Aquel
primer día de viaje había estado lleno de experiencias. Paloma sentía que había
empezado con el pie derecho. Estaba satisfecha de su decisión y entusiasmada
para continuar. Después de que terminaron de lavar los trastes, pidió permiso
para ir al baño antes de salir, como ya tenía costumbre, por la insistencia de
su mamá desde que ella recordaba, lo cual en ese momento le pareció muy
sensato, se despidió de todos y le agradeció a Dora con mucha emoción su
hospitalidad. Al final, le dio un abrazo y un beso y estuvo a punto de llorar.
Dorotea no se aguantó:
–Ay, muchacha, yo soy muy chillona.
Ten cuidado y no andes de alocada –y agregó con una sonrisa maliciosa–, ni de
loca.
–¡Cómo cree! Muchas gracias por
todo, de veras que se lo agradezco. Aprendí mucho este día.
–¿Aquí? ¡Válgame!, ¿pus como qué?
–Ay, doña Dora, en primer lugar, a
no desconfiar de lo que me dicen los demás. Luego, a probar la comida y a
decidir si me gusta o no hasta después y no nomás porque creo que no me va a
gustar. Y lo más importante, que se pueden hacer muchas cosas para vivir y que
uno no debe amilanarse ante las dificultades. Yo voy a ser como usted, así de
luchona.
–Ay, no, tú estudia.
–Claro, pero no tiene nada que ver
que una persona sea entrona y apechugue y resuelva todas las dificultades sin
perder el ánimo y seguir de buenas, con todo y todo, estudie o no.
–Ay, chamaca, ya voy a chillar otra
vez. Ya vete, que se te hace tarde.
Paloma se despidió de cada uno de
los hijos de Dora y les dio un abrazo, y a Alberto un beso, ante lo cual todos
gritaron en son de burla. Finalmente se echó la mochila a la espalda y salió al
patio para tomar de nuevo su bicicleta. Parecía una escena de una película de
alguien que se va a la guerra o a una misión importante donde la vida de todos
está en manos del personaje. Así lo sentían, así que cada uno estuvo muy bien
en su papel.
Paloma salió de aquel patio de vecindad con el ánimo en
alto, se montó en la bici y tomó rumbo para la estación y así seguir la ruta planeada.
Había transcurrido el día con muchas emociones y con las horas pasadas en
Tepotzotlán se le había hecho algo tarde, aunque seguramente tendría tiempo de
avanzar bastante antes de decidir dónde pasar la noche. Además, pensó que no
era tarde para nada, porque no tenía nada más que hacer, y no tenía que estar
en ningún lugar a una hora precisa. Así que dejó de pensar en el tiempo, y se
concentró en el camino y en que, en todo caso, su único pendiente de lo que
restaba de ese día era llegar a algún lugar seguro para pasar la noche antes de
que la oscuridad fuera total, y eso dependía de que pedaleara más o menos
rápido. En ese momento sintió un poco más la molestia del sillín, pero lo
consideró algo sin importancia y más bien hasta una especie de trofeo. Pensó
que era como una huella de las experiencias para no olvidarlas.
El trayecto se desarrolló con
bastante calma, en algunos tramos resultó un poco difícil, por lo accidentado
del camino, pero nada la amedrentó. Se topó con alguna que otra carreta tirada
por burros, cuyos pasajeros le gritaban “¡adiós!” y la miraban con curiosidad,
pero nada más. Fue una tarde agradable, todavía faltaba para la época de
lluvias, así que no había riesgo de que le cayera una tormenta encima. Sí había
pensado en detalles como esos cuando planeó el viaje. No en vano le había
llevado tanto tiempo, aunque no era lo mismo ya vivirlo, porque entonces tenía
que tomar decisiones al momento, enfrentar obstáculos o aceptar las
experiencias y oportunidades que se fueran presentando de conocer gente y
lugares.
