martes, 5 de mayo de 2015

Capítulo 6. La noche en Polotitlán


Polotitlán era, efectivamente, un pueblo en el que sus habitantes se dedicaban principalmente a criar caballos así como vacas para la producción de leche y sus derivados que vendían ahí mismo en varios expendios, además de en San Juan del Río y en Querétaro. Tenía cierta fama en la región. Además, sus charros también destacaban por ser “de los mejores” según afirmaban los pobladores. Por lo mismo, había un lienzo charro. El clima era agradable la mayor parte del año, más bien caluroso, aunque el agua, como le había dicho a Paloma el señor de la posada, no abundaba. Llovía sólo “en las aguas”, es decir, de mayo a septiembre y a veces nada más hasta julio. Por ello las casas no eran a dos aguas, sino de techo plano, y sin alero, pues no había necesidad de protegerse del agua, porque seguramente durante las lluvias éstas caían por chaparrones, no en lluvia constante.
            Dado, pues, el tamaño del poblado, el silencio reinó desde recién comenzada la noche y Paloma había caído como piedra, aunque regularmente ella era dada a dar muchas vueltas en la cama durante la noche y cambiaba constantemente de postura; y si alguien llegaba a dormir con ella por alguna razón, al poco rato mejor buscaba otro lugar. Hasta el suelo era preferible, salvo si el frío calaba, pero a decir de su hermana, era incluso mejor a pasar una noche incomodada por las vueltas de Paloma, quien, por su parte, no estaba consciente del todo de su sueño inquieto y no oía nunca cuando le pedían que dejara de moverse.
            Aquella fue una noche excepcional. Debido al cansancio, Paloma durmió de una pieza y casi inmóvil durante varias horas; sólo se percibía el ritmo de su respiración. Sin embargo, en algún momento de la noche, quiso cambiar de postura y voltearse, pero sintió un peso enorme sobre sus pies y como era tanto su cansancio no lo intentó más y volvió a caer en el sueño profundo; además, pensó que se trataba de Salomón, un gato amarillo que generalmente dormía con ella y solía adueñarse del centro de la cama y a quien le molestaba que el verdadero dueño de ella por cualquier motivo se moviese durante su sueño. Así que por unas horas más continuó en la misma postura, hasta que en la madrugada, cuando empezó a enfriar, intentó hacerse bolita para calentarse, pero nuevamente sintió un peso inmenso en sus pies que se lo impedía. Entonces, un poco más consciente que la primera vez, se preguntó qué sería aquello, si se habría enredado en las cobijas y ella misma se había anudado de modo que no podía moverse, lo cual sucedía con frecuencia. Trató entonces de sentir con las manos si ése era el problema, pues el frío empezaba a calarle y hasta pensó en ponerse el pantalón. Pero las sábanas y cobijas estaban en su lugar, así que de nuevo intentó cambiar de posición, pero otra vez estaba ahí aquel peso.
            En ese momento ya más despejada e inquieta recordó lo que le había dicho el señor sobre que a lo mejor “se le subía el muerto”, y le dio mucho miedo. Tanto, que se sintió incapaz de mover ni un músculo y se quedó paralizada. Entonces el peso cedió un poco. Paloma, al notarlo, quiso recoger las piernas, pero de inmediato sintió otra vez la presión sobre sus pies. Sintió más miedo aún, y no quería ni hacer el intento de ver qué era aquello. Se tapó la cabeza con las cobijas y procuró no moverse. Luego sintió que le faltaba el aire, pero no se atrevía a destaparse, y recordó otra parte de lo que le había dicho el señor sobre que se sentía “dizque muy calzonuda” y le entró el valor. “Sí soy”, pensó, así que poco a poco fue haciendo un hueco en las cobijas pero apenas para que le entrara algo de aire y pudiera respirar bien y tratar de ver qué era aquello.
            Lo hizo muy lentamente. Sí tenía miedo, pero pensó que lo calzonudo no era no tener temor sino ser capaz de vencerlo. Esta idea fue la que la alentó a tratar de ver; sintió el aire fresco y con él un gran alivio, aunque trató, lo más que pudo y muy despacito, de mantener la cabeza cubierta. Su miedo era terrible y no sabía qué hacer. Recordó que de niña, cuando su mamá la mandaba al catecismo, le decían que si el diablo se aparecía debía hacer la señal de la cruz y así se iría, de modo que de inmediato puso los pulgares e índices de ambas manos en cruz e intentó mover los pies otra vez; la presión había cedido un poco y luego totalmente. ¿Sería el diablo?, se preguntó. Pensó que si era, quizá ya había desaparecido, de modo que se sintió con valor suficiente para al menos tratar de ver qué era aquello a pesar de la oscuridad del cuarto y poco a poco se destapó los ojos. Al pie de la cama vio una figura blanquecina parada, con un sombrero de charro puesto, al menos eso le pareció a Paloma, pero con una especie de túnica blanca. Se olvidó de los dedos en cruz y muy despacio se fue destapando la cara. Seguía con miedo, sin embargo, casi le había ganado la batalla. No distinguió más detalles, por más que abría los ojos, porque la negrura del cuarto era casi completa.
