martes, 5 de mayo de 2015

Capítulo 5. Se hizo de noche

La semana pasada se me pasó, pero aquí van dos para ponerme al corriente.

Aquel primer día de viaje había estado lleno de experiencias. Paloma sentía que había empezado con el pie derecho. Estaba satisfecha de su decisión y entusiasmada para continuar. Después de que terminaron de lavar los trastes, pidió permiso para ir al baño antes de salir, como ya tenía costumbre, por la insistencia de su mamá desde que ella recordaba, lo cual en ese momento le pareció muy sensato, se despidió de todos y le agradeció a Dora con mucha emoción su hospitalidad. Al final, le dio un abrazo y un beso y estuvo a punto de llorar. Dorotea no se aguantó:
            –Ay, muchacha, yo soy muy chillona. Ten cuidado y no andes de alocada –y agregó con una sonrisa maliciosa–, ni de loca.
            –¡Cómo cree! Muchas gracias por todo, de veras que se lo agradezco. Aprendí mucho este día.
            –¿Aquí? ¡Válgame!, ¿pus como qué?
            –Ay, doña Dora, en primer lugar, a no desconfiar de lo que me dicen los demás. Luego, a probar la comida y a decidir si me gusta o no hasta después y no nomás porque creo que no me va a gustar. Y lo más importante, que se pueden hacer muchas cosas para vivir y que uno no debe amilanarse ante las dificultades. Yo voy a ser como usted, así de luchona.
            –Ay, no, tú estudia.
            –Claro, pero no tiene nada que ver que una persona sea entrona y apechugue y resuelva todas las dificultades sin perder el ánimo y seguir de buenas, con todo y todo, estudie o no.
            –Ay, chamaca, ya voy a chillar otra vez. Ya vete, que se te hace tarde.
            Paloma se despidió de cada uno de los hijos de Dora y les dio un abrazo, y a Alberto un beso, ante lo cual todos gritaron en son de burla. Finalmente se echó la mochila a la espalda y salió al patio para tomar de nuevo su bicicleta. Parecía una escena de una película de alguien que se va a la guerra o a una misión importante donde la vida de todos está en manos del personaje. Así lo sentían, así que cada uno estuvo muy bien en su papel.
Paloma salió de aquel patio de vecindad con el ánimo en alto, se montó en la bici y tomó rumbo para la estación y así seguir la ruta planeada. Había transcurrido el día con muchas emociones y con las horas pasadas en Tepotzotlán se le había hecho algo tarde, aunque seguramente tendría tiempo de avanzar bastante antes de decidir dónde pasar la noche. Además, pensó que no era tarde para nada, porque no tenía nada más que hacer, y no tenía que estar en ningún lugar a una hora precisa. Así que dejó de pensar en el tiempo, y se concentró en el camino y en que, en todo caso, su único pendiente de lo que restaba de ese día era llegar a algún lugar seguro para pasar la noche antes de que la oscuridad fuera total, y eso dependía de que pedaleara más o menos rápido. En ese momento sintió un poco más la molestia del sillín, pero lo consideró algo sin importancia y más bien hasta una especie de trofeo. Pensó que era como una huella de las experiencias para no olvidarlas.
            El trayecto se desarrolló con bastante calma, en algunos tramos resultó un poco difícil, por lo accidentado del camino, pero nada la amedrentó. Se topó con alguna que otra carreta tirada por burros, cuyos pasajeros le gritaban “¡adiós!” y la miraban con curiosidad, pero nada más. Fue una tarde agradable, todavía faltaba para la época de lluvias, así que no había riesgo de que le cayera una tormenta encima. Sí había pensado en detalles como esos cuando planeó el viaje. No en vano le había llevado tanto tiempo, aunque no era lo mismo ya vivirlo, porque entonces tenía que tomar decisiones al momento, enfrentar obstáculos o aceptar las experiencias y oportunidades que se fueran presentando de conocer gente y lugares.
