viernes, 26 de junio de 2015

Capítulo 12 Una noche de perros


Paloma buscó en las diferentes salas dónde quedarse, de tal modo que estuviera lo más cómoda posible. En realidad, todos los asientos eran iguales y no había nada qué elegir en ese sentido, pero sí en la ubicación. Estuvo recorriendo la Central para sentir las corrientes de aire y la temperatura a fin de encontrar el sitio donde se sintiera menos frío. Fue difícil elegir, porque era casi igual en todos lados. Había creído que en esa época ya estaría más tibio, pero al parecer las noches allí enfriaban siempre. Se preguntó si en alguna época del año se sentiría calor, porque aquella construcción era una especie de refrigerador. Finalmente eligió unos asientos y se puso toda la ropa que pudo para mantenerse caliente. No era mucha, pero de algo le ayudaría.
            No era la única en esa coyuntura. Había incluso algunas familias completas en su misma situación, o mujeres con sus hijos; hombres solos jóvenes, de mediana edad y maduros o en grupo; y alguna que otra mujer mayor sola. Jóvenes como ella y solas, ninguna. Eso la preocupó un poco, porque probablemente implicaría que le fuera a hacer la plática más de un hombre. De modo que decidió situarse entre una familia y una señora no tan mayor, pero que le inspiró confianza. Ya tenía elegido el lugar, esperaba que siguiera libre hasta que decidiera irse a dormir: eran muchas horas de estar en una posición incómoda como para empezar tan temprano. Pensó que así sería, pues por lo que pudo observar parecía una especie de acuerdo que las mujeres se sentaran más o menos cerca unas de otras. De todos modos faltaban muchas horas para las cuatro. Tal vez todavía algunos iban a salir en las pocas corridas que restaban para ese día, y aunque sentía cierto cansancio por la mala noche anterior, el viaje en bicicleta hasta San Juan del Río y la caminata por Querétaro, no era tanto como para aguantar un asiento como aquellos por horas.
            Para hacer tiempo, caminó mirando los aparadores que exhibían diversos artículos: objetos de cuero como cinturones y cubiertas para libros, piedras, muchas piedras de varios colores que, según supo por los mismos letreros, se llamaban ópalos y al parecer eran muy apreciadas, porque había muchos locales que las vendían. Había también anillos, aretes, pulseras y collares hechos con esas piedras.
Asimismo, había juguetes de cartón. Recordó, al ver unas muñecas, que una vez, luego de un viaje, su papá les había llevado a ella y a su hermana una a cada una. Entonces no le gustaron y le cayeron muy mal, porque además olían horrible, pero al verlas en los aparadores le rememoraron los años de su infancia y le parecieron muy bonitas. Hubiera querido comprarse una, pero además de que estaba ya cerrado y no quería gastar dinero en lo que no era indispensable, tampoco quería ir cargando cosas que, aunque le gustaran, resultaran un lastre. En todo caso, si comprara objetos, sería cuando regresara y eso si tenía dinero, por supuesto.
Pasó un buen rato viendo las muñecas: ahora se daba cuenta de que eran como cirqueras, por el traje que tenían con adornos de pintura blanca y diamantina y sus cuerpos robustos; tenían ojos grandes, muy abiertos, y la piel era de color rosa muy fuerte, con las mejillas arreboladas y el mismo peinado, sólo variaba el color del pelo: amarillo, anaranjado y negro y el del traje: verde, rojo, morado, azul; el olor era el mismo: a cola. Tenían las piernas y los brazos móviles, gracias a unos cordones que les permitían, justamente, dar marometas de circo, cuando se jugaba con ellas Todas tenían casi el mismo rostro y se sorprendió de que fueran idénticas a las que ella recordaba. ¿Serían las mismas personas las que las seguían haciendo? ¿Serían las mismas familias? ¿Cuántas generaciones llevaban fabricando aquellos juguetes? ¿En qué año habrían empezado a hacerlas? ¿Utilizarían los mismos moldes? Qué interesante hubiera sido conocer a alguien que las hiciera y que le respondiera todas las preguntas que le surgían y más aún, ver cómo las fabricaban.
También había caballitos, máscaras y cascos, todos hechos de cartón. Con ellos recordó que en las ferias y los quinces y dieciseises de septiembre los vendían en los puestos que se ponían en esas fechas. La nostalgia la invadió, pues las imágenes de su niñez de las veces que habían ido ella y su hermana al desfile con su papá vinieron de repente: recordó que llegaban muy temprano para conseguir un buen lugar, justo al lado de la calle por donde pasaría el desfile y cómo las personas de las casas cercanas sacaban las sillas de sus casas y las alquilaban. Se acordó también de los periscopios de cartón que habían comprado las veces que habían llegado tarde y que les permitían ver un poco mejor; en ese tiempo le parecían instrumentos mágicos y no entendía muy bien el mecanismo, por más que veía que había un espejo de un lado y otro del otro.