            La figura se movió. Paloma se paralizó de nuevo, pero ahora no podía dejar de mirarla, ejercía sobre Paloma una especie de atracción que le impedía dejar de seguirla con los ojos. La silueta se dirigió hacia el ropero y allí se desvaneció. Paloma seguía aterrada, pero al mismo tiempo consciente de que había logrado vencer de algún modo ese sentimiento o sensación. Poco a poco fue recuperando el movimiento y tras cerciorarse de que ya no había nada en ninguna parte del cuarto hacia donde volteara logró levantarse, buscar el apagador y encender la luz. Buscó su pantalón, pues tenía frío, se lo puso, acomodó bien las cobijas y aunque dudó un poco antes de hacerlo apagó la luz.
            Rápidamente, a tientas, regresó a la cama y se acostó de nuevo, arrebujándose en las cobijas, haciéndose bolita para dejar sus pies protegidos, según ella, y se volvió a dormir, poco a poco. A pesar del susto que todavía sentía, el cansancio fue mayor y logró conciliar el sueño después de unos minutos durante los cuales pensó en la figura blanca y en lo que había ocurrido. Luego cayó de nuevo en un sueño profundo, hasta que el canto de los gallos se fue haciendo cada vez más generalizado y la luz del sol empezó a entrar por las rendijas.
            Paloma abrió poco a poco los ojos, miró hacia el techo y quedó sorprendida con lo que veía: con la poca luz que entraba por una rendija de la puerta, se proyectaba la imagen del patio en el techo y la pared, pero invertida. “Como lo que dijeron en la clase de fotografía sobre las cámaras.” Así sí le entendía, pensó. Quedó extasiada y estuvo viendo aquello un buen rato: la señora que trajinaba ya y que se veía cruzar el patio, un gallo que andaba rascando y picando el suelo, algunas gallinas, un gato que se echó al rayo del sol y que se volvió parte de la pared. Todo, cabeza abajo. “¡Qué maravilla!”, dijo Paloma en voz alta, lo cual seguramente oyó la señora, porque un segundo después tocó la puerta y le dijo:
            –Ya es hora.
            Paloma se levantó y se vistió con lentitud, pues no podía dejar de ver las imágenes. Le sorprendía que se reflejaran incluso los colores, no se trataba de sombras, sino de lo que estaba afuera y cómo lograba colarse por una hendidura y reproducirse adentro. Finalmente acabó de vestirse y con pena abrió la puerta. La luz del sol entró entonces a raudales deslumbrándola y “el cinito” desapareció. La mañana era fresca, pero no fría. El cielo estaba completamente despejado. Sería un día muy soleado.
            –Buenos días, señora.
            –Buenos días, muchacha.
            –Con permiso, voy a pasar al baño.
            –Está ocupado. Está Atanasio y es de un calmudo… Mejor vamos a la cocina y te invito un tecito de limón con su piquetito. Vas a ver.
            –¿Con piquete? ¿Tan temprano? –dijo Paloma asombrada, pensando que ella a ninguna hora tomaba “piquete”.
            –Vas a ver. En mi familia así se ha acostumbrado siempre, desde chamacos. Cae muy bien para empezar el día, te quita las dolencias de una mala noche, o te despeja si dormiste mucho, o te reanima nomás. Tú hazme caso, que la experiencia es oro. Ven, ven, ándale.
            Fueron a la cocina. Allí había una tetera panzona azul de peltre que echaba humo por la nariz y olía delicioso: era el té de limón. La señora sirvió tres tazas, ya muy viejas, de porcelana, de un decorado que se veía muy antiguo y estaban medo despostilladas. Luego le puso a cada una una cucharadita de azúcar y un chorrito de aguardiente, según le dijo, porque estaba en una botella sin etiqueta, tapada con un olote. Removió cada una de las tazas con la misma cucharita, ya desgastada por el uso y como de un tercio de lo que fue su tamaño original, y luego la dejó sobre la mesa. Le alargó una de las tazas a Paloma al tiempo que gritó:
            –¡Yastá el té! ¡Se te enfría! –y luego le dijo a Paloma–. Ándale, pruébalo, namás no te quemes. Ándale, sóplale así mero. Vas a ver.
            Ambas soplaban sus tazas, pues las dos eran delicadas para lo caliente. Se sentaron a la mesa y pusieron sus tés encima, sin dejar de soplarles y cada una hizo intentos por probarlo, apenas acercando los labios y nada más rozándolo para sentirle lo caliente. Fue cuando llegó Atanasio, muy peinado. Cuando vio a Paloma empezó a reírse.
            –¿Qué te pasó? Trais los pelos todos parados y tiesos y estás descolorida y ojerosa. Hasta parece que te espantaron –y volvió a reírse.
            –Pos si estás en el baño horas. Cómo se va a lavar y a peinar. Por eso le invité primero el té. Pero está recaliente, ni lo hemos podido probar.
