Vivir en otro país
Residir en otro
país es muy distinto a estar en él como turista. Cuando uno va a pasear, está
pocos días en cada sitio y va a eso, a pasear, a conocer los lugares famosos o
notables, a ver museos; a probar la comida típica, y demás. Cuando vives en un
lugar nuevo, antes desconocido, vas a vivir el día a día, la rutina y tienes
todo el tiempo para permanecer ahí en las distintas épocas del año: te chutas
todo el invierno o todo el verano, toda la temporada de lluvias, de calor, de
secas o la de frío. Allí te das cuenta de lo poco que dura el buen tiempo y de
que el invierno tiene un toque romántico si sólo durara unas cuantas semanas
(de preferencia, dos); o al revés, que el tiempo fresco sólo dura unas semanas
y el resto del año es un calor que puedes soportar sólo por unos días, cuando estás
de vacaciones, precisamente.
Vivir en otro país significa dejar a un
lado todo lo conocido, si es que previamente no has estado ahí en repetidas
ocasiones. Cuando te mudas a otras latitudes, distintas de las tuyas, requieres
de un proceso de adaptación orgánico, quiero decir, que el organismo de uno
tiene que asimilar la nueva geografía, aire y viento, temperatura, topografía,
humedad, luz, oscuridad, estaciones, tipo de agua, vegetación, fauna, insectos.
En una palabra, todo. Además, está la gente, lo que implica una cultura, una
manera de vivir que, puesto que lo externo es distinto, también lo es la manera
de enfrentar esas condiciones que el medio ambiente y sus depredadores –los
humanos- imponen.
Si el idioma es nuevo y no lo conoces, eso
incluye un esfuerzo extra. Depende de qué tan familiarizado estés con él y
también qué tan cercano es del propio. No sólo se trata de aprenderlo, sino de
saber utilizarlo y tener la confianza para ello: hablar con los otros sin pasar
por estúpido o por descortés o por fatuo. No es cosa pequeña y no hablo sólo
por mí, hablo por la experiencia de otras personas que están o han estado en esta situación. Claro, hay quienes pasan de largo de todas estas vicisitudes y
son de esos plumajes que cruzan el pantano sin siquiera una manchita (qué
jalado ese dicho), pero no es mi caso. Llevo dos años aquí y todavía no le
hallo a muchas cosas. A veces me parece que soy capaz de pasar de largo de
todo; y otras, las más, no puedo y me pesa como una inmensa loza cual la del
Pípila.
Qué padre texto, mujer. Creo que debe implicar un crecimiento humano bárbaro el enfrentar un reto así. Por eso respeto muchísimo a mis amigos en esa circunstancia, y no pierdo la esperanza de irlos a visitar en sus nuevas tierras de adopción. Mientras, soy feliz con escribir sus nombres en la arena de mi playa y mandarles rayitos de sol 😊
ResponderEliminarGracias por esa playa. Pero creo que tú misma sabes lo que es esto, como me lo comentaste la última vez que nos vimos, sobre tu traslado a Xalapa.
ResponderEliminarGracias por comentar. Siempre me animas.
Deseo que pronto esa carga se vuelva más y más ligera. Ser extranjero también significa asombrarse ante el mundo y caer en la cuenta de que somos tan propios como extraños en cualquier confín, libres de fronteras, pertenecemos a todos lados. Me gustó mucho la parte en la que describe la adaptación al clima, había olvidado cuántos detalles hay que enfrentar.
ResponderEliminarLe envío un abrazo desde el país donde nunca será extranjera.
La gente es gente, siempre es la conclusión a la que llego, pero tarda uno su tiempo en aceptarlo, en darse cuenta o en entenderlo; o todo al mismo tiempo.
EliminarGracias por el abrazo. Tengo el deseo y el propósito de regresar siempre que pueda.