Otra vez sobre la bicicleta
Paloma
se subió a su bicicleta. La notó un poco pesada y se dio cuenta de que le
faltaba aire a una llanta, así que empezó a buscar un taller de bicicletas, una
vulcanizadora o una gasolinera. Lo primero que halló fue una vulcanizadora.
Allí pidió que le inflaran la llanta. El talachero lo hizo, pero empezó a
salírsele el aire.
–Está ponchada. ¿Quieres que te la
arregle?
La novedad inquietó un poco a
Paloma, quien además se sintió un poco molesta de que la tuteara.
–Sí, pues sí. ¿En cuánto sale?
–Diez pesos.
–Sí, está bien.
El talachero le hizo la plática.
–Tú no eres de aquí, ¿verdá?
–No –respondió Paloma un poco
dudosa.
–Ah, ¿y qué andas haciendo? ¿A poco
andas tú sola?
–Este… no.
–Estás diciendo mentiras. Estás muy
chula –dijo el talachero y la miró con descaro de arriba abajo.
Paloma se asustó un poco. El tipo
era un hombre de unos treinta años, moreno, fuerte, cuya mirada le provocaba
desconfianza. Mientras esto pensaba, el hombre trabajaba con rapidez
demostrando dominio del oficio.
–Así que andas solita.
–No, le digo que no. Estoy con mis
tíos. Don Atanasio y doña Justina. Vine a visitarlos. ¿Ve cómo no estoy sola?
–Ah, vaya –dijo el hombre y pareció
cortarse un poco– no sabía que tuvieran una sobrina.
–¿Los conoce? Pues sí, la gente
tiene parientes que luego dejan de verse. ¿A usted no le ha pasado?
–Cómo no. Bueno, ya quedó –contestó
el hombre ya sin ganas de seguir la plática.
Paloma le pagó, le dio las gracias y
se fue otra vez rumbo a la casa de los viejos, para que el hombre creyera que
iba para allá, pero solamente le dio la vuelta a la manzana para escaparse de aquella
mirada incómoda. Tuvo que dar un rodeo para que no la viera que se iba, pero
finalmente tomó por fin rumbo a la salida hacia la estación. Volteó varias
veces, desconfiada, pero no había nadie. Era su miedo nada más. Los hombres en
la calle eran un fastidio, siempre molestando, diciendo frases casi siempre
groseras y mirando de aquella manera ofensiva y molesta. Raro era el que caía
bien o decía algo que no fuera vulgar; sólo entonces era agradable. Lo peor era
cuando querían manosearla y más aún cuando lo lograban. Sentía una rabia y una
impotencia, porque los muy cobardes huían corriendo de inmediato. De nada
valían ya los insultos o el querer hacer algo para desquitarse: la ofensa
estaba hecha y el abuso, cometido. “¡Qué coraje!” Pensó Paloma, pero también
pensó que no tenía sentido estar pensando en esos tipos y que no iban a
arruinarle el momento.
Pasaban ya de las doce, pues al
pasar por la plaza vio el reloj de la torrecilla del centro, así que
probablemente llegaría a las dos a Tequisquiapan. O al menos eso calculó.
Tomó por fin el camino paralelo a
las vías y siguió pedaleando con gusto. Le dolían un poco las sentaderas por el
sillín, pero era parte del viaje, como ya se lo había dicho varias veces.
El calor era fuerte. Paloma se puso
la gorra y nada más se había dejado la playera de manga larga, por el sol, pero
de todos modos empezó a sentir ardor en los brazos. Lo bueno fue que allí ya no
le tocó subida como cuando iba de Tepotzotlán a Polotitlán, que sí tuvo un
tramo bastante pesado. Y no sólo las sentaderas le dolían, mucho más las
piernas, del esfuerzo del día anterior. Por eso quería ir al balneario y
aprovechar para descansar un poco y nadar tantito. Según vio, tenía que pasar
varias estaciones y llegar a San Juan del Río, que era la más cercana a
Tequisquiapan. Ya de allí, tenía que buscar la carretera o el camino para el
balneario. De acuerdo con el mapa que traía, eran unos cuarenta y ocho
kilómetros, y como estaba bastante plano, calculó unas dos horas y media si iba
a buen paso, así que empezó a pedalear un poco más rápido. Eran cuatro
estaciones nada más.
