sábado, 11 de junio de 2016

Capítulo 5

 El novio
Después de conocer la historia de sus padres, Paloma se quedó callada por un rato, tratando de aceptarla. Aún tenía su imagen un tanto idealizada, propia de la niñez, y nunca hubiera creído que hubieran sido capaces de actuar de aquella manera. Pero justo gracias a lo que le contó Carmela, empezó a verlos como dos seres humanos comunes y corrientes, capaces de experimentar pasiones y de actuar sin pensar y, en consecuencia, de cometer errores. También supuso que no se sentían tan contentos de sus propias acciones y seguramente lamentaron por mucho tiempo haberse comportado tan impulsivamente por lo que insistían tanto en que sus hijas pensaran antes de actuar.
            Paloma sintió una serie de emociones encontradas, entre aceptación y reprobación hacia sus padres, pero finalmente se dijo que allá ellos, seguramente ya se habrían arrepentido, pero al menos –pensó- habían sido consecuentes con sus actos y habían enfrentado los resultados. Como padres, habían sido siempre cariñosos con ambas hijas, quizá un poco sobreprotectores y sobre el carácter de su padre, pues así era y ya.
            –¿Qué piensas, Paloma? ¿Hice mal en contarte todo? –preguntó Carmela para romper el silencio y un tanto preocupada.
            –No, tía, es que… me quedé pensando, nada más –respondió Paloma sin dejar ver más de sus emociones, luego preguntó a su vez–, ¿le puedo hablar a mi mamá por teléfono, tía? Yo te pago la llamada.

            –Claro que le puedes hablar y nada de que me pagas, yo tengo modo de solventar esos gastos. Pero no le irás a decir nada de lo que te conté, ¿o sí?
            –No, tía, finalmente es su vida, fueron sus decisiones y es cosa de ellos. En eso me quedé pensando. Sólo que me dieron ganas de hablarle.
            –Pues llámala, ahí está el teléfono en la sala, yo mientras voy al baño y a arreglarme un poco. A las once y media viene Santiago.
            –Sí, tía, gracias.
            Paloma fue a la sala y marcó el teléfono de su casa, pero se arrepintió y colgó de inmediato. ¿Qué le iba a decir a su mamá? ¿Le diría que estaba en Aguascalientes? Eso la inquietaría, tal vez sólo debía decirle que estaba bien y nada más, como las otras veces. Y marcó de nuevo, a lo mejor ni estaba. Esperó un momento hasta que descolgaron. Era la voz de Antonio. Paloma colgó al instante, pero luego recapacitó y volvió a marcar enseguida, era el momento de enfrentarlo:
            –¡Bueno! –contestó enojado, casi gritando.
            –Hola, papá –respondió Paloma después de unos segundos.
            –¿Paloma? –preguntó incrédulo y volvió a preguntar–, ¿dónde andas, hombre? ¿Estás loca o qué? Uno buscándote como estúpido y tú, quién sabe dónde demonios estás, haciendo quién sabe qué como una loca.
            –Pues para qué me buscas, yo le dije a mi mamá que te dijera que me dejaran, que yo iba a regresar.
            –¿Ibas? ¡Cómo, qué te pasa! –gritó encolerizado Antonio.
            –Voy, papá, y deja de gritar. Sólo hablé para tranquilizar a mi mamá, estoy bien, estoy en Aguascalientes en casa de mi tía Carmela –respondió Paloma sin pensarlo mucho y para que Antonio dejara de gritarle, pues seguramente al enterarse se sentiría descubierto y tal vez avergonzado.
            –¿Con tu tía Carmela…? ¿La prima de tu mamá…? –preguntó un poco mosqueado.
            –Sí, papá, ella –respondió Paloma con énfasis.
            –¡Y qué haces allí! –Volvió a gritar Antonio y siguió– ¡Regrésate inmediatamente!
            –No, papá, no voy a volver cuando tú digas, sino cuando termine mi viaje. Y aunque ahora ya sabes dónde estoy, te voy a pedir que me dejes seguir. Tengo derecho a hacerlo.
            –¡Qué derecho ni qué nada, eres menor de edad y puedo obligarte!
            –Pues no puedes, porque de aquí a que llegues yo ya me fui quién sabe a dónde. No me hagas cambiar de planes ni me eches a perder mi sueño. Y además, la edad no tiene nada qué ver con tomar buenas o malas decisiones. A los veintiún años también se hacen tonterías, ¿o no? –dijo con doble intención Paloma.
            Antonio guardó silencio unos segundos, al comprender que Paloma ya sabía lo que había ocurrido con Lorenza, Nieves y él. Cambió un poco el tono de voz y luego preguntó:
            –Y cuándo piensas regresar. Vas a perder la escuela. Te van a reprobar.
            –Ay, papá, finalmente yo seré la afectada.
            –¡Ah, sí, cómo no!, ¿y los gastos?
            –¿Eso es lo único que te importa?
            –Sabes que no, pero sí es importante.
            –Pues ya trabajaré yo para mantenerme, si eso te preocupa tanto. Al fin ya he trabajado. Y sé que soy capaz de hacer muchas más cosas que estar de niña buena.
            –¡Pero en qué andas! ¡Regrésate ya y déjate de tonterías!
            –¿Qué no entiendes que no?
            –¡No me hables así! Mira, Paloma, no me provoques.
            –Yo no te provoco, papá. Sólo quiero que me dejes tranquila. Ya ves, ya han pasado unas semanas desde que me fui y estoy bien, al contrario, he aprendido un montón de cosas de mucha gente y, sobre todo, sé que soy capaz de mucho más que sólo ir y venir a la escuela y hacer mis tareas.
            –¡No valoras nada!
            –Claro que sí. Precisamente si he sido capaz de llegar hasta aquí y de ser como soy, en parte es por lo que tú y mi mamá me han enseñado, pero ni modo, papá, ya crecí. Y aunque sea menor de edad, eso nada más es una idea. He conocido casi niñas que ya tienen muchas más responsabilidades, hasta con hijos. He conocido gente que ha trabajado desde chica.
            –¡Por eso, Paloma! ¡No valoras tus privilegios!
            –Pues a lo mejor no los quiero. Me gusta lo que estoy haciendo y finalmente es más privilegio tomar mis propias decisiones. Y ahora valoro el trabajo, el esfuerzo, las atenciones que nos dan tú y mi mamá, las comodidades, pero también valoro aprender directamente de la experiencia. Y ya voy a colgar. Dile a mi mamá que estoy bien. Y en todo caso, que me hable, a ver si se atreve –dijo con dolo– a casa de mi tía Carmela.
            –Eso no se lo voy a decir, eres injusta.
            Paloma guardó silencio unos segundos y luego siguió.
            –Tienes razón, papá, discúlpame –dijo Paloma con sinceridad al darse cuenta de que había actuado con enojo y sin razón al decir aquello, sólo para causarles malestar.
            Antonio se quedó callado, entre enojado y avergonzado. Paloma continuó:
            –Nada más salúdamela y, por favor, te lo pido una vez más, déjame seguir. En caso de necesitarlo, ¿tú crees que no les hablaría para pedirles ayuda? Claro que lo haría, pero quiero ser capaz, y que lo vean, de asumir las consecuencias de mis decisiones, así como tú y mi mamá: ya sé lo que pasó, papá, y no te juzgo. Al saber cuál era su secreto y las causas por las cuales nunca supimos nada de la familia de mi mamá, ni de la tuya, entendí que habían actuado impulsivamente y una cosa les había llevado a la otra y se había hecho una cascada que ya no pudieron detener, pero finalmente habían aceptado su responsabilidad. Y tal vez por eso seas tan enojón, pero ya deberías olvidarlo, con todo y nuestros conflictos somos una familia, ¿o no?
            Antonio había escuchado a Paloma y le parecía increíble que su hija menor hablara de aquella manera. Tenía razón Azucena, ya habían crecido y no se habían dado cuenta de ello o tal vez no querían aceptarlo. Cuando Paloma terminó, dijo convencido:
            –Bueno, parece que el viaje ha sido muy importante para tu vida, te escucho y no lo creo. ¡Pero habla más seguido, caramba! –volvió Antonio a su habitual brusquedad, que en realidad era una especie de defensa porque se sentía frágil y vulnerable–, ¡nos tienes hechos unos pendejos!
            –¡Papá, no digas groserías!
            –Está bien, perdón, es que me haces enojar.
            –Ay, papá. Bueno, ya me voy, salúdame a mi mamá y gracias. Ya les contaré todo a mi regreso. Son tantas cosas…
            –Cuídate, escuincla, y habla si se te ofrece algo, no, mejor habla todos los días.