            La tarde fue cayendo sin sentirlo, y Paloma había avanzado bastante. En la estación de Jesús Carranza pidió un folleto para ver las estaciones y saber dónde andaba. Eran un montón hasta Querétaro y no iba a llegar hasta allá. Pero se apuró para avanzar lo más que pudiera. El sol empezó a ponerse cuando estaba por llegar a una estación llamada Polotitlán. El nombre le picó la curiosidad, y la población, del mismo nombre, estaba ahí mismo, así que decidió quedarse en ese lugar para dormir, porque ya era tarde. Uno de sus propósitos en este viaje era tomar decisiones bien pensadas y no arriesgarse “a lo babas”, según ella decía, nada más por andar de atolondrada. “Discurres peor que un calcetín” le decía su mamá. Ese viaje le iba a demostrar a su mamá que no era así. Aunque seguramente en ese momento, supuso Paloma, su mamá estaría pensando exactamente eso de su hija. Bueno, ya le llegaría la carta y cambiaría –en realidad no estaba tan segura– de opinión.
            Entró al pueblo antes de que oscureciera, lo cual le permitió observar un poco su trazo y ver si había algún hotel de buen ver o alguna posada. Estaban todavía en el Estado de México, y allí había “Posadas familiares”, eran casas particulares que rentaban una pieza a quien lo deseara. Así que esperaba encontrar algo así.
Como el pueblo no era muy grande no tardaría mucho en encontrar o no lo que buscaba y sí vio una posada familiar y, luego, un poco más adelante halló un hotel, parecía el único. Era una construcción un poco antigua, con ventanas altas que daban a la calle y que tenían, cada una, un marco de cantera, y por dentro unas cortinas tejidas a gancho; estaba pintada de color coral; era de un solo piso, como todas las del pueblo. Tenía un portón grande de metal con una puerta chica en una de sus hojas que estaba abierta, así que se asomó: había un corredor amplio de mosaico lleno de macetas rojas con muchas flores a la izquierda, con los cuartos precisamente de ese lado, y unos arcos que daban a un patio central con arriates de flores. Definitivamente le gustó. De frente a la entrada había una mesa con una silla pegada a la pared y al fondo una puerta de madera con vidrios amarillos y opacos, detrás de la cual, por unos instantes, vio el bulto de una persona en movimiento. La cosa era saber si había lugar y cuánto costaba. Entró, dejó la bici recargada contra el portón por dentro y se dirigió a la mesa, sobre la cual había un letrero de cartoncillo pegado con diurex todo alrededor que decía: “Toque el timbre, no grite” y una flecha que señalaba la puerta de vidrios amarillos. El letrero le dio mala espina, por lo de “no grite”, ¿no era obvio que no había necesidad de gritar si había un timbre? Bastaba con la primera orden para entender que era la forma de pedir atención y no con gritos. De todos modos decidió preguntar, así que tocó el timbre. Dentro de aquel cuarto se oyó arrastrar una silla y poco a poco se acercó una sombra hasta que se oyó la mano que descorría un cerrojo. Se asomó una mujer algo mal encarada que la miró entrecerrando los ojos y le preguntó con cierta brusquedad:
–Qué quieres.
–Quería preguntar por un cuarto.
–¿Nada más preguntar? –inquirió la mujer con tosquedad.
–Bueno, quiero saber si tiene alguno desocupado y cuánto cuesta.
–¿Con quién vienes? –añadió la mujer con desconfianza, la miró de arriba abajo y agregó–, éste es un hotel decente, no es de paso.
Paloma se incomodó, pero tuvo paciencia para no contestarle de mal modo a lo que consideró una ofensa. Sin embargo, ya prefería que le dijera que no había nada disponible.
–Vengo yo sola, con mi bicicleta.
–No se permiten bicicletas en los cuartos. Nada más los encochinan. ¿Tú sola?
–Sí, señora.