Mientras recorría el tramo recordaba
todo lo que había pasado el día anterior, especialmente su estancia en
Polotitlán. Pensaba en las casualidades que se habían dado y en todo lo que
había pasado. Su conclusión fue que la vida estaba llena de ellas y era más
interesante y necesario reconocerlas, aunque a veces le resultaba difícil en su
vida rutinaria de estudiante: levantarse temprano, bañarse, desayunar, ir al
metro, hacer los transbordos para llegar a la escuela, esperar al maestro, ver
a los compañeros, escuchar y hacer casi siempre las mismas bromas, los mismos
chistes, decir las mismas palabras. Luego una clase tras otra, los descansos
entre cada una, la clase de danza al final. Los amigos que las esperaban, el
camino al metro o a la parada del camión entre bromas y risas; llegar a la
casa, comer, hacer tarea, hablar un poco, casi nada, con su familia, la
merienda, la tele, la noche, dormirse y vuelta a empezar. Era difícil reconocer
las casualidades en medio de aquella repetición, sin embargo, pensó que
seguramente allí estaban, pero que las dejaba pasar porque no las reconocía de
tan monótono que era todo.
Con esos pensamientos siguió
adelante y no hubo novedades. Entonces pensó, “tal vez ahora mismo por ir
pensando no me he dado cuenta de algo que pudo haber sido interesante o
importante y no va a volver”. Así pasó por la estación de Cazadero, luego
Palmillas y Peón. Se dio cuenta de que ya nada más le faltaba una, San Juan del
Río. Se sorprendió de cuánto podía alejarse de lo que pasaba a su alrededor por
estar pensando y decidió que debía obligarse a dejar de hacerlo y estar más
atenta a lo que pasaba fuera, y no a lo que le ocurría adentro, lo cual
generalmente no la llevaba más que a repetirse una y otra vez las mismas ideas
o los mismos recuerdos. Y casualmente eran los malos los que una y otra vez le
daban vueltas en la cabeza. Entonces se obligó a volver a los recuerdos
agradables del día anterior en Tepotzotlán con doña Dora y su familia, y de la
noche anterior –con todo y susto– y toda la mañana con don Atanasio y doña
Justina. Y así, casi sin darse cuenta llegó a San Juan. Allí preguntó cómo
llegar al balneario. Le dijeron que allí había uno, pero ella insistió en
Tequisquiapan. Don Atanasio decía que eran buenas sus aguas y seguramente así
era y le caerían de perlas.
–Ahistá el camino adelantito,
agarras pa la derecha y de ahí, todo derecho, como unos ocho kilómetros –le
dijo un hombre en la estación, donde se había detenido a preguntar.
–Ah, bueno, gracias.
Paloma tenía sed, recordó que no
había tomado agua ese día, sino solamente el té con piquete y el café con
leche, pero agua, nada. Afuera de la estación estaba un hombre con un puesto de
aguas frescas. Eran tres vitroleros con lo que parecía agua de chía, de jamaica
y de sandía. Pidió una de chía, acordándose de doña Dora.
–Aquí tienes, muchacha.
–Gracias, señor. ¿Cuánto es?
–Dos pesos.
Era baratísimo. Se bebió el vaso
casi de un jalón y pidió otro, pero de jamaica.
–Se ve que traibas se.
–Sí, mucha, como hace calor…
–Sí, ta juerte. Y con la bicicleta,
más. ¿Te sirvo en el mismo vaso?
–Sí, para qué ensucia otro.
–¿Pa ónde vas?
–Aquí al balneario de aguas
termales.
–Ah, a Tequis.
–Sí –respondió Paloma ante el
acortamiento que le pareció muy cómodo y
lo repitió–, a Tequis.
–Todavía te queda un rato larguito.