            –Cómo crees, papá. Hablaré igual que hasta ahora, o tal vez incluso menos, pues ya saben que estoy bien, en fin, no voy a cambiar nada.
            –¡Paloma!
            –¡Papá!
            –Está bien, ¡haz lo que te dé tu regalada gana!
            –Pues sí, salúdame a mi mamá y a Azucena. Bueno ¿y por qué estás en la casa?
            –Porque me dieron un día de descanso. Estuve en Chihuahua por el trabajo y de pasada buscándote como un tarado.
            –Porque quisiste, yo le dije a mi mamá que no me buscaran. Bueno, ya.
            –Yo le diré a tu mamá que hablaste. No está, parece que me huye.
            –Pues de seguro estabas de enojonzazo, quién te aguanta así. ¿No ves que mi mamá te quiere? Si no, cómo es que te aguanta. Ahí el que no valora eres tú y ya me voy. Adiós… bueno, te mando un beso.
            Paloma colgó sin permitirle a Antonio decir nada más. Se sintió mucho mejor, más libre, pues había enfrentado con firmeza a su papá, quien siempre le había causado temor, pero después de verlo en su justa dimensión, como un hombre cualquiera y no como su papá, se dio cuenta de que no tenía por qué tenerle miedo. Sin duda, ella había crecido y una sonrisa se dibujó en su rostro más moreno en comparación con el que tenía al inicio de su aventura, lo cual le daba una belleza nueva.
            –¡Qué bonita te ves!, sonríe más seguido –dijo Carmela al verla cuando entró y sin esperar a que Paloma dijera algo continuó–, ya no tarda Santiago, qué emoción. Ay, me siento como de tu edad. Esto del amor es tan bonito, creo que el chiste está en ir poco a poco y no querérselo acabar de un jalón. Digo, si no nos vemos diario, aunque ganas no me faltan, cuando llega el momento me siento emocionada, hasta con cierto temorcillo, no, no temor, sino como con zozobra, sobre cómo será esta vez. No sé cómo describirlo, pero me emociona mucho y me siento muy contenta. Ándale, ve a arreglarte un poco.
            –Pero así estoy bien, qué me arreglo, nada más me voy a lavar los dientes y ya.
            –¿Con esas trazas…? Anda, anda, pues.
            Carmela se quedó sola, ilusionada con la inminente llegada de su novio. Le parecía tan increíble todo aquello. Lo disfrutaba con emoción y entusiasmo y estaba contenta de tener a un compañero en ese momento de su vida, sin los arrebatos de la adolescencia, pero con emociones parecidas. Sentía que había valido la pena esperar a que las circunstancias y las casualidades se hubieran dado de aquella manera y pudiera gozar del amor en ese momento, cuando ya los prejuicios iban quedando atrás y aceptaba la vida como se presentaba. El timbre del teléfono la sacó de sus pensamientos.
            –¿Bueno?
            –¡Hola, buenos días! –saludó Santiago con efusividad–, ¿cómo estás?, ¿ya lista?
            –Buenos días –respondió Carmela con una gran sonrisa de la que no podía desprenderse–, bien, muchas gracias, ¿y tú? Sí, ya estoy lista, pero… no, nada, sí, ya estamos.
            –¿Tu sobrina y tú?
            –Sí.
            –Qué crees, anoche, como estaba tan cansado del viaje se me olvidó decirte algo muy importante.
            –¡Qué!, no me asustes.
            –Nada grave, es que Saúl, mi hijo Saúl, se vino conmigo y también me va a acompañar.
            –Ay, me hubieras dicho, a ver cómo le caigo, pero está muy bien, porque así se acompañará con Paloma y no será tanta la impresión.
            –Claro que le vas a caer bien, vas a ver, y él a ti. Bueno, ahí vamos, pues. Un beso.
            Carmela se quedó embobada cuando colgó el teléfono y pensó: “¿Efectivamente el amor será sólo una serie de reacciones químicas e impulsos eléctricos que se transmiten las neuronas unas a otras en el cerebro como dijo el Neurólogo de aquel curso que tomé? Pero finalmente, si así fuera, ¿qué provocaba que esas reacciones sólo se produjeran con una persona nada más y no con los cientos o miles con las que pudiéramos cruzarnos en nuestras vidas? Eso es lo misterioso, y de todos modos, si es sólo actividad química y eléctrica, pues qué bonito se siente, a mí que me den más toques…”
            –Ya tía, ¿qué horas son?
            –Ay, tú, me asustaste –dijo Carmela todavía con cara de felicidad–, pues fíjate ahí en el reloj, no traigo el mío, pero ya no ha de tardar, dijo que ahí venía. Por cierto, va a venir con su hijo, para eso me habló, se le había olvidado decirme.
            –Mm –dijo Paloma un poco sorprendida y preguntó–, ¿tú ya conoces a sus hijos?
            –Me faltaba éste, es el menor, a ver cómo le caigo. Bueno, cómo nos caemos. Ya me puse nerviosa.
            –Ay, tía, pues bien, no te preocupes, y si le caes mal, será su problema.
            En ese momento sonó el timbre. Carmela traía un vestido rojo que la hacía ver muy bien, y Paloma lucía peculiar con su vestido y sus zapatos de excursionista. Francisca fue a abrir y unos segundos después entraban en la sala un hombre de pelo entrecano y lacio pero corto, no muy alto, sólo unos centímetros más que su tía, de rostro moreno y alegre, con el cuerpo todavía atlético de alguien que toda su vida había hecho ejercicio, y un joven de unos diecisiete años, de ojos negros y mirada profunda, blanco y de pelo también lacio y oscuro, un poco más largo, con un rostro serio, pero agradable. Los cuatro quedaron de pie, un poco nerviosos y se hicieron las presentaciones después de saludarse con un beso discreto, pero en la boca, Carmela y Santiago.
            –Carmela, él es Saúl.
            –Mucho gusto, Saúl. Miren, ella es Paloma, mi sobrina.
            –Mucho gusto –dijeron los dos hombres y Paloma en medio de cierta solemnidad y tensión.
            En ese momento entró Francisca con una charola en la que llevaba una jarra de agua de arrayán y cuatro vasos, lo cual fue perfecto, porque se rompió el ambiente levemente incómodo que se había creado.
            –Gracias, Francisca. Siéntense.
            Y los cuatro se sentaron. Saúl observaba la sala con curiosidad; Paloma, a Saúl, Santiago, a Paloma, buscando el parecido con Carmela, y ésta a los tres, tratando de encontrar un tema de conversación que los incluyera a todos. No se le ocurrió más que preguntar:
            –¿En la tarde vamos al rancho?
            –¿Un rancho? –preguntaron casi al mismo tiempo Saúl y Paloma.
            –Sí, ¿no te había dicho que tengo un rancho? –dijo Carmela dirigiéndose a Paloma.
            –No tía. Pero… es que yo me quería ir hoy a Zacatecas.
            –Pues te vas mañana. Qué prisa tienes.
            –No, ninguna, es verdad. A veces se me olvida que no tengo ninguna prisa.
            –¿Vives aquí? –preguntó Saúl.
            –No, ando de viaje. Soy de México.
            –Sí, se te oye la voz de por allá –respondió Saúl, dejando a su vez oír en su voz el tono de Guadalajara, que a Paloma le pareció semejante al de su tía, con alguna diferencia que no pudo definir, pero que percibía.
            –Espero que no por eso te caiga mal –externó Paloma, conociendo la rivalidad entre las dos ciudades.
            –No, cómo crees –respondió el muchacho–, no tengo esas ideas tontas.
            –Menos mal –comentó Paloma y luego preguntó a su tía–. ¿Y el rancho está muy lejos?
            –No, como a una media hora en coche.
            –Pues no se diga más –dijo Santiago–, vas con nosotros. Saúl pidió permiso en la escuela, porque no hay mucho qué hacer, ni es época de exámenes y va bien, así que no hubo problema. Regresa hasta el lunes. Y yo, sólo tengo que ir un rato a la oficina en la tarde, nos podemos ir como a las seis.
            –En la escuela nunca hay mucho qué hacer –afirmó Paloma con convicción.
            Saúl la miró sorprendido, pensando que era época de clases y ella no parecía muy interesada en la escuela, así que le preguntó:
            –De veras, ¿y tú no estás en clases? ¿Están de vacaciones allá o qué?
            –No, dejé de ir y me salí a viajar –respondió Paloma dándose importancia–, ya llevo varias semanas. He conocido lugares a los que o sólo había ido de paso, o sólo había escuchado nombrar ocasionalmente a mis papás, o de plano no sabía nada.
