sábado, 11 de junio de 2016

Capítulo 5

 El novio
Después de conocer la historia de sus padres, Paloma se quedó callada por un rato, tratando de aceptarla. Aún tenía su imagen un tanto idealizada, propia de la niñez, y nunca hubiera creído que hubieran sido capaces de actuar de aquella manera. Pero justo gracias a lo que le contó Carmela, empezó a verlos como dos seres humanos comunes y corrientes, capaces de experimentar pasiones y de actuar sin pensar y, en consecuencia, de cometer errores. También supuso que no se sentían tan contentos de sus propias acciones y seguramente lamentaron por mucho tiempo haberse comportado tan impulsivamente por lo que insistían tanto en que sus hijas pensaran antes de actuar.
            Paloma sintió una serie de emociones encontradas, entre aceptación y reprobación hacia sus padres, pero finalmente se dijo que allá ellos, seguramente ya se habrían arrepentido, pero al menos –pensó- habían sido consecuentes con sus actos y habían enfrentado los resultados. Como padres, habían sido siempre cariñosos con ambas hijas, quizá un poco sobreprotectores y sobre el carácter de su padre, pues así era y ya.
            –¿Qué piensas, Paloma? ¿Hice mal en contarte todo? –preguntó Carmela para romper el silencio y un tanto preocupada.
            –No, tía, es que… me quedé pensando, nada más –respondió Paloma sin dejar ver más de sus emociones, luego preguntó a su vez–, ¿le puedo hablar a mi mamá por teléfono, tía? Yo te pago la llamada.

            –Claro que le puedes hablar y nada de que me pagas, yo tengo modo de solventar esos gastos. Pero no le irás a decir nada de lo que te conté, ¿o sí?
            –No, tía, finalmente es su vida, fueron sus decisiones y es cosa de ellos. En eso me quedé pensando. Sólo que me dieron ganas de hablarle.
            –Pues llámala, ahí está el teléfono en la sala, yo mientras voy al baño y a arreglarme un poco. A las once y media viene Santiago.
            –Sí, tía, gracias.
            Paloma fue a la sala y marcó el teléfono de su casa, pero se arrepintió y colgó de inmediato. ¿Qué le iba a decir a su mamá? ¿Le diría que estaba en Aguascalientes? Eso la inquietaría, tal vez sólo debía decirle que estaba bien y nada más, como las otras veces. Y marcó de nuevo, a lo mejor ni estaba. Esperó un momento hasta que descolgaron. Era la voz de Antonio. Paloma colgó al instante, pero luego recapacitó y volvió a marcar enseguida, era el momento de enfrentarlo:
            –¡Bueno! –contestó enojado, casi gritando.
            –Hola, papá –respondió Paloma después de unos segundos.
            –¿Paloma? –preguntó incrédulo y volvió a preguntar–, ¿dónde andas, hombre? ¿Estás loca o qué? Uno buscándote como estúpido y tú, quién sabe dónde demonios estás, haciendo quién sabe qué como una loca.
            –Pues para qué me buscas, yo le dije a mi mamá que te dijera que me dejaran, que yo iba a regresar.
            –¿Ibas? ¡Cómo, qué te pasa! –gritó encolerizado Antonio.
            –Voy, papá, y deja de gritar. Sólo hablé para tranquilizar a mi mamá, estoy bien, estoy en Aguascalientes en casa de mi tía Carmela –respondió Paloma sin pensarlo mucho y para que Antonio dejara de gritarle, pues seguramente al enterarse se sentiría descubierto y tal vez avergonzado.
            –¿Con tu tía Carmela…? ¿La prima de tu mamá…? –preguntó un poco mosqueado.
            –Sí, papá, ella –respondió Paloma con énfasis.
            –¡Y qué haces allí! –Volvió a gritar Antonio y siguió– ¡Regrésate inmediatamente!
            –No, papá, no voy a volver cuando tú digas, sino cuando termine mi viaje. Y aunque ahora ya sabes dónde estoy, te voy a pedir que me dejes seguir. Tengo derecho a hacerlo.
            –¡Qué derecho ni qué nada, eres menor de edad y puedo obligarte!
            –Pues no puedes, porque de aquí a que llegues yo ya me fui quién sabe a dónde. No me hagas cambiar de planes ni me eches a perder mi sueño. Y además, la edad no tiene nada qué ver con tomar buenas o malas decisiones. A los veintiún años también se hacen tonterías, ¿o no? –dijo con doble intención Paloma.
