Capítulo 1 Calentando máquinas
El plan estaba trazado: esa madrugada se
levantaría sigilosamente, se echaría a la espalda la mochila que tenía ya
preparada con lo necesario: alguna ropa y agua, algo de comida y el dinero que
había podido ahorrar desde que había tomado la decisión de irse; cogería la
bicicleta, la cargaría para que la cadena y los ejes no la delataran al rodar y
saldría con rumbo a la estación de ferrocarriles; era una suerte que todavía
existieran.
Tenía que hacerlo, algo le decía a
Paloma que no habría trenes para muchos años, de manera que era urgente
comenzar la aventura en ese momento, no podía esperar más, la ciudad, la
modernización, la urbanización creciente, todo se lo impediría, o al menos se
lo obstacaguaufufdddía, quiero decir, le pondría obstáculos. No era que todo
estuviera claramente definido, pero sí estaba segura de dos cosas: una, quería
correr aventuras y dos, quería viajar en ferrocarril. Lo demás, quién sabe, ni
lo imaginaba, pero había un plan inicial y eso era lo importante, el resto, ya
vendría, eso precisamente era el centro de la aventura.
Así salió aquella mañana de abril.
El frío ya había pasado y era posible resistir en el exterior incluso una noche
en caso de que fuera preciso. De manera que todo lo hizo muy silenciosamente y
logró salir sin despertar a nadie. Por fortuna todos tenían el sueño bastante
pesado a esa hora, gracias a la costumbre de dormirse siempre muy tarde. La
ropa que llevaba era la ideal: un pantalón de pana delgada, cómodo, con bolsas
para tener a la mano lo necesario: un pañuelo, el dinero, una navaja. Una
sudadera con cierre al frente que le permitía quitársela rápidamente o
abrigarse hasta el cuello, con gorro, por si llovía, y una gorra en la mochila
para el sol; calcetines de algodón, de hilaza, para que no se le apestaran
demasiado los pies, pues seguramente serían largas las jornadas de caminata, y
unos zapatos de suela gruesa, de excursionista, que por cierto estaban de moda
y había sido muy fácil convencer a su mamá de que se los comprara, aun siendo
“niña”. Como si tuviera diez años. Pero atrás dejaba todo eso. Hoy era día de
la aventura.
El plan era sencillo: ir en
bicicleta hasta la estación de ferrocarriles, y de ahí fijarse por dónde salía
el tren a Querétaro. Sí, quería ir al Norte, a aquellas tierras lejanas que su
familia conocía, y que ella sólo había oído nombrar una y otra vez, pero nada
más. Una vez que hubiera visto cuál era la vía de salida, esperaría al tren y
seguiría en bicicleta una ruta paralela a las vías hasta llegar a las primeras
estaciones. Luego vendería la bicicleta en alguna de ellas y seguiría el viaje
en el ferrocarril, así tendría algo más de dinero, aunque estaba dispuesta a
trabajar cuando fuera necesario en lo que le permitiera no atorarse mucho
tiempo en ningún lugar; o trabajar por la comida y la cama de una noche:
limpiar una casa por un día, hacer mandados, lo que fuera, pero fácil y que no
la pusiera en riesgo, eso lo tenía muy claro.
Así fue que a unas calles de su
casa montó la bici y empezó a pedalear con una alegría inmensa y por eso con
una enorme sonrisa que salía desde muy adentro. Se sentía una con su bicicleta,
era capaz de tomar las curvas como un profesional, inclinándose para no salir
disparada y no perder velocidad. Lamentaba un poco tener que irse sola, pero su
amiga –Carla– no había querido acompañarla, era algo cobarde y, sobre todo,
comodina como para querer correr esta clase de aventuras: en su casa, con su
“mami” que le preparaba diario comida riquísima estaba bien, saliendo con
muchachos y leyendo el Lágrimas y Risas,
ésa era su vida; ¡nunca leyó a Julio Verne, ni a Conrad, ni a Stevenson, nunca
soñó con islas desiertas, ni viajes accidentados en un barco maldito, ni con
largas travesías por bosques desconocidos. Compartían, eso sí, el placer de
pasear en bici y dominar este aparato, pero poco más. Paloma no era de muchos
amigos. En realidad le estaban prohibidos, salvo Carla, que por alguna causa no
fue mal vista. Por supuesto, Paloma habría preferido irse con alguien, pero si tenía
que irse sola, también le parecía que la aventura sería mucho mayor.
–¡Por fin! ¡Híjole, a ver qué pasa!
–Dijo, cuando empezó a sentir el viento en el rostro.
Era temprano y había poco
movimiento en la calle, de manera que podía andar sin cuidarse mucho de los
coches ni de los peatones, ni de los viejos mañosos que fastidian todo el
tiempo a las mujeres. Ése era un riesgo que había tenido muy en cuenta, pero se
consideraba capaz de resolverlo, de salir adelante:
–Un patadón en salva sea la parte y
listo. Esos tales no me van a impedir que yo salga y corra aventuras. No
faltaba más. ¡Tarados!
Todavía el sol no asomaba, y vio en
el cielo una luna hermosísima, que aun con las luces de la ciudad podía
disfrutarse, estaba creciente, el cielo lucía completamente despejado y podían
verse algunas estrellas, las más brillantes, pues la ciudad no da mucho en ese
sentido y la hora tampoco. Entonces imaginó cómo serían pronto las noches para
ella: una inmensidad sobre su cabeza para contemplarla por horas, tratando de
encontrarle el fin, descubriendo siempre nuevos cuerpos celestes.
Poco después, el rojo del sol
empezaba a teñir el horizonte. Se anunciaba un día magnífico, así que siguió su
plan tal como lo había pensado. Eso la tenía feliz. Al llegar a la estación le
picó el hambre nada más de ver a las tamaleras con las humeantes vaporeras y
las ollotas de atole. Le entró un antojo… Se dirigió hacia allá sin pensarlo
dos veces y en un poste que estaba junto a los tamales encadenó la bicicleta,
no fuera a ser que un rata le frustrara el plan.
–Pero aunque me la robaran –se dijo
en voz alta– yo le sigo. Pues sí, pero no se trata de empezar mal y correr
riesgos a lo babas, así que mejor la aseguro. Pero esos tamales me hicieron
ojitos desde que los vi y esto es un excelente inicio. Ese olor sólo puede
augurar cosas buenas.
–Buenos días –saludó a los del
puesto–, ¿a cómo los tamales?
–Hay de a cinco y de a seis los
rancheros.
–¿De qué tiene atole?
–Tenemos arroz, champurrado y de
piña.
–¿Y los tamales?
–Hay de rajas, verdes, rojos y de
guayaba.
–Híjole, seño, está difícil
decidirse… A ver, deme un atole de piña, un verde y uno de guayaba. ¿El atole a
cómo?
–De a cinco, niña.
–Está bien.
–Sí, orita.
Los tamales y el atole estaban
humeantes y abrían más el apetito, porque no se podían comer de inmediato. Había
que esperar a que se enfriaran un poco, así que les soplaba; con todo y que la
mañana era algo fresca, el calor del atole no cedía fácilmente. Pero más valía
la paciencia que quemarse y acabar con la lengua despellejada el primer día de
la aventura. Así que fue paciente y esperó a que tamales y atole se enfriaran
lo suficiente para poder saborearlos a gusto. El paso siguiente era entrar en
la estación y ver horarios. Ya lo había hecho una semana antes, pero la
sensación de estar allí era magnífica: gente llegando y partiendo con cajas,
maletas, bultos; familias despidiéndose, amigos reconociéndose y abrazándose
por el gusto de verse de nuevo; caras tristes y felices en fluir constante, así
que quería repetir de nuevo todo aquello.
–Híjole, qué rico. Qué emoción.
De repente, la asaltó una duda y un
mal pensamiento, pero se sacudió esa idea.
–¡No!, ¡nada va a echar a perder
esto y no me va a atemorizar un mal pensamiento ni un miedo tonto! Si no ocurre
no existe. El riesgo no es el peligro. El miedo tampoco y no voy a dejarme
asustar sólo por los pensamientos. ¡A la goma!
–¿Qué dice, niña?
–Nada, nada, seño, qué sabrosos
están sus tamales. ¡Y el atole!
–Ah, ¿sí, niña, le gustaron? Qué
bueno.
Así, mientras miraba con
insistencia hacia la entrada de la estación, se desayunó con mucho apetito,
saboreando cada bocado y cada trago. Tenían un sabor especial, a aventura.
–Aquí tiene, seño, ¿se cobra?
–Sí, niña, orita le doy su cambio. Aquí
tiene, niña.
–Gracias, señora, muy ricos sus tamales.
Oiga… no, nada.
Había pensado en encargarle la
bicicleta a la señora, pero lo pensó bien y no quiso arriesgarse a dejarla.
Total, si le decían que no podía entrar con ella a la estación, entonces se
regresaría, la aseguraría otra vez al poste y le pediría a la señora que le
echara un ojo.
Subió las escaleras cargando la
bicicleta y con una gran sonrisa entró. El policía de la entrada ni siquiera la
miró, así que ya allí la bajó y se la llevó rodando hacia el tablero de salidas
donde estaba toda la información. Querétaro a las 7, andén 5. Se dirigió a los
andenes para ver el tren, caminó hasta el final para ver el número de la
máquina y esperarla a la salida y no confundirse de vía. Vio el número y lo
memorizó, era fácil, una capicúa, es decir, empezaba con dos números que eran
los mismos con los que terminaba, pero en orden inverso: 52125. Eso,
seguramente era señal de buena suerte.
Con la emoción de ver a la gente
abordando el tren, a los porteros con su uniforme, la sensación de salida
inminente, le dieron ganas de empezar de una vez en el tren, pero se resistió.
“No, lo haré conforme a lo planeado, también es emocionante”. De manera que
regresó hacia la entrada, pero antes pasó al baño, para aprovechar, porque
luego ya no habría modo. Había algo de gente, pero eso no le importó para
encadenar la bici a un lavabo mientras iba a hacer pipí. La cosa era ir a
gusto. Era lo último antes de lanzarse de lleno al viaje.
De repente pensó que dónde iría a
dormir, pero sacudió la cabeza y quitó esa idea de su pensamiento: “No, si me
pongo a pensar en todo, no salgo de mi casa, para el caso me quedo como Carla,
muy a gusto en mi casita con todas las comodidades.” Sí, ése no era el
objetivo, precisamente se trataba de a ver cómo salía todo, de no tener todo
resuelto y fácil, a la mano, con sólo estirarla. A este respecto, Paloma sentía
que tal vez nadie la entendía: ¿cómo podía dejar todo lo cómoda y fácil que era
su vida para buscar dificultades? La respuesta para ella estaba precisamente en
esa vida sin dificultades que presentaba pocos retos o ninguno, y sólo pedía
seguir la corriente, una corriente ancestral donde no había más que hacer que lo
que hacen todos: ir al kínder, estudiar la primaria, la secundaria, la prepa,
una carrera, casarse, tener hijos, cuidarlos, “ser feliz” y morirse. ¿Y en
medio nada? ¿Y las novelas? ¿Y los descubrimientos? ¿Las selvas? ¿Las islas
inexploradas? ¿No ser un Robinsón? Ya de perdida un viajero, un cicerone como
en alguna novela de Verne. No, no, no podía hacer eso y dejarse arrastrar por
la inercia y nada más.
Con todas estas ideas en la cabeza
se dirigió a la salida, bajó las escaleras con la bici cargada en vilo y una
vez abajo la montó y empezó a pedalear hacia la salida de vías de la estación.
Recordaba perfectamente el número de la máquina y faltaban 5 minutos para las
siete, de manera que todo iba a la perfección, a pedir de boca.
¡Paloma! ¡Qué gusto volver a leer de ella!
ResponderEliminarYa pronto conocerás sus nuevos pasos. Por lo pronto,
EliminarVa de nuez. Esta cosa no me dejó acabar.
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