            –¿Tú sola? –preguntó Santiago–, ¡qué arrojada!
            Paloma sonrió orgullosa y Saúl se sintió atraído hacia aquella muchacha que le pareció peculiar y medio loca. Carmela respondió por ella.
            –Si, aquí Paloma es valiente y muy juiciosa, aunque a primera vista parezca una loca.
            –¡Tía!
            –No, pero lo digo bien, “en buen plan” como dicen ustedes. ¿Nos permiten un momentito? –Preguntó Carmela repentinamente y dirigiéndose a Santiago, le pidió–, ¿me acompañas al despacho?
            Santiago, un poco sorprendido, aceptó, no sin antes terminarse el vaso de agua y comentar lo deliciosa que estaba. Carmela salió delante de él y caminaron hacia un supuesto despacho que Paloma no conocía; Saúl y ella se quedaron solos y él preguntó de inmediato:
            –¿Entonces no estudias?
            –Bueno, sí, pero por el momento, no. Sí pienso regresar, sí quiero estudiar una carrera, pero siempre tuve un deseo muy fuerte de viajar, de correr aventuras, desde que empecé a leer. Creo que ahí está el origen de mis deseos. El primer libro que leí de aventuras, La isla misteriosa, fue un descubrimiento. Yo quería ser como Ciro Smith… ¿Sabes quién era? ¿Conoces la novela?, ¿ya la leíste?
            –No, no la he leído.
            –Mm, pues no sabes lo que te perdiste. Bueno, cada quien sus gustos, pero desde que la leí me gustaron las novelas de viajes. ¿Sí lees?
            –Más o menos. Pero a ver, estábamos en lo de la escuela.
            –Ah, sí, pues nada, que como yo tenía ese deseo y pensé que mientras más pasara el tiempo más difícil sería llevarlo a cabo, porque vas haciendo lo que se supone que debes hacer: estudiar una carrera, tener un trabajo, casarte, tener hijos y demás, pues ya no iba a tener otra oportunidad en la vida. Para mí era ahora o nunca. Y estoy muy contenta.
            –¿Y tus papás?
            –No, pues ya te has de imaginar. Para empezar, me salí sin decirles nada, ellos pensaban que me había ido a la escuela, como cada día, pero me fui en la bicicleta y de allí me fui siguiendo un tren y así empezó todo. ¿Y tú?
Paloma sonrió satisfecha y alegre. Esto, aunado a su espíritu aventurero impresionó a Saúl, quien se sentía cada vez más curioso por conocerla mejor y deseoso de que le contara los detalles de su viaje. Un cosquilleo empezó a surgirle a Saúl de algún lado de su cuerpo que no supo determinar, pero que lo inquietaba. Paloma, por su parte, se sentía también atraída por los ojos oscuros de Saúl y su mirada profunda e igualmente, algo desde dentro empezó a bullir.
–¿Yo?, pues no mucho, como dices, voy haciendo lo que se supone que debo de hacer.
–Pero qué te gusta, verdaderamente.
–Pues no sé si hay una sola cosa. Me gusta la música, toco el piano. Pero también juego futbol, voy mucho al cine.
–¿De veras tocas? ¡Toca, ahí está el piano! ¿Has estudiado?
–Sí, varios años, como desde los seis hasta los quince, que fue cuando se murió mi mamá, ella insistió mucho en que estudiara y sí me gusta, también toco la marimba, por mi maestra, y un poco la batería, ésa le escogí yo. Pero si me siento inquieto, enojado, triste, alegre, toco el piano y me siento mejor.
–A ver, toca. ¿Te sabes de memoria alguna pieza?
–Sí, muchas. ¿No se enojará tu tía?
–No, qué se va a enojar, al contrario. Yo la acabo de conocer, apenas ayer, sólo se la había oído nombrar a mi mamá. Pero ha sido muy amable, generosa. Claro, todavía no he tenido tiempo de conocerle sus defectos, que los tendrá, a fuerza, pero hasta ahora, ha sido muy agradable y es simpática. No creo que le moleste. Sobre todo, si vas a tocar de deveras. Toca, ándale.
–Es que no me gustaría que se enojara, mi papá está tan contento. Después de que mi mamá se murió estuvo muy triste y como que no le hallaba sentido a la vida, o eso creo, sólo trabajaba y se dedicaba a complacerme, porque mis otros hermanos ya están casados, entonces yo era como que el centro de su vida, y eso me hacía sentir un poco ahogado, pero al mismo tiempo agradecido, y al mismo tiempo sentía que eso le hacía bien, pero… ¡es muy complicado!
–No se va a enojar, te digo. Y si dice algo, le digo que yo insistí, que es la verdad. Toca, por favor.
–Bueno, está bien.
Saúl fue al piano, lo abrió y tocó unas teclas para escuchar la afinación. Sonaba bien, no era un piano abandonado, y eso le dio gusto. Le preguntó a Paloma:
–¿Tu tía toca? Está afinado.
–No sé, yo me imagino que sí, pero te digo que apenas llegué ayer en la mañana y no he tenido tiempo de conocerla bien a bien. Más bien quise saber de mis papás. Por cierto, me enteré de una historia…de su historia, mejor dicho, y fue un poco duro… Y del piano no sé nada. Pero ya toca de una buena vez. La haces de emoción.
Saúl empezó a tocar. Paloma no era muy conocedora de la música ni se sentía especialmente sensible hacia ella, o eso creía al menos; sin embargo, lo que escuchó le pareció hermoso, se conmovió y sin saber por qué empezó a llorar. Saúl, al verla, se detuvo.
–¿Qué tienes?
–No sé, tú, tu música, algo pasó adentro de mí al escucharte tocar y no sé por qué lloro. Pero síguele, es tan bonito.
En el despacho, Carmela y Santiago se besaban con pasión cuando escucharon los acordes del piano. Eso los sacó del éxtasis que vivían y se miraron a los ojos, conmovidos también. Luego se abrazaron con ternura dejando que la música los envolviera. Después de unos minutos, Carmela preguntó:
–¿Quién toca?
–Me imagino que Saúl, esa pieza se la he escuchado varias veces.
–Qué bonito. No me habías dicho que sabía tocar el piano.
–Hay muchas cosas que no te he dicho. Poco a poco van saliendo. Y eso es lo bonito, ahora que lo pienso.
–Sí, espero que tu hijo me acepte.
–Claro que sí, vamos a ver, yo también estaba un poco nervioso por eso, pero al menos de primera impresión parece que todo va bien. Fue una coincidencia que estuviera tu sobrina. Tampoco me habías dicho que tuvieras una sobrina, hasta ayer en la noche.
–Uy, es una larga historia. Ya te la contaré. Vamos a la sala a ver, ¿no estoy despeinada? Déjame arreglarte el cabello, qué van a decir. Despíntate la boca, y yo tendré que pintármela. O no, ¿o sí?
–Calma, calma, no te pongas nerviosa. Respira, dame un último beso y vamos. Estás muy bien así, déjame arreglarte también un poco el cabello.
Carmela y Santiago se dieron un último beso y salieron del despacho hacia la sala, donde los acordes del piano seguían. Cuando entraron vieron a Paloma con los ojos arrasados de lágrimas y los ríos de llanto bajando por sus mejillas. Los dos se quedaron estáticos, y Carmela preguntó preocupada:
–¿Qué pasó?
Saúl, que no había notado la presencia de Carmela y Santiago, se sobresaltó al escuchar la voz y dejó de tocar.
–Nada tía, ni yo misma lo sé, nada más de repente, cuando Saúl empezó a tocar me brotaron las lágrimas como desde muy adentro, pero sentí bonito, es tan raro, si a mí la música ni me gusta, digo, no especialmente.
–O eso creías. La música llega al alma –intervino Saúl.
–Sí, parece que sí –aceptó Paloma.
–Bueno, yo me tengo que ir interrumpió Santiago. ¿Te quedas, Saúl? Creo que será más divertido estar con Carmela y con Paloma que conmigo en la oficina, pero como veas.
–¿Puedo quedarme? –preguntó Saúl con timidez a Carmela.
–Claro, yo tengo que ir a ver a una amiga, pero se quedan en su casa. ¿Me dejas por ahí de camino? –pidió Carmela a Santiago–. Regreso al rato para la comida, ya Francisca está lista, así que si quieren salir no hay problema, ella va estar aquí para que les abra y si se les ofrece algo más de tomar o de comer, se lo piden.
–Sí, tía, gracias.
