Capítulo 3 El mejor amigo del hombre
Paloma
estaba plenamente satisfecha de la decisión que había tomado y el recuerdo de
la charla con Manuel la hacía sentir más contenta. El sol ya empezaba a calar,
pues era un día despejado, así que se detuvo para sacar su gorra de la mochila
y a quitarse la sudadera y guardarla para que no le estorbara. Traía manga
larga y otra playera de manga corta abajo. Por eso sentía tanto calor. Pero se
dejó la de manga larga, pues pensó que se iba a quemar demasiado los brazos y luego
le iban a arder. Era algo delicada de la piel, así que prefirió tomar sus
precauciones.
–No va a haber mamá que me cuide,
así que tengo que cuidarme yo.
Se dio cuenta de que era la primera
vez que pensaba en su mamá y se dijo que sin duda estaría preocupada, así que
decidió escribirle una carta y ponerla en el correo en la próxima estación.
Seguramente habría buzones en cada una, pues el tren recogería diariamente la
correspondencia. “Le contaré de lo importante que es para mí este viaje y así
se quedará más tranquila. Ya sé que no totalmente, pero también le diré que le
hablaré de vez en cuando para que no se preocupe. O que espere mis cartas en
las que le iré contando. Sí, eso voy a hacer.”
Durante el trayecto vio muchos
sembradíos, caseríos más o menos cercanos a la vía del tren que eran anunciados
por el canto de los gallos y el ladrido de los perros, algún rebuzno y uno que
otro mugido de vaca. Había tanto silencio que se oían con nitidez aunque los
sonidos provinieran de lejos. Se topó con algunos bosquecillos. Una de dos:
aquella zona no era precisamente boscosa, o ya habían acabado con ellos.
Había cruzado dos estaciones más,
pero no había encontrado ningún motivo para detenerse. No se le había ocurrido
voltear hacia atrás, pero en ese momento lo hizo. Allá, ya un poco lejos,
quedaba la mancha parda del cielo de la ciudad. “¡Qué asco, qué aire estamos
respirando!” Y sintió pena por quienes estaban ahí atrapados –ella misma– por
la vida cómoda y fácil de la ciudad: todo a la mano, el agua con sólo abrir la
llave, el drenaje que libra en unos segundos de nuestros desechos; la luz, con
sólo apachurrar un botón, mover una palanquita, enchufar un cable y ya está; y
un aparato para todo: para limpiar, para lavar la ropa, para oír música, para
planchar, hasta para lavar los trastes, para escribir, ¡uy!, y quién sabe para
qué tantas cosas más; el transporte comodino de los coches particulares o
cualquier otro vehículo: un camión, el metro, los taxis, los peseros, los
micros, los trolebuses; las calles pavimentadas y libres de polvaredas o lodo,
según la época del año; el camión de la basura que diariamente pasa, los
barrenderos que mantienen limpias las calles a pesar del desprecio de la gente y
su necedad de llenarlas de inmediato de basura.
Todo eso, sin duda era muy cómodo.
Ahora mismo la asaltaban las ganas de cagar y no se decidía, pues desde siempre
había tenido a la mano un excusado y no había valorado su utilidad y la
facilidad que proporcionaba. Pero ya le andaba y tenía qué hacer algo, así que
se dirigió hacia un grupo de árboles y matas, se cercioró de que no hubiera
nadie cerca y se bajó los pantalones. Sintió un gran placer al sacar aquellos
miasmas y pensó que los humanos eran una fábrica de porquería; luego pensó que
en realidad todo era parte de la naturaleza, el problema era tanta cantidad de
gente en un mismo lugar. De pronto pensó en los drenajes de todas las casas, de
los departamentos, en la caca de todas esas personas que iba a parar a un mismo
sitio, y que poco a poco se iba juntando más y más, hasta formar ríos
subterráneos de desechos. ¿Y a dónde iba a dar todo aquello? Pensó también en
la basura que producía toda aquella cantidad de personas que sólo tenían que
poner en una bolsa lo que no quisieran y echarlo al tambo del basurero o al
camión y se deshacía de malos olores y estorbos indeseables. Nunca antes se
había detenido para reflexionar en ello. Y en esto estaba cuando oyó un gruñido
que la sacó de sus pensamientos.
¡Era un cochino! Y estaba a unos
pasos, observándola. Paloma se limpió con el papel que traía en la mochila y,
claro, ahí iba a dejar sus desechos, pero ¿qué más podía hacer? El cochino
volvió a gruñir y se lamió la trompa, como urgiéndola para que terminara. Ella
se asustó, así que rápido se alejó hacia la bicicleta con la mochila ya al
hombro. En ese momento el cochino se acercó con rapidez a la caca y se la zampó
de un bocado, con todo y papel. “¡Qué asco!”, dijo Paloma, pero al mismo tiempo
pensó que era parte de un ciclo natural. El cochino la miró otra vez y movió la
cabeza hacia arriba y dio otro gruñido.
–¿Quieres más? Eres un cochino, un
cerdo, un marrano… –y empezó a reírse–, ¡claro que lo eres, ése eres tú! La
verdad, muchas gracias, me has hecho un gran favor.
El cerdo gruñó otra vez, movió la
cabeza como asintiendo y se fue quién sabe a dónde. Seguramente habría alguna
casa cercana, pues no tenía ningún aspecto de salvaje. Para Paloma fue otro
motivo de reflexión y pensó que tener un cochino en una casa tenía muchas
ventajas, porque seguramente se comería todo lo que saliera de la cocina:
cáscaras, restos de verduras o de frutas, o lo que ya se hubiera echado a
perder, ¡y la caca! ¿Se comería la de él mismo también? A lo mejor sí. Entonces
pensó que estos animales no deberían de producirnos tanto asco, en realidad
eran un dechado de virtudes para el ambiente, especialmente como compañeros de
los humanos. Y se propuso tener algún día un cochino en su casa. Sí, ella
viviría en una casa con espacio, un jardín o un terreno grande y un cochino
como parte de la familia. Eso estaba decidido.
Después de esta nueva lección
continuó el viaje. Sintió hambre en ese momento y se preguntó si ya sería hora
de comer. Recordó que había echado su reloj en la mochila porque se había
propuesto no estar viéndolo a cada rato, y se iba a regir por sus hambres y sus
cansancios, por la luz del sol y por lo que fuera pasando. Sin embargo, estuvo
a punto de sacarlo para ver la hora y saber si ya era hora de comer, pero se
detuvo. “No, voy a seguir con lo que pensé y si tengo hambre, como; y si tengo
sueño, me duermo; y lo que sea. No voy a estar pendiente del reloj. Ya no”. Y
como además de pedalear no había nada qué hacer y el silencio y el paisaje la
motivaban para pensar, hizo memoria para recordar desde cuándo había usado un
reloj. Parece ser que el primero que le habían regalado antes había sido de su
hermana. Sí, uno chiquito con correa negra, y se lo habían dado porque a su
hermana le habían comprado otro. Era lo común recibir las herencias de su
hermana: ropa, zapatos, juguetes, todo. ¿Cuántos años tenía cuando le dieron el
reloj? Quizá unos ocho. Sí, porque estaba en tercero de primaria. Con ese reloj
aprendió bien a dar la hora, aunque tenía que contar uno por uno los minutos.
Por alguna razón no podía contar de cinco en cinco, no se le ocurría, y tenía
que partir desde el doce y contar una por una las rayitas para saber cuántos
minutos marcaba la manecilla grande. Sonrió al recordarse lo orgullosa que se
sentía con su reloj y las dificultades que tenía cuando le preguntaban la hora
y lo que tardaba en decirla, pues tomaba su tiempo contar uno a unos los
minutos de “la grande”. Concluyó que entonces llevaba ocho años utilizando un
reloj, ajustándose a lo que esta máquina dijera. No, definitivamente no lo iba
a sacar. En todo caso, también podría venderlo en caso de necesidad. Ésa sería
su utilidad en el viaje.
Lo que decidió en ese momento fue
buscar un lugar dónde pararse, sacar la torta que se había hecho en la noche,
porque después ya no serviría, y ponerse a escribir la carta para su mamá. Sí,
eso era lo que procedía. Y así actuó. Encontró el lugar adecuado, dejó la bici
en el suelo, se acomodó junto a un árbol para recargarse, sacó la torta ya toda
aguada, le dio una mordida con mucho gusto y con el hambre le supo deliciosa.
Luego sacó su cuaderno que no podía faltar en su mochila y se puso a escribir.
Fechó la carta y puso como lugar: A medio
camino entre México y Querétaro. No, borró a medio camino y quedó En un
punto del camino entre México y Querétaro. Pero tampoco, conociendo a sus
papás, mientras menos datos tuvieran, mejor, de lo contrario seguramente
empezarían a buscarla y de seguro la encontrarían, así que empezó en otra hoja
en blanco y sólo puso la fecha; de todos modos, algo diría en el sello del
correo. Sí, quedó contenta con eso. Y siguió:
Hola, mamá:
Te sorprenderá sin duda recibir
esta carta que te escribo recargada en un árbol, en medio del campo. Estoy
bien, muy bien y muy contenta.
–No, mejor le quito eso de que estoy
en medio del campo, y le quito lo del árbol, porque se dará cuenta de que no
voy en ningún vehículo. Mejor que crea que viajo en autobús o en el tren así
pensará que estoy mucho más lejos de donde estoy, y si me buscan, no me
encontrarán. Decidido. Vuelvo a empezar.
Hola, mamá:
Te sorprenderá sin duda
recibir esta carta. Estoy bien, muy bien y muy contenta. Me imagino que más que
asustada estarás preocupada porque no he llegado de la escuela y pasan las
horas y no sabes nada de mí.
No tenía intención de que así fuera, simplemente ni se me
ocurrió que tendría que haberte dicho algo. Es que seguramente no habría podido
irme si te contaba, me hubieras dicho que era muy peligroso, que mi papá se iba
a enojar, que si estaba loca. En fin, que si así hubiera sido no estaría aquí,
escribiéndote y tan contenta. Yo sabré cuidarme, no creas que no he pensado en
los riesgos, pero también he de decirte que apenas en un día, ni siquiera un
día, apenas en las horas que llevo recorridas desde que salí, he aprendido
muchísimo, he pensado en cosas que antes ni se me hubieran cruzado por la
cabeza y empiezo a ver el mundo, la vida, a ti, de otro modo, mejor, más
consciente, como realmente es: ni perfecto ni trágico. Así que no te preocupes.
Te voy a estar escribiendo según vaya teniendo tiempo y esté en la posibilidad
de hacerlo. No olvides que te quiero mucho, pero esta aventura no me la quita
nadie, y hasta tú habrías querido vivirla. Así que ve disfrutando. Si me hablan
mis compañeros de la escuela diles que ando de viaje. Nunca me creyeron que
fuera a hacerlo y nadie quiso seguir mi idea. Un beso y saludos para todos. Ya
sé que mi papá se va a enojar, me da mucha pena hacerte pasar por esto, pero así
son las cosas. Y ya sé que me irá a buscar. Trata de convencerlo de que me
deje, por favor, ya sé que eso es imposible, pero al menos espero que no me
encuentre o que se tarde en hacerlo y me deje terminar esto que hoy empezó.
Todo está bien. Cuando sea el tiempo de regresar, volveré, no te aflijas. Te
mando un beso muy cariñoso.
Sí, estaba bien. Era lo justo,
porque de otro modo crearía gran alarma y no se trataba de eso, sino de viajar
a gusto, sin estar pensando en lo que había quedado atrás. Ya volvería. Sin
duda lo había pensado así: ir y volver ¡para contar! Para platicarle al que
quisiera saber. Decidió entonces que además de echar la carta en el buzón del
correo mandaría un telegrama en la próxima estación. “¿Y cómo se manda un
telegrama?” Bueno, pues allí pregunto. Seguramente habría una oficina de
telégrafos o ya me dirán dónde. Lo único malo es que van a saber dónde ando
exactamente.”
Guardó todo, se montó de nuevo en la
bicicleta y siguió la ruta. Ya medio le empezaba a calar el sillín. Una cosa era
ir y venir a casa de Carla y otra andar todo un día montada en ella. Pero no le
dio mucha importancia y siguió hasta la siguiente estación, donde efectivamente
había un buzón de correos y también una oficina de telégrafos. Allí el
telegrafista le dio una hoja para que escribiera lo que quería que mandara, la
dirección y el nombre de la persona a quien iba a mandarlo; le dijo que tenían
que ser diez palabras. Sólo anotó: “Estoy bien. No se preocupen. Un abrazo.
Vuelvo pronto. Paloma.” Antes de entregarla le preguntó al telegrafista:
–Oiga, ¿en el telegrama que van a recibir aparecerá el
lugar desde donde la mando?
–Claro, automáticamente se anota cuando reciben la
transmisión. Si no, cómo saben.
–¿Y no hay manera de que no lo sepan?
–Pues no, muchacha, no.
–No, pues entonces no lo mando.
–Ah, te escapaste.
–No, nada más ando de viaje, pero eso no lo van a tomar así
mis papás. Sólo quería avisarles que estoy bien. Pero entonces tendrá que ser
hasta que les llegue la carta. ¿Tardará mucho?
–Más o menos –le contestó el del telégrafo que, por cierto,
a Paloma no le pareció nada feo y continuó el hombre–, porque cada día el tren
recoge la saca de la correspondencia, y entonces llega el mismo día a donde la
mandes. El problema está en que luego allá se tardan, porque de la estación la
mandan al correo central y de allí a cada oficina postal que le toque según la
colonia; y de ahí, pues ya se la dan a los carteros. Yo creo como una semana.
Llega un poco más rápido que si la pones en el buzón de cualquier población,
porque aquí se la llevan diario, aunque sea poca. Si la pones en un buzón va a
tardar como un mes.
–¿Tanto? No, pues qué bueno que ya la eché.
–¿Entonces no vas a mandar el telegrama?
–No, muchas gracias.
–Estás muy bonita, ten cuidado, los hombres somos canijos.
Paloma se sorprendió del comentario y se asustó. Le dio las
gracias al telegrafista y se fue de inmediato. Se alejó con rapidez en la
bicicleta y ya a cierta distancia se quedó tranquila y a gusto para continuar.
No muy lejos de esa estación,
Cuautitlán, había una población que, según le dijeron allí, se llamaba
Tepotzotlán. Decidió quedarse un poco más y conocerla, porque le dijeron que el
parque era muy bonito y que había algunos lugares qué visitar. La estación no
estaba tan cerca, pero tampoco era muy lejos. Según vio luego en el mapa, unos
doce kilómetros. “Bueno, pues me los echo, esperemos que valga la pena.” Así
que se dirigió hacia allá, al principio volteando para ver si el telegrafista
no la seguía, luego ya siguió como si nada. Volvió a ver el mapa y se dio
cuenta de que apenas había avanzado unos cuantos kilómetros desde que había
salido. Ella creía que ya iría mucho más lejos. Se sintió un poco decepcionada,
pero de todos modos se dijo que prisa no tenía, así que siguió hacia Tepotzotlán.
Efectivamente, el parque era
agradable y había un puesto de nieves. Resultaron exquisitas. Le dieron a
probar de todas, pero se decidió por la de coco: Pidió un vaso grande y se fue
a sentar a una banca del parque. Desde ahí contempló la iglesia: era muy bonita
la fachada, llenísima de figuras labradas en la piedra. Junto había una más
pequeña con un atrio muy grande con un jardín muy arbolado, pero Paloma no
sabía que así se llamaba ese espacio y le preguntó a una señora que estaba en
la misma banca, dando un respiro con su bolsa del mandado llena.
–Buenas, seño.
–Buenos días, muchacha.
–Oiga, ¿por qué es tan grande ese
patio de afuera de la iglesia?
–No es patio, se llama atrio y allí
hacen una pastorela en diciembre, es muy famosa y viene muncha gente a verla,
cabe muncha gente allí, pero cobran. Desde afuera se alcanza a ver y sin pagar,
si uno llega temprano, pero se llena refeo. Pero está bonita. Sí, cada año.
–Ah, eso es un atrio. Sí había oído
esa palabra, pero no sabía bien qué era.
–Pus ora sí ya sabes –le dijo y se
rio de buena gana–, ay, niña. ¿Y qué haces por aquí tú solita? No eres de aquí,
¿verdá?
–No, señora, ando de visita.
Conociendo y aprendiendo, ya ve que ya usté me enseñó qué es un atrio y que
aquí hacen una pastorela muy famosa. Ni sabía. Y la iglesia está muy bonita.
–Ah, sí, niña, es muy bonita y muy
famosa también. Y de adentro es bien bonita, sí, y tiene unas figuras así
morenas, y hartos angelitos, no todos son rosas, unos son así prietillos, de
otro modo. Viene muncho turista por aquí. Sí. Más los domingos. Y los sábados,
pero casi diario aunque menos, llegan en camiones y los train y les enseñan y
toman fotos. Sí. Yo ahí pongo mi puesto en el atrio, pegado afuera, los sábados
y domingos en la mañana.
–Ah, ¿sí? ¿Y qué vende?
–Tamales y atole, y pan dulce. Y en
diciembre, gordas que hago especiales para ese tiempo. Namás en ese tiempo las
hago. Hasta son famosillas. Muncha gente viene por mis gordas. Son de horno. No
se estilan por aquí, sino que yo soy de Zacatecas. Aquí no se hacen así, por
eso la gente las busca y ya saben que en diciembre las hago. Luego hasta me
piden munchas para llevárselas a su casa. Sí.
–¿Y en qué son distintas?
–Ah, pues es que tengo mi secreto
para la masa, pero además es que no se fríen, llevan su cuajada y son de maiz
quebrado. Sí, y les gustan muncho, muncho, te digo.
–Mire, pues qué bien, ¿y qué otras
cosas hay aquí para ver? ¿Ya vive aquí desde hace mucho?
–¡Uy, sí, niña!, ya tengo aquí
tiempísimo, sí.
–Entonces conoce bien. ¿Qué otra
cosa puedo visitar?
–Ah, pues la iglesia y luego hay
como un museo, sí, donde hay munchos cuadros antiguos y cosas también así, de
hace muncho. Dicen que son de quién sabe cuándo de tiempos de la Carlota , de más antes o
sabe qué. Muy antiguos ya.
–Ah, ¿sí? ¿Y ese museo dónde está?
–Ahí, pegado a la iglesia, en el convento,
sí. Ya me voy, niña, que ya me entretuvistes muncho y tengo que llegar con el
mandado y hacer la comida. Mira nomás, ya quihoras son. Ay, muchacha, ya me
voy.
–Sí, señora, gracias, que le vaya
bien. ¿Le ayudo?
Pero ni tiempo le dio de pararse. La
señora cogió su bolsa y se fue inmediatamente, muy aprisa. Sin duda se le había
hecho bastante tarde.
–Bueno, pues voy a amarrar mi bici
en algún lado seguro y voy a entrar a la dicha iglesia. El museo, quién sabe, pero
la iglesia sí, con lo que me dijo ya me picó la curiosidad.
Se le ve la cara de satisfacción |
Versión 2 Me gustan las dos. |
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