            Antonio guardó silencio unos segundos, al comprender que Paloma ya sabía lo que había ocurrido con Lorenza, Nieves y él. Cambió un poco el tono de voz y luego preguntó:
            –Y cuándo piensas regresar. Vas a perder la escuela. Te van a reprobar.
            –Ay, papá, finalmente yo seré la afectada.
            –¡Ah, sí, cómo no!, ¿y los gastos?
            –¿Eso es lo único que te importa?
            –Sabes que no, pero sí es importante.
            –Pues ya trabajaré yo para mantenerme, si eso te preocupa tanto. Al fin ya he trabajado. Y sé que soy capaz de hacer muchas más cosas que estar de niña buena.
            –¡Pero en qué andas! ¡Regrésate ya y déjate de tonterías!
            –¿Qué no entiendes que no?
            –¡No me hables así! Mira, Paloma, no me provoques.
            –Yo no te provoco, papá. Sólo quiero que me dejes tranquila. Ya ves, ya han pasado unas semanas desde que me fui y estoy bien, al contrario, he aprendido un montón de cosas de mucha gente y, sobre todo, sé que soy capaz de mucho más que sólo ir y venir a la escuela y hacer mis tareas.
            –¡No valoras nada!
            –Claro que sí. Precisamente si he sido capaz de llegar hasta aquí y de ser como soy, en parte es por lo que tú y mi mamá me han enseñado, pero ni modo, papá, ya crecí. Y aunque sea menor de edad, eso nada más es una idea. He conocido casi niñas que ya tienen muchas más responsabilidades, hasta con hijos. He conocido gente que ha trabajado desde chica.
            –¡Por eso, Paloma! ¡No valoras tus privilegios!
            –Pues a lo mejor no los quiero. Me gusta lo que estoy haciendo y finalmente es más privilegio tomar mis propias decisiones. Y ahora valoro el trabajo, el esfuerzo, las atenciones que nos dan tú y mi mamá, las comodidades, pero también valoro aprender directamente de la experiencia. Y ya voy a colgar. Dile a mi mamá que estoy bien. Y en todo caso, que me hable, a ver si se atreve –dijo con dolo– a casa de mi tía Carmela.
            –Eso no se lo voy a decir, eres injusta.
            Paloma guardó silencio unos segundos y luego siguió.
            –Tienes razón, papá, discúlpame –dijo Paloma con sinceridad al darse cuenta de que había actuado con enojo y sin razón al decir aquello, sólo para causarles malestar.
            Antonio se quedó callado, entre enojado y avergonzado. Paloma continuó:
            –Nada más salúdamela y, por favor, te lo pido una vez más, déjame seguir. En caso de necesitarlo, ¿tú crees que no les hablaría para pedirles ayuda? Claro que lo haría, pero quiero ser capaz, y que lo vean, de asumir las consecuencias de mis decisiones, así como tú y mi mamá: ya sé lo que pasó, papá, y no te juzgo. Al saber cuál era su secreto y las causas por las cuales nunca supimos nada de la familia de mi mamá, ni de la tuya, entendí que habían actuado impulsivamente y una cosa les había llevado a la otra y se había hecho una cascada que ya no pudieron detener, pero finalmente habían aceptado su responsabilidad. Y tal vez por eso seas tan enojón, pero ya deberías olvidarlo, con todo y nuestros conflictos somos una familia, ¿o no?
            Antonio había escuchado a Paloma y le parecía increíble que su hija menor hablara de aquella manera. Tenía razón Azucena, ya habían crecido y no se habían dado cuenta de ello o tal vez no querían aceptarlo. Cuando Paloma terminó, dijo convencido:
            –Bueno, parece que el viaje ha sido muy importante para tu vida, te escucho y no lo creo. ¡Pero habla más seguido, caramba! –volvió Antonio a su habitual brusquedad, que en realidad era una especie de defensa porque se sentía frágil y vulnerable–, ¡nos tienes hechos unos pendejos!
            –¡Papá, no digas groserías!
            –Está bien, perdón, es que me haces enojar.
            –Ay, papá. Bueno, ya me voy, salúdame a mi mamá y gracias. Ya les contaré todo a mi regreso. Son tantas cosas…
            –Cuídate, escuincla, y habla si se te ofrece algo, no, mejor habla todos los días.
            –Cómo crees, papá. Hablaré igual que hasta ahora, o tal vez incluso menos, pues ya saben que estoy bien, en fin, no voy a cambiar nada.