–Señorita, ¿mh?, aunque te cueste más trabajo.
–Perdón, señorita. ¿Cuánto cuestan?
–No hay –dijo sin más y le cerró la puerta en la cara.
Paloma sintió que la furia se le subía a la cabeza, pero se la tuvo que aguantar. La mujer se había ido rápidamente, según se escucharon sus pasos y la sombra se disipó. Así que ya estaba decidido: la posada, y si no había allí, se iría a la estación, aunque ya era algo tarde y la luz del día casi se había terminado, así que tendría que apresurarse para que le diera tiempo de regresar antes de que cerraran, porque si no había trenes de pasajeros nocturnos, seguramente la cerrarían a las ocho y en eso no había pensado. Empezó a sentir cierta preocupación, pero no perdió el ánimo. Tomó la bicicleta y salió con gusto de aquel hotel, donde seguramente tendrían pocos clientes. Lástima, la casa era bonita.
Se fue directo a la posada que había visto antes y tocó el timbre. Era también de un piso, con sus marcos de cantera en puerta y ventanas como casi todas las casas del pueblo, pero pequeña. Después de un rato salió un señor ya mayor y le preguntó lo mismo que la mujer del hotel, pero con mucha más amabilidad, y eso era buena señal:
–¿Qué quieres, muchacha?
–Buenas tardes… noches. Busco un cuarto para pasar la noche.
–¿Nomás pa ti?
–Sí, señor.
–¿Y qué haces tú sola?
–De viaje, con mi bici.
–Válgame Dios. Como andas así sola, como chiva loca por ahi. A ver, deja ver qué dice mi señora –se volteó hacia el interior y gritó–. ¡Justina, quieren un cuarto!
Desde dentro se oyó a la mujer que contestó con un “Voooy” y llegó donde Paloma. Parecía un poco menos vieja que el señor, aunque estaba muy arrugada. Miró a Paloma un poco sorprendida y le preguntó:
–¿Tú quieres el cuarto?
–Sí, señora, si no tiene inconveniente –se adelantó Paloma a cualquier pero que pudiera ponerle, y agregó–, ¿cuánto cuesta?
–Ah, pos… cobramos cincuenta por cama, pero cuando viene la familia o varias personas, pero ni modo que te quedes en un cuarto tú sola por los cincuenta pesos, no nos sale, así que si te quieres quedar, me tienes que pagar los cien pesos de las dos camas que tiene, porque no creo que venga otra muchacha o alguna mujer sola a pedir posada, y con un fulano no te voy yo a acomodar. No sé qué te parezca.
Paloma no lo dudó y aceptó de inmediato, pero antes de entrar dijo:
–Nada más que traigo mi bicicleta, dónde la dejo. ¿La puedo meter al cuarto?
–Pa qué, chamaca. Ahi la dejas en el patio, qué le ha de pasar, ni va a llover. A menos que le caiga mal el sereno y se te enferme –dijo la señora y se rio, y continuó–, pasa, pasa, pues. Y como vas a pagar por dos, pos te vamos a dar la cena y el desayuno. Claro, modestos, nomás lo que nosotros acostumbramos. Cómo ves, ¿está bien?
–Sí, claro –convino Paloma ya punzándole algo el hambre, contenta con el trato y con muchas ganas de echarse en una cama. En ese momento empezó a sentir el cansancio.
–¿Preguntastes en el hotel? –inquirió la mujer.
–Sí –contestó Paloma un poco insegura sobre si debía contarlo o no.
–Y de seguro te dieron con la puerta en las narices –dijo el señor.  
–Pues… sí –aceptó Paloma con cierta molestia al recordar la escena.