La gente se divertía en aquellos desfiles y con verdadera admiración lanzaba serpentinas al paso de soldados, bomberos y charros; y monedas de cinco centavos a los tamarindos, que seguramente sentían mucho coraje e incluso humillación, pero permanecían impasibles. Recordó lo que comían en aquellas ocasiones: toda clase de antojos y dulces, y cómo al regreso su mamá siempre regañaba a su papá por haberlo permitido.
Toda aquella nostalgia habían provocado los juguetes de cartón, aunque Paloma no sabía que así se llamaba esa mezcla de tristeza y alegría que sentía frente a aquel aparador.
Siguió así recorriendo los pasillos y admirando los aparadores varias veces, hasta que se aburrió y decidió, ya con más cansancio, que era momento de sentarse y dormir. Buscó el lugar que había elegido, pero ya estaba ocupado. Desde luego, había sido muy ingenua al pensar que iba a permanecer vacío, así que tuvo que buscar otro. Ya no había ninguno rodeado por mujeres, solamente había uno donde al lado había una mujer con un niño pequeño, y del otro un señor que dormía y roncaba. Paloma dudó un poco, pero al fin decidió sentarse allí. Saludó a la mujer y se acomodó de la mejor manera posible de tal modo que su mochila estuviera a salvo, y ella, cómoda, hasta donde las condiciones se lo permitieran. Se había comprado un atole de teja. La señora del puesto le dijo que era muy típico de Querétaro, sin darle más explicaciones y se quedó sin saber qué era teja, pero después de los cuatro días de viaje ya estaba un poco más dispuesta y abierta a probar nuevas cosas. Le gustó, sabía bien, así que lo disfrutó ya sentada. Luego, la mujer le hizo la plática:
–Oye, muchacha, ¿verdá que mi boleto dice que salgo a las 5:10 pa San Miguel? –le peguntó la mujer y le mostró el boleto a Paloma; ésta lo vio y le contestó:
–Sí, señora.
–¿Tú pa ónde vas?
–A San Luis, señora. Pero no he comprado mi boleto.¿Lo tengo que comprar ya?
–Pos claro, muchacha, porque si te esperas, ya no vas a hallar. Y puede que ya ni siquiera orita.
–¡No me diga! ¿Le encargo mi lugar? Voy a comprarlo.
Era obvia la inexperiencia de Paloma y pecaba de incauta. Viajar en autobús era un poco distinto de hacerlo en tren y no había tomado la precaución de comprar el boleto desde que llegó. Finalmente era la primera vez que tenía que ocuparse de todo por sí misma: en cualquier otro viaje sus papás resolvían detalles como ése. Un rato después regresó a su lugar.
–No, ya no hay.
–Pos a quién se le ocurre. ¿No ves que viaja muncha gente? ¿Y ora?
–Me dijeron que espere a la hora de salida a ver si hay algún lugar en alguno de paso, o que me vaya en los de segunda, si es que no van muy llenos, porque al fin en ésos van hasta parados.
–No, pues ójala y halles uno, porque irse parado hasta allá, ta canijo. Y luego no falta un viejo fastidioso que te agarre las nalgas o las chichis quesque porque va muy lleno o se iba a cair. Ya sabes cómo son.
–Ay, sí, un fastidio.
–Pos sí, uno tiene que andar a las vivas todo el tiempo. Y no respetan a nadien. Yo, con mi criatura, igual tengo que lidiar. Uno cree que porque te ven con uno o varios hijos van a tener cierto respeto. ¡Qué va a ser! Yo no sé por qué es así. Claro, ya en los pueblos chicos ya no, porque todos se conocen y ni modo que anden ahí de mañosos, pero cuando andan en lugares grandes, como aquí, se desatan, parecen perros.
–¿Y ora qué hago?
–Pos aguantarte. Cómo no comprastes el boleto antes.
–Pues no sabía.