            –¡Paloma!
            –¡Papá!
            –Está bien, ¡haz lo que te dé tu regalada gana!
            –Pues sí, salúdame a mi mamá y a Azucena. Bueno ¿y por qué estás en la casa?
            –Porque me dieron un día de descanso. Estuve en Chihuahua por el trabajo y de pasada buscándote como un tarado.
            –Porque quisiste, yo le dije a mi mamá que no me buscaran. Bueno, ya.
            –Yo le diré a tu mamá que hablaste. No está, parece que me huye.
            –Pues de seguro estabas de enojonzazo, quién te aguanta así. ¿No ves que mi mamá te quiere? Si no, cómo es que te aguanta. Ahí el que no valora eres tú y ya me voy. Adiós… bueno, te mando un beso.
            Paloma colgó sin permitirle a Antonio decir nada más. Se sintió mucho mejor, más libre, pues había enfrentado con firmeza a su papá, quien siempre le había causado temor, pero después de verlo en su justa dimensión, como un hombre cualquiera y no como su papá, se dio cuenta de que no tenía por qué tenerle miedo. Sin duda, ella había crecido y una sonrisa se dibujó en su rostro más moreno en comparación con el que tenía al inicio de su aventura, lo cual le daba una belleza nueva.
            –¡Qué bonita te ves!, sonríe más seguido –dijo Carmela al verla cuando entró y sin esperar a que Paloma dijera algo continuó–, ya no tarda Santiago, qué emoción. Ay, me siento como de tu edad. Esto del amor es tan bonito, creo que el chiste está en ir poco a poco y no querérselo acabar de un jalón. Digo, si no nos vemos diario, aunque ganas no me faltan, cuando llega el momento me siento emocionada, hasta con cierto temorcillo, no, no temor, sino como con zozobra, sobre cómo será esta vez. No sé cómo describirlo, pero me emociona mucho y me siento muy contenta. Ándale, ve a arreglarte un poco.
            –Pero así estoy bien, qué me arreglo, nada más me voy a lavar los dientes y ya.
            –¿Con esas trazas…? Anda, anda, pues.
            Carmela se quedó sola, ilusionada con la inminente llegada de su novio. Le parecía tan increíble todo aquello. Lo disfrutaba con emoción y entusiasmo y estaba contenta de tener a un compañero en ese momento de su vida, sin los arrebatos de la adolescencia, pero con emociones parecidas. Sentía que había valido la pena esperar a que las circunstancias y las casualidades se hubieran dado de aquella manera y pudiera gozar del amor en ese momento, cuando ya los prejuicios iban quedando atrás y aceptaba la vida como se presentaba. El timbre del teléfono la sacó de sus pensamientos.
            –¿Bueno?
            –¡Hola, buenos días! –saludó Santiago con efusividad–, ¿cómo estás?, ¿ya lista?
            –Buenos días –respondió Carmela con una gran sonrisa de la que no podía desprenderse–, bien, muchas gracias, ¿y tú? Sí, ya estoy lista, pero… no, nada, sí, ya estamos.
            –¿Tu sobrina y tú?
            –Sí.
            –Qué crees, anoche, como estaba tan cansado del viaje se me olvidó decirte algo muy importante.
            –¡Qué!, no me asustes.
            –Nada grave, es que Saúl, mi hijo Saúl, se vino conmigo y también me va a acompañar.
            –Ay, me hubieras dicho, a ver cómo le caigo, pero está muy bien, porque así se acompañará con Paloma y no será tanta la impresión.
            –Claro que le vas a caer bien, vas a ver, y él a ti. Bueno, ahí vamos, pues. Un beso.
            Carmela se quedó embobada cuando colgó el teléfono y pensó: “¿Efectivamente el amor será sólo una serie de reacciones químicas e impulsos eléctricos que se transmiten las neuronas unas a otras en el cerebro como dijo el Neurólogo de aquel curso que tomé? Pero finalmente, si así fuera, ¿qué provocaba que esas reacciones sólo se produjeran con una persona nada más y no con los cientos o miles con las que pudiéramos cruzarnos en nuestras vidas? Eso es lo misterioso, y de todos modos, si es sólo actividad química y eléctrica, pues qué bonito se siente, a mí que me den más toques…”
            –Ya tía, ¿qué horas son?
            –Ay, tú, me asustaste –dijo Carmela todavía con cara de felicidad–, pues fíjate ahí en el reloj, no traigo el mío, pero ya no ha de tardar, dijo que ahí venía. Por cierto, va a venir con su hijo, para eso me habló, se le había olvidado decirme.
