sí incorporaron a su uso cotidiano. No sé si los sobreestimaba, pero yo siempre consideré que sí habían ampliado su dominio de la lengua después de nuestras sesiones, aunque nunca pude ni podré saberlo, porque nunca volvía a verlos, puesto que era el único curso que sobre el tema tenían, y, además, porque tampoco podía entrar en sus cabezas.
   ¿Por qué digo que son las circunstancias las que dificultan o facilitan la tarea de escribir?: es fácil, digo yo, si es un ejercicio y te dan una serie de elementos que hay que combinar, o un objetivo que tienes que cumplir. Es fácil si tienes un tema interesante para cualquiera, incluso para ti. También es sencillo si escribes para alguien a quien conoces y puedes predecir, hasta cierto punto, su reacción, o al menos tienes la certeza de que te va a leer con interés, por el solo hecho de que tienen afinidades.  Sin embargo, no siempre se cumplen esas condiciones.
   A veces uno tiene que escribir de tarea, sólo en la escuela y yo, a estas alturas, ya no llevo cursos de este tipo. El último fue hace muchos años, aunque yo ya daba clases, y nunca supe qué pensaba el instructor de mis textos, pues creo que él nunca había dado un taller como ése, en el que había que escribir tanto. Se ve que nunca pensó en lo que se estaba echando encima y, queriendo hacernos trabajar de más, él resultó más afectado que ningún otro, pues las tareas se multiplicaban por el número de alumnos (al parecer setenta o algo así). El caso es que era bastante divertido, pero en esas situaciones, si no tienes retroalimentación inmediata o, por lo menos, que tarde o temprano la tengas, entonces la labor se vuelve un poco vacía, sin sentido, aunque te hayas divertido con el ejercicio, pues si la función del taller es ver cuáles son tus aciertos y cuáles tus desaciertos, y eso no lo sabes nunca, entonces es una tarea vana. Por eso, si uno como profe va a dejar de tarea escribir algo, debe atenerse a las consecuencias y devolver los textos con, por lo menos, algún comentario por breve que sea.
   Cuando tienes un tema interesante, divertido, raro, extraño, en una palabra, atractivo, tampoco hay pierde. Sólo basta con ordenar los hechos, elegir las palabras acordes con el tono que quieres darle: grave, circunspecto, festivo, irónico, etecé, etecé, y ya lo tienes, pues el hecho en sí ya cuenta con el interés de quien te va a leer. Porque en realidad, ése es el centro del asunto: escribes para que te lean, no para esconder el texto debajo del colchón y que nunca nadie se entere de su contenido. Por lo menos seré yo misma la interesada, que ya hace dos: yo, la que escribe; yo, la que lee. Por lo tanto, si no tengo una cierta seguridad de que puede resultar atractivo lo que yo digo-escribo, entonces sí hay dificultades.
   A veces el atractivo está en el tema, pero también en cómo está dicho-escrito. Alguno de mis alumnos, por ejemplo, puede que haya tenido una buena idea para un cuento, o que su anécdota sea atractiva; pero ocurre que a veces hay una serie de carencias: en el vocabulario, la puntuación, la estructura de las oraciones, el estilo…, que se echa a perder. Y a veces, las menos, es cierto, el tema no es tan bueno, pero la manera en que está contado es tan grácil que te diviertes y lo lees con gusto.
   Un día me preguntaron si no me aburría de leer sus tareas. Y la verdad es que no, excepto, como les comenté, si son resúmenes o síntesis, pues repites prácticamente la misma lectura, tantas veces como alumnos tengas. Pero cuando cada quién escribe algo distinto, era muy entretenido y el hecho de corregir no me resultaba monótono. Además, la escritura siempre deja ver un aspecto de la persona que no suele mostrar mediante otros tipos de comunicación, de modo que llegaba a conocer a los estudiantes desde otra perspectiva y por eso era interesante,  no sólo divertido.
   Para mí hay un factor del que no he hecho mención: el deseo de hacerlo, pero que me determina absolutamente. Y no sé qué es exactamente lo que me mueve a ello, pues sé que en un momento dado puedo contar con la atención de un grupo de lectores; sé que un tema puede resultar interesante y que, llegado el caso, si no lo es tanto, sí sabría cómo sacarle provecho. Pero si no tengo ese deseo que me inspira no sé qué, pero sí sé quién, aunque no sé por qué, entonces nada funciona. Y puedo tener tiempo disponible y todos los demás ingredientes, pero si esa “presencia” no me impele, no porque lo haga de manera evidente ni porque esté a mi lado pinchándome con un tridente para que lo haga, sino porque ejerce en mí una magia que ni esa presencia ni yo sabemos cómo trabaja, opera, funciona, actúa, pero que sin duda tiene un efecto real.
   Esa figura, ese hado, tras muchos ires y venires; tras algunos años de encuentros y desencuentros de pronto está otra vez ejerciendo su benéfica tarea y me impele, de nueva cuenta, a escribir. Quizá no entiendan la importancia que para mí tiene. Quizá les parezca cursi. Pero yo estoy muy contenta de tomar de nuevo el teclado, de dejar volar las palabras y verlas aparecer poco a poco llenando de oscuro la clara superficie donde escribo. Cantemos, lectores, un “aleluya”. Todos, vamos, a una sola voz, que se escuche… 😂 😃 😉

    
   Aquí, la liga para que conozcan a Landriscina. Como es argentino, usa su variante, pero no es difícil entenderlo. Espero que lo disfruten:

https://www.youtube.com/watch?v=SOIMbf6aars&t=11s