La mujer lanzó una carcajada y se rio muy divertida un rato hasta que pudo hablar:
–Cómo voy a creer. Si yastás bien grandota. Yo a los doce años ya iba y venía sola desde mi pueblo a San Miguel, a Guanajuato, aquí a Querétaro. Hasta a San Luis. Tenía que ir a vender las gordas que hacía mi mamá. A cada uno de mis hermanos nos mandaba a un lugar distinto pa vender más y que nos alcanzara. Cómo trabajaba la pobrecita. Y a nosotros nos tocaba la venta. Eso sí, pobres de nosotros si no entregábamos bien las cuentas, moquetiza que nos paraba. ¿Y tú, cuántos años tienes? Se te echan de ver unos quince o dieciséis.
–Sí –respondió Paloma sin precisar por lo avergonzada que se sentía al evidenciar su ignorancia.
–Pos sí, y has de ser de ciudá. No sé por qué son así, como mensos, medio inútiles y hasta mañosos, con perdón tuyo. No saben nada, no saben andar solos, no saben cuidarse, pero a la hora de pagar son bien habilones, regatean por todo y no se dan cuenta de cuánto trabajo cuesta hacer las cosas, y si se dan cuenta, se hacen pendejos, todo lo quieren regalado, como si le hicieran a uno un favor.
Era evidente que la mujer guardaba resentimientos hacia los citadinos y Paloma se sentía incómoda, aunque se daba cuenta de que la mujer tenía razón en muchas de sus opiniones, así que trató de cambiar el tema de la conversación.
–¿Y a qué vino a Querétaro? ¿De paseo?
–¿No te digo? No todo es paseo en la vida, al contrario, es lo menos que hay –contestó la mujer todavía molesta seguramente por las reminiscencias que le había despertado la presencia de Paloma.
–No, ya sé, tampoco piense que soy mensa –respondió Paloma ya en tono molesto y justificó su pregunta–, yo nada más quería que platicara de algo que no la hiciera enojar.
–Mm, pos sí. Has de dispensar, pero es que estoy enojada.
–Pues sí, pero no conmigo, yo qué.
–No, sí, dispensa. Es que vine a ver a mhijo a la cárcel. Este niño es mi nieto.
–Ah, ¿tan joven usted y ya es abuela? Ni parece.
–Pos sí, y ora a mí se me quedó, porque mi nuera se me murió. Hace ocho días la estábamos enterrando, pero no me animé a decirle a mhijo. Nomás como que lo dejé preparado. Le dije: ya prepárate para lo peor, porque Naila está muy mal, ya nos dijeron en el centro de salud que no va a durar mucho. Y cuál, si ya te digo, hace ocho días que la enterramos. Y bien jovencita, apenas diecinueve años. Y el niño, pos a mí se me quedó.
–¿Y su hijo por qué está en la cárcel? ¿Cuándo sale?
–No, pos a mhijo le dieron diez años. Unos judiciales lo agarraron y como no les dio harta lana que le pedían, pos lo metieron al bote. Que dizque porque vendía droga en la calle. Pero no, él aquí trabajaba; él y mi nuera se habían venido pa trabajar hace dos años. El niño ya nació aquí. Y luego, la familia de ella, su mamá, bueno, no su mamá, ni siquiera, sino la abuela y una tía dicen que nosotros la matamos, que fue nuestra culpa. Y el niño estaba primero con ellas, luego fueron por mi nuera, que estaba en mi casa, y con engaños me la quitaron y me dejaron al niño; y a los poquitos días que se muere la Naila. Ora dicen que yo jui y que me van a acusar. Y mi nieto se me quedó, pero ya ella me lo había encargado. Nomás que está malito, lo oyes cómo tose, ta muy tristito. Yo a mi nuera la quería mucho y ella a mí. Sentí mucho su muerte, desde su enfermedad, tenía lucemia, pero en dos años, ¿tú crees?, se fue y se fue pa abajo y cada vez pior…
Paloma dejó de poner atención a lo que decía la mujer. Se dio cuenta de que no se iba a callar quién sabe hasta qué horas. Y los ronquidos del señor de junto se habían hecho más ruidosos. Según se veía no iba a poder pegar pestaña aquella noche y con la preocupación de no tener boleto se sentía inquieta. Decidió levantarse y dar una vuelta.
–Qué barbaridad, señora, qué difícil debe haber sido todo eso para usted. Orita vengo, voy al baño. ¿Me cuida mi lugar?
Paloma se fue con la esperanza de que al no tener al lado con quien platicar, la mujer se dormiría y entonces podría regresar y al menos descansar un rato, en caso de que no pudiera conciliar el sueño. De todos modos se dijo que si encontraba otro lugar que le inspirara confianza se quedaría; en todo caso, esperaría un tiempo prudente calculando que la mujer ya estuviera dormida.