–Yo no sé pa qué tienen el hotel ése, nadie les parece bueno pa quedarse allí. Son unos hermanos que se quedaron cotorros, primos aquí de mi señora. Ahí mismo viven y que dizque pa ayudarse abrieron el hotel, pero nadie les parece. Sí es cierto que uno corre sus riesgos, porque caras vemos, corazones no sabemos, muchacha, pero si no se anima uno, ¿cuál es el negocio? Pos sí, si uno viera que diatiro la persona ésta huele a alcohol o se ve con muy mala cara o por alguna causa nos da mala espina, pos sí, pero uno no puede desconfiar así nomás, sin motivo. Bueno, eso pensamos nosotros, pero ya ves, cada cabeza es un mundo. En fin, pásale, chamaca.
La mujer se fue de inmediato, tal vez hacia la cocina. Paloma siguió al hombre que cojeaba un poco. Entraron a una sala un poco austera, con dos sillones cubiertos con sábanas floreadas, y enseguida había un patio alrededor del cual estaban las otras habitaciones de la casa: las piezas, el baño, la cocina. El patio tenía macetas, lo mismo que el del hotel, también llenas de flores. Parecía que el clima era benigno para que se dieran tan abundantes. El hombre le señaló una pared para que recargara la bicicleta.
–Ahi ponla.
–Sí, gracias.
–Pásale por acá. Te voy a enseñar el cuarto, ah, y el baño, por si te quieres bañar, pero eso sí te voy a pedir que no gastes muncha agua, porque está un poco escasa, y como todavía no llueve, pos hay que cuidarla más. Te lo digo porque los que vienen de la suidá son muy desperdiciados, como allá nunca les falta, no se ponen a pensar que no es igual en todos lados.
–Sí, señor, no voy a gastar mucha –dijo Paloma, pensando que al fin ni quería bañarse, nada más quería dejar de sentir el peso de la mochila en la espalda, lavarse un poco y echarse en la cama.
–A ver, te la enseño: ahí escoge una cama. Tiene una cobija y en el ropero hay otra. Te conviene sacarla antes de que te acuestes, porque en la madrugada se siente frío y te las a querer echar encima. No subas los pies con los zapatos puestos, eso sí le encabrona –con perdón tuyo– a mi señora, y si lo haces, va a decir que no te dije y yo voy a resultar perjudicado. Ahi pon la mochila en la silla. El baño está afuera, junto. La otra pieza es la de nosotros, pa que nos hables en caso de que tuvieras una urgencia, que te salga un espanto, o se te trepe el muerto.
–¿Cómo? –preguntó Paloma al oír aquello.
–Pos es que dicen que espantan. Bueno, sí espantan, pero no pasa nada. Te lo digo pa que no te coja de sorpresa, pero pos si te espantas muncho, muncho vas y nos tocas, pa darte un tecito o algo –el hombre volteó a verla y se rio por la cara de susto que tenía Paloma y añadió–. Ya te espantastes, ja, ja, ja. Nhombre. Yo te digo pa que estés prevenida, no pa espantarte. ¿Pos no que muy calzonuda y andas ahí viajado tu sola en bicicleta? Ya te vas a arrugar…
Paloma dudó si era en serio lo que le decía aquel hombre o si se estaba burlando de ella. De todos modos, era muy tarde para irse a la estación. La noche había caído completamente y además le había picado el amor propio, así que contestó:
–No, ni siquiera –dijo tratando de aparentar seguridad–, nomás que sí me agarró desprevenida. No esperaba yo eso, pero no me da miedo.
El hombre esbozó una sonrisilla burlona y siguió explicándole:
–Allí está el baño, como te dije. Lagua está en un tambo y de ahí coges con una jícara que está en el lavabo, lo mismo pal guáter. Y el agua se calienta con leña. Como ves, aquí afuera está el calentador y ahistá la leña. Aquí en esta repisita están los cerillos. Tú te la calientas. Bueno, ahí te dejo. Cenamos a las ocho. De todos modos ahi mi señora te echa un grito.
–Si, muchas gracias.