            Paloma iba a decir que sí, que efectivamente la habían espantado, pero prefirió ir primero al baño. Ya le andaba de orinar y también quería lavarse la cara para despejarse.
            –¿Me puedo ir a lavar? Así mientras se enfría un poco.
            –Claro, muchacha, nada más no te tardes mucho, porque ya frío no surte efecto. Ha de ser lo más caliente que lo aguantes.
            –Sí, no me tardo, nada más voy por mi peine al cuarto y rápido me arreglo.
            –Ya apenaste aquí a la muchacha, ¿no te digo? Siempre tan bruscote.
            Paloma fue rápido por el peine y ya en el baño, cuando se vio al espejo, también se rio y le dio la razón a Atanasio.
            –¡Qué pelos!, ¡qué cara! Ay, Paloma, tú tan chula y mira nada más cómo te ves –se dijo y llenó el lavabo con el agua del tambo, que estaba muy fría. Luego se lavó, y con esa temperatura del agua acabó de despertar. Se mojó el pelo y se peinó con cuidado, pues lo tenía todo enredado, hasta que quedó transformada y continuó–. Así sí, Palomita, yastás bonita otra vez. Ora vete por tu té, que dice la señora que obra maravillas. Ya veremos.
            Paloma regresó a la cocina, se sentó y probó a ver qué tan caliente estaba el té. Ya se había enfriado un poco más y aunque todavía estaba caliente ya podía tolerarlo. Le dio un trago. Sabía rico, pero le pareció algo fuerte.
            –Ándale, ya te ves mejor –dijo Atanasio.
            –¿Cómo te cayó? –Le preguntó la señora, de la cual, pensó Paloma, no recordaba su nombre.
            –Sí está fuertecito.
            –Uuuh, pero vas a ver cómo te reanima. Síguele, síguele.
            –Aquí mi señora le tiene mucha fe a su tecito mañanero. Y la verdá es que sí cae muy bien. Es pacabar de despertar bien. Y eso que ya hicimos muchas cosas. ¿Verdá, tú?
            –Sí, pos hay que empezar temprano a darle. ¿Qué, cómo te sientes? –insistió la mujer dirigiéndose a Paloma.
            –Bien, sí me cayó bien al cuerpo. Sí me sentía muy cansada. Aquí como dijo don Atanasio, se me trepó el muerto.
            –¡Ah, Dio! –dijo Atanasio y agregó–, si yo nomás lo dije de broma.
            –Pos su broma salió cierta. Un sustote.
            –¿Y lo vistes? –preguntaron los dos casi al unísono.
            –Sí, sí lo vi.
            –Achis, mira, sí que eres calzonuda –dijo admirado Atanasio.
            –Pues casi casi nada más para demostrárselo me dije “cómo de que no”, pero sí tenía mucho miedo. Un rato no me pude ni mover. Nunca había sentido yo algo así.
            –¿Y qué pasó? –preguntó la mujer.
            –Déjala, Justina, no ves que la interrumpes –dijo Atanasio, mencionando por fin otra vez el nombre de su esposa y animó a Paloma–. Qué más, síguele.
            –Pues es que yo sentía un peso en los pies, pero quería moverlos y era peor. Luego puse las cruces y el peso disminuyó, y fue cuando me animé a verlo. Pero estaba oscurísimo.
            –¿Y lo viste? –preguntó Justina.
            –Sí, con todo y la oscuridad, se veía él todo blanco, con una túnica y un sombrero como de charro. Como que él mismo traía luz.
            –Mi tío Salvador. Sí. ¿Y luego?
            –Pues se fue hacia donde estaba el ropero.
            –Pero si ahí ya escarbé.
            –¿Ya ves?, eso quiere decir que no hay nada. Qué dinero ni qué avalancha de monedas de oro ni nada.
            –¿Seguro que se fue allí?
            –Pues hacia allá se fue y se perdió. Ya no vi nada luego.
            –¿Y qué hicistes luego? –Quiso saber Justina.
            –Pues me levanté, prendí la luz, me puse mi pantalón porque tenía frío, acomodé las cobijas bien, luego le apagué y rápido que me acuesto y que me hago bola, todavía con susto.
            –Pos cómo no. ¿Ya ves?, tú le echaste la sal.
            –Yo qué iba a saber –dijo Atanasio de malas al saber que el aparecido se había ido a meter por donde el ropero.
            –¿Y no será que esté en el ropero? –Preguntó Paloma y añadió–. Se ve como que es antiguo.
            –¡Ándale!, a lo mejor –dijo Atanasio recobrando el ánimo y luego le preguntó a Justina–, ¿no era de tu tía Loreto ese ropero, la hermana de Salvador? ¡En una de ésas, ahistá! Y yo escarbe y escarbe. A lo mejor en el fondo tiene un cajón secreto o algo así. ¡Vamos a ver!
            –¡Pérate, pérate! No comas ansias. Primero desayunamos como Dios manda. Acábense su té, antes que otra cosa y les sirvo su huevito. A ver tú, muchacha, ayúdame.