La tarde fue cayendo sin sentirlo, y
Paloma había avanzado bastante. En la estación de Jesús Carranza pidió un
folleto para ver las estaciones y saber dónde andaba. Eran un montón hasta
Querétaro y no iba a llegar hasta allá. Pero se apuró para avanzar lo más que
pudiera. El sol empezó a ponerse cuando estaba por llegar a una estación llamada
Polotitlán. El nombre le picó la curiosidad, y la población, del mismo nombre,
estaba ahí mismo, así que decidió quedarse en ese lugar para dormir, porque ya
era tarde. Uno de sus propósitos en este viaje era tomar decisiones bien
pensadas y no arriesgarse “a lo babas”, según ella decía, nada más por andar de
atolondrada. “Discurres peor que un calcetín” le decía su mamá. Ese viaje le
iba a demostrar a su mamá que no era así. Aunque seguramente en ese momento,
supuso Paloma, su mamá estaría pensando exactamente eso de su hija. Bueno, ya
le llegaría la carta y cambiaría –en realidad no estaba tan segura– de opinión.
Entró al pueblo antes de que oscureciera,
lo cual le permitió observar un poco su trazo y ver si había algún hotel de
buen ver o alguna posada. Estaban todavía en el Estado de México, y allí había
“Posadas familiares”, eran casas particulares que rentaban una pieza a quien lo
deseara. Así que esperaba encontrar algo así.
Como el pueblo no era muy grande no tardaría mucho en
encontrar o no lo que buscaba y sí vio una posada familiar y, luego, un poco
más adelante halló un hotel, parecía el único. Era una construcción un poco
antigua, con ventanas altas que daban a la calle y que tenían, cada una, un
marco de cantera, y por dentro unas cortinas tejidas a gancho; estaba pintada
de color coral; era de un solo piso, como todas las del pueblo. Tenía un portón
grande de metal con una puerta chica en una de sus hojas que estaba abierta,
así que se asomó: había un corredor amplio de mosaico lleno de macetas rojas
con muchas flores a la izquierda, con los cuartos precisamente de ese lado, y
unos arcos que daban a un patio central con arriates de flores. Definitivamente
le gustó. De frente a la entrada había una mesa con una silla pegada a la
pared y al fondo una puerta de madera con vidrios amarillos y opacos, detrás de
la cual, por unos instantes, vio el bulto de una persona en movimiento. La
cosa era saber si había lugar y cuánto costaba. Entró, dejó la bici recargada
contra el portón por dentro y se dirigió a la mesa, sobre la cual había un
letrero de cartoncillo pegado con diurex todo alrededor que decía: “Toque el
timbre, no grite” y una flecha que señalaba la puerta de vidrios amarillos. El
letrero le dio mala espina, por lo de “no grite”, ¿no era obvio que no había
necesidad de gritar si había un timbre? Bastaba con la primera orden para
entender que era la forma de pedir atención y no con gritos. De todos modos
decidió preguntar, así que tocó el timbre. Dentro de aquel cuarto se oyó
arrastrar una silla y poco a poco se acercó una sombra hasta que se oyó la mano
que descorría un cerrojo. Se asomó una mujer algo mal encarada que la miró
entrecerrando los ojos y le preguntó con cierta brusquedad:
–Qué quieres.
–Quería preguntar por un cuarto.
–¿Nada más preguntar? –inquirió la mujer con tosquedad.
–Bueno, quiero saber si tiene alguno desocupado y cuánto
cuesta.
–¿Con quién vienes? –añadió la mujer con desconfianza, la
miró de arriba abajo y agregó–, éste es un hotel decente, no es de paso.
Paloma se incomodó, pero tuvo paciencia para no contestarle
de mal modo a lo que consideró una ofensa. Sin embargo, ya prefería que le
dijera que no había nada disponible.
–Vengo yo sola, con mi bicicleta.
–No se permiten bicicletas en los cuartos. Nada más los
encochinan. ¿Tú sola?
–Sí, señora.
–Señorita, ¿mh?, aunque te cueste más trabajo.
–Perdón, señorita. ¿Cuánto cuestan?