            –Mm –dijo Paloma un poco sorprendida y preguntó–, ¿tú ya conoces a sus hijos?
            –Me faltaba éste, es el menor, a ver cómo le caigo. Bueno, cómo nos caemos. Ya me puse nerviosa.
            –Ay, tía, pues bien, no te preocupes, y si le caes mal, será su problema.
            En ese momento sonó el timbre. Carmela traía un vestido rojo que la hacía ver muy bien, y Paloma lucía peculiar con su vestido y sus zapatos de excursionista. Francisca fue a abrir y unos segundos después entraban en la sala un hombre de pelo entrecano y lacio pero corto, no muy alto, sólo unos centímetros más que su tía, de rostro moreno y alegre, con el cuerpo todavía atlético de alguien que toda su vida había hecho ejercicio, y un joven de unos diecisiete años, de ojos negros y mirada profunda, blanco y de pelo también lacio y oscuro, un poco más largo, con un rostro serio, pero agradable. Los cuatro quedaron de pie, un poco nerviosos y se hicieron las presentaciones después de saludarse con un beso discreto, pero en la boca, Carmela y Santiago.
            –Carmela, él es Saúl.
            –Mucho gusto, Saúl. Miren, ella es Paloma, mi sobrina.
            –Mucho gusto –dijeron los dos hombres y Paloma en medio de cierta solemnidad y tensión.
            En ese momento entró Francisca con una charola en la que llevaba una jarra de agua de arrayán y cuatro vasos, lo cual fue perfecto, porque se rompió el ambiente levemente incómodo que se había creado.
            –Gracias, Francisca. Siéntense.
            Y los cuatro se sentaron. Saúl observaba la sala con curiosidad; Paloma, a Saúl, Santiago, a Paloma, buscando el parecido con Carmela, y ésta a los tres, tratando de encontrar un tema de conversación que los incluyera a todos. No se le ocurrió más que preguntar:
            –¿En la tarde vamos al rancho?
            –¿Un rancho? –preguntaron casi al mismo tiempo Saúl y Paloma.
            –Sí, ¿no te había dicho que tengo un rancho? –dijo Carmela dirigiéndose a Paloma.
            –No tía. Pero… es que yo me quería ir hoy a Zacatecas.
            –Pues te vas mañana. Qué prisa tienes.
            –No, ninguna, es verdad. A veces se me olvida que no tengo ninguna prisa.
            –¿Vives aquí? –preguntó Saúl.
            –No, ando de viaje. Soy de México.
            –Sí, se te oye la voz de por allá –respondió Saúl, dejando a su vez oír en su voz el tono de Guadalajara, que a Paloma le pareció semejante al de su tía, con alguna diferencia que no pudo definir, pero que percibía.
            –Espero que no por eso te caiga mal –externó Paloma, conociendo la rivalidad entre las dos ciudades.
            –No, cómo crees –respondió el muchacho–, no tengo esas ideas tontas.
            –Menos mal –comentó Paloma y luego preguntó a su tía–. ¿Y el rancho está muy lejos?
            –No, como a una media hora en coche.
            –Pues no se diga más –dijo Santiago–, vas con nosotros. Saúl pidió permiso en la escuela, porque no hay mucho qué hacer, ni es época de exámenes y va bien, así que no hubo problema. Regresa hasta el lunes. Y yo, sólo tengo que ir un rato a la oficina en la tarde, nos podemos ir como a las seis.
            –En la escuela nunca hay mucho qué hacer –afirmó Paloma con convicción.
            Saúl la miró sorprendido, pensando que era época de clases y ella no parecía muy interesada en la escuela, así que le preguntó:
            –De veras, ¿y tú no estás en clases? ¿Están de vacaciones allá o qué?
            –No, dejé de ir y me salí a viajar –respondió Paloma dándose importancia–, ya llevo varias semanas. He conocido lugares a los que o sólo había ido de paso, o sólo había escuchado nombrar ocasionalmente a mis papás, o de plano no sabía nada.
            –¿Tú sola? –preguntó Santiago–, ¡qué arrojada!
            Paloma sonrió orgullosa y Saúl se sintió atraído hacia aquella muchacha que le pareció peculiar y medio loca. Carmela respondió por ella.
            –Si, aquí Paloma es valiente y muy juiciosa, aunque a primera vista parezca una loca.
            –¡Tía!