            Paloma mientras tanto se había terminado el té y ya se sentía más animada, ya no sentía que le pesaba el cuerpo y se levantó de inmediato. La señora le pasó los platos en los que había servido huevo y frijoles refritos a un lado. Paloma los llevó a la mesa. Justina puso un cesto con bolillos y pan dulce en la mesa y le pidió a Paloma que llevara los jarros de café con leche. Luego se sentaron y empezaron a comer los tres con mucho apetito.
            –Mmm, está buenísimo, doña Justina.
            –Gracias, muchacha, aquí mi viejo es el que hace la longaniza que tiene el huevo, le pone piñones, y nada de pellejos, pura carne y sin gordos. Lo vendemos también. Aunque sale caro a la gente le gusta y sí lo compran.
            –Pues cómo no, si está exquisito. A mí que ni me gusta.
            –¿No te gusta? Es que no habías probado el mío.
            –Sí, por eso se le digo. Muchas gracias, ya me siento mejor, después del susto de ayer.
         –¡Uy!, a ver si no te hace daño el huevo. Pero el tecito también cura el espanto. Y te lo acabaste, ¿verdá? Ora tómate tu cafecito con leche con tu pancito dulce y ¡como nueva!
            Los tres terminaron de desayunar de buen humor. Después Paloma ayudó a recoger la mesa. Luego fue al cuarto a guardar sus cosas, y Atanasio detrás de ella para revisar el ropero. Justina le gritó en ese momento:
            –No vayas a trastear el ropero. Me esperas. Y cuidadito y le haces algún raspón, que le tengo mucho aprecio. ¿Oístes?
            –Sí, vieja, sí.
            Atanasio esperó afuera a que Paloma recogiera sus cosas. Ella no sabía si tender la cama o no, pues no pensaba pasar otra noche allí y seguramente irían a cambiar las sábanas para otro huésped, así que preguntó:
            –¿Qué hago con la cama? ¿La tiendo?
            –Orita que venga mi señora le preguntas. Ahí deja. Ya salte, que quiero ver el ropero y ni modo que entre mientras estás ahi.
            –Óyeme –dijo Justina mientras se acercaba secándose las manos con el delantal que traía puesto–, qué modos son esos. Te esperas a que Paloma haga las cosas a su paso –y luego le pidió a Paloma–. A ver, tú que estás muchacha, ayúdame con las sábanas, digo, a quitarlas, si me haces favor y no es mucho abuso.
            –Cómo cree, doña Justina, precisamente le preguntaba a don Atanasio que qué hacía, si tendía la cama o qué.
            –¿Te vas a quedar otra vez? Porque si es así, las dejamos.
            –No, muchas gracias, tengo que seguirle.
            –Ah, bueno, pus entonces quítalas y orita saco unas limpias del ropero. Y entre las dos la tendemos. Me da gusto que hayas venido y nos acompañes tantito.
            –¿Y luego ya puedo verlo? –Preguntó con ansiedad el esposo.
            –Sí. Me ayudas a sacar todo y vemos todos –luego le preguntó a Paloma–. ¿Te quedas pa ver?
            –Sí, para ver si eso de los espantos es cierto.
            –¡Claro que es cierto, chamaca! –Dijo enfático Atanasio y hasta un poco molesto y siguió–. Mira nomás, después de lo que te pasó anoche y todavía no crees. O será que nos echaste mentiras…
            –¡No!, cómo cree –dijo Paloma, mientras tendía la cama junto con Justina–. Yo no echo mentiras, para qué había de hacerlo. Lo que digo es que a ver si es cierto que cuando hay un aparecido hay dinero. Yo no creo que nada más se aparezcan por dinero. A veces, dicen, es porque dejaron un pendiente, o porque no los dejan ir de tanto que les lloran y no pueden descansar.
            –Pos sabe, pero orita vemos –dijo Atanasio frotándose las manos para demostrar su entusiasmo.
            –Ya, pues, entra y que sea lo que Dios quiera –le dijo Justina.
            Entró Atanasio y mientras Paloma observaba desde una esquina de la pieza abrieron las tres puertas del ropero. Los esposos fueron sacando lo que había dentro: algunos vestidos ya bastante pasados de moda, unas chamarras, cobijas, sábanas, manteles, toallas. Una caja con fotografías de la familia con las que se entretuvieron un buen rato y que Paloma vio también con interés. Finalmente, terminaron de vaciar el mueble poniendo todo su contenido en la cama.
            –Mira nomás. Cuánto trique. La lata va a ser guardar todo otra vez.
            –Ay, vieja, nomás ganas de quejarte. Va a ser más rápido. Orita porque ahistamos viendo todo y acordándonos, pero ya pa guardar, en tres patadas. A ver, dejen ver con cuidado. Voy a tantear a ver si se oye algún fondo hueco.
            Atanasio fue dando golpecitos en el fondo y en los lados del ropero. Los tres estaban callados para poder darse cuenta si sonaba diferente. Pero no hubo nada. Y muy decepcionado dijo:
            –Pues nada. ¿Y si lo desbarato?