–No hay –dijo sin más y le cerró la puerta en la cara.
Paloma sintió que la furia se le subía a la cabeza, pero se
la tuvo que aguantar. La mujer se había ido rápidamente, según se escucharon
sus pasos y la sombra se disipó. Así que ya estaba decidido: la posada, y si no
había allí, se iría a la estación, aunque ya era algo tarde y la luz del día
casi se había terminado, así que tendría que apresurarse para que le diera
tiempo de regresar antes de que cerraran, porque si no había trenes de
pasajeros nocturnos, seguramente la cerrarían a las ocho y en eso no había
pensado. Empezó a sentir cierta preocupación, pero no perdió el ánimo. Tomó la
bicicleta y salió con gusto de aquel hotel, donde seguramente tendrían pocos
clientes. Lástima, la casa era bonita.
Se fue directo a la posada que había visto antes y tocó el
timbre. Era también de un piso, con sus marcos de cantera en puerta y ventanas
como casi todas las casas del pueblo, pero pequeña. Después de un rato salió un
señor ya mayor y le preguntó lo mismo que la mujer del hotel, pero con mucha
más amabilidad, y eso era buena señal:
–¿Qué quieres, muchacha?
–Buenas tardes… noches. Busco un cuarto para pasar la
noche.
–¿Nomás pa ti?
–Sí, señor.
–¿Y qué haces tú sola?
–De viaje, con mi bici.
–Válgame Dios. Como andas así sola, como chiva loca por
ahi. A ver, deja ver qué dice mi señora –se volteó hacia el interior y gritó–.
¡Justina, quieren un cuarto!
Desde dentro se oyó a la mujer que contestó con un “Voooy”
y llegó donde Paloma. Parecía un poco menos vieja que el señor, aunque estaba
muy arrugada. Miró a Paloma un poco sorprendida y le preguntó:
–¿Tú quieres el cuarto?
–Sí, señora, si no tiene inconveniente –se adelantó Paloma
a cualquier pero que pudiera ponerle, y agregó–, ¿cuánto cuesta?
–Ah, pos… cobramos cincuenta por cama, pero cuando viene la
familia o varias personas, pero ni modo que te quedes en un cuarto tú sola por
los cincuenta pesos, no nos sale, así que si te quieres quedar, me tienes que
pagar los cien pesos de las dos camas que tiene, porque no creo que venga otra
muchacha o alguna mujer sola a pedir posada, y con un fulano no te voy yo a
acomodar. No sé qué te parezca.
Paloma no lo dudó y aceptó de inmediato, pero antes de
entrar dijo:
–Nada más que traigo mi bicicleta, dónde la dejo. ¿La puedo
meter al cuarto?
–Pa qué, chamaca. Ahi la dejas en el patio, qué le ha de
pasar, ni va a llover. A menos que le caiga mal el sereno y se te enferme –dijo
la señora y se rio, y continuó–, pasa, pasa, pues. Y como vas a pagar por dos, pos
te vamos a dar la cena y el desayuno. Claro, modestos, nomás lo que nosotros
acostumbramos. Cómo ves, ¿está bien?
–Sí, claro –convino Paloma ya punzándole algo el hambre,
contenta con el trato y con muchas ganas de echarse en una cama. En ese momento
empezó a sentir el cansancio.
–¿Preguntastes en el hotel? –inquirió la mujer.
–Sí –contestó Paloma un poco insegura sobre si debía
contarlo o no.
–Y de seguro te dieron con la puerta en las narices –dijo
el señor.
–Pues… sí –aceptó Paloma con cierta molestia al recordar la
escena.
–Yo no sé pa qué tienen el hotel ése, nadie les parece
bueno pa quedarse allí. Son unos hermanos que se quedaron cotorros, primos aquí
de mi señora. Ahí mismo viven y que dizque pa ayudarse abrieron el hotel, pero
nadie les parece. Sí es cierto que uno corre sus riesgos, porque caras vemos,
corazones no sabemos, muchacha, pero si no se anima uno, ¿cuál es el negocio?