–Voy por mi bolsa –dijo Carmela y antes de salir le dio un beso a Paloma y otro a Saúl, a quien acarició con ternura la cabeza en un gesto espontáneo que no supo de dónde le salió, pero que Saúl recibió con la misma naturalidad.
–Te espero afuera. Bueno, muchachos, que la pasen bien. Nos vemos en la tarde para ir al rancho. ¿Te traigo algo de la casa? La mochila con la ropa ya está en el coche. En todo caso, traes llaves por si te faltó algo. Nos vemos, hijo –Santiago le dio un beso a Saúl y otro a Paloma.

Un minuto después, Saúl y Paloma estaban solos en la sala de la casa de Carmela. Un nuevo momento que Paloma jamás habría imaginado.

jueves, 2 de junio de 2016

Capítulo 4 El secreto


Fue un día intenso, como ya no había tenido otro desde el día que llegó a San Luis. Paloma quedó agotada. El calor del día había sido agobiante, y aunque en la noche refrescó un poco, no había sido tanto como para no sentir los efectos de las altas temperaturas y la sequedad. Tenía que tomar agua constantemente.
            El cuarto que le asignó su tía Carmela era muy grande, los techos eran altísimos y eso hacía más tolerable la noche. De cualquier modo estaba cansada, habían caminado mucho en la Feria, y las emociones del juego también acabaron con su energía. ¡Lola apostaba como los profesionales de las películas! Por eso Carmela le había dicho que era la maestra y lo había comprobado.
            Pero se sentía contenta, más que nada, de haber conocido a una parte de su familia. Carmela, Lola y Lorenza la habían puesto al tanto de la historia de abuelos, tíos y primos de quienes no tenía la menor idea, y le dio gusto. En la calle también se habían topado con personas que habían resultado ser parientes y Carmela siempre la presentaba con orgullo, ponía a ambas partes en relación y daba los detalles del parentesco, aunque con rapidez. ¡Era un mundo de gente! Azucena y Paloma siempre habían pensado que eran sus papás y ellas los únicos miembros de su familia, puesto que los abuelos de ambas partes ya habían fallecido. Nunca se habían cuestionado mucho ese tema, aunque Paloma sí sentía cierta envidia cuando Carla le platicaba de primos y tíos con mucha familiaridad, como personas muy cercanas en su vida cotidiana y no entes lejanos y abstractos como lo habían sido para ella sus abuelos u otros familiares, los que a veces por casualidad llegaban a ser nombrados en su casa.
            Ahora resultaba que la familia era enorme y tenía una historia interesante. Paloma había intuido un poco el porqué de la ruptura de sus padres con el pasado, y Lorenza estaba de por medio. Pensó que debería conocer la historia con detalle y en un principio tuvo la idea de preguntarle directamente a Lorenza, quien ya en el trato resultó muy agradable y su amargura era una especie de escudo, pero pensó que sería incómodo. Luego consideró que lo mejor sería preguntarle a su tía, pues siendo prima de su mamá y amiga de Lorenza conocería la historia. Claro que a esa hora lo único que quería era descansar y seguramente Carmela también. Con todos esos pensamientos se fue a la cama. Oyó a lo lejos el timbre del teléfono y fue lo último que percibió antes de quedarse profundamente dormida.
            Al día siguiente despertó con los cantos de los pájaros que había en las jaulas del patio y la voz de Francisca que hablaba con ellos mientras les limpiaba las jaulas, les cambiaba el agua y les ponía su comida: alpiste y una mezcla de plátano macho y “mosco”, según supo más tarde Paloma, aunque se quedó con la duda de qué era exactamente eso último. Se estiró lo más que pudo, bostezó y, cosa extraña, le dieron ganas de bañarse. Había hecho tanto calor el día anterior y la noche, que deseaba refrescarse. Y lo intentó, pero el agua nunca salió fría, aunque sí le sirvió para despejarse. Se sintió muy bien y con mucha hambre. Tímidamente salió de la pieza donde había dormido y anduvo curioseando un poco por la casa, observando algunas fotografías que había en portarretratos colocados en algunas mesas de la sala, miró con atención los detalles de los muebles tallados en madera, los espejos que colgaban de algunas paredes y lucían complicados marcos también tallados en madera. Todo hablaba de una situación económica desahogada. En la sala había un piano reluciente, no sabía si Carmela tocaba, pero le daba un ambiente acogedor a la casa. Luego pasó al comedor, que ya conocía muy bien, hasta que llegó a la cocina, donde estaba ya Francisca, apurada preparando el desayuno. Era una mezcla de espacio y objetos antiguos con la modernidad de los aditamentos.
         
Entre antigua y moderna, pero muy bonita

 –Buenos días –saludó Paloma.
–Buenos, niña. ¿Ya tienes hambre? Échate un taco, mira, estoy haciendo las tortillas, ahí hay frijolitos. Enseguidita está todo. ¿Quieres té? Aquí te sirvo una taza. Es de limón –y luego añadió en voz baja–, y yo le echo un chorrito de aguardiente, ¿quieres?
            Paloma asintió, y le recordó el día que estuvo en Polotitlán y lo bien que le había probado después de aquella noche de susto. Ahora las circunstancias eran otras, pero no dudó que le haría bien.
            –Tú sí sabes –le dijo Francisca, quien a pesar de sus años, unos setenta, según su apariencia, trabajaba con mucha energía y continuó–. Yo con este remedio empiezo todos los días y así qué dolores ni qué nada, me pongo como trompo chillador, bien girita. Ya ves orita, ya barrí la calle, fui al mercado, cambié los pájaros y ya casi acabo el desayuno. La señora Carmela dice que no es cierto, que me sirve porque soy medio borrachilla, pero no, ¿verdá que sí reanima?
            –Sí, cómo no. Ya lo había yo probado antes, en un pueblo donde estuve y unos señores con los que me quedé en su casa, ya mayores, me dieron también y sí me sentí muy bien.
            –Sí, es remedio como de viejos, pero los jóvenes no les hacen caso. Me da gusto que lo pruebes y conozcas sus virtudes.
            –Gracias doña Francisca.
            –No, dime Francisca a secas, sin el doña. Doña es la señora Carmela, que es patrona.
            –No, doña son todas las señoras que merecen respeto, doña Francisca.
            –No, a mí no me digas doña, no me gusta. Francisca nomás.
            –Bueno, está bien, así la llamaré. Oiga qué bien huele, ¿qué es eso?
            –Es una salsita pa las enchiladas que voy a hacerles oritita pa desayunar. Bueno, nomás que doña Carmela ordene.
            –¿Y esto de la olla? –preguntó Paloma de una olla que estaba tapada.
            –Es el chocolate pal pan dulce.
            Paloma se acordó de los ladrillos del día anterior y fue a su cuarto. Los sacó de la mochila y llegó con la bolsa a la cocina.
            –Mire, doña… digo, Francisca. Ayer conocí estos panes, están buenísimos. Son ladrillos.
            –Ah, sí –dijo con cierto desprecio Francisca–, pero no has probado los míos.
            –¿Sabe hacerlos?
            –Pos claro, faltaba más. La cocina es lo mío, y como aquí yo soy la que decide qué se desayuna, come y cena, estoy a gusto, y como nada más es la señora, pos más. Seguido hay invitados, eso sí, pero a mí me gusta, porque así me luzco con mis guisos. Me alaban siempre todo.
            –Sí, la verdad es que hasta el agua le sale bien.
            –Pos con quién crees que tratas –dijo Francisca un poco ofendida.
            –No, precisamente por eso lo digo. El agua de frutas de ayer estuvo deliciosa y la comida, desde la sopa hasta los frijoles, ¡riquísimo todo! Creo que nunca había comido tan sabroso.
            –Seguro. Quién como yo –dijo con vanidad Francisca.
            –¿Y tiene mucho trabajando con mi tía?
            –No mucho, unos dos años. Yo tenía mi cocina en el mercado, pero pos mis hijos crecieron y se fueron que pa Chihuahua, que pa Guadalajara, que pa Durango, y mi viejo se murió. Así que yo dije, pos pa qué tanto brinco estando el suelo tan parejo. Dejo la cocina, me busco un trabajo de planta con alguna señora sola, y ya no me preocupo de nada. Y así fue. La señora está contenta, yo también y tan tranquilas. Sigo cocinando, no me ocupo más que de la casa y me paga bien, dentro de todo. ¿Pa qué más?
            –¿Pero no es mucho trabajo para usted sola?
            –Se ve que no has trabajado.
            –Ah, cómo no –respondió enseguida Paloma–, y en un restaurante.