            –¡Ni lo mande Dios! Si es una joya, era de mi tía. Y además, onde vamos a meter este triquerío. No, no, no. A ver, no hay nada, pos se acabó, guardamos todo y listo.
            –¿Y en las puertas? –Preguntó Paloma.
            –Ya ni le des ideas. Que no hay nada, que no hay dinero, que hay que conformarse y sanseacabó.
            –Déjame ver, vieja, pos de todos modos ya está todo patas arriba, pos siquiera reviso bien. Arriba no le tantié, además. Calma y nos amanecemos.
            Atanasio revisó las puertas y pareció no notar nada extraño. Luego arrimó una silla junto al ropero y aunque era bastante alto, prefirió subirse para hacerlo con más apoyo y revisar no sólo por dentro, sino también por arriba. De repente gritó:
            –¡Épale!
            –¿Qué? –Preguntaron las dos mujeres.
            –Aquí arriba se oye un hueco. Aquí cerquita del copete de enfrente y se le ven como unos goznes chiquititos. Pero hay que desclavarle lo de mero encima. Tú dirás, vieja.
            –¿Tas seguro? O nomás son tus ansias. Porque si no, nada más lo vas a echar a perder.
            –No, pos lo hago con cuidadito y luego te lo compongo otra vez. Ya tengo experiencia en esto de desbaratar y componer. ¿O dirás que no?
            –Pos ándale pues, de todos modos vas a andar muele y muele hasta que lo hagas. Y ya que estamos en estas andanzas, pos de una vez.
            Atanasio sonrió muy satisfecho, se bajó de la silla y se frotó las manos.
            –Nomás deja traer la herramienta –y salió.
            –Ay, chamaca, mira nomás, quién hubiera dicho todo lo que iba a traer tu visita.
            –Qué pena, doña Justina.
            –No, si me parece bien. Ya mi viejo andaba siempre agüitado. Hace mucho que no le entraba el entusiasmo por nada. Me da gusto verlo así. Esperemos que no se decepcione. Que es lo más seguro. Pero al menos un rato estará contento.
            Oyeron los pasos de Atanasio y guardaron silencio. Él entró con una caja metálica en la mano, la puso sobre la cama, en un hueco que quedaba, y la abrió para elegir las herramientas adecuadas. Así sacó un martillo de tapicero, varios formones de diferente grosor, un desarmador, una espátula y una cuña. Cerró la caja y encima de ésta puso los instrumentos que había seleccionado. Se subió a la silla y le pidió a Justina que le llevara un trapo para primero limpiar, pues estaba lleno de polvo y no veía bien las junturas de la madera ni dónde había clavos. Justina salió y regresó enseguida con el trapo en la mano: un calzón viejo de Atanasio, y se lo dio.
            –Ay, vieja, ya ni la amuelas, hubieras traído otro. Me pones en mal aquí con la muchacha.
            –Paloma, ya dile por su nombre que ya nos conocemos. Y qué va a decir, pos si ya es trapo. Malo que fuera el que te pones y estuviera sucio, además.
–Bueno, ya quité el polvo, tenlo. Ora veme pasando lo que te pida. A ver, primero el martillo y el desarmador.
Atanasio, con el desarmador y el martillo, fue sacando un poco la cabeza de cada clavo de toda la parte de arriba del ropero, con cuidado para no maltratarlo. Luego le pidió las pinzas.
–Aquí no hay pinzas –dijo Justina–, no las sacastes. ¿Están adentro? A ver, detenme esto, Paloma, pa buscar las dichosas pinzas.
Justina las sacó de la caja y se las dio a Atanasio que fue sacando cada clavo con mucha paciencia, lo cual le tomaba cierto tiempo, por lo que Justina decidió irse a sus quehaceres luego de explicarse:
–No. Te tardas mucho, yo mejor me voy por mi mandado y luego vengo. Al rato va a hacer un solazo y ni quien salga. Ahí que te ayude Paloma. ¿Puedes, muchacha? ¿No se te hace tarde?
–Sí, yo le ayudo. Total, si se me hace tarde, pues me quedo otra noche. Pero ¿qué tan lejos está Tequisquiapan? Si no está lejos, me puedo ir cuando acabe.
–Está cerquita –dijo Atanasio, que seguía con los clavos.
–Bueno, pos ahí se quedan. Ya me dirán si algo hubo cuando regrese. Voy a dejar la olla con los frijoles. Cuando la oigas silbar le pones su válvula y si no he llegado, cuando chille le bajas y te fijas qué horas son. Ahí te encargo.
Justina salió. Primero a la cocina y luego a la calle. Atanasio y Paloma se quedaron en “la operación” como ya había empezado a llamarle Atanasio a aquella tarea de desarmar la parte de arriba del ropero.
–Qué madral de clavos, mira nada más. Con razón ni se ha aflojado nada con todo y tanto año que tiene. A ver, te los paso, pero búscales un lugar seguro. No quiero que se pierdan y luego me falten. No, mejor vete por un jarro de la cocina y ahí los echamos.