La gente estaba, en su mayoría, en silencio, tratando de, cuando menos, reposar tantito; otros, ya dormidos y hasta roncando; unos más, platicando en voz más bien baja para no despertar a los demás; todos tapados con cobijas y chamarras, o aunque fuera con periódicos, porque el frío estaba calador. Paloma no llevaba más abrigo que su sudadera. Fue al baño a ver qué más podía ponerse. Buscó en la mochila, pero ya no traía más, ya se había puesto toda la ropa que traía, que no era mucha, y hasta su gorra. Se acordó de su pañuelo, lo sacó y se lo amarró en el cuello. Y no había más.
Recorrió la Central para buscar otro lugar, pero al final regresó donde la señora del nieto. Cuando estaba cerca vio que estaba platicando con el señor que antes dormía y roncaba. “¡Qué bárbara!, se ve que no puede dejar de hablar. Ha de haber despertado al señor para platicarle”, pensó Paloma y decidió que definitivamente lo mejor era buscar otro lugar, así que optó por el que le pareció menos inseguro, entre una pareja de ancianos y un hombre más bien joven. Se acercó sigilosa, pues la pareja dormía. El hombre la miró lascivamente de arriba abajo y eso le disgustó a Paloma, así que ni siquiera hizo el intento de sentarse. Vio el reloj de la Central. Apenas era la una y media. Estaba cansada y le dieron ganas de llorar. Era la primera vez que no dormía en una cama y recordó lo que había dicho la mujer del nieto sobre los citadinos. Entonces le dieron más ganas de llorar y ya no pudo contenerse: las lágrimas empezaron a salir, incontenibles, y a rodar por sus mejillas. Sólo quería encontrar un lugar en el cual sentirse segura y dormir un rato. ¿Era mucho pedir? Había incluso algunos perros hechos dona, en algún rincón, durmiendo con placidez. Los envidió y quiso ser perro. Pero no lo era.
En sus varios recorridos por la Central había visto una cafetería. Pensó que allí podría quedarse. Cuando llegó lo primero que vio fue un letrero que decía: “Prohibido dormirse en las sillas. Si quiere silla, consuma”. Paloma no quería gastar en nada que no fuera indispensable, así que pasó de largo, hasta que un hombre le dijo:
–Buenas noches, muchacha. ¿Quieres sentarte? Yo te invito.
Paloma, mosqueada, respondió con un “No, gracias” rápido y se alejó. Definitivamente no sabía qué hacer cuando un hombre le decía algo. Se asustaba y pensaba que corría peligro con cualquier desconocido que le hablara en la calle. Era lo que había aprendido en su casa y lo que, por desgracia, le habían enseñado algunas amargas experiencias, pero pensó que debía aprender a actuar en esas circunstancias.
Sin embargo, ése no era el momento. Entonces tomó una decisión: se fue hacia otro lado de la Central, a sentarse en algún lugar y dormir, sin estar asustándose por anticipado. Si pasara algo, lo enfrentaría en su momento, pero no podía seguir temiendo lo peor por anticipado. Se dio cuenta de que eso la paralizaba y a la larga la obligaría a regresar a su casa, a su cama, a las comodidades, pero si eso ocurría se quedaría a medias en su propósito. “Sí soy calzonuda”, se dijo y recuperó el ánimo.
Dio algunas vueltas más, localizó un lugar en el que decidió acomodarse, más por la temperatura que había que por las personas que allí estaban. Se sentó, aseguró su mochila y se acomodó lo mejor que pudo, decidida a dormir aunque fuera un rato. Y efectivamente, en unos minutos concilió el sueño. Despertó cuando unas personas se levantaron. Sintió alivio cuando se dio cuenta de que sí había podido dormir, aunque se sentía algo torcida por el asiento. Trató de acomodarse otra vez, pero ya no pudo dormirse otra vez, pues ya había empezado un poco de movimiento. Pero algo era mejor que nada, y si ya no podía dormir, observaría a la gente.
Había algunos niños con su mamá. Algunos, muy pocos, con su papá. Algunas parejas. La mayoría, hombres solos que, probablemente, viajaban por trabajo. Pocas familias completas. Muchos, los más, tenían lo que Paloma consideró vestimenta campirana: los hombres, sombrero de palma en su mayoría, algunos de fieltro, pero de ala ancha, pantalón de mezclilla o de gabardina, botas o huaraches de llanta; las mujeres, rebozo, delantal sobre el vestido, huaraches o zapatos de plástico. Las muchachas de su edad, o que parecían serlo, lucían ya como adultas e incluso algunas tenían hijos. ¿Un hijo a su edad? Para Paloma era inconcebible. Si ella apenas era capaz de cuidarse a sí misma y según iba avanzando en su viaje se daba cuenta de todo lo que ignoraba y de lo dependiente que era. Miraba con asombro a las parejas de jóvenes, casi niños, ya con uno o dos hijos. Eran niños para Paloma, pero en su pueblo, en su medio, eran adultos desde hacía tiempo. ¿Por qué esas diferencias? Una de estas parejas se sentó a su lado y mientras el hombre–niño había ido a algún lado, Paloma empezó a platicar con la mujer–niña:
–¡Qué bonito! ¿Es tu hijo?