            –Pos ya sabrás la soba que es. Porque yo solita atendía mi cocina. Bueno, a veces me ayudaban mis hijos o mi viejo. Y ya al último, pos tenía una muchacha pa que me ayudara, pero me salió loca… ¡bendito Dios!, coqueteaba con quien se le pusiera enfrente, así que luego se tardaba las horas por estar platicando. Eso sí, le iba muy bien con las propinas. Y te digo, ese trabajo sí es pesado, no paras, y yo tenía que hacer las compras también.
            –Sí que lo sé.
            –Pos te digo, así que ora me siento como de vacaciones. Además, si no trabajara me aburriría. Pero ya no estoy pa tener yo sola la cocina; mis hijos, con eso de que estudiaron, salieron medio delicados y ninguno quiso seguirle con el negocio, que sí deja, pero hay que trabajarle y tiene que gustarte, pos claro, porque ni modo que te salga sabroso si cocinas sin ganas, y si está feo, pus se te va la clientela. Y por lo mismo que trabajé tanto, yo no podría estar mano sobre mano, ahí nomás, esperando la muerte. No, no. Aquí me siento bien, platico con los pájaros y en la mañana que voy al mercado, pos saludo a mis conocidos, platico con mis amigas, me entero de los chismes. En fin, que estoy contenta. Y tengo mis ahorritos.
            –¿Y sus hijos la visitan?
            –Poco –contestó Francisca con un dejo de tristeza–, figúrate que tengo unos nietos que ni conozco. Creo que a mis hijos les da pena que yo trabaje en una casa y ya desde antes, que tuviera mi fonda en el mercado.
            –No ha de ser eso, doña… digo, Francisca, sino que pues también tienen que trabajar y luego la familia y los gastos de todo, no les ha de quedar dinero para hacer el viaje y pagarse hotel.
            –No, si por hospedaje no tienen problema. Si hasta tengo mi casita. Modesta, pero bonita. Pero ora ya la quité. Me dilaté en rentarla, pensando que si venían, pos ahistaba, pero ya mejor me busqué unos inquilinos de confianza, porque mis hijos, ni sus luces. Qué se le va a hacer. Ya me conformé de su desprecio.
            –No diga eso, Francisca, un día van a recapacitar y va a ver que la van a valorar.
            –Pos si se siguen tardando, no me van a hallar. No ves la ruina que estoy hecha.
            –Yo la veo fuerte.
            –Pos sí, pero el cuerpo se acaba, todo se acaba. Pero ya dejemos eso que no quiero apachurrarme. Y ya se oye por ahí a doña Carmela que ya se levantó. Ve a verla, ándale, mientras termino el desayuno.
            Paloma obedeció a Francisca, quien se quedó un poco triste en la cocina. Fue a darle los buenos días a su tía. Ésta se veía risueña y animada y enseguida, después de responder a su saludo le contó:
            –Anoche me habló Santiago.
            –Ah, sí, medio oí entre sueños el timbre del teléfono.
            –Va a venir hoy, así lo conocerás.
            –Ay, pero… ¿no estorbo?
            –Qué va. No seas tonta, al contrario, me dará gusto que conozca a una parte de mi familia que tenía casi olvidada. Y así le cuentas a tu mamá. Por cierto, ¿Por qué no le hablamos? No seas ingrata, que la has de tener con pendiente.
            –Luego, tía, está bien, le mandé un telegrama de San Luis, antes de venirme– mintió Paloma, que no deseaba por el momento contactar con Nieves, hasta que supiera el misterio que encerraba su alejamiento de la familia.
            –Bueno, está bien, tus razones tendrás. Vamos a desayunar, que la felicidad me da hambre.
            –Sí, ya me duele la panza, y eso que me eché una taza de té y un taco.
            –Ah, ya te ofreció Francisca su milagroso brebaje.
            –Sí, y me probó muy bien.
            –¡Ah, dio! Nomás borrachas que son.
            –No tía, de veras, si es un minichorrito de aguardiente, pero cae muy bien, yo ya lo había probado.
            –¿A poco tu mamá hace eso?
            –No, fue ahora en mi viaje –subrayó Paloma estas dos últimas palabras con mucho énfasis.
            –Ah, vaya. Por cierto –dijo Carmela–, qué mosca te picó para este viaje. Estarás medio chiflis. ¿Cómo andas por ahí pasando trabajos nada más porque sí?
            –Precisamente es lo que nadie entiende, pero yo estoy contentísima, siento que mi vida ahora tiene un sentido y que en este viaje encontraré el rumbo que le voy a dar. No es que no me guste estudiar, pero en realidad lo verdaderamente importante uno no lo aprende en la escuela. Ni tenemos idea de qué estudiar, casi nadie de mi salón, ni otros que conozco, tiene claro eso. Y yo digo que es porque nos faltan otro tipo de experiencias. Tal vez los que ya trabajan lo vean con más claridad. Ahora que ando en este viaje estoy aprendiendo mucho de cada persona que conozco, así voy viendo qué cualidades debo cultivar en mí, qué defectos debo evitar. En fin, que así descubro poco a poco la vida verdadera. Yo creo que en estas semanas que llevo fuera de mi casa he cambiado un montón, soy menos ingenua, más consciente de muchas cosas, por ejemplo, de lo que significa una familia, el trabajo, el esfuerzo, el cariño, la independencia. Y hasta siento que ya hablo de otra manera. He aprendido muchísimo. Y no todo ha sido fácil, tía, también he tenido algunos momentos difíciles y yo diría que hasta peligrosos, pero estoy orgullosa de mí, porque los he enfrentado y he vencido mis temores. Hasta uso palabras y dichos que antes ni conocía. Sí, yo diría que soy otra.
            –Pos mira nomás. Bueno, vamos a desayunar, que ya no aguanto –dijo Carmela y enseguida levantó la voz para ordenarle a Francisca que ya sirviera–. ¡Francisca, ya sírvanos, por favor!
            Francisca se asomó por la puerta de la cocina para decir que enseguida lo haría, y unos minutos después llegó con una charola con una jarra de jugo, un platón de fruta picada y otra jarra de agua. La mesa ya estaba dispuesta desde temprano, así que de inmediato Paloma y Carmela se sentaron y mientras bebían el jugo y comían la fruta, Paloma se dirigió a Carmela con cierta timidez:
            –Oye, tía
            –Dime.
            –¿Me podrías contar la historia de mis papás?
            –¿Yo?
            –Sí, porque ahora me doy cuenta de que casi no sé nada de ellos. Nunca platican nada de cuando eran jóvenes. A veces, sí, de su niñez, pero no de cómo se hicieron novios. Y no hablan de la familia, de seguro tú sabes por qué.
            –Pues no sé si eso me toque a mí.
            –Claro que sí, no por nada la casualidad me trajo. Como ya te dije, fue una coincidencia que escuchara tu nombre cuando me detuve a refrescarme ante el zaguán de tu casa. ¿No significa que hay una razón para ello y que el destino me trajo hasta aquí para conocer a mi familia y para saber de ella? Mis papás no hablan nunca de nadie, no sé por qué, pero de seguro tú sí sabes.
            –Sí, tal vez tengas razón. Pero mejor después de desayunar, ya tranquilas en la sala.
            –Está bien tía, gracias. Qué rica está la fruta. ¿Qué le puso Francisca que sabe tan bueno?
            –Ay, tú, pos quién sabe, yo soy un poco inútil para la cocina. Apenas Santiago me anda enseñando, ¿tú crees? Como en la casa siempre ha habido cocinera, no tengo mucha idea de nada, pero ahorita le preguntamos.
            –No, tía, déjalo, sólo era curiosidad.
            –Pues por eso, para que no te quedes con ella –dijo Carmela y llamó a Francisca.
            –Dígame, señora, ¿quieren más fruta? –preguntó diligente.
            –Aquí mi sobrina que quiere saber qué le puso a la fruta que sabe tan bueno.
            –Ah, pos es un secreto, pero bueno, pa qué me lo llevo a la tumba. Tiene un poco de menta fresca, pero muy poquita, nada más para que le dé un saborcillo y una pizca de jengibre, pero igual, apenitas para que le dé un gusto nomás, y unas tres gotas de limón. Y la fruta está buena de por sí, pero cuando no está muy dulce, se le pone un poquito de miel de abeja, nada de jarabes ni azúcar, y nada más la suficiente, no debe quedar muy dulzote.
            –Ah, vaya, me acordaré siempre –dijo Paloma a Francisca agradecida por haberle compartido su secreto.
            –Voy a sorprender a Santiago con eso, ora que hagamos algo. ¿Y dónde hallo esas cosas, Francisca? La menta y el jengibre.