Pos sí, si uno viera que diatiro la persona ésta huele a alcohol o se ve con
muy mala cara o por alguna causa nos da mala espina, pos sí, pero uno no puede
desconfiar así nomás, sin motivo. Bueno, eso pensamos nosotros, pero ya ves,
cada cabeza es un mundo. En fin, pásale, chamaca.
La mujer se fue de inmediato, tal vez hacia la cocina. Paloma
siguió al hombre que cojeaba un poco. Entraron a una sala un poco austera, con
dos sillones cubiertos con sábanas floreadas, y enseguida había un patio alrededor
del cual estaban las otras habitaciones de la casa: las piezas, el baño, la
cocina. El patio tenía macetas, lo mismo que el del hotel, también llenas de
flores. Parecía que el clima era benigno para que se dieran tan abundantes. El
hombre le señaló una pared para que recargara la bicicleta.
–Ahi ponla.
–Sí, gracias.
–Pásale por acá. Te voy a enseñar el cuarto, ah, y el baño,
por si te quieres bañar, pero eso sí te voy a pedir que no gastes muncha agua,
porque está un poco escasa, y como todavía no llueve, pos hay que cuidarla más.
Te lo digo porque los que vienen de la suidá son muy desperdiciados, como allá
nunca les falta, no se ponen a pensar que no es igual en todos lados.
–Sí, señor, no voy a gastar mucha –dijo Paloma, pensando
que al fin ni quería bañarse, nada más quería dejar de sentir el peso de la
mochila en la espalda, lavarse un poco y echarse en la cama.
–A ver, te la enseño: ahí escoge una cama. Tiene una cobija
y en el ropero hay otra. Te conviene sacarla antes de que te acuestes, porque
en la madrugada se siente frío y te las a querer echar encima. No subas los
pies con los zapatos puestos, eso sí le encabrona –con perdón tuyo– a mi
señora, y si lo haces, va a decir que no te dije y yo voy a resultar
perjudicado. Ahi pon la mochila en la silla. El baño está afuera, junto. La
otra pieza es la de nosotros, pa que nos hables en caso de que tuvieras una
urgencia, que te salga un espanto, o se te trepe el muerto.
–¿Cómo? –preguntó Paloma al oír aquello.
–Pos es que dicen que espantan. Bueno, sí espantan, pero no
pasa nada. Te lo digo pa que no te coja de sorpresa, pero pos si te espantas
muncho, muncho vas y nos tocas, pa darte un tecito o algo –el hombre volteó a verla y se
rio por la cara de susto que tenía Paloma y añadió–. Ya te espantastes, ja, ja,
ja. Nhombre. Yo te digo pa que estés prevenida, no pa espantarte. ¿Pos no que
muy calzonuda y andas ahí viajado tu sola en bicicleta? Ya te vas a arrugar…
Paloma dudó si era en serio lo que le decía aquel hombre o
si se estaba burlando de ella. De todos modos, era muy tarde para irse a la
estación. La noche había caído completamente y además le había picado el amor
propio, así que contestó:
–No, ni siquiera –dijo tratando de aparentar seguridad–,
nomás que sí me agarró desprevenida. No esperaba yo eso, pero no me da miedo.
El hombre esbozó una sonrisilla burlona y siguió explicándole:
–Allí está el baño, como te dije. Lagua está en un tambo y
de ahí coges con una jícara que está en el lavabo, lo mismo pal guáter. Y el
agua se calienta con leña. Como ves, aquí afuera está el calentador y ahistá la
leña. Aquí en esta repisita están los cerillos. Tú te la calientas. Bueno, ahí
te dejo. Cenamos a las ocho. De todos modos ahi mi señora te echa un grito.
–Si, muchas gracias.