Como una hora le calculo.
–¿Sí? Ya me andaba de sed y se me
hacía que todavía era mucho, pero ya ahorita creo que sí aguanto bien.
–¿Tú sola andas?
–Sí, con mi bici.
–Y con ella platicas –dijo el hombre
y se rio.
–Pues a ratos –le siguió la broma y
le pidió otro vaso de chía.
–Pos sí que traibas se, ¿eh?
–Imagínese, no había tomado agua en
todo el día y salí a la hora del mero sol.
–¿De ónde vienes?
–De Polotitlán.
–Ah, de Polo, sí, conozco allí.
Buenos charros. Gente rica.
–Ah, ¿sí? Bueno, cuánto le debo.
–Pos seis pesos, muchacha. Tas muy
chula, cuídate.
–Aquí tiene, gracias. Voy a
seguirle.
Y Paloma volvió a montar la
bicicleta con cierto trabajo. En ese momento se preguntó si sería capaz de
seguir el viaje por ese medio, pues se sentía bastante cansada. Pensó que a lo
mejor le convenía ya vender la bicicleta en San Juan y seguir en el tren.
También pensó en la insistencia de
la gente en que tuviera cuidado. Conocía ya de sobra a los viejos que molestan
en la calle, pero nunca le había pasado algo más molesto que un tipo le rozara
las nalgas en la calle, en el metro o en el camión. Luego pensó que no era tan
mínimo, porque el malestar era mucho, y que finalmente era un abuso y empezó a
enojarse. En ese momento recordó su intención de hacía un rato de no estar dándole
vueltas a las mismas cosas y de no revivir una y otra vez experiencias
desagradables. Las gratas eran más importantes y, en todo caso, sería menos
pasiva cuando se presentaran esas enojosas ocasiones. Recordó el consejo de un
maestro de la secundaria de traer un alfiler a la mano cuando fuera en un
camión lleno, o en el metro, cuando un viejo anduviera de mañoso.
–¡Basta! –Gritó para dejar de pensar
y siguió en voz alta– A lo tuyo, Paloma, a ver el paisaje, a disfrutar el
camino, a gozar del viaje.
Y así siguió el trayecto,
concentrada en lo que veía: los sembradíos, los animales, los árboles, las
aves, hasta la basura que la gente echaba a la carretera; respirando los olores
del campo: a plantas, a tierra, a árboles, a estiércol, a su mismo sudor.
Escuchando los pájaros, los lejanos mugidos, el viento, los motores de los
vehículos que se acercaban y se alejaban al pasarla en la carretera. Así dejó
de pensar y gozó de lo que la rodeaba.
Poco después empezó a ver anuncios
de hoteles. Ya estaba cerca. Luego se topó con un letrero: “Tequisquiapan 1” . “Ya sólo falta un kilómetro”
se dijo muy contenta, pues el cansancio, el hambre y las ganas de orinar
después de los tres vasos de agua que, por muy deshidratada que hubiera estado,
habían sido mucho.
Poco a poco empezó a ver casas y más
adelante se topó con un camino empedrado: ya había llegado, no cabía duda. Pero
decidió bajarse de la bicicleta. El golpeteo del empedrado era demasiado para
sus maltrechas nalgas. Pero también quería llegar ya. Pese a su ansiedad,
Paloma tuvo paciencia, respiró y se dijo que qué eran unos minuto más después
del esfuerzo que ya había hecho, así que se tranquilizó y siguió a pie, rodando
la bicicleta por la banqueta para que no brincoteara. Era curioso: ella por el
arroyo y la bicicleta por la banqueta, los papeles invertidos.
El pueblo era pequeño, pero
agradable. Había muchas casas que parecían vacías, seguramente eran sólo para
los fines de semana, de gente de Querétaro o de otros lugares que sólo las
utilizaban unos cuantos días al año. Pensó que era un desperdicio. Pronto llegó
al centro, que tenía una iglesia y un jardín entre ésta y el palacio municipal,
como muchos pueblos de México. Allí buscó una banca en la sombra y se sentó un
rato a descansar. Luego buscó a quién preguntarle por el balneario. En el
parque había un bolero, así que se acercó a éste para preguntarle:
–Oiga, disculpe, ¿para dónde queda
el balneario de aguas termales?