Paloma se quedó sola en el cuarto. Ya se había quitado la mochila por fin y se sentía un poco adolorida por la bicicleta. Sacó su sudadera porque había empezado a refrescar, se la puso, se quitó los zapatos siguiendo la petición del señor y se echó en la cama. Resultó un poco dura así que probó la otra, pero el colchón estaba boludo, así que se quedó con la dura. De todos modos, ni iba a sentir nada con el cansancio que tenía. Se recostó boca arriba con las manos debajo de la cabeza y dio un gran suspiro. Estaba contenta, y empezó a recordar todo lo que había pasado ese día. Así le fue entrando el sueño poco a poco, hasta que se quedó dormida.
–¡A merendar! –gritó la mujer desde la cocina.
Paloma despertó con sobresalto y abrió los ojos. Cuando vio aquel techo desconocido se preguntó dónde estaba, pero cuando miró a su alrededor lo recordó. Se sentó en la cama, dio un bostezo y se puso los zapatos. Salió del cuarto y pasó al baño a lavarse las manos y la cara. Al mirarse en el espejo se sorprendió de verse toda despeinada y quemada por el sol que había recibido todo el día. Se sonrió a sí misma y se dio un beso en el espejo. “Tan chula, Palomita”. Limpió el espejo, se secó y se dirigió a la cocina.
–Creíamos que no ibas a venir.
–Es que pasé al baño a lavarme.
–Está bien. ¿Ya ves?, aprende –le dijo la señora a su esposo, ambos estaban ya sentados y cenando, y luego a Paloma–, siéntate. Ya está servido, a ver si no se te enfrió.
–No se preocupe, con el hambre que traigo es lo de menos.
–No, muchacha, aquí se atiende bien. Si está frío, te lo caliento.
–No, está bien, yo soy muy delicada y no puedo comer muy caliente, se me pela la lengua.
La pareja se rio al unísono.
–Mira, vieja, igual que tú. Siéntate pues. Los tamalitos están muy sabrosos y el atole no se diga. Es de masa. Si quieres frijolitos, ahí sí te vas a tener que parar a servirte, porque nosotros andamos medio malos de las piernas y tú estás nueva, aunque aquí mi señora siempre se quiere hacer la fuerte y anda de orgullosa sin pedir que le ayuden.
En el plato había dos tamales ya sin hojas, que se veían calentados al comal, doraditos. A Paloma se le hizo agua la boca al verlos y el aroma acabó de hacer su labor, así que tuvo que tragarse la saliva antes de levantarse a servirse frijoles.
–Ahistá la cuchara junto a la cazuela, sobre un platito, ahí me la dejas luego de que te sirvas.
–Sí, señora. ¿Le sirvo?
–No, ya aquí tenemos. Ya siéntate y come.
Paloma se sirvió una buena cucharada de aquellos humeantes frijoles que le parecieron deliciosos. Finalmente, eran su comida favorita, del tipo que fueran y como fueran. Luego se sentó y empezó a comer con mucho gusto, pues comprobó que efectivamente los tamales estaban riquísimos, aunque no tenían relleno y fueran de pura masa.
–Son modestos.
–Sí, señora, no se preocupe. Están riquísimos, y los frijoles también. Gracias.
–No te quemes con el atole. Ya ves que es engañoso y no echa humo, pero qué tal abajo –la previno la mujer y luego cambió de tema–. Así que ya te espantó aquí mi viejo.
Paloma recordó lo que le había dicho el hombre sobre los espantos y sonrió:
–Sí, ya me dijo que a lo mejor me despiertan en la noche.
–¡Éste!, pa qué la inquietas. Lo mismo puede que no pase nada. No se sabe. Pero la verdá es que nosotros ya estamos acostumbrados. Yo digo que es mi tío, Salvador Polo. Porque aquí vivió y dicen que no se murió así nomás, sino que lo mataron. Otros dicen que es porque hay dinero, que él dejó enterrado y que precisamente por eso lo mataron, y feo.
–¿Sí?, ¿y lo han buscado?