            –Pos en el mercado, señora. Si quiere me dice y yo se las traigo.
            –No, no, quiero aprender, tan vieja y no sé nada. Aquí Paloma me anda dando lecciones. Vaya por lo demás, y se lleva estos platos.
            Francisca se fue a la cocina y regresó con la charola, esta vez con dos platos humeantes de enchiladas con queso y cebolla y con frijoles refritos a un lado. Tía y sobrina aspiraron los olores de sus platos y de inmediato se les hizo agua la boca.
            –Mmm, gracias Francisca –dijo Carmela.
            –Sí, de nada, señora, espero que les guste –respondió Francisca y esperó unos segundos para ver la reacción de cada una al probar el primer bocado, luego se fue satisfecha de regreso a la cocina con el resto de los trastes sucios en la charola.
            –Esta mujer es una maravilla. Están deliciosas.
            –¡Son de nata! –dijo sorprendida Paloma–. Desde que era chiquita no había vuelto a probarlas. Mi mamá hacía cuando la leche hacía nata.
            –¿Y ya no hace nata la leche?
            –Pues es que ya no hay más que la industrializada y ésa no hace, una migaja que no alcanza ni sabe a nada, pero sólo si es entera, nosotros sólo tomamos descremada porque mi papá siempre está dizque a dieta. Engorda muy fácilmente.
            –Mm, válgame. No, pues aquí todavía hay unos entregos de leche de los ranchos cercanos.
            –Qué suerte, tía.
            –Sí, ¿verdá?
            –¿Tú conoces México? –Preguntó Paloma.
            –Claro, a veces voy de compras y al teatro. Antes más, ahora como aquí ya hay de todo, pues menos. Iría si tu mamá nos invitara, pero como se fue como se fue…
            –Y cómo se fue.
            –Pues así, de repente, y sin ganas de saber de nadie, porque has de saber que nunca nos escribió ni nada, con todo y que, a pesar de que yo soy mayor, nos llevábamos tan bien. Y ni a sus amigas. Todo por tu papá y ella por obediente.
            –Ya tía, cuéntame de una vez, ¿para qué nos esperamos?
            –Es que tengo que pensar bien por dónde empezar. Además, no quiero ser injusta con nadie, sólo contarte las cosas como fueron, pero de repente me cuesta trabajo no enojarme, y estoy tratando de ordenar todo en mi cabeza antes de hablar.
            –Al menos ya sé que Lorenza está de por medio, porque estaba enamorada de mi papá.
            –¡Los dos!, si hasta se querían casar, ya tenían sus planes.
            –¡A poco!
            –Pues sí, Antonio llegó a estudiar aquí, de Torreón, eso sí ya lo sabes, tenía como dieciocho años, y conoció a Lorenza en la Feria o con unos amigos, eso nunca lo supe bien. El caso es que se flecharon desde el principio y se llevaban muy bien.
            –¿Y luego?
            –¿Pero no te dije que en la sala, cuando acabáramos de desayunar?
            –Ay, tía, si ya me estás contando. Lo que pasa es que no quieres.
            –Bueno, está bien. Pero deja que Francisca traiga el chocolate y el pan dulce para que nos sepa más sabroso el chisme.
            Carmela empezó a darle detalles a Paloma una vez que Francisca llevó las tazas de chocolate humeante y un plato con varios panes: corbatas, cuernos y campechanas, y en un plato aparte los ladrillos de Paloma, que de inmediato cogió uno y le dio una mordida con deleite. La plática siguió:
            –Como te decía, eran novios, andaban para arriba y para abajo juntos. Hacían bonita pareja y Lorenza estaba feliz. Duraron varios años. Tu papá siempre fue medio berrinchudo y celoso.
            –¿Y mi mamá?
            –Tu mamá era muy amiga de Lorenza.
            –¿De veras? Híjole. ¿Y luego?
            –Pues una vez llegó uno que había sido novio de Lorenza, primo de Lola, y las invitó a las dos a tomar una nieve, creo, y el celoso de Antonio se enteró. Pero Lorenza lo hizo sin la menor malicia y por lo mismo hasta le platicó a Antonio y éste anduvo averiguando y supo que habían sido novios ¡cuando salieron de la primaria!, y que se pone hecho una furia. Hazme favor.
            –Sí, lo conozco.
            –Pues ya te imaginarás, entonces. Hizo un escándalo, un drama. De inmaduro e inseguro, nada más, porque si hubiera habido algo, de mensos lo hacen todo tan a la luz. Nada les hubiera costado, si hubieran querido engañar realmente a Antonio.
            –Pues sí. ¿Y mi mamá?
            –Ay, tu mamá. Pues a ella siempre le había gustado Antonio, pero como él luego luego vio a Lorenza y se enamoraron y se hicieron novios, nada más se limitaba a verlo de lejitos, pero bien que Antonio lo sabía. Entonces, como se enojó tanto y creyó que Lorenza lo había engañado… Y ésta, enamoradísima de tu padre, qué iba a pensar en traicionarlo ni mucho menos. El caso es que tu papá, de malora, pues, que le habla a tu mamá y ésta, ni tarda ni perezosa, pues que le dice que sí.
            –¿Mi mamá?
            –Tu mamá.
            –¿Y luego?
            –Pues el zonzo de tu papá, mejor dicho, los zonzos de tus papás que salen con su domingo siete.
            –¿O sea que se embarazó mi mamá?
            –Sí, una tontería, una necedad, una… ay, no puedo decir malas palabras, pero las tengo en la punta de la lengua. Y total, pues que se van a México y por más que traté de saber a dónde y poder ver, escribir o hablarle a tu mamá, nada. Se esfumaron.
            –¿Y Lorenza?
            –Pues imagínate, tristísima por la actitud de ambos: Antonio de intolerante, y Nieves… ay, ya para qué digo nada. Todos nos sentimos tan mal tanto tiempo. Y Lorenza se amargó, tan alegre que era, lástima.
            –Pero no es mala persona.
            –Claro que no, pero imagínate, ella toda ingenua, y su novio y su amiga la traicionan. Cómo no se iba a sentir mal. Antes ya tiene más ánimo. Luego de eso no volvió a tener ningún novio, por más que le salían pretendientes, pues era muy simpática, muy animosa, muy guapa, aunque no fuera tan bonita como tu mamá. Tu mamá era más bonita, pero Lorenza se ganaba a la gente porque era de sangre muy ligera. Pero ésa era otra Lorenza. La que resultó después de eso ya nunca sonrió como antes.
            –Qué pena. Sí, yo la sentí amarga y agresiva al principio, pero se ve que no es lo suyo, es como una defensa. ¿Y qué más?
–Luego supimos que se casaron por allá y poco más. Prácticamente hasta ahora que llegaste tú. ¡Imagínate!, cuántos años.
–Quién me lo iba a decir.
Paloma se quedó pensativa. Carmela se preguntaba si habría hecho bien en contarle la verdad, pero al menos tenía la certeza de no haber mentido ni ocultado nada, y, además, su sobrina había insistido. Las dos guardaron silencio, cada una cavilando sus ideas. ¡Qué cosas tenía ahora Paloma para platicarle a su hermana!


Capítulo 3. La sangre llama


Paloma salió del baño ya tranquila y fresca con el vestido ya puesto, aunque no tenía huaraches –Eloísa nada más se los había prestado en San Luis- ni otros zapatos más que los toscos de excursionista, que para el calor del lugar resultaban incómodos, pero tampoco quería comprar otros y llenarse de objetos que poco a poco le harían más pesada la mochila; claro que no coordinaban con el vestido, pero eso no le importaba, lo fundamental era andar cómoda aunque sin cargar demasiado, de modo que se presentó en la sala como si nada.
            Allí estaba Carmela, quien le preguntó si no quería algo, tal vez desayunar. Paloma le indicó que un vaso de agua estaría bien, para el calor. Entonces Carmela le dijo que dejara su mochila en la sala y se fueran al comedor. Ya allí, la presentó con sus amigas.
            –Miren, muchachas, ella es Paloma. Y dice que es hija de Nieves.
            –Ah, ¿de la que se casó con uno de Torreón? –preguntó una de ellas, que tenía un cierto gesto de amargura en los labios, con el fin de ver qué respondía Paloma.
            –No digo –aclaró Paloma–, soy hija de Nieves. Y sí, mi papá es de Torreón.
            –Ay, mira, tú, sí se parece, los mismos ojos papujados de tu prima –comentó la misma mujer, lo cual no le hizo mucha gracia a Paloma.