El hombre tenía cara de alcohólico,
con el rostro totalmente deformado y en lugar de contestar la pregunta de
Paloma respondió:
–A diez.
–¿A diez?
–Sí, a diez. Ta barato, los otros
cobran doce.
–Ah –exclamó Paloma, entendiendo que
el hombre se refería a la boleada y que no había comprendido su pregunta, y
agregó–, gracias, sí, al rato vengo.
Entonces fue con un nevero que
estaba más adelante. Éste, que había visto todo le dijo a Paloma:
–Ya está loco de tanto beber. No
entiende. Pero yo sí te puedo contestar, muchacha. El balneario está a dos
calles patrás de la iglesia, se llama El Relox. ¿Una nieve por ahí?
–Ah, sí, muchas gracias.
–¿De qué la quieres?
–Ah, no, muchas gracias por la
información. Pero al rato regreso por mi nieve.
Paloma caminó en la dirección que le
había indicado el nevero y efectivamente, llegó a una construcción grande de
piedra con un arco que tenía un letrero: “Hotel balneario El Relox”. Entró por
el arco y había dos flechas, una que indicaba hacia el hotel y otra hacia el
balneario. Tomó esta dirección y a unos metros había una taquilla en la que
preguntó el costo:
–Buenas tardes. ¿Cuánto cuesta la
entrada?
–Buenas tardes –respondió una mujer de
unos cincuenta años con lentes verdes y le informó–, la entrada general a la
alberca es de cincuenta pesos. Si quiere un privado son cien o más si es grande.
–¿La alberca general es de agua
termal también?
–Bueno, es la que sale de los
privados. Luego pasa allí y como es grande, pues ya está menos caliente, más
bien tibia. Si la persona va nada más a nadar, le conviene la general. Si viene
por curarse, pues un privado.
–¿Y cómo son los privados?
–Son techados para conservar la
temperatura. Y según las personas que van a entrar es el costo, porque hay unos
más grandes que otros, pero se cobra por privado, no por persona. Los más
chicos son para una o dos, son los de a cien. Los grandes son de quinientos.
–¿Y hay uno chico disponible?
–Sí, hoy sí. Hay poca gente.
–¿Y se paga por adelantado?
–Claro, si no, cómo.
–Bueno, pues quiero un privado.
–¿Dónde puedo dejar mi bici?
–Ah, allí enfrente, ¿ves dónde?, hay
un lugar para las bicicletas, pero sólo si traes cómo asegurarla. Si no, no nos
hacemos responsables.
–Sí, aquí traigo mi candado.
–Son diez pesos más por la
bicicleta.
–¿Y por cuánto tiempo? ¿Todo el día?
–¿El privado? Normalmente, cuando
está lleno es una hora, pero cuando no hay mucha gente se les deja estar dos
horas. El cuidador toca para avisar que ya se va a vencer.
–¿También para la bici son dos horas?
–No, esa se puede quedar hasta que
cerremos, a las seis, pero si no la recoges, se rompe el candado y se la
entregamos a la policía. Además puedes recorrer los jardines. A la zona del
hotel sí no puedes pasar, pero a lo demás sí.
A Paloma le pareció un poco caro,
pero le hacía falta. Cada vez se sentía más cansada.
–Está bien, aquí tiene. Oiga, ¿y
para comer?
–Si la persona se hospeda aquí, la
comida está incluida. Si no, el menú cuesta setenta pesos.
–¡Setenta! Este… no, nada más el
privado.
–Pero yo vendo aquí tortas –le dijo
la mujer con discreción y en voz más baja–, son a cinco pesos, pero bien
hechas. Es para ayudarme –se justificó.
–Bueno, deme una.