            –No, pero lo digo bien, “en buen plan” como dicen ustedes. ¿Nos permiten un momentito? –Preguntó Carmela repentinamente y dirigiéndose a Santiago, le pidió–, ¿me acompañas al despacho?
            Santiago, un poco sorprendido, aceptó, no sin antes terminarse el vaso de agua y comentar lo deliciosa que estaba. Carmela salió delante de él y caminaron hacia un supuesto despacho que Paloma no conocía; Saúl y ella se quedaron solos y él preguntó de inmediato:
            –¿Entonces no estudias?
            –Bueno, sí, pero por el momento, no. Sí pienso regresar, sí quiero estudiar una carrera, pero siempre tuve un deseo muy fuerte de viajar, de correr aventuras, desde que empecé a leer. Creo que ahí está el origen de mis deseos. El primer libro que leí de aventuras, La isla misteriosa, fue un descubrimiento. Yo quería ser como Ciro Smith… ¿Sabes quién era? ¿Conoces la novela?, ¿ya la leíste?
            –No, no la he leído.
            –Mm, pues no sabes lo que te perdiste. Bueno, cada quien sus gustos, pero desde que la leí me gustaron las novelas de viajes. ¿Sí lees?
            –Más o menos. Pero a ver, estábamos en lo de la escuela.
            –Ah, sí, pues nada, que como yo tenía ese deseo y pensé que mientras más pasara el tiempo más difícil sería llevarlo a cabo, porque vas haciendo lo que se supone que debes hacer: estudiar una carrera, tener un trabajo, casarte, tener hijos y demás, pues ya no iba a tener otra oportunidad en la vida. Para mí era ahora o nunca. Y estoy muy contenta.
            –¿Y tus papás?
            –No, pues ya te has de imaginar. Para empezar, me salí sin decirles nada, ellos pensaban que me había ido a la escuela, como cada día, pero me fui en la bicicleta y de allí me fui siguiendo un tren y así empezó todo. ¿Y tú?
Paloma sonrió satisfecha y alegre. Esto, aunado a su espíritu aventurero impresionó a Saúl, quien se sentía cada vez más curioso por conocerla mejor y deseoso de que le contara los detalles de su viaje. Un cosquilleo empezó a surgirle a Saúl de algún lado de su cuerpo que no supo determinar, pero que lo inquietaba. Paloma, por su parte, se sentía también atraída por los ojos oscuros de Saúl y su mirada profunda e igualmente, algo desde dentro empezó a bullir.
–¿Yo?, pues no mucho, como dices, voy haciendo lo que se supone que debo de hacer.
–Pero qué te gusta, verdaderamente.
–Pues no sé si hay una sola cosa. Me gusta la música, toco el piano. Pero también juego futbol, voy mucho al cine.
–¿De veras tocas? ¡Toca, ahí está el piano! ¿Has estudiado?
–Sí, varios años, como desde los seis hasta los quince, que fue cuando se murió mi mamá, ella insistió mucho en que estudiara y sí me gusta, también toco la marimba, por mi maestra, y un poco la batería, ésa le escogí yo. Pero si me siento inquieto, enojado, triste, alegre, toco el piano y me siento mejor.
–A ver, toca. ¿Te sabes de memoria alguna pieza?
–Sí, muchas. ¿No se enojará tu tía?
–No, qué se va a enojar, al contrario. Yo la acabo de conocer, apenas ayer, sólo se la había oído nombrar a mi mamá. Pero ha sido muy amable, generosa. Claro, todavía no he tenido tiempo de conocerle sus defectos, que los tendrá, a fuerza, pero hasta ahora, ha sido muy agradable y es simpática. No creo que le moleste. Sobre todo, si vas a tocar de deveras. Toca, ándale.
–Es que no me gustaría que se enojara, mi papá está tan contento. Después de que mi mamá se murió estuvo muy triste y como que no le hallaba sentido a la vida, o eso creo, sólo trabajaba y se dedicaba a complacerme, porque mis otros hermanos ya están casados, entonces yo era como que el centro de su vida, y eso me hacía sentir un poco ahogado, pero al mismo tiempo agradecido, y al mismo tiempo sentía que eso le hacía bien, pero… ¡es muy complicado!
–No se va a enojar, te digo. Y si dice algo, le digo que yo insistí, que es la verdad. Toca, por favor.
–Bueno, está bien.
Saúl fue al piano, lo abrió y tocó unas teclas para escuchar la afinación. Sonaba bien, no era un piano abandonado, y eso le dio gusto. Le preguntó a Paloma:
–¿Tu tía toca? Está afinado.