            –Ay, sí, Lorenza, eso es de familia, yo por eso me operé –dijo Carmela.
            –Hiciste bien –agregó Lorenza y luego, dirigiéndose a Paloma le aconsejó–, y tú harás muy bien siguiendo el ejemplo de tu tía cuando sea el tiempo, orita hasta te ves simpática. Y eso va también para tu mamá, según la recuerdo.
            A Paloma no le cayó bien esa mujer, pues le pareció que sus comentarios estaban totalmente fuera de lugar y más bien pensó que le tenía envidia a su mamá, porque de seguro había estado enamorada de su papá.
            –Ya déjala, tú, si así está rebonita –intervino Carmela y les pidió a sus amigas–, a ver, ayúdenme a hacerle unas preguntas para ver si deveras es mi sobrina. ¿Qué se les ocurre? ¿Quién se acuerda de algo muy de Nieves?
            –¡Ah, ya sé!, ella tenía un dicho que usaba muy seguido, porque su mamá se lo decía a cada rato. ¿Cómo era? Me acuerdo que se enojaba, porque decía que era un insulto a su inteligencia –comentó otra, que tenía un rostro más agradable que Lorenza y que se presentó con Paloma–. Yo soy Dolores, Lola, tu mamá y yo fuimos muy amigas de niñas, hicimos tantas travesuras… Por eso su mamá le decía a cada rato aquel dicho que la enfurecía.
            –Ah, ya sé –dijo Paloma y citó el dicho–, “discurres peor que un calcetín”.
            Todas se rieron y asintieron.
–No, sí es –dijo Lola y enseguida pidió a Paloma–, a ver cuéntanos, qué es de ella. ¿Tienes más hermanos? Aquí Carmela ya ni se acuerda de tu mamá, tiene tiempísimo que no sabemos nada de ella. Cuenta.
–Pues no sé como qué quieran saber.
–Pues eso, si tienes más hermanos.
–Ah, sí, tengo una hermana, se llama Azucena, es más grande que yo. Está estudiando en la Universidad, Ciencias Políticas.
–¿Y tu papá? –Preguntó Lorenza, interesada, por lo cual Paloma pensó que había acertado y que de seguro le tenía envidia a su mamá.
–Ah, pues muy bien, muy guapo, como siempre y se lleva muy bien con mi mamá –respondió con celo Paloma.
–¿Sigue con su carácter… digamos… difícil? –preguntó su tía y siguió–, porque nosotras sabemos cómo se las gasta tu papá, ¿eh?, así que de nada te servirá negarlo, y además ni era tan guapo, no sé qué le vieron.
–No, sí era –dijeron las demás.
–Ay, no. Guapo mi Santiago –dijo Carmela y sonrió ilusionada.
–Ay, ¿ya vas a empezar a rezumar miel?, quién te aguanta –dijo Lorenza molesta.
–Uy, qué amarga, déjala –intervino Lola y siguió–, al contrario, que nos comparta tantito. Yo soy feliz si Carmela lo es y hasta gozo cuando nos cuenta de su novio.
–A mí me parece ridículo a estas alturas de la vida –señaló Lorenza.
–No, qué va –afirmó Lola–, precisamente por eso, por ocurrirle a esta edad es muy bonito, no seas amarga, que por eso te ves fea. Cuando sonríes eres muy bonita, quítate ese resentimiento.
Paloma no entendía del todo de qué hablaban, pero iba atando cabos y al parecer su tía tenía un enamorado y era él el que había mandado la carta que le facilitó, de algún modo, la entrada a esa casa, así que de inicio, el tal Santiago ya le despertaba cierta simpatía. Carmela vio el rostro interrogante de su recién descubierta sobrina y le explicó brevemente:
–Ay, tú, ¿pues creerás que tengo un novio? Ahí para que le cuentes a tu mamá. Así como me ves con mis arrugas y mis canas, me salió un enamorado. Ya lo conocía desde hace mucho, hasta fuimos juntos al catecismo, porque has de saber que de niñas nos mandaban cada sábado al catecismo. No sé ni para qué, porque precisamente gracias a eso, yo dejé de asistir a la iglesia en cuanto tuve la posibilidad…
–A ver a ver –interrumpió Lola–, no empieces, como siempre, a hablar de todo al mismo tiempo. Ve por partes, porque nada más vas a confundir aquí a Palo.
–Ay, qué feo se oye, dile bien, Paloma –pidió Carmela y luego retomó su narración–. Bueno, a ver, tienes razón. Te decía, Paloma, que tengo un enamorado, que es un muchacho…
–Muchacho –interrumpió Lorenza esta vez–, ¡un viejo!, y tú ni estás tan vieja, si apenas eres un poco mayor que Nieves, esa manía de avejentarte nada más para estar igual que el Francisco ése.
–Ay, no interrumpas, amarga –la regañó Lola.
–Y se llama Santiago –añadió Paloma y pidió a Carmela–, a ver, tía, cuéntame todo de un jalón.
–Sí se llama Santiago –confirmó Carmela y se le iluminó el rostro con una sonrisa al recordarlo, luego continuó–, y como ya dije, lo conocí hace mucho tiempo, pero hasta hace dos años me lo volví a encontrar en un velorio, hazme favor, y que me hace la plática, yo ni lo reconocía, sino que él se acercó y me dijo que si yo era María del Carmen López de Alba, así, todo completo. Yo me quedé sorprendida, porque yo por más que lo veía no lograba recordar quién era, hasta que de repente, desde quién sabe qué lugar de mi cabeza me llegó el recuerdo y que le digo: ¿Santiago?, ¿el del catecismo?, y sonrió tan bonito cuando logré recordarlo, que me flechó. De chiquillos me gustaba, pero qué malicia vas a tener a los siete años. ¿Tú crees? ¿Cómo pudo reconocerme? Eso también me gustó de él, pues me hizo sentir que no estaba tan fea.
–Fea de dónde –dijo Lorenza, que a pesar de su dejo amargo, apreciaba sinceramente a su amiga y agregó–, además, gracias a que me hiciste caso y te operaste los párpados, te ves igualita a cuando eras niña.
–No interrumpas –la volvió a regañar Lola y luego le pidió a Carmela–, tú síguele, que me emociono siempre que oigo la historia.
–El caso es que empezamos a platicar, me contó que se había casado y tenía tres hijos, todos varones, pero que había enviudado hacía dos años, que se había ido a vivir a Guadalajara hacía mucho y que recién había regresado, después de que enviudó, porque había conseguido un trabajo aquí.
–¿Y ahora ya son novios? –preguntó Paloma.
–Ay, sí, ¿tú crees? Quién iba a creerlo. Yo que ya me sentía medio amargada porque pues había tenido muchos novios, pero nunca nada realmente estable, que me hiciera sentir confiada, segura, contenta… ¿Otra vez llorando? –Carmela se interrumpió y fue a abrazar a Lola, a quien las lágrimas le rodaban por las mejillas, en contraste con una amplia sonrisa.
–Ya sabes que soy muy chillona, y me emociono, soy feliz contigo, amiga.
–Gracias, Lola.
–Ay, ya chole, siempre es lo mismo –intervino Lorenza–, mejor síguele.
–Sí tía, yo aquí abrazo a Lola –dijo Paloma y pasó su brazo por los hombros de Lola, quien sonrió agradecida.
–Bueno, pues el caso es que desde el dicho velorio no dejamos de vernos ni una semana. No nos vemos diario, porque cada quién tiene sus actividades, él sigue trabajando, afortunadamente, y además, a veces va a ver a sus hijos, que viven en Guadalajara. Por cierto, ahorita está allá y me mandó la carta con un propio.
–¿Un propio?, ¿qué es eso? –interrogó Paloma, quien siempre se interesaba por las palabras.
–Un propio –explicó Lorenza– es una especie de mensajero que lleva un entrego y se lo da en propia mano al destinatario, por eso se llama así.
–¿Sí? –dudó Lola.
–Pues no sé, pero suena bien, ¿no? –dijo Lorenza ya de mejor humor y continuó–, pero si no es por eso que se llaman así, sí es eso lo que hacen, es decir, viajan de un lugar distante a llevarte algo justamente para que sea más rápido y seguro que el correo. ¿O no? Bueno –se corrigió–, no necesariamente viajan, depende de cada caso, pero sí hacen las veces de correo, aunque sin trabajar para una empresa de mensajería, generalmente es alguien que trabaja en el mismo lugar que la persona que lo envía, o alguien de mucha confianza.
–Ah, no sabía –dijo Paloma y otra vez pidió a Carmela–, síguele tía.