–¡Uy!, poco faltó pa que aquí mi viejo acabara con la casa.
–Nomás me falta la sala, pero no has querido.
–Ay, ya para qué. Pa que nos vengan a matar también por el dinero. Mejor acabar tranquilos. Qué tanto hemos de vivir.
–Pos por eso, pa vivir sin apreturas y no andar comiendo tamales de pura masa. Siquiera para echarles su pollito, o su carnita, no que de aire…
–No te quejes. Luego mis primos van a querer su tajada y nos van a empezar a molestar que ellos también tienen derecho, que ellos son tan Polo como yo. No, viva la paz.
–Eso sí. Sería una monserga. Al final, de una u otra manera todos somos Polo.
–¿Cómo es eso? –preguntó Paloma, y el hombre le respondió:
–Pos es que este pueblo es tamañito así, y los que vinieron a fundarlo, como quien dice, fue una familia de apellido Polo, por eso le pusieron Polotitlán. Bueno, fueron tres familias, pero los Polo eran más. Ellos eran de San Juan del Río, pero pues aquí se asentaron, criaban caballos y vacas. Lo que seguimos haciendo casi todos. Vinieron otras gentes con ellos, pos empleados, caballerangos, criados, sirvientas. Y luego estaban las otras familias que te digo, y los hijos empezaron a casarse, luego los primos entre sí. El caso es que pacabar pronto, pus todos tenemos algo de los Polo. Así ha de haber sido con Adán y Eva, si no cómo iban a multiplicarse, pos si no había nadien más que ellos –terminó el esposo.
–Cállate, no seas sacrílego –lo regañó su esposa.
–Pos a poco no, muchacha –insistió el viejo.
–No estamos hablando de eso –lo volvió a regañar la señora y siguió hablando–. Lo importante aquí es que todos estamos emparentados y si hallamos el dinero que dicen que dejó mi tío, pos todos dirán que es tío, primo o algo de todos, y que tendrán derecho a algo.
–Pos no les decimos.
–Ay, ya. No vamos a volver a discutir esto. Ya hemos hablado de lo mismo tantas veces. Y lo que ha costado arreglar tus estropicios de andar escarbe y escarbe, y hoyos en esta pared y hoyos en la otra. Viva la paz.
–Pero si nada más me falta la sala, quiere decir que allí está.
–Si lo hubiera enterrado. Ni sabemos. Bueno, ya, qué va a decir aquí… la muchacha. ¿Cómo te llamas?
Paloma Herrera López, a sus órdenes –respondió recordando a doña Dora.
–Gracias, muchacha. Pos ya es hora de dormir. Ya tienes cara de sueño. Ándale, ya vete. Nosotros aquí recogemos.
–¿No quiere que les ayude?
–No, muchas gracias. Ya vete a acostar. Que descanses.

Paloma aceptó de inmediato, pasó al baño a hacer pipí y se fue al cuarto. Se acordó de que no había echado piyama a la mochila y nada más se quitó la ropa y luego se puso la pura playera de manga larga. Se vio los pies todos llenos de rayas de la tierra del camino, pero ni por un momento pensó en bañarse. “Otro día”, pensó. Al desvestirse sintió frío, así que fue por la cobija para ponérsela de una vez y no esperar hasta la madrugada. Ya se había acostado, pero al buscar el apagador vio que estaba junto a la puerta, así que tuvo que levantarse otra vez para apagar el foco. A oscuras buscó a tientas el camino de regreso, porque no entraba nada de luz de afuera. Así llegó a la cama en la que se metió con mucho gusto y entre cuyas cobijas se arrebujó para no enfriarse. Respiró muy hondo y dio un gran suspiro. Casi no podía creerlo. Y no pensó más. El sueño la venció de inmediato: la desmañanada de aquel día, el sol, el esfuerzo en la bicicleta, las emociones, todo la venció y cayó en un sueño profundo.
Doña Dora y sus chamacos, según se los imaginó alguien

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