domingo, 5 de abril de 2015

A vuelo de Paloma

Hola a todos. Algunos de ustedes ya conocen a Paloma. No obstante, voy a publicar los capítulos que algunos han leído para que todos sepan de ella. Después seguiré con la tan solicitada segunda parte que está a punto. Y yo creo que habrá una tercera, según se va viendo. Aquí va: ¡Comenzamos! Y si alguien quiere agregarle una ilustración, ¡bienvenida!
Capítulo 1 Calentando máquinas
El plan estaba trazado: esa madrugada se levantaría sigilosamente, se echaría a la espalda la mochila que tenía ya preparada con lo necesario: alguna ropa y agua, algo de comida y el dinero que había podido ahorrar desde que había tomado la decisión de irse; cogería la bicicleta, la cargaría para que la cadena y los ejes no la delataran al rodar y saldría con rumbo a la estación de ferrocarriles; era una suerte que todavía existieran.
Tenía que hacerlo, algo le decía a Paloma que no habría trenes para muchos años, de manera que era urgente comenzar la aventura en ese momento, no podía esperar más, la ciudad, la modernización, la urbanización creciente, todo se lo impediría, o al menos se lo obstacaguaufufdddía, quiero decir, le pondría obstáculos. No era que todo estuviera claramente definido, pero sí estaba segura de dos cosas: una, quería correr aventuras y dos, quería viajar en ferrocarril. Lo demás, quién sabe, ni lo imaginaba, pero había un plan inicial y eso era lo importante, el resto, ya vendría, eso precisamente era el centro de la aventura.
Así salió aquella mañana de abril. El frío ya había pasado y era posible resistir en el exterior incluso una noche en caso de que fuera preciso. De manera que todo lo hizo muy silenciosamente y logró salir sin despertar a nadie. Por fortuna todos tenían el sueño bastante pesado a esa hora, gracias a la costumbre de dormirse siempre muy tarde. La ropa que llevaba era la ideal: un pantalón de pana delgada, cómodo, con bolsas para tener a la mano lo necesario: un pañuelo, el dinero, una navaja. Una sudadera con cierre al frente que le permitía quitársela rápidamente o abrigarse hasta el cuello, con gorro, por si llovía, y una gorra en la mochila para el sol; calcetines de algodón, de hilaza, para que no se le apestaran demasiado los pies, pues seguramente serían largas las jornadas de caminata, y unos zapatos de suela gruesa, de excursionista, que por cierto estaban de moda y había sido muy fácil convencer a su mamá de que se los comprara, aun siendo “niña”. Como si tuviera diez años. Pero atrás dejaba todo eso. Hoy era día de la aventura.
El plan era sencillo: ir en bicicleta hasta la estación de ferrocarriles, y de ahí fijarse por dónde salía el tren a Querétaro. Sí, quería ir al Norte, a aquellas tierras lejanas que su familia conocía, y que ella sólo había oído nombrar una y otra vez, pero nada más. Una vez que hubiera visto cuál era la vía de salida, esperaría al tren y seguiría en bicicleta una ruta paralela a las vías hasta llegar a las primeras estaciones. Luego vendería la bicicleta en alguna de ellas y seguiría el viaje en el ferrocarril, así tendría algo más de dinero, aunque estaba dispuesta a trabajar cuando fuera necesario en lo que le permitiera no atorarse mucho tiempo en ningún lugar; o trabajar por la comida y la cama de una noche: limpiar una casa por un día, hacer mandados, lo que fuera, pero fácil y que no la pusiera en riesgo, eso lo tenía muy claro.
Así fue que a unas calles de su casa montó la bici y empezó a pedalear con una alegría inmensa y por eso con una enorme sonrisa que salía desde muy adentro. Se sentía una con su bicicleta, era capaz de tomar las curvas como un profesional, inclinándose para no salir disparada y no perder velocidad. Lamentaba un poco tener que irse sola, pero su amiga –Carla– no había querido acompañarla, era algo cobarde y, sobre todo, comodina como para querer correr esta clase de aventuras: en su casa, con su “mami” que le preparaba diario comida riquísima estaba bien, saliendo con muchachos y leyendo el Lágrimas y Risas, ésa era su vida; ¡nunca leyó a Julio Verne, ni a Conrad, ni a Stevenson, nunca soñó con islas desiertas, ni viajes accidentados en un barco maldito, ni con largas travesías por bosques desconocidos. Compartían, eso sí, el placer de pasear en bici y dominar este aparato, pero poco más. Paloma no era de muchos amigos. En realidad le estaban prohibidos, salvo Carla, que por alguna causa no fue mal vista. Por supuesto, Paloma habría preferido irse con alguien, pero si tenía que irse sola, también le parecía que la aventura sería mucho mayor.
–¡Por fin! ¡Híjole, a ver qué pasa! –Dijo, cuando empezó a sentir el viento en el rostro.
Era temprano y había poco movimiento en la calle, de manera que podía andar sin cuidarse mucho de los coches ni de los peatones, ni de los viejos mañosos que fastidian todo el tiempo a las mujeres. Ése era un riesgo que había tenido muy en cuenta, pero se consideraba capaz de resolverlo, de salir adelante:
–Un patadón en salva sea la parte y listo. Esos tales no me van a impedir que yo salga y corra aventuras. No faltaba más. ¡Tarados!
Todavía el sol no asomaba, y vio en el cielo una luna hermosísima, que aun con las luces de la ciudad podía disfrutarse, estaba creciente, el cielo lucía completamente despejado y podían verse algunas estrellas, las más brillantes, pues la ciudad no da mucho en ese sentido y la hora tampoco. Entonces imaginó cómo serían pronto las noches para ella: una inmensidad sobre su cabeza para contemplarla por horas, tratando de encontrarle el fin, descubriendo siempre nuevos cuerpos celestes.
Poco después, el rojo del sol empezaba a teñir el horizonte. Se anunciaba un día magnífico, así que siguió su plan tal como lo había pensado. Eso la tenía feliz. Al llegar a la estación le picó el hambre nada más de ver a las tamaleras con las humeantes vaporeras y las ollotas de atole. Le entró un antojo… Se dirigió hacia allá sin pensarlo dos veces y en un poste que estaba junto a los tamales encadenó la bicicleta, no fuera a ser que un rata le frustrara el plan.
–Pero aunque me la robaran –se dijo en voz alta– yo le sigo. Pues sí, pero no se trata de empezar mal y correr riesgos a lo babas, así que mejor la aseguro. Pero esos tamales me hicieron ojitos desde que los vi y esto es un excelente inicio. Ese olor sólo puede augurar cosas buenas.
–Buenos días –saludó a los del puesto–, ¿a cómo los tamales?
–Hay de a cinco y de a seis los rancheros.
–¿De qué tiene atole?
–Tenemos arroz, champurrado y de piña.
–¿Y los tamales?
–Hay de rajas, verdes, rojos y de guayaba.
–Híjole, seño, está difícil decidirse… A ver, deme un atole de piña, un verde y uno de guayaba. ¿El atole a cómo?
–De a cinco, niña.
–Está bien.
–Sí, orita.
Los tamales y el atole estaban humeantes y abrían más el apetito, porque no se podían comer de inmediato. Había que esperar a que se enfriaran un poco, así que les soplaba; con todo y que la mañana era algo fresca, el calor del atole no cedía fácilmente. Pero más valía la paciencia que quemarse y acabar con la lengua despellejada el primer día de la aventura. Así que fue paciente y esperó a que tamales y atole se enfriaran lo suficiente para poder saborearlos a gusto. El paso siguiente era entrar en la estación y ver horarios. Ya lo había hecho una semana antes, pero la sensación de estar allí era magnífica: gente llegando y partiendo con cajas, maletas, bultos; familias despidiéndose, amigos reconociéndose y abrazándose por el gusto de verse de nuevo; caras tristes y felices en fluir constante, así que quería repetir de nuevo todo aquello.
–Híjole, qué rico. Qué emoción.
De repente, la asaltó una duda y un mal pensamiento, pero se sacudió esa idea.
–¡No!, ¡nada va a echar a perder esto y no me va a atemorizar un mal pensamiento ni un miedo tonto! Si no ocurre no existe. El riesgo no es el peligro. El miedo tampoco y no voy a dejarme asustar sólo por los pensamientos. ¡A la goma!
–¿Qué dice, niña?
–Nada, nada, seño, qué sabrosos están sus tamales. ¡Y el atole!
–Ah, ¿sí, niña, le gustaron? Qué bueno.
Así, mientras miraba con insistencia hacia la entrada de la estación, se desayunó con mucho apetito, saboreando cada bocado y cada trago. Tenían un sabor especial, a aventura.
–Aquí tiene, seño, ¿se cobra?
–Sí, niña, orita le doy su cambio. Aquí tiene, niña.
–Gracias, señora, muy ricos sus tamales. Oiga… no, nada.
Había pensado en encargarle la bicicleta a la señora, pero lo pensó bien y no quiso arriesgarse a dejarla. Total, si le decían que no podía entrar con ella a la estación, entonces se regresaría, la aseguraría otra vez al poste y le pediría a la señora que le echara un ojo.
Subió las escaleras cargando la bicicleta y con una gran sonrisa entró. El policía de la entrada ni siquiera la miró, así que ya allí la bajó y se la llevó rodando hacia el tablero de salidas donde estaba toda la información. Querétaro a las 7, andén 5. Se dirigió a los andenes para ver el tren, caminó hasta el final para ver el número de la máquina y esperarla a la salida y no confundirse de vía. Vio el número y lo memorizó, era fácil, una capicúa, es decir, empezaba con dos números que eran los mismos con los que terminaba, pero en orden inverso: 52125. Eso, seguramente era señal de buena suerte.
Con la emoción de ver a la gente abordando el tren, a los porteros con su uniforme, la sensación de salida inminente, le dieron ganas de empezar de una vez en el tren, pero se resistió. “No, lo haré conforme a lo planeado, también es emocionante”. De manera que regresó hacia la entrada, pero antes pasó al baño, para aprovechar, porque luego ya no habría modo. Había algo de gente, pero eso no le importó para encadenar la bici a un lavabo mientras iba a hacer pipí. La cosa era ir a gusto. Era lo último antes de lanzarse de lleno al viaje.
De repente pensó que dónde iría a dormir, pero sacudió la cabeza y quitó esa idea de su pensamiento: “No, si me pongo a pensar en todo, no salgo de mi casa, para el caso me quedo como Carla, muy a gusto en mi casita con todas las comodidades.” Sí, ése no era el objetivo, precisamente se trataba de a ver cómo salía todo, de no tener todo resuelto y fácil, a la mano, con sólo estirarla. A este respecto, Paloma sentía que tal vez nadie la entendía: ¿cómo podía dejar todo lo cómoda y fácil que era su vida para buscar dificultades? La respuesta para ella estaba precisamente en esa vida sin dificultades que presentaba pocos retos o ninguno, y sólo pedía seguir la corriente, una corriente ancestral donde no había más que hacer que lo que hacen todos: ir al kínder, estudiar la primaria, la secundaria, la prepa, una carrera, casarse, tener hijos, cuidarlos, “ser feliz” y morirse. ¿Y en medio nada? ¿Y las novelas? ¿Y los descubrimientos? ¿Las selvas? ¿Las islas inexploradas? ¿No ser un Robinsón? Ya de perdida un viajero, un cicerone como en alguna novela de Verne. No, no, no podía hacer eso y dejarse arrastrar por la inercia y nada más.
Con todas estas ideas en la cabeza se dirigió a la salida, bajó las escaleras con la bici cargada en vilo y una vez abajo la montó y empezó a pedalear hacia la salida de vías de la estación. Recordaba perfectamente el número de la máquina y faltaban 5 minutos para las siete, de manera que todo iba a la perfección, a pedir de boca.


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