–Pues no me interrumpan –y continuó–. Hemos ido a varios lugares, de vacaciones, o cuando del trabajo lo mandan a algún lado, lo acompaño. Vamos al cine, al teatro, hacemos de cenar en su casa y a veces me quedo allí o él aquí; platicamos mucho, me cuenta de su vida, y yo de la mía; compartimos lecturas; y recordamos nuestra infancia; a veces hasta vamos al balneario, a Ojo Caliente, juntos.
–Ya deberían casarse –dijo Lorenza.
–Ay, no, para qué –dijo Carmela–, así estamos bien.
–Pero ya ves cómo habla la gente. A las Gutiérrez no les para la boca, lo mismo a las Hernández.
–¿Creerás que hasta me gusta eso? Me siento como de novela, o de película, ya ves que he leído muchas y me gusta tanto el cine… Además, qué me importa lo que digan; ya a estas alturas de la vida uno quiere estar contento consigo mismo y ruede la bola, los demás que digan misa.
–Eso sí –aceptó Lorenza.
–Pero imagínate –intervino Lola–, una boda con su fiesta y nosotras de damas, qué bonito.
–¿Y lo que cuesta? Mejor eso nos lo gastamos en viajes, cenas, idas al cine y demás. No, viva la paz, así estamos bien. Además, a mí gusta mi casa y cada uno ya está acostumbrado a su espacio. Y en todo caso, ya se verá, tendrá que surgir solito, sin forzar nada.
–Me da mucho gusto tía, y muchas gracias por recibirme. Ya le contaré a mi mamá cuando regrese. Ya tengo algo más para platicar.
–Ay, ya ni nos acordábamos de ti. Y a todo esto, ¿cómo viniste a dar aquí? ¿Cómo supiste dónde era mi casa? ¿Te dio la dirección tu mamá?
–No, fue la casualidad. Ella es la que me guía: andaba medio perdida y me paré tantito en el zaguán para refrescarme un poco, y de pronto oí tu nombre, tía, que justo cuando llegué intenté recordar las pocas ocasiones que mi mamá mencionó a alguien de por acá y coincidió. Imagínate qué sorpresa.
–Y vaya que sí, pero a ver, pues, cuéntanos, –dijo Lola–, qué anda haciendo por ahí una muchacha como tú, en esas fachas y en estas fechas, cuando deberías de estar en la escuela. ¿O qué no hay clases allá o qué? Hasta donde sé, no es época de vacaciones, ¿o sí?
–Pues no, no son vacaciones, pero yo sí ando de viaje. Así nada más, un lunes me salí y en lugar de ir a la escuela, empecé a viajar, primero en bicicleta, luego en tren, luego en autobús.
–¿En tren? ¿Pues no ya los quitaron? Sí aquí ha sido todo un escándalo, imagínate, si para la ciudad era tan importante Ferronales.
–¿Ferronales?
–Ferrocarriles Nacionales de México –contestaron a coro las tres mujeres.
–Ah, pues sí, sólo me tocó un tramo muy corto –dijo con tristeza Paloma–, pero como yo tengo muchas ganas de tener esa experiencia de viajar en tren y ya tuve una probadita, voy a Chihuahua.
–Al Chepe –completó Lorenza, que se veía estaba al tanto de los ferrocarriles.
–Sí.
–¿Y tus papás? –Preguntó Carmela, adivinando un poco–, ¿a poco saben dónde andas?
–Más o menos –respondió un poco mosqueada Paloma–. Le hablé a mi mamá dos veces y le he escrito dos cartas, me imagino que la segunda estará por llegarle. Claro que no sabían nada y supe que mi papá se enojó mucho, pero yo no quiero regresar.
–¿Y luego? ¿Vas a seguir así toda la vida? –preguntó Lola.
–No, claro que no. Yo nada más quiero conocer más, tener aventuras, hacer las cosas por mí misma, resolver lo que se presente. Y voy a hacer ese viaje hasta Chihuahua, luego de ahí a los Mochis en el tren y de ahí, probablemente ya me regrese. Pero no sé. Estuve trabajando en San Luis –finalizó Paloma muy orgullosa.
–Ya me imagino a tu papá, se ha de haber puesto hecho una furia, tan enojón que es, válgame Dios –dijo Carmela.
–Pues algo –aceptó Paloma.
–Pobre de Nieves, ya la veo lidiando con… ¿cómo se llama tu papá? Ya ni me acuerdo.
–Antonio –dijo Lorenza, yo lo recuerdo muy bien.
–Pues claro –dijo Lola y dirigiéndose a Paloma continuó–, aquí Lorenza fue novia de tu papá.
–¡Lola!, para qué le dices –reclamó Lorenza.
–Ay, tú, qué tiene. Es la verdad.
–Sí, eso pensé –dijo Paloma.
–No me gusta hablar de eso –añadió Lorenza.
–Pues te haría bien ya sacar toda esa pena que nada más te ha amargado. Tan buenos partidos que tuviste y los dejaste ir nada más por estar pensando en ese hombre que, ya ves, se casó con otra nada más por darte en toda la chapa y sí que lo consiguió, ¿eh? –insistió Lola.
–Quizá sí, pero este no es el momento, y no creo que Paloma tenga por qué saber esos detalles.
Paloma escuchó sorprendida aquel fragmento de la historia de sus papás. En realidad, ellos nunca le habían contado nada y jamás hablaban de su vida en Aguascalientes  y nunca las habían llevado allí a ella y a Azucena ni de vacaciones. Era como si no quisieran volver a saber nada de allí. En ese momento pensó que eso era muy raro, aunque nunca se había dado cuenta de ello. ¡Había una historia un tanto oscura de sus papás! La curiosidad la picó y dijo:
–Bueno, sí me gustaría saber, creo que sé muy poco o casi nada de mis papás, pero tal vez no es el momento, y tiene razón Lorenza, ¿puedo tutearte? –preguntó Paloma y Lorenza asintió–, pues son asuntos muy personales, íntimos y hasta tal vez dolorosos que no tienen por qué ser ventilados frente a una extraña como yo, por más que yo sea hija de dos personas a quienes ustedes conocieron bien.
–¡Válgame, qué madurez! –Exclamó sorprendida Lorenza, pero con buena intención, y luego, dirigiéndose a Lola–. Aprende.
–Bueno, bueno –intervino Carmela–, a ver, que nos traigan unos vasitos de agua de frutas, que el calorestá fuerte, y nos sigues contando de tu viaje. Ya habrá tiempo y momento para todo. Te vas a quedar, ¿verdad?


–Este… no sé, yo pensaba irme en la tarde para Zacatecas.
–Qué va, quédate al menos unos días, si estamos en plena feria –dijo Carmela.
–¿De veras?
–Claro, ¿qué no sabes de la Feria de San Marcos? ¿Tus papás nunca te contaron?
–Pues no –contestó Paloma apenada–, casi nunca cuentan nada de por acá; más bien nunca, quién sabe por qué, y como tenemos horarios distintos, hablamos poco; a veces no veo a mi papá en toda la semana y nada más mi mamá medio me pone al tanto. Me da pena decirlo, pero así es.
–No se diga más, y si andas de viaje y queriendo conocer, sería imperdonable que no probaras aunque fuera tantito la feria. En la noche vamos a la jugada, aquí Lola es la maestra, aunque se puede todo el día, pero ahorita hace un calor… Que nos traigan el agua, se la pido a Francisca y nos cuentas de tu viaje con detalle y sobre tu familia, que para nosotros todo será novedad. Y si se llega la hora de comer, pues le seguimos, que ninguna tiene pendientes, ¿o sí muchachas?, ¿qué les parece?
–Nos quedamos –dijo Lola.
El agua sabía riquísimo

Así pasaron el resto de la mañana, la hora de la comida y parte de la tarde. Les contó las aventuras de su viaje, ante las cuales las tres mujeres se mostraron sorprendidas y divertidas; también les enseñó las monedas y la carta de recomendación, que eran pruebas irrefutables de que lo que decía era verdad; y no olvidó su terrible impresión cuando no pudo continuar su viaje en tren
Por su parte, Carmela y sus amigas platicaron de su infancia y Paloma supo un poco de su familia y sólo entrevió las causas por las cuales sus padres habían roto, prácticamente, con el pasado, pues Lorenza insistió en que eso era algo muy personal y no quiso que hablaran de ello.

Una vez más, la casualidad había sido una buena guía para Paloma, pues estaba conociendo a parte de su familia y de su historia, porque la de sus padres era también causa de su origen. Así, poco a poco fue llegando la noche y con ella la hora de irse “a la jugada”, como ya había aprendido que se decía.