Paloma se quedó sola en el cuarto. Ya se había quitado la
mochila por fin y se sentía un poco adolorida por la bicicleta. Sacó su
sudadera porque había empezado a refrescar, se la puso, se quitó los zapatos siguiendo
la petición del señor y se echó en la cama. Resultó un poco dura así que probó
la otra, pero el colchón estaba boludo, así que se quedó con la dura. De todos
modos, ni iba a sentir nada con el cansancio que tenía. Se recostó boca arriba
con las manos debajo de la cabeza y dio un gran suspiro. Estaba contenta, y
empezó a recordar todo lo que había pasado ese día. Así le fue entrando el
sueño poco a poco, hasta que se quedó dormida.
–¡A merendar! –gritó la mujer desde la cocina.
Paloma despertó con sobresalto y abrió los ojos. Cuando vio
aquel techo desconocido se preguntó dónde estaba, pero cuando miró a su
alrededor lo recordó. Se sentó en la cama, dio un bostezo y se puso los
zapatos. Salió del cuarto y pasó al baño a lavarse las manos y la cara. Al
mirarse en el espejo se sorprendió de verse toda despeinada y quemada por el
sol que había recibido todo el día. Se sonrió a sí misma y se dio un beso en el
espejo. “Tan chula, Palomita”. Limpió el espejo, se secó y se dirigió a la
cocina.
–Creíamos que no ibas a venir.
–Es que pasé al baño a lavarme.
–Está bien. ¿Ya ves?, aprende –le dijo la señora a su
esposo, ambos estaban ya sentados y cenando, y luego a Paloma–, siéntate. Ya
está servido, a ver si no se te enfrió.
–No se preocupe, con el hambre que traigo es lo de menos.
–No, muchacha, aquí se atiende bien. Si está frío, te lo
caliento.
–No, está bien, yo soy muy delicada y no puedo comer muy
caliente, se me pela la lengua.
La pareja se rio al unísono.
–Mira, vieja, igual que tú. Siéntate pues. Los tamalitos
están muy sabrosos y el atole no se diga. Es de masa. Si quieres frijolitos,
ahí sí te vas a tener que parar a servirte, porque nosotros andamos medio malos
de las piernas y tú estás nueva, aunque aquí mi señora siempre se quiere hacer
la fuerte y anda de orgullosa sin pedir que le ayuden.
En el plato había dos tamales ya sin hojas, que se veían
calentados al comal, doraditos. A Paloma se le hizo agua la boca al verlos y el
aroma acabó de hacer su labor, así que tuvo que tragarse la saliva antes de levantarse
a servirse frijoles.
–Ahistá la cuchara junto a la cazuela, sobre un platito,
ahí me la dejas luego de que te sirvas.
–Sí, señora. ¿Le sirvo?
–No, ya aquí tenemos. Ya siéntate y come.
Paloma se sirvió una buena cucharada de aquellos humeantes
frijoles que le parecieron deliciosos. Finalmente, eran su comida favorita, del
tipo que fueran y como fueran. Luego se sentó y empezó a comer con mucho gusto,
pues comprobó que efectivamente los tamales estaban riquísimos, aunque no
tenían relleno y fueran de pura masa.
–Son modestos.
–Sí, señora, no se preocupe. Están riquísimos, y los
frijoles también. Gracias.
–No te quemes con el atole. Ya ves que es engañoso y no
echa humo, pero qué tal abajo –la previno la mujer y luego cambió de tema–. Así
que ya te espantó aquí mi viejo.
Paloma recordó lo que le había dicho el hombre sobre los
espantos y sonrió:
–Sí, ya me dijo que a lo mejor me despiertan en la noche.
–¡Éste!, pa qué la inquietas. Lo mismo puede que no pase
nada. No se sabe. Pero la verdá es que nosotros ya estamos acostumbrados. Yo
digo que es mi tío, Salvador Polo. Porque aquí vivió y dicen que no se murió
así nomás, sino que lo mataron. Otros dicen que es porque hay dinero, que él
dejó enterrado y que precisamente por eso lo mataron, y feo.
–¿Sí?, ¿y lo han buscado?
–¡Uy!, poco faltó pa que aquí mi viejo acabara con la casa.