Paloma obedeció justo cuando la olla empezó a echar vapor, le puso la válvula y decidió bajarle de una vez; regresó enseguida con el jarro. Se lo dio a Atanasio y éste vació allí los clavos que ya había sacado y continuó con su tarea. Mientras siguieron platicando.
–¿Y a qué vas a Tequisquiapan?
–Ah, pus a conocer. Dicen que hay un balneario. Nunca he ido.
–Sí, es de aguas termales, muy medicinales. Nosotros vamos a veces, cuando ya no aguantamos las riumas, pero además, si hay con qué, porque todo cuesta. ¿Y tú de onde trais dinero?
–Ah, pues estuve ahorrando un tiempo, y luego voy a vender la bici y le voy a seguir en tren. Y ya después, voy a trabajar cuando ya no tenga nada.
–Ah, qué Paloma. A ver si no te dan un susto. Pero ya vi que sí eres calzonuda.
–No, pues sí, pero tampoco voy a andar buscándole tres pies al gato. No soy tan atolondrada. Tomo mis precauciones. Eso es lo que quiero que mi familia entienda.
–Ah, por eso te fuiste.
–En parte. Pero principalmente porque tenía ganas de conocer lugares que de otro modo jamás vería si nada más salgo con mis papás. A ellos no les gusta pasar incomodidades.
–¿Pos a quién?
–A mí. Es más interesante, divertido. Se aprende más, digo yo, porque al enfrentar dificultades, uno aprende a resolver cualquier problema y no se vuelve miedoso. ¿O no?
–Pos ha de ser. A ver, pásame el formón más delgado. Y te paso los clavos, ya acabé con esta parte. Ahora viene lo bueno, pa no maltratar el mueble éste. Si no, mi vieja se va enojar. Y luego no me habla. ¿Y sabes tú lo que es estar viviendo con alguien mañana, tarde y noche y que no te dirija ni una palabra? Es muy feo.
–¿Cuál es el formón? ¿Esta lámina?
–No, ésa es una cuña. Los formones son esos que tienen mango de madera, que parecen desarmadores pero tienen filo y son planos de un lado. Saqué dos, uno más delgado que otro. Pásame el más delgado.
–Ah, sí, ya vi cuál es.
Con cuidado, Atanasio metió el formón debajo de la tapa del ropero y con el martillo le dio unos golpes leves para tratar de insertarlo debajo y levantarla.
–Estos los pegaban con cola, así que a ver cómo me va –dijo Atanasio y siguió trabajando con precaución para dañar la madera lo menos posible.
–Ya entró el canijo. Ora con cuidadito, le despego un poco más pa meterle la cuña o la espátula… Listo. A ver, pásame la cuña. Esa ya sabes cuál es.
Paloma obedeció. Casi no conocía nada de herramientas más que el martillo, las pinzas, el desarmador y la llave Steelson, así que estaba contenta de haber conocido aquellas otras y su uso. A lo mejor eso le serviría cuando tuviera que buscar trabajo.
–A ver, échame la espátula, porque no puedo apalancarme con la cuña. Toma todo lo demás, ya ponlo adentro de la caja.
Paloma le pasó lo único que quedaba junto al otro formón y en ese momento supo que era la espátula. Atanasio siguió con su tarea. Ya había empezado a sudar. Se detuvo un momento, sacó un paliacate de la bolsa de atrás del pantalón para secarse la cara y continuó. La tapa empezaba a ceder, muy lentamente, hasta que al fin se despegó por completo.
–Ora, a ver aquí en el copete.
–Yo pensé que con eso ya íbamos a saber. ¡Ay, la olla! –Dijo Paloma cuando escuchó el ruido, y preguntó–. ¿Qué horas serán?, para tomarle el tiempo.
–No, donde oí hueco fue en el copete, pero para poder ver, tuve que quitar la tapa, porque parece que es debajito del nivel de donde estaba, porque aquí en el dichoso copete se le ve como una bisagra, muy apenitas. Oritita vemos –dijo muy emocionado Atanasio, y añadió–. Pa saber la hora tienes que ir a la cocina, nomás allí hay reloj.
Paloma se fue a la cocina. Mientras, el hombre buscó debajo del copete, es decir, en la parte central del ropero que formaba una especie de cresta, y terminaba con un remate labrado. En la parte del frente del ropero, pero por atrás y a todo lo largo había una ranura para insertar la tapa, que se apoyaba sobre los tres lados restantes, que eran los que estaban pegados y clavados. Detrás del copete y justo debajo de la ranura, había una especie de manija minúscula. Atanasio gritó de la emoción, justo cuando se oyó la puerta de la calle anunciando el regreso de Justina.
–¡Vieja! Córrele.
–Qué, ¿ya hallastes algo? ¿Y mis frijoles?
–Pos estoy a punto de abrir una puertita que tiene aquí arriba. Ven paque véamos juntos. No, pero espérense, déjenme bajar tantito y echarme un vaso de agua. Tráeme un vaso de agua, Paloma, por vida tuya. Ya me marié de la emoción. Capaz que me da un infarto y aquí quedo.