–Sí –dijo orgullosa la joven mamá.
–Cómo se llama.
–Hilario, como su papá.
–¿Es tu esposo el que se fue?
–Sí, es mi marido. Nos casamos hace dos años. Bueno, me robó y ya vivimos juntos desde entonces –respondió también muy orgullosa y preguntó–. ¿Y tú, tienes marido?
–No, todavía no.
–Mmm, pos ya como que te andas quedando.
–¿Yo? No, para eso falta mucho.
–Pos en mi pueblo, alguien de diecisiete que no tiene marido, ya se quedó. Ya nomás si algún viejo viudo se quiere juntar con ella…
–No, pero en la ciudad es diferente, al menos en México. Uno estudia.
–¿Y pa qué? Al final vas a tener hijos y a estar en tu casa, hacer la comida, lavar la ropa, plancharla, llevarle el bastimento al hombre, cuidar a los chamacos. ¿Pa qué tanto estudio?
–¿Y qué tal si tienes que trabajar porque tu esposo se enferma o te deja?
–¿Por qué me ha de dejar, si estoy bien bonita? Además me quiere muncho, muncho. Y si lo necesitara, pus hago quehacer en alguna casa o lavo ajeno.
–Pero a lo mejor, si estudias, trabajas en otra cosa, ganas un poco más.
–Ahistá, tú dices, a lo mejor, no es seguro. ¿Y entonces quién va a hacer quehaceres y a lavar y planchar ajeno? Alguien lo tiene que hacer. Y no tiene nada de malo. No es robar, ni andar de güila, ni nada feo. Es un trabajo bien y otros lo necesitan. Y en ese caso, pido que me paguen más y ya.
–Pero si todas las mujeres van a hacer ese trabajo, no te van a pagar más, porque si te corren, hay más que lo van a hacer por el dinero que tú no quisiste.
–Tú lo que me tienes es muina, porque ya tengo una familia y tú, mira, pareces hombre. ¿Qué andas haciendo tú sola y vestida así? Pa mí que eres marimacha.
–No soy marimacho. Y si tú estás contenta con tener hijos y esposo, y eso es lo que te gusta, a mí qué. A mí me gusta andar así, yo sola.
–Como chiva loca, como burro sin mecate.
–Como sea.
La conversación terminó cuando regresó el joven esposo de la joven esposa. Paloma se quedó un poco molesta, pero al mismo tiempo pensó que se lo merecía, porque qué tenía que andar de metiche en la vida de los demás. Y si así era la vida que alguien escogía, muy su gusto. Era lo mismo en el otro sentido: si ella escogía ser andariega, muy su gusto. Recibió una sopa de su propio chocolate y no le gustó, así que se propuso no andar queriendo aleccionar a nadie, porque cada quien era dueño de su vida y tenía que vivirla como quisiera. “Se dan consejos cuando te los piden, no de a gratis” fue la conclusión de Paloma luego de esa plática.
Ahí había lugar, pero Paloma no se quiso sentar junto al señor, por miedosa.
Pero él ya estaba bien dormido. Eso sí, roncaba a más no poder.
En ese momento escuchó que voceaban un autobús de paso para San Luis y se llamaba a los pasajeros que quisieran viajar a comprar el boleto, así que fue corriendo a la taquilla. Había dos personas ya antes que ella y pensó que no iba a alcanzar lugar, pero afortunadamente lo consiguió. Cuando tuvo el boleto en la mano y se dirigió a abordar el autobús se sintió completamente dichosa y la enorme sonrisa que iluminaba su rostro así lo hacía saber a todo el que se topaba con ella. Se veía más bonita, con todo y el cansancio que también lucía.

Se subió al autobús, buscó el asiento que le habían asignado, puso su mochila en el anaquel para el equipaje, y se sentó. Después de aquella noche de perros lo sintió tan a gusto y tan cómodo, a pesar de lo poco mullido que era. Todavía estaba oscuro a las cuatro de la mañana, así que en cuanto el camión empezó su recorrido, Paloma se quedó profundamente  dormida.

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