–Nomás me falta la sala, pero no has querido.
–Ay, ya para qué. Pa que nos vengan a matar también por el
dinero. Mejor acabar tranquilos. Qué tanto hemos de vivir.
–Pos por eso, pa vivir sin apreturas y no andar comiendo
tamales de pura masa. Siquiera para echarles su pollito, o su carnita, no que
de aire…
–No te quejes. Luego mis primos van a querer su tajada y
nos van a empezar a molestar que ellos también tienen derecho, que ellos son
tan Polo como yo. No, viva la paz.
–Eso sí. Sería una monserga. Al final, de una u otra manera
todos somos Polo.
–¿Cómo es eso? –preguntó Paloma, y el hombre le respondió:
–Pos es que este pueblo es tamañito así, y los que vinieron
a fundarlo, como quien dice, fue una familia de apellido Polo, por eso le pusieron
Polotitlán. Bueno, fueron tres familias, pero los Polo eran más. Ellos eran de San
Juan del Río, pero pues aquí se asentaron, criaban caballos y vacas. Lo que
seguimos haciendo casi todos. Vinieron otras gentes con ellos, pos empleados,
caballerangos, criados, sirvientas. Y luego estaban las otras familias que te
digo, y los hijos empezaron a casarse, luego los primos entre sí. El caso es
que pacabar pronto, pus todos tenemos algo de los Polo. Así ha de haber sido
con Adán y Eva, si no cómo iban a multiplicarse, pos si no había nadien más que
ellos –terminó el esposo.
–Cállate, no seas sacrílego –lo regañó su esposa.
–Pos a poco no, muchacha –insistió el viejo.
–No estamos hablando de eso –lo volvió a regañar la señora
y siguió hablando–. Lo importante aquí es que todos estamos emparentados y si
hallamos el dinero que dicen que dejó mi tío, pos todos dirán que es tío, primo
o algo de todos, y que tendrán derecho a algo.
–Pos no les decimos.
–Ay, ya. No vamos a volver a discutir esto. Ya hemos
hablado de lo mismo tantas veces. Y lo que ha costado arreglar tus estropicios
de andar escarbe y escarbe, y hoyos en esta pared y hoyos en la otra. Viva la
paz.
–Pero si nada más me falta la sala, quiere decir que allí
está.
–Si lo hubiera enterrado. Ni sabemos. Bueno, ya, qué va a decir
aquí… la muchacha. ¿Cómo te llamas?
–Paloma
Herrera López, a sus órdenes –respondió recordando a doña Dora.
–Gracias, muchacha. Pos ya es hora de dormir. Ya tienes
cara de sueño. Ándale, ya vete. Nosotros aquí recogemos.
–¿No quiere que les ayude?
–No, muchas gracias. Ya vete a acostar. Que descanses.
Paloma aceptó de inmediato, pasó al baño a hacer pipí y se
fue al cuarto. Se acordó de que no había echado piyama a la mochila y nada más
se quitó la ropa y luego se puso la pura playera de manga larga. Se vio los
pies todos llenos de rayas de la tierra del camino, pero ni por un momento
pensó en bañarse. “Otro día”, pensó. Al desvestirse sintió frío, así que fue
por la cobija para ponérsela de una vez y no esperar hasta la madrugada. Ya se
había acostado, pero al buscar el apagador vio que estaba junto a la puerta,
así que tuvo que levantarse otra vez para apagar el foco. A oscuras buscó a
tientas el camino de regreso, porque no entraba nada de luz de afuera. Así
llegó a la cama en la que se metió con mucho gusto y entre cuyas cobijas se
arrebujó para no enfriarse. Respiró muy hondo y dio un gran suspiro. Casi no
podía creerlo. Y no pensó más. El sueño la venció de inmediato: la desmañanada
de aquel día, el sol, el esfuerzo en la bicicleta, las emociones, todo la
venció y cayó en un sueño profundo.
Doña Dora y sus chamacos, según se los imaginó alguien |
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