–Cómo cree, don Atanasio. Siéntese tantito. Nada más es la emoción. Orita le traigo el agua –dijo Paloma y salió enseguida para la cocina al tiempo que le decía a Justina–; ya les bajé y les tomé el tiempo, apenas llevan cinco minutos.
–Ay, viejo, estás blanco, blanco. A ver, siéntate y serénate. Jala más aire, hasta adentro, así.
–Aquí está el agua.
–A ver, dale un traguito, no te la empines de un jalón. Poco a poquito vele dando sus tragos.
–¿Ya se siente mejor, don Atanasio?
–Sí, parece que ya me volvió el alma al cuerpo.
–Ya tienes color otra vez. Mejor ya deja eso. ¿Qué hago yo viuda?
–No exageres, vieja, nomás fue la emoción. Y en todo caso, pues me entierras y ya.
–No juegues con eso.
–Bueno, ya se me pasó. Ya vamos a ver de una vez qué hay allí –dijo Atanasio al tiempo que le dio el vaso a Paloma y volvió a subirse a la silla.
–No seas atrabancado, ten cuidado.
Ya arriba, Atanasio volvió con la palanquita aquella. La jaló, primero con cuidado, pero no cedía y tuvo que emplear mayor fuerza y hacer varios intentos, hasta que por fin sintió que se había aflojado.
–La tercera era la vencida –dijo.
Abrió aquella tapa y la levantó hasta arriba. Las dos mujeres miraron sorprendidas, pues en realidad seguían escépticas respecto de que pudiera haber algo escondido en aquel mueble. Luego, Atanasio se asomó y se dio cuenta de que había algo que le pareció una tira de piel.
–¡Válgame!
–¡Qué! –Dijeron Paloma y Justina al mismo tiempo.
–Pos no sé, pero hay algo, como una cosa de cuero.
–Pos sácala –dijo Justina.
–Pos eso estoy tratando, pero no se deja.
Lo que había dentro era una tira de cuero, aparentemente un cinturón, a juzgar por el grosor que tanteaba Atanasio. Según él, era del largo del frente del ropero y estaba a todo lo largo del copete. El hombre por fin pudo introducir los dedos detrás para poder jalarlo y lo hizo poco a poco, hasta que fue saliendo. A Atanasio le pareció que era un cinturón de cuero, de los que se usan para guardar dinero en previsión de un robo.
–Ya salió el canijo. No quería. A ver, vieja, velo recibiendo, porque está relargo, ¡y pesado!, eso es buena señal.
Justina hizo lo que le pedía su esposo y dijo.
–Como que suena. Y sí está pesado.
–Pa mí que adentro tiene monedas –dijo Atanasio.
–Pos ya veremos.
Finalmente quedó aquella tira sobre la cama, encima de todos los objetos que habían quedado allí. Atanasio se bajó de la silla y tanteó el peso del cinturón, o de lo que parecía un cinturón, porque estaba demasiado largo para serlo.
–No creo que nadie lo usara, tendría que ser un gordotote –dijo con razón Justina.
–Sí, nomás tiene la pinta, porque hasta hebilla tiene. A ver –dijo Atanasio tomando uno de los extremos en el que, efectivamente, había una hebilla y agregó–, parece que se abre por aquí. Yo nunca he tenido uno de éstos, pos pa qué, pero sí los he visto. Ora los modernos tiene un cierre, pero entonces no había, así que por algún lado tiene que abrirse –señaló al momento de sacudir aquella especie de cinturón y siguió–. Sí, vieja, algo le suena, se oye como metal, pero se oye muy bonito. ¿Será oro?, ¿monedas?, ¿plata?
–Ay, hombre, ya acaba, que nos tienes aquí nomás de mensas.
–Sí, don Atanasio, ¿no ve que ya queremos saber?
–Pos es que estoy nervioso. Y ustedes me ponen más con sus ansias. Pero oigan –y sacudió el cinturón.
–¡Sí se oye! –Dijo Paloma.
–¡Ya ábrelo de una buena vez, Atanasio!
–Pos eso quiero. A ver, calma. Dejen sentarme en la silla, ya me anda dando el vahído otra vez.
–¿No te digo? Tanto año a busque y busque. Y ora que ya tienes ahí algo, no puedes acabar pa saber qué tiene. Capaz que es puro plomo.
–El plomo no suena así.
–¡Pos entonces ya acaba! Ora yo voy a ser la que se va a desmayar, pero del coraje. ¡Ábrelo de una buena vez!
Atanasio desprendió un broche que sostenía la punta del cinturón, que al mismo tiempo pasaba antes por la hebilla. Al hacerlo, pudo sacar ésta, estirar la punta y ahuecar el cinturón. Luego, lo volteó para tratar de vaciar el contenido y lo sacudió. Cayó una moneda dorada. ¡Parecía oro!
–¡Es de oro, dijo Atanasio!
–Ay, viejo, ora sí se te hizo.
–Pos gracias aquí a Palomita.
