jueves, 22 de noviembre de 2018

Hace tanto tiempo. Las soledades

Esto ha estado abandonado, lo sé. Y hoy, como hace muchos años, recurro nuevamente a la escritura para recuperar mi salud mental (espero). No voy a escribir algo nuevo hoy. Bueno, sí escribí, pero... no es para hoy. Eso sí, me encontré un texto que se quedó guardado, después de que había dicho que escribiría cada día 😂😂😂😂. No lo cumplí, es obvio. Pero hoy, abrumada por mis fantasmas, que se vieron movidos a molestarme porque unos demonios me quitaron el sosiego, recurro de nuevo a escribir para salvarme de la demencia. Mis hermanos siempre creen que exagero, pero no es así, que necesidad tengo yo de mentir. Qué más da. Recurro a escribir y agradezco a Sonia por tirarme de la manga para hacerlo (figuradamente, claro).
    Como dije, lo que escribí hoy no es para hoy, pero sí lo que me encontré, que es del año pasado. Me divertí entonces y me divertí hoy al releerlo. Espero que ustedes también. No se diga más. Arráncate, José Alfredo: Ya me canso de llorar y no amaneceeeee... Ah, no, perdón. Aquí está ya:


Las soledades
Cuando uno está solo, tiene varias posibilidades: una es disfrutar del aislamiento y del silencio, porque suele vivir con otras personas y regularmente no tiene un momento para gozar de la tranquilidad. Cuando esto llega a suceder, tiene todo el tiempo para pensar en cuestiones trascendentales como por qué se hacen pelusas debajo de la cama y de otros muebles; o de dónde entra tanta tierra y se posa en las superficies de muebles y objetos si todo está cerrado, fenómenos ambos que le dan a uno tareas tediosas, pero que si no se hacen nos hacen ver mal ante las visitas y pareciera que uno no hace nada; también podría preguntarse por qué se acumuló otra vez tanta ropa sucia si apenas hace dos días se echó a lavar y no había quedado nada en el cesto.
     Puede ponerse a bailar con la música a todo volumen sin temor a las críticas, o cantar a todo pulmón sin importar si desentona o escuchar las canciones que a nadie más le gustan. O no vestirse en todo el día y pasarlo en piyama de la cama a la cocina para picar algo y luego al sillón, ya sea para leer o para ver alguna película o pasando de sitio en sitio por internet o en la computadora con 10 ventanas abiertas; todo, a sabiendas de que no vendrá nadie a cuestionarlo a uno.
     Sin embargo, cuando esta soledad no es un respiro ni un descanso de la vida compartida con otros, puede irse uno por el lado trágico y pensar en el vacío que se siente justo por el hecho de que no hay otros; en la imposibilidad de hablar de ese silencio que hay o de los ruidos de la casa, del tic-tac desacompasado del reloj que barrunta que no está bien; de lo que se contempla por la ventana, del perro ajeno al barrio que pasó en la mañana; de un estruendo que se escuchó como a las 10, de una canción desconocida hasta entonces que pasaron por el radio, de lo bien que sabe lo que cocinó, del antojo de un agua de tamarindo o de un atole frío de ciruela o de un chocolate con pan o de un café con leche o de una paleta de coco o de arroz con leche. No puede decir “vamos a hacer nieve, encontré una receta y parece muy fácil”, simplemente porque no hay nadie. No puede contar lo que soñó o decirle a alguien que le duele la panza y ya lleva muchos días con ese malestar y que teme estar infestado de algún microbio mutante porque el hueco de la muela que no está es el conducto para que entren en su cuerpo toda clase de sabandijas microscópicas que lo van carcomiendo poco a poco por dentro, que se prenden de sus órganos como sanguijuelas, succionándole segundo a segundo la vida. Todo eso uno se lo tiene que guardar para sí, porque no hay nadie a quien confiárselo. Aunque… tal vez sea mejor, porque si se lo dice a alguien, esta persona va a empezar a decirle que se queja mucho, que todo se lo imagina, que no tiene nada y que las bestezuelas micrométricas que imagina no lo matarán, aunque tal vez sí le mermen un poco la salud. Tal vez no sea tan malo estar solo, porque si preparara esa nieve tan rica de la cual encontró la receta, tendría que compartirla con ese otro individuo y le quedaría menos. Tanto trabajo para que el otro se lleve la mitad, si lo único que hizo fue estar viendo, ni siquiera lo ayudó a mezclar un poco y qué decir del hecho de que no compró ninguno de los ingredientes ni fue capaz de sugerir que cooperaba para ello. Pensándolo bien, más vale solo que mal acompañado. (10 de julio de 2017.)

   Y para terminar, una imagen que no tiene nada que ver, pero que se ve bonita.



4 comentarios:

  1. De esas soledades yo conozco bien. Añoro la primera. Vivo cotifianamente la segunda. Te quieto Pati. Te abrazo

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  2. Lo leo como desde otro planeta 😊 Apenas y recuerdo lo que es la soledad. En tu texto me suena deseabilísima.
    El otro día me pidieron que me detuviera 15 minutos para hacerle un favor a alguien (corregir un textito). Yo sí quería, ¡con todo mi corazón! Pero 15 minutos, sencillamente, no los tenía. Mil pendientes, mil asuntos en los que poner cuidado y atención, y con buena cara.
    Vaya... no cabe duda de que sólo podemos disfrutar de lo que nos toca vivir en el lugar y en el momento en el que nos encontramos. Te mando abrazos tropicales. Me encanta leerte.

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