–Shhhh, con discreción, si no, me
corren. A ver, pon tu mochila en el mostrador y le abres el cierre como que
buscas algo y yo te la guardo –luego añadió en voz más alta–, entonces un privado,
¿verda?
–Sí –dijo también Paloma casi a
gritos.
La mujer le hizo un gesto para darle
a entender que no exagerara. En ese momento le volvieron las ganas de ir al
baño y preguntó dónde estaba.
–Pasando la puerta donde orita vas a
entrar, están a mano izquierda. Allí en la puerta de la entrada está el
cuidador, él te va a abrir el privado. Le pones el pasador por dentro y ya allí
puedes hacer lo que quieras. Cuando se vaya a vencer, como te dije, el mismo
cuidador te toca para que te alistes. Allí en el privado hay una regadera si
quieres bañarte. Y aquí yo vendo jabón, champú y zacate por si no traes.
–Ah, gracias, aquí traigo –mintió
Paloma, que seguía sin ganas de bañarse, pensó que finalmente con la nadada y
la enjuagada sería suficiente, tomó su boleto, encadenó la bicicleta donde le
había indicado la taquillera, se dirigió a la entrada y luego al baño. El
hombre de la entrada no estaba en su puesto, y cuando ya iba a entrar al baño
la detuvo un grito:
–¡Su boleto!
–Paloma se detuvo en seco, de malas,
porque ya le urgía ir al baño. Volteó y vio que el hombre casi llegaba a donde
estaba, dio unos pasos y le alargó el boleto.
–Ven paque te abra el privado.
–Nada más déjeme ir al baño
–respondió Paloma ya casi de malas, y se metió. Cuando salió tenía otra cara.
Ya había recuperado el buen humor y con más ánimo se dirigió hacia el hombre y
le dijo:
–Ahora sí, vamos.
Era un señor algo mayor, pero no
viejo. Traía un aro lleno de llaves de todos los privados, un overol azul
marino un poco sucio y unas botas de hule. Él iba delante para mostrarle el
camino. Había muchas puertas y se detuvieron en la número tres.
–Yo te toco. ¿Vas a estar una hora?
–Me dijo la señorita de la taquilla
que podían ser dos.
–Ta güeno, yo te aviso cuando se
vayan a cumplir.
Paloma entró y cerró con el pasador,
como le dijo la taquillera. Era un cuarto con una claraboya por la que entraban
los rayos del sol y se reflejaban en el agua proyectándose en el techo. Al
principio le pareció un poco oscuro, pero rápido se acostumbró y le gustó
mucho, era una atmósfera agradable, un poco mística, según ella. Había una banca
de piedra y cemento y un perchero. Allí colgó su mochila. Se dio cuenta de que
no tenía traje de baño y pensó que cómo había pensado en nadar en la alberca general.
La casualidad la había favorecido otra vez, de modo que se fue quitando la ropa
y la fue colgando en el perchero. Tampoco traía toalla, pensó, así que tendría
que vestirse mojada o secarse con la playera. Pero dejó para después esos
detalles. Por el momento acabó de desnudarse. Sintió un poco de pudor, así que
se cercioró de que nadie la viera por la claraboya ni por alguna rendija de la
puerta. “Tampoco traigo chanclas. Mi mamá es la que siempre se encarga de esas
cosas. Qué floja soy. Ni modo, pues con los zapatos hasta la orillita”. Se
descalzó en el primer escalón –que eran también de cemento– y tanteó el agua.
Estaba caliente, muy caliente, así que fue avanzando con cuidado. La poza
tendría unos tres metros de largo por dos de ancho, y la banca agregaría un
metro más de ancho al cuarto. Realmente era nada más para disfrutar el agua,
pues no daba mucho para nadar, aunque con ganas era suficiente.
Era la primera vez que se metía
totalmente desnuda a una alberca, así que sintió una excitación nueva, un
placer nuevo, una sensualidad desconocida y de la que, además, se creía ajena.