Paloma se sintió muy orgullosa, e igual de emocionada que los dos viejos, expectante por ver qué tanto había dentro de aquél cinturón. Después de todo, le había costado un buen susto, de modo que estaba muy interesada en que don Atanasio acabara de vaciar el contenido. En ese momento recordó:
–Los frijoles. ¡Ya ha de ser hora! ¡Qué rápido se nos pasó una hora! –Y corrió hacia la cocina, apagó la olla y regresó de inmediato. No quería perderse ni un detalle.
El hombre se puso de pie y sacudió varias veces el cinturón. Una a una fueron cayendo varias monedas de oro y plata. O al menos eso parecían. Siguió sacudiendo, pero ya no salían más. Luego palpó el cinturón a todo lo largo para verificar si ya no quedaba ninguna otra. Había quedado vacío. Mientras tanto, Paloma y Justina empezaron a recoger las monedas y a ponerlas en la cama. Atanasio acabó de ayudarles y las empezó a revisar. Sí, estaba seguro, eran de oro y de plata. Cincuenta en total. Cuarenta de oro y diez de plata.
–¿No habrá más? A ver, voy a asomarme –dijo Atanasio y volvió a treparse a la silla para hurgar en el hueco del ropero y luego añadió con decepción–. No, no hay más.
–Ya aplácate, Atanasio. Luego, luego la ambición. ¿Qué más quieres? Con esto podemos vivir bien los años que nos queden. ¿Qué necesitamos? Ropa, tenemos. Y en todo caso, nos hará falta muy poca. Casa, tenemos. ¿Comprar cosas que al final son un estorbo y hay que andar limpiando? No, pa qué. Necesitamos comida y sustento y eso va a ser suficiente.
–Pa ir a las aguas termales, vieja.
–Eso sí, pa que veas. Pero qué más. Tenemos gallinas, haces tu longaniza. Ni modo de no hacer nada, nos aburrimos. Este dinero será pa no andar con el Jesús en la boca.
–Pa ponerle su pollito a los tamales, pa comprar un aguardiente más fino. ¿Qué tal un negocio?
–Pos si ya tenemos uno, la posada, además de tu longaniza. O me dirás que no te gusta hacerla. ¿Pa qué más? ¿Pa volvernos ricos y presumidos? ¿Pa andar cuidando que no nos roben? Además, pa lo que nos queda de vida, mejor estar sin esos pendientes. Yo pienso así.
–Sí, don Atanasio. Yo creo que doña Justina tiene razón. Que el dinero sirva para que vivan tranquilos y sigan disfrutando con lo que hacen.
–Pos sí. Pero eso sí, yo las aguas no las perdono.
Paloma recogió su mochila y revisó a ver si ya había echado todo. Y se acordó de su peine que había dejado en el baño.
–Voy por mi peine al baño, y aprovecho la ida. Ya me voy.
Mientras Paloma estuvo fuera, Justina le dijo a Atanasio que lo justo era darle unas monedas a quien les había servido de intermediaria. Atanasio estuvo de acuerdo y cogió tres monedas de oro y una de plata. Cuando Paloma regresó del baño le dijo:
–Mira, Paloma, aquí tienes. Muchas gracias –y alargó la mano con las monedas.
–¿Para mí? No, cómo cree. Si es suyo, ustedes son los que deben disfrutarlo. Si lo han buscado tantos años.
–Acepta, muchacha, no nos desprecies.
–No es eso, doña Justina, es que no me parece justo.
–Si te las ofrecemos es porque nosotros sí lo consideramos así. Acepta –insistió Justina.
–Pero es que… me da pena. Si yo nomás iba de paso.
–Pero sin ti no lo hubiéramos encontrado. ¿Cuánta gente crees que se ha quedado en este cuarto y no ha pasado nada en años? ¿Y no éste ya quería escarbar en la sala? No, muchacha, así debe ser.
–Bueno, está bien. Pero nada más una. Yo tampoco quiero que me vayan a querer robar y estar nada más pensando en cuidar las monedas. Ya la usaré cuando me vea en un apuro. Y muchas gracias. Y ahora sí ya me voy, que si no se me hace tarde y quiero ir a Tequisquiapan.
–Sí, ya sabemos que vas a conocer los baños –dijo Atanasio y agregó emocionado–. Me dio mucho gusto conocerte y gracias por tu ayuda. Nunca fue mi intención que pasaras ese susto, pero gracias.
–No hay de qué don Atanasio. Como aventura, fue enorme. Nadie me va a creer, pero por eso voy a guardar la moneda.
–Pos entonces llévate dos: una pa un apuro y la otra pa que te crean, una de oro y una de plata.
Paloma sonrió y aceptó. Finalmente volvió a despedirse de los viejos a quienes dio un abrazo y un beso y les dijo:
–Bueno, pues ahora tienen el otro trabajo: componer el ropero y guardar todo.
Salió de la pieza muy emocionada y se le salió una lágrima mientras iba por su bicicleta a la que tomó del manubrio y rodándola se dirigió a la puerta.

–Yo cierro –gritó y dejó aquella casa sintiendo muchas emociones.
¡Qué susto, Paloma!

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