–No sé, yo me imagino que sí, pero te digo que apenas llegué ayer en la mañana y no he tenido tiempo de conocerla bien a bien. Más bien quise saber de mis papás. Por cierto, me enteré de una historia…de su historia, mejor dicho, y fue un poco duro… Y del piano no sé nada. Pero ya toca de una buena vez. La haces de emoción.
Saúl empezó a tocar. Paloma no era muy conocedora de la música ni se sentía especialmente sensible hacia ella, o eso creía al menos; sin embargo, lo que escuchó le pareció hermoso, se conmovió y sin saber por qué empezó a llorar. Saúl, al verla, se detuvo.
–¿Qué tienes?
–No sé, tú, tu música, algo pasó adentro de mí al escucharte tocar y no sé por qué lloro. Pero síguele, es tan bonito.
En el despacho, Carmela y Santiago se besaban con pasión cuando escucharon los acordes del piano. Eso los sacó del éxtasis que vivían y se miraron a los ojos, conmovidos también. Luego se abrazaron con ternura dejando que la música los envolviera. Después de unos minutos, Carmela preguntó:
–¿Quién toca?
–Me imagino que Saúl, esa pieza se la he escuchado varias veces.
–Qué bonito. No me habías dicho que sabía tocar el piano.
–Hay muchas cosas que no te he dicho. Poco a poco van saliendo. Y eso es lo bonito, ahora que lo pienso.
–Sí, espero que tu hijo me acepte.
–Claro que sí, vamos a ver, yo también estaba un poco nervioso por eso, pero al menos de primera impresión parece que todo va bien. Fue una coincidencia que estuviera tu sobrina. Tampoco me habías dicho que tuvieras una sobrina, hasta ayer en la noche.
–Uy, es una larga historia. Ya te la contaré. Vamos a la sala a ver, ¿no estoy despeinada? Déjame arreglarte el cabello, qué van a decir. Despíntate la boca, y yo tendré que pintármela. O no, ¿o sí?
–Calma, calma, no te pongas nerviosa. Respira, dame un último beso y vamos. Estás muy bien así, déjame arreglarte también un poco el cabello.
Carmela y Santiago se dieron un último beso y salieron del despacho hacia la sala, donde los acordes del piano seguían. Cuando entraron vieron a Paloma con los ojos arrasados de lágrimas y los ríos de llanto bajando por sus mejillas. Los dos se quedaron estáticos, y Carmela preguntó preocupada:
–¿Qué pasó?
Saúl, que no había notado la presencia de Carmela y Santiago, se sobresaltó al escuchar la voz y dejó de tocar.
–Nada tía, ni yo misma lo sé, nada más de repente, cuando Saúl empezó a tocar me brotaron las lágrimas como desde muy adentro, pero sentí bonito, es tan raro, si a mí la música ni me gusta, digo, no especialmente.
–O eso creías. La música llega al alma –intervino Saúl.
–Sí, parece que sí –aceptó Paloma.
–Bueno, yo me tengo que ir interrumpió Santiago. ¿Te quedas, Saúl? Creo que será más divertido estar con Carmela y con Paloma que conmigo en la oficina, pero como veas.
–¿Puedo quedarme? –preguntó Saúl con timidez a Carmela.
–Claro, yo tengo que ir a ver a una amiga, pero se quedan en su casa. ¿Me dejas por ahí de camino? –pidió Carmela a Santiago–. Regreso al rato para la comida, ya Francisca está lista, así que si quieren salir no hay problema, ella va estar aquí para que les abra y si se les ofrece algo más de tomar o de comer, se lo piden.
–Sí, tía, gracias.
–Voy por mi bolsa –dijo Carmela y antes de salir le dio un beso a Paloma y otro a Saúl, a quien acarició con ternura la cabeza en un gesto espontáneo que no supo de dónde le salió, pero que Saúl recibió con la misma naturalidad.
–Te espero afuera. Bueno, muchachos, que la pasen bien. Nos vemos en la tarde para ir al rancho. ¿Te traigo algo de la casa? La mochila con la ropa ya está en el coche. En todo caso, traes llaves por si te faltó algo. Nos vemos, hijo –Santiago le dio un beso a Saúl y otro a Paloma.

Un minuto después, Saúl y Paloma estaban solos en la sala de la casa de Carmela. Un nuevo momento que Paloma jamás habría imaginado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario