viernes, 17 de abril de 2015

Capítulo 3

Para todos los que ya ansían saber de Paloma, aquí está un nuevo capítulo.
Capítulo 3 El mejor amigo del hombre
Paloma estaba plenamente satisfecha de la decisión que había tomado y el recuerdo de la charla con Manuel la hacía sentir más contenta. El sol ya empezaba a calar, pues era un día despejado, así que se detuvo para sacar su gorra de la mochila y a quitarse la sudadera y guardarla para que no le estorbara. Traía manga larga y otra playera de manga corta abajo. Por eso sentía tanto calor. Pero se dejó la de manga larga, pues pensó que se iba a quemar demasiado los brazos y luego le iban a arder. Era algo delicada de la piel, así que prefirió tomar sus precauciones.
            –No va a haber mamá que me cuide, así que tengo que cuidarme yo.
            Se dio cuenta de que era la primera vez que pensaba en su mamá y se dijo que sin duda estaría preocupada, así que decidió escribirle una carta y ponerla en el correo en la próxima estación. Seguramente habría buzones en cada una, pues el tren recogería diariamente la correspondencia. “Le contaré de lo importante que es para mí este viaje y así se quedará más tranquila. Ya sé que no totalmente, pero también le diré que le hablaré de vez en cuando para que no se preocupe. O que espere mis cartas en las que le iré contando. Sí, eso voy a hacer.”
            Durante el trayecto vio muchos sembradíos, caseríos más o menos cercanos a la vía del tren que eran anunciados por el canto de los gallos y el ladrido de los perros, algún rebuzno y uno que otro mugido de vaca. Había tanto silencio que se oían con nitidez aunque los sonidos provinieran de lejos. Se topó con algunos bosquecillos. Una de dos: aquella zona no era precisamente boscosa, o ya habían acabado con ellos.
            Había cruzado dos estaciones más, pero no había encontrado ningún motivo para detenerse. No se le había ocurrido voltear hacia atrás, pero en ese momento lo hizo. Allá, ya un poco lejos, quedaba la mancha parda del cielo de la ciudad. “¡Qué asco, qué aire estamos respirando!” Y sintió pena por quienes estaban ahí atrapados –ella misma– por la vida cómoda y fácil de la ciudad: todo a la mano, el agua con sólo abrir la llave, el drenaje que libra en unos segundos de nuestros desechos; la luz, con sólo apachurrar un botón, mover una palanquita, enchufar un cable y ya está; y un aparato para todo: para limpiar, para lavar la ropa, para oír música, para planchar, hasta para lavar los trastes, para escribir, ¡uy!, y quién sabe para qué tantas cosas más; el transporte comodino de los coches particulares o cualquier otro vehículo: un camión, el metro, los taxis, los peseros, los micros, los trolebuses; las calles pavimentadas y libres de polvaredas o lodo, según la época del año; el camión de la basura que diariamente pasa, los barrenderos que mantienen limpias las calles a pesar del desprecio de la gente y su necedad de llenarlas de inmediato de basura.
            Todo eso, sin duda era muy cómodo. Ahora mismo la asaltaban las ganas de cagar y no se decidía, pues desde siempre había tenido a la mano un excusado y no había valorado su utilidad y la facilidad que proporcionaba. Pero ya le andaba y tenía qué hacer algo, así que se dirigió hacia un grupo de árboles y matas, se cercioró de que no hubiera nadie cerca y se bajó los pantalones. Sintió un gran placer al sacar aquellos miasmas y pensó que los humanos eran una fábrica de porquería; luego pensó que en realidad todo era parte de la naturaleza, el problema era tanta cantidad de gente en un mismo lugar. De pronto pensó en los drenajes de todas las casas, de los departamentos, en la caca de todas esas personas que iba a parar a un mismo sitio, y que poco a poco se iba juntando más y más, hasta formar ríos subterráneos de desechos. ¿Y a dónde iba a dar todo aquello? Pensó también en la basura que producía toda aquella cantidad de personas que sólo tenían que poner en una bolsa lo que no quisieran y echarlo al tambo del basurero o al camión y se deshacía de malos olores y estorbos indeseables. Nunca antes se había detenido para reflexionar en ello. Y en esto estaba cuando oyó un gruñido que la sacó de sus pensamientos.
            ¡Era un cochino! Y estaba a unos pasos, observándola. Paloma se limpió con el papel que traía en la mochila y, claro, ahí iba a dejar sus desechos, pero ¿qué más podía hacer? El cochino volvió a gruñir y se lamió la trompa, como urgiéndola para que terminara. Ella se asustó, así que rápido se alejó hacia la bicicleta con la mochila ya al hombro. En ese momento el cochino se acercó con rapidez a la caca y se la zampó de un bocado, con todo y papel. “¡Qué asco!”, dijo Paloma, pero al mismo tiempo pensó que era parte de un ciclo natural. El cochino la miró otra vez y movió la cabeza hacia arriba y dio otro gruñido.
            –¿Quieres más? Eres un cochino, un cerdo, un marrano… –y empezó a reírse–, ¡claro que lo eres, ése eres tú! La verdad, muchas gracias, me has hecho un gran favor.
            El cerdo gruñó otra vez, movió la cabeza como asintiendo y se fue quién sabe a dónde. Seguramente habría alguna casa cercana, pues no tenía ningún aspecto de salvaje. Para Paloma fue otro motivo de reflexión y pensó que tener un cochino en una casa tenía muchas ventajas, porque seguramente se comería todo lo que saliera de la cocina: cáscaras, restos de verduras o de frutas, o lo que ya se hubiera echado a perder, ¡y la caca! ¿Se comería la de él mismo también? A lo mejor sí. Entonces pensó que estos animales no deberían de producirnos tanto asco, en realidad eran un dechado de virtudes para el ambiente, especialmente como compañeros de los humanos. Y se propuso tener algún día un cochino en su casa. Sí, ella viviría en una casa con espacio, un jardín o un terreno grande y un cochino como parte de la familia. Eso estaba decidido.
            Después de esta nueva lección continuó el viaje. Sintió hambre en ese momento y se preguntó si ya sería hora de comer. Recordó que había echado su reloj en la mochila porque se había propuesto no estar viéndolo a cada rato, y se iba a regir por sus hambres y sus cansancios, por la luz del sol y por lo que fuera pasando. Sin embargo, estuvo a punto de sacarlo para ver la hora y saber si ya era hora de comer, pero se detuvo. “No, voy a seguir con lo que pensé y si tengo hambre, como; y si tengo sueño, me duermo; y lo que sea. No voy a estar pendiente del reloj. Ya no”. Y como además de pedalear no había nada qué hacer y el silencio y el paisaje la motivaban para pensar, hizo memoria para recordar desde cuándo había usado un reloj. Parece ser que el primero que le habían regalado antes había sido de su hermana. Sí, uno chiquito con correa negra, y se lo habían dado porque a su hermana le habían comprado otro. Era lo común recibir las herencias de su hermana: ropa, zapatos, juguetes, todo. ¿Cuántos años tenía cuando le dieron el reloj? Quizá unos ocho. Sí, porque estaba en tercero de primaria. Con ese reloj aprendió bien a dar la hora, aunque tenía que contar uno por uno los minutos. Por alguna razón no podía contar de cinco en cinco, no se le ocurría, y tenía que partir desde el doce y contar una por una las rayitas para saber cuántos minutos marcaba la manecilla grande. Sonrió al recordarse lo orgullosa que se sentía con su reloj y las dificultades que tenía cuando le preguntaban la hora y lo que tardaba en decirla, pues tomaba su tiempo contar uno a unos los minutos de “la grande”. Concluyó que entonces llevaba ocho años utilizando un reloj, ajustándose a lo que esta máquina dijera. No, definitivamente no lo iba a sacar. En todo caso, también podría venderlo en caso de necesidad. Ésa sería su utilidad en el viaje.
            Lo que decidió en ese momento fue buscar un lugar dónde pararse, sacar la torta que se había hecho en la noche, porque después ya no serviría, y ponerse a escribir la carta para su mamá. Sí, eso era lo que procedía. Y así actuó. Encontró el lugar adecuado, dejó la bici en el suelo, se acomodó junto a un árbol para recargarse, sacó la torta ya toda aguada, le dio una mordida con mucho gusto y con el hambre le supo deliciosa. Luego sacó su cuaderno que no podía faltar en su mochila y se puso a escribir. Fechó la carta y puso como lugar: A medio camino entre México y Querétaro. No, borró a medio camino y quedó En un punto del camino entre México y Querétaro. Pero tampoco, conociendo a sus papás, mientras menos datos tuvieran, mejor, de lo contrario seguramente empezarían a buscarla y de seguro la encontrarían, así que empezó en otra hoja en blanco y sólo puso la fecha; de todos modos, algo diría en el sello del correo. Sí, quedó contenta con eso. Y siguió:
Hola, mamá:
Te sorprenderá sin duda recibir esta carta que te escribo recargada en un árbol, en medio del campo. Estoy bien, muy bien y muy contenta.
            –No, mejor le quito eso de que estoy en medio del campo, y le quito lo del árbol, porque se dará cuenta de que no voy en ningún vehículo. Mejor que crea que viajo en autobús o en el tren así pensará que estoy mucho más lejos de donde estoy, y si me buscan, no me encontrarán. Decidido. Vuelvo a empezar.
Hola, mamá:
Te sorprenderá sin duda recibir esta carta. Estoy bien, muy bien y muy contenta. Me imagino que más que asustada estarás preocupada porque no he llegado de la escuela y pasan las horas y no sabes nada de mí.
            No tenía intención de que así fuera, simplemente ni se me ocurrió que tendría que haberte dicho algo. Es que seguramente no habría podido irme si te contaba, me hubieras dicho que era muy peligroso, que mi papá se iba a enojar, que si estaba loca. En fin, que si así hubiera sido no estaría aquí, escribiéndote y tan contenta. Yo sabré cuidarme, no creas que no he pensado en los riesgos, pero también he de decirte que apenas en un día, ni siquiera un día, apenas en las horas que llevo recorridas desde que salí, he aprendido muchísimo, he pensado en cosas que antes ni se me hubieran cruzado por la cabeza y empiezo a ver el mundo, la vida, a ti, de otro modo, mejor, más consciente, como realmente es: ni perfecto ni trágico. Así que no te preocupes. Te voy a estar escribiendo según vaya teniendo tiempo y esté en la posibilidad de hacerlo. No olvides que te quiero mucho, pero esta aventura no me la quita nadie, y hasta tú habrías querido vivirla. Así que ve disfrutando. Si me hablan mis compañeros de la escuela diles que ando de viaje. Nunca me creyeron que fuera a hacerlo y nadie quiso seguir mi idea. Un beso y saludos para todos. Ya sé que mi papá se va a enojar, me da mucha pena hacerte pasar por esto, pero así son las cosas. Y ya sé que me irá a buscar. Trata de convencerlo de que me deje, por favor, ya sé que eso es imposible, pero al menos espero que no me encuentre o que se tarde en hacerlo y me deje terminar esto que hoy empezó. Todo está bien. Cuando sea el tiempo de regresar, volveré, no te aflijas. Te mando un beso muy cariñoso.
            Sí, estaba bien. Era lo justo, porque de otro modo crearía gran alarma y no se trataba de eso, sino de viajar a gusto, sin estar pensando en lo que había quedado atrás. Ya volvería. Sin duda lo había pensado así: ir y volver ¡para contar! Para platicarle al que quisiera saber. Decidió entonces que además de echar la carta en el buzón del correo mandaría un telegrama en la próxima estación. “¿Y cómo se manda un telegrama?” Bueno, pues allí pregunto. Seguramente habría una oficina de telégrafos o ya me dirán dónde. Lo único malo es que van a saber dónde ando exactamente.”
            Guardó todo, se montó de nuevo en la bicicleta y siguió la ruta. Ya medio le empezaba a calar el sillín. Una cosa era ir y venir a casa de Carla y otra andar todo un día montada en ella. Pero no le dio mucha importancia y siguió hasta la siguiente estación, donde efectivamente había un buzón de correos y también una oficina de telégrafos. Allí el telegrafista le dio una hoja para que escribiera lo que quería que mandara, la dirección y el nombre de la persona a quien iba a mandarlo; le dijo que tenían que ser diez palabras. Sólo anotó: “Estoy bien. No se preocupen. Un abrazo. Vuelvo pronto. Paloma.” Antes de entregarla le preguntó al telegrafista:
–Oiga, ¿en el telegrama que van a recibir aparecerá el lugar desde donde la mando?
–Claro, automáticamente se anota cuando reciben la transmisión. Si no, cómo saben.
–¿Y no hay manera de que no lo sepan?
–Pues no, muchacha, no.
–No, pues entonces no lo mando.
–Ah, te escapaste.
–No, nada más ando de viaje, pero eso no lo van a tomar así mis papás. Sólo quería avisarles que estoy bien. Pero entonces tendrá que ser hasta que les llegue la carta. ¿Tardará mucho?
–Más o menos –le contestó el del telégrafo que, por cierto, a Paloma no le pareció nada feo y continuó el hombre–, porque cada día el tren recoge la saca de la correspondencia, y entonces llega el mismo día a donde la mandes. El problema está en que luego allá se tardan, porque de la estación la mandan al correo central y de allí a cada oficina postal que le toque según la colonia; y de ahí, pues ya se la dan a los carteros. Yo creo como una semana. Llega un poco más rápido que si la pones en el buzón de cualquier población, porque aquí se la llevan diario, aunque sea poca. Si la pones en un buzón va a tardar como un mes.
–¿Tanto? No, pues qué bueno que ya la eché.
–¿Entonces no vas a mandar el telegrama?
–No, muchas gracias.
–Estás muy bonita, ten cuidado, los hombres somos canijos.
Paloma se sorprendió del comentario y se asustó. Le dio las gracias al telegrafista y se fue de inmediato. Se alejó con rapidez en la bicicleta y ya a cierta distancia se quedó tranquila y a gusto para continuar.
            No muy lejos de esa estación, Cuautitlán, había una población que, según le dijeron allí, se llamaba Tepotzotlán. Decidió quedarse un poco más y conocerla, porque le dijeron que el parque era muy bonito y que había algunos lugares qué visitar. La estación no estaba tan cerca, pero tampoco era muy lejos. Según vio luego en el mapa, unos doce kilómetros. “Bueno, pues me los echo, esperemos que valga la pena.” Así que se dirigió hacia allá, al principio volteando para ver si el telegrafista no la seguía, luego ya siguió como si nada. Volvió a ver el mapa y se dio cuenta de que apenas había avanzado unos cuantos kilómetros desde que había salido. Ella creía que ya iría mucho más lejos. Se sintió un poco decepcionada, pero de todos modos se dijo que prisa no tenía, así que siguió hacia Tepotzotlán.
            Efectivamente, el parque era agradable y había un puesto de nieves. Resultaron exquisitas. Le dieron a probar de todas, pero se decidió por la de coco: Pidió un vaso grande y se fue a sentar a una banca del parque. Desde ahí contempló la iglesia: era muy bonita la fachada, llenísima de figuras labradas en la piedra. Junto había una más pequeña con un atrio muy grande con un jardín muy arbolado, pero Paloma no sabía que así se llamaba ese espacio y le preguntó a una señora que estaba en la misma banca, dando un respiro con su bolsa del mandado llena.
            –Buenas, seño.
            –Buenos días, muchacha.
            –Oiga, ¿por qué es tan grande ese patio de afuera de la iglesia?
            –No es patio, se llama atrio y allí hacen una pastorela en diciembre, es muy famosa y viene muncha gente a verla, cabe muncha gente allí, pero cobran. Desde afuera se alcanza a ver y sin pagar, si uno llega temprano, pero se llena refeo. Pero está bonita. Sí, cada año.
            –Ah, eso es un atrio. Sí había oído esa palabra, pero no sabía bien qué era.
            –Pus ora sí ya sabes –le dijo y se rio de buena gana–, ay, niña. ¿Y qué haces por aquí tú solita? No eres de aquí, ¿verdá?
            –No, señora, ando de visita. Conociendo y aprendiendo, ya ve que ya usté me enseñó qué es un atrio y que aquí hacen una pastorela muy famosa. Ni sabía. Y la iglesia está muy bonita.
            –Ah, sí, niña, es muy bonita y muy famosa también. Y de adentro es bien bonita, sí, y tiene unas figuras así morenas, y hartos angelitos, no todos son rosas, unos son así prietillos, de otro modo. Viene muncho turista por aquí. Sí. Más los domingos. Y los sábados, pero casi diario aunque menos, llegan en camiones y los train y les enseñan y toman fotos. Sí. Yo ahí pongo mi puesto en el atrio, pegado afuera, los sábados y domingos en la mañana.
            –Ah, ¿sí? ¿Y qué vende?
            –Tamales y atole, y pan dulce. Y en diciembre, gordas que hago especiales para ese tiempo. Namás en ese tiempo las hago. Hasta son famosillas. Muncha gente viene por mis gordas. Son de horno. No se estilan por aquí, sino que yo soy de Zacatecas. Aquí no se hacen así, por eso la gente las busca y ya saben que en diciembre las hago. Luego hasta me piden munchas para llevárselas a su casa. Sí.
            –¿Y en qué son distintas?
            –Ah, pues es que tengo mi secreto para la masa, pero además es que no se fríen, llevan su cuajada y son de maiz quebrado. Sí, y les gustan muncho, muncho, te digo.
            –Mire, pues qué bien, ¿y qué otras cosas hay aquí para ver? ¿Ya vive aquí desde hace mucho?
            –¡Uy, sí, niña!, ya tengo aquí tiempísimo, sí.
            –Entonces conoce bien. ¿Qué otra cosa puedo visitar?
            –Ah, pues la iglesia y luego hay como un museo, sí, donde hay munchos cuadros antiguos y cosas también así, de hace muncho. Dicen que son de quién sabe cuándo de tiempos de la Carlota, de más antes o sabe qué. Muy antiguos ya.
            –Ah, ¿sí? ¿Y ese museo dónde está?
            –Ahí, pegado a la iglesia, en el convento, sí. Ya me voy, niña, que ya me entretuvistes muncho y tengo que llegar con el mandado y hacer la comida. Mira nomás, ya quihoras son. Ay, muchacha, ya me voy.
            –Sí, señora, gracias, que le vaya bien. ¿Le ayudo?
            Pero ni tiempo le dio de pararse. La señora cogió su bolsa y se fue inmediatamente, muy aprisa. Sin duda se le había hecho bastante tarde.

            –Bueno, pues voy a amarrar mi bici en algún lado seguro y voy a entrar a la dicha iglesia. El museo, quién sabe, pero la iglesia sí, con lo que me dijo ya me picó la curiosidad.
Se le ve la cara de satisfacción
Versión 2 Me gustan las dos.

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