Fue una sorpresa para ella misma. Poco a poco fue aceptando el agua caliente,
acostumbrándose a la temperatura hasta que pudo sumergirse por completo. Y el
placer fue mucho mayor. Era un gusto estar consigo misma, y no tener que
ocultar su cuerpo; era una sensación de aceptación total y se puso muy
contenta. El agua era un poco salobre, de modo que podía flotar con facilidad, también
olía a azufre, pero era lo de menos. En realidad no sabía nadar. Lo poco que
sabía lo había aprendido jugando con su hermana o sola, aprovechando las
oportunidades de las vacaciones, cuando iban a lugares con alberca, pero nunca
había aprendido formalmente. Así que aprovechó para seguir con su autoaprendizaje.
La alberquita no era muy honda y estaba pareja, así que pudo ir y venir a
gusto, sin el temor de que de pronto dejara de tocar el piso. Disfrutó
enormemente su desnudez, el calor del agua, la sensación de no tener peso, y el
descanso en todo el cuerpo que empezaba a invadirla.
Entonces también le empezó a entrar
el hambre. Se acordó de la torta y pensó que cuando saliera se la iba a comer
con muchísimo gusto.
El dolor de las piernas y sentaderas
cedió un poco. Era tan rico y se sentía tan a gusto que dio un salto de susto
cuando el cuidador golpeó la puerta y gritó:
–¡Quince minutos!
“¿Tan pronto? ¿Ya pasaron las dos
horas?” se dijo Paloma con pesar. Pero seguramente era así, de modo que salió
de la alberquita con pena y sintió un poco de frío. Allí estaba la regadera,
pero no quiso quitarse aquella sensación agradable que le quedaba del agua,
aunque tal vez también le quedara el olor a azufre, pero no le importó. Se
sacudió lo más que pudo el agua y agitó la cabeza como los perros para que se
le cayera el exceso. Le dio mucha risa y lo hizo varias veces. No importaba si
salpicaba todo, para eso era aquel lugar. Luego se vistió y aunque un poco
mojada, pensó que de todos modos se secaría. Abrió la puerta y la deslumbró la
luz que dentro estaba limitada a la claraboya. Ahí estaba el hombre, quien le
preguntó:
–¿No dejas nada?
–No, señor, ya revisé, gracias.
–El hombre entró con un balde y una escoba y empezó a
tallar el suelo con agua que sacaba de la alberquita.
Paloma vio entonces que había un jardín del otro lado,
entre los privados y la alberca general. Había unas bancas de piedra y cemento,
como parecía que era todo en aquel lugar, y se sentó. Sacó la torta que le
había vendido la mujer, la desenvolvió, la destapó para ver qué tenía: era de
pollo, ya un poco aguado el pan, pero el hambre que traía era mucha, además se
veía apetitosa, tenía jitomate, aguacate, chile chipotle y frijoles untados en
la tapa. Se le hizo agua la boca. La tapó y le dio la primera mordida.
–Mmmm. ¡Riquísima! ¿Y con esta hambre? Mmmm, más.
En la alberca grande había un grupo de muchachos, unos casi
niños y otros más grandes que jugaban caballazos. Había algunas personas
mayores con ellos. Seguramente serían de una escuela y los habían llevado de
excursión. Recordó sus años de primaria y secundaria, cuando salían de paseo.
En la primaria, siempre a Teotihuacán. En la secundaria, aunque también hubo
una excursión a esas pirámides, ya hubo otras: a Oaxtepec y al museo de
Antropología. La de Oaxtepec había sido la mejor y aquellos jóvenes se la había
recordado. Así había sido: jugar en la alberca incluso con los maestros, todos
gritando y riéndose. Sintió un poco de nostalgia, pero al mismo tiempo se
sintió contenta, porque en aquel tiempo dependía mucho más de sus papás, y
ahora era capaz de viajar ella sola. Claro que apenas eran dos días, pero
habían pasado tantas cosas que le parecía que ya habían pasado muchos más.
Recordó entonces a su familia. “¡Uy, ya me imagino!”, luego siguió entretenida,
viendo cómo se divertía el grupo.
Paloma a punto de zambullirse |
No hay comentarios